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Un dolor irresistible hizo despertarse a Thorgest. Le ardía el costado. Sentía que le partían por la mitad. Se movió inquieto un instante antes de abrir los ojos y vio a una muchacha que permanecía derecha y de espaldas. Apenas podía moverse pero hizo un esfuerzo por buscar su espada junto al torso sin fortuna. La joven se dio la vuelta despacio y se quedó plantada en silencio. Su melena roja luchaba por escapar de una enorme trenza que le dibujaba la curva de la espalda. Había visto océanos menos azules que aquellos ojos, y menos profundos. Una piel tan blanca como la espuma del mar del norte salpicada de pecas y protegida sólo por una tela desgastada y vieja que Thorgest recorrió con la vista de agujero en agujero, de curva en curva.

—¿Quién eres? —preguntó.

Pero la joven no movió ni uno solo de los veinte músculos de su cara.

—¿No hablas mi lengua?

La chica continuaba allí plantada, mirándole casi con tanto asombro como él lo hacía. Ahora se pudo fijar más en ella y cayó en la cuenta de que la muchacha se mostraba aterrorizada. Con el rostro en tensión se esforzaba por tragar saliva. Fue entonces cuando comenzó a orinarse encima. Thorgest dejó caer su espalda contra el lecho dando por hecho que la joven irlandesa no suponía ninguna amenaza. De todos modos, se sentía aturdido y débil, y no le quedaba otra salida que confiar en ella. Se estaba caliente. Olía a estofado, a hogar. Tan lejos pero tan cerca de casa. Ahora sí palpó la herida que estaba tapada por unas vendas. Cerró los ojos.