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2002, Castellón, norte de Valencia

El avanzado otoño pincelaba sus grises sobre la ciudad de Castellón. La tarde era fresca, un viento aparecido por sorpresa bajaba desde las montañas y prometía una noche con algunas ráfagas de lluvia. Todavía quedaba algún charco de la madrugada anterior escondido bajo un coche o sitiando un árbol. Pasaban veinticinco minutos de las ocho y Josep se peleaba con la persiana de la librería. Hasta donde le alcanzaba la memoria, esa verja siempre se había atascado, obtusa, terca, tanto como todo aquel viejo edificio. Se había encasquillado con su abuelo y lo continuó haciendo con su padre. Al final consiguió bajarla de un golpe. Aquella chica a punto estaba ya de perderse callejón abajo. No se conocían apenas aunque tenían amigos comunes y cada uno sabía quién era el otro. Pero hasta esa misma tarde, cuando ella entró a última hora, justo antes de cerrar, para preguntar por un libro de Kosinski, nunca antes habían cruzado una palabra. Ahora Josep no sabía si correr tras ella e invitarla a tomar algo o meter las manos en los bolsillos y caminar despacio en dirección contraria. No fue consciente de en qué momento comenzó a dar zancadas sobre los adoquines de la calle Ovidi Montllor pero antes de darse cuenta estaba a dos pasos de la chica. El viento jugueteaba con sus rizos. La tarde era ahora sepia. La mirada desenfocada de ella advertía que la cosa no iba a ser fácil, arrugó los ojos y apretó los labios con dureza.

—Disculpa, hola otra vez. —La joven se mostraba desconfiada—. Creo que el libro puede estar aquí el jueves que viene; todo depende del distribuidor —dijo Josep entre dientes.

—Sí, ya me lo has dicho antes, en la tienda.

Parecía que no pensaba ponérselo fácil. La situación le incomodaba, a simple vista, e intentaría disuadirle de dar el paso antes de que Josep lanzase la pregunta que en el mejor de los casos acabaría en una cita, y en el peor, haría que ella nunca fuese a recoger Desde el jardín de Jerzy Kosinski y no volviesen a hablar jamás.

Josep pensaba que lo importante en estos casos era enarbolar la bandera, y decidió intentarlo aun a pesar de la apatía que ella no se molestaba en disimular: —¿Te apetece tomar algo? Quiero decir… ¿tienes algo que hacer ahora?

Ella dispuso las pupilas a un lado y a otro; parecía buscar una excusa. Él se adelantó a la respuesta, que por otra parte ya era sonora, como la lluvia que comenzaba a lanzar sobre el asfalto sus perlas gordas con una delicada violencia.

—Nada, déjalo correr. No quería molestarte.

Josep se dio media vuelta, metió las manos en los bolsillos y se alejó en dirección contraria mientras pensaba que eso mismo debía haber hecho desde un principio. La lluvia se hacía más valiente a cada paso.

—¡Gracias, de todos modos! —exclamó la chica desde lo lejos. Pero él no hizo ningún ademán de girarse.

De camino a casa se detuvo frente a un gran escaparate de vidrios invisibles que escupían luces de un modo tan exagerado que ese tramo de la calle estaba más iluminado que el resto. Miró hacia dentro, todavía había una caterva de feligreses con libros bajo el brazo que hacían cola frente a las dos cajas registradoras. Josep se comprobó la muñeca, el reloj marcaba las nueve menos diez y aquello estaba a rebosar de clientes. El hecho de que fuese Navidad podía explicarlo en parte pero él apenas había visto entrar en su librería una docena en todo el día. De pronto, se fijó en un cartel que se repetía a lo largo de toda la tienda. Se acercó a uno de los pósteres que pendían frente a él: «La quijotización en la creación literaria. Charla a cargo del profesor Esteban Gormaz. Lunes 5 de enero, 19:00 horas. Librería Book’s. Se exhibirá un ejemplar manuscrito del Quijote del siglo XVIII».

Eso era el lunes siguiente. Le pareció interesante pero estaba decidido a no poner un pie allí dentro. Así que no pensaba acudir a la ponencia por mucho que le atrajese aquel término, «quijotización». Aquella franquicia de libros era responsable en gran medida del decrépito rendimiento de su librería.

En aquel momento una voz pareció salir del cuello de su abrigo: —Le recomiendo que no se lo pierda. Habrá un pequeño coctel tras la charla y el profesor Esteban es mucho más divertido después de una copa.

Josep quedó mirando hacia el hombre, de aspecto elegante, que le tendía la mano para estrechársela.

—Soy Pere Gual, propietario de esta sencilla librería —dijo con más fanfarronería que modestia.

Dudó por un momento, pero acabó consintiendo un ligero apretón de manos.

—Soy Josep Folch.

—¿Folch?

—Sí, quizá le suene la Librería Folch; está a dos calles de aquí.

—Claro que me suena. Mi abuelo estuvo a punto de comprarla, pero claro, jugar limpio tiene esas cosas, cualquier sinvergüenza puede salirse con la suya.

Josep le miró desconfiado; no sabía a qué se refería, exactamente, pero aquel hombre estaba insultando a su abuelo. Entonces comprendió que el tipo ya sabía quién era él desde el primer momento.

—Bien, creo que debo marcharme —dijo.

—No se preocupe, en cuanto se vea obligado a cerrar su librería quizá tenga un puesto de trabajo para usted en mi negocio. Puede que incluso le compre el suyo. Lo que ocurriera hace cincuenta años es agua pasada. Nosotros podemos ser amigos —masculló con una sonrisa soez que le colmaba los labios.

Josep se marchó sin despedirse mientras la risa de aquel hombre iba perdiendo gas hasta detenerse como un motor gripado.

Caminaba despacio. La lluvia iba y venía. Jugaba a marear a los transeúntes, que tan pronto abrían como cerraban sus paraguas. Josep se abrochó el abrigo hasta arriba, comenzaba a enfriar. De repente se detuvo, no dejaba de pensar en aquello que había dicho el tal Pere Gual. ¿Debía tener aquella historia de la Posguerra alguna relación con el hecho de que esa horrible franquicia de libros estuviese arruinando el negocio que heredó de su abuelo? Sólo había una persona que pudiese tener una respuesta, el tío Damián.

Damián era el hermano pequeño de su abuelo, tenía ochenta y dos años. Vivía en una vieja casa en una estrecha y olvidada calle del centro de la ciudad.

—¿Gual? —el viejo repitió el apellido con el rostro arrugado—. ¿Paco Gual?

—No sé el nombre, tío Damián. Pero supongo que sí.

—Mal bicho era ese hombre. A tu abuelo le destrozó la vida.

Josep cada vez comprendía menos todo aquello. Según Pere Gual, había sido su abuelo el que había molestado al suyo al conseguir la librería que ambos querían.

—Debía de ser el año cuarenta y algo —continuaba hablando el viejo entre respiraciones fuertes—, porque recuerdo que yo tenía veintipico años, y tu abuelo un par más. El señor Tomás, el librero hasta entonces, se jubilaba y puso en venta la librería. Pedía diez mil duros por ella. Tu abuelo anduvo solicitando dinero prestado a toda la familia, y recuerdo que mi padre llegó a vender una pequeña finca de naranjos que había que replantar. Al final pudo ofrecer la cantidad demandada y cerraron el trato. Al día siguiente apareció Paco Gual por la tienda con la intención de comprarla. El señor Tomás le dijo que ya estaba vendida y montó en cólera y subió la oferta. Llegó a ofrecer casi el doble que tu abuelo, pero el viejo le dijo que ya había dado su palabra y que no había nada que hacer. No sé qué le debió contar a su nieto, pero esto es lo que pasó realmente.

Josep miraba el fuego que le iluminaba la cara a fogonazos.

—No entiendo por qué dices que Paco Gual le destrozó la vida a mi abuelo.

El viejo se rascó la cabeza, su pelo era amarillo y pegajoso.

—Paco nunca le perdonó. Era un hombre poderoso. Su familia tenía dinero. Su padre había sido alcalde de Franco en un pueblo medio grande después de la guerra.

Se dedicó a hacerle la vida imposible. Varias veces aparecieron los guardias para registrar la librería, cuando lo único efectivo que consiguieron fue desvalijarla de arriba abajo, derrumbar esos edificios de libros y conseguir asustar a tu abuelo, que cada día tenía peor humor. Tu abuela Teresa más de una vez vino llorando, la pobre, a explicarme cómo mi hermano pasaba las noches sin dormir, en vela, pendiente de cada ruido. Se volvió paranoico. Acabó perdiendo la cabeza. Desconfiaba de todo el mundo. Incluso de tu abuela, a quien una vez acusó de tener un romance con Paco Gual… Estaba loco, pobre.

—No sabía nada de eso —esgrimió Josep.

—Tú eras todavía muy pequeño cuando murió mi hermano, los niños tienen su propio mundo.

La madera crujía víctima del fuego. Fuera la lluvia se había detenido, casi suspendida aún en el aire, pero la calle seguiría envuelta en papel de plata durante toda la noche.

—Aléjate de ese Gual. Si es la mitad de mal hombre que su abuelo, no te traerá más que problemas.

—Lo sé, tío Damián. Creo que ya han comenzado.

Aquella noche, más tarde, Josep apoyaba los codos sobre la barra del Ricoamor, un oasis de rocanrol en una ciudad demasiado pequeña para muchas cosas pero no para beber, ninguna lo es para eso. Ernest, el barman, un macarra campechano, escuchaba sus lamentaciones sin quitarle el ojo a la parroquia.

—¿Cuánto quieres por la librería?

Josep arrugó los ojos y giró la vista hacia el camarero sin mover la cabeza. Su pelo naranja concentraba la luz de una lámpara y parecía arder como una zarza. Su lengua tropezaba con las sílabas fuertes de las palabras. Había bebido un poco: —No está en venta. Además, ¿para qué quieres tú una librería arruinada?

—No quiero una librería. Tan sólo trataba de echarte un cable. Quizá conozca a alguien que…

—No voy a cerrar. Voy a resistir el malevaje y a esperar a que ese gilipollas de Pere Gual se trague sus palabras. Ese hijo de puta le jodió la vida a mi abuelo…

Los clientes se fueron marchando como hormigas. A las cuatro de la madrugada la música se detuvo como el frío antes de la nieve. Con las luces encendidas y el personal barriendo y reponiendo el género de las cámaras frigoríficas, Josep salió por la puerta dando tumbos, lo que se había convertido ya en una costumbre.

Le despertó el móvil, que sonaba en algún bolsillo de su pantalón abandonado por el suelo. Le dolía la cabeza horrores y su voz parecía arrancada de un túnel. Aunque tropezando, pudo contestar.

—Sí. Dígame.

—¿Es usted Josep Folch? —preguntó una voz de mujer en inglés.

Josep se incorporó sobre la cama:

—Sí, ¿quién es?

—Mi nombre es Judith Smith y le llamo de la compañía irlandesa Dragoon New Archaeology. Estamos desbordados de trabajo y hemos estado mirando en los archivos. Usted nos mandó su currículum hace un par de años. ¿Estaría todavía interesado en trabajar con nosotros?

Josep cerró los ojos tumbado sobre la cama boca arriba. Antes de morir su padre y heredar la librería, que se encargó de hundir en un tiempo récord, había intentado salir del país y por ello pobló media Europa de currículums poco atractivos para cualquiera: «Licenciado en Historia» no era para impresionar a nadie capaz de ofrecer un trabajo normal.

—Ah sí, Dragoon New Archaeology, en Irlanda, creo recordarles.

—Entonces, ¿qué me dice, estaría interesado en trabajar con nosotros? Necesitamos completar el personal para el yacimiento más grande del país y tan sólo disponemos de unas semanas.

Josep daba vueltas sobre la cama como un gato.

—Lo siento, creo que me va a ser imposible. No podría marcharme aunque quisiera… Tengo un negocio de libros, mi situación ha cambiado. Pero gracias por llamar.

Lejos de buscar una solución a sus problemas, Josep abría cada día la librería como si nada ocurriese, aunque no acudían más de una o dos personas por jornada. Aquella chica finalmente volvió a por el ejemplar de Kosinski, pero lo hizo acompañada de un tipo con la cara estirada. Al cerrarse la puerta la observó alejarse unos segundos y al poco volvió a desmigar los renglones del periódico sin hacer espavientos.

Por su parte, la Librería Book’s estuvo abarrotada durante todas las navidades. Josep se había obligado a pasar por delante el día de la charla a la hora anunciada y las colas llegaban hasta la calle una vez más. Pere Gual corrió afuera para acomplejarle de nuevo, seguramente, pero él, al verle acercarse, se apresuró y consiguió doblar la esquina a tiempo.

Más tarde Josep cenaba solo, como de costumbre, en un pequeño restaurante del centro. Ensimismado, encerrado en su propia existencia, se manifestaba ajeno a todo lo que le rodeaba. Su mente iba y venía, se balanceaba como el péndulo de un reloj. No encontraba respuestas pero tampoco había demasiadas preguntas. Tenía un negocio de libros, heredado de su padre y de su abuelo, que estaba a punto de cerrar sus puertas si él no encontraba una solución mejor que vender el local y llevar todos aquellos volúmenes a una librería de viejo. Había perdido casi todo cuanto tenía esperando a que el negocio arrancase de nuevo, pero, al principio por falta de verdadera dedicación y trabajo, y ahora por culpa de aquella maldita franquicia de libros, estaba casi arruinado. Lo cierto es que después de pagar la cena su cuenta estaría en horas muy bajas.

—¿Me puede traer la cuenta? —le preguntó a la camarera.

—Ya está pagado, le invita la pareja de aquella mesa —respondió mientras señalaba hacia una de las ventanas bajo la cual sonreía Pere Gual junto a una mujer de exagerada feminidad.

No había que ser muy paranoico para ver aquel gesto como un insulto, una provocación.

—Insisto —espetó Josep en tono serio—, tráigame la cuenta… Y tráigame también la suya —dijo con el dedo apuntando hacia la ventana. Pensaba devolverle la pelota a aquel tipo tan orgulloso.

—Todavía no han terminado de cenar —repuso la camarera—. No puedo sumar la cuenta hasta que terminen.

Josep arrugó los ojos.

—Bien, pues tome cincuenta euros y cóbrese de aquí su cuenta.

La camarera le miró con cierta compasión.

—Verá, ellos no han tomado lo mismo que usted —intentaba no resultar maleducada—, su cuenta va a ser un poco más cara.

Mientras tanto Pere Gual no dejaba de sonreír jactándose desde su mesa. Parecía disfrutar de aquello aun cuando no podía saber con detalle qué estaban hablando. Josep se tomó aquel asunto como una prioridad. No debía dejarse insultar por aquel hombre.

—Está bien —dijo registrando por su cartera—. ¿Ochenta?

La camarera levantó una ceja y apretó los labios. No parecía satisfecha.

—¿Cien?… Está bien, ciento veinte. No puede costar más de esto, ¿no?

—No se preocupe, eso debería bastar —dijo la camarera mientras le lanzaba un guiño no exento de cierta piedad.

Josep sabía que acababa de gastarse casi sus últimas reservas. Pero había valido la pena. Le había dado una lección a aquel hijo de puta de Pere Gual. Ahora, le quedaban todavía unos euros para pasar un buen rato en el Ricoamor y olvidarse de todo aquello.

Josep abrió los ojos. Estaba tumbado en su cama. La ventana dejaba pasar un cegador sol de invierno. Alguien llamaba a la puerta. Caminó descalzo por las baldosas que bailaban sueltas desde hacía tiempo de su cuarto a la entrada. Abrió, mareado y resacoso, y vio a dos hombres, uno de ellos le enseñó una placa. El otro comenzó a hablar: —Hola, buenos días. ¿Es usted Josep Folch?

En ese momento Josep comenzó a recordar y supo que tenía un problema. Vagaban por su mente imágenes poco nítidas de él con una brocha en la mano mientras pintaba la sentencia «hijo de puta» en la cristalera de la librería de Pere Gual.

—Soy el teniente Ferrando y éste es el agente Peris —paró en seco al verle cerrar los ojos—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, es sólo que tengo un poco de catarro. Pasen —dijo con cierta resignación.

—Parece ser —el teniente se detuvo un segundo al ver la cantidad de botellas vacías de cerveza que poblaban el salón—, que se acaba de levantar usted y por lo tanto no ha salido todavía de casa, ¿me equivoco?

—Me acabo de levantar —contestó Josep, que ya se preparaba para una reprimenda o una sanción de cualquier tipo—. ¿Podría ir al grano, por favor?

—Bien —el teniente sacó un bloc de notas—, anoche entre la una y las dos de la madrugada, alguien, todavía no hemos determinado el número de personas, entró en su negocio de la calle Ovidi Montllor, creemos que a cometer un robo, que no se consumó por motivos que todavía están por esclarecer.

—No lo entiendo —Josep se mostró algo contrariado—. Creen ustedes que alguien entró en mi librería para robarme pero no lo hizo. Tampoco saben de quién se trata. ¿Qué les hace pensar que me han robado?

—Algo sí se llevaron, joven, aunque no fueron libros —contestó el teniente intentando prolongar la intriga.

—No tengo más que libros y la caja registradora estaba vacía, ¿qué robaron entonces? —insistió.

—Creemos que pintura. Un bote de pintura y una brocha que usted guardaba en el almacén. ¿No es cierto?

Josep quedó rendido ante aquella lógica policial, y pronto se decidió a deshacer el entuerto y aclarar que había sido él mismo quien había cogido la pintura y había cometido aquel pequeño sabotaje. Por fortuna, el teniente Ferrando se le adelantó: —Pintura que más tarde utilizaron para ensuciar el escaparate de la librería Book’s justo antes de asaltarla y robar un ejemplar antiquísimo del Quijote que el señor Gual tenía expuesto— explicaba mientras desplegaba un papel que sacó de su bolsillo y se dispuso a leer. —Se trata de una edición de mil setecientos ochenta, pertenecía a la Real Academia de la Lengua Española y está valorado en más de doce mil euros. Fue impreso por J. Ibarra de Madrid y está considerado el volumen más importante jamás editado por la calidad de su papel, de… —hizo una pequeña pausa porque no entendía la letra y continuó— hilo gordo, sus grabados y por los márgenes que tiene, propiedad de Obradors.

Josep se preguntó qué debió de haber ocurrido en la librería Book’s tras su marcha. Él se había limitado a pintarrajear el vidrio del escaparate, o eso creía recordar, pero alguien había aprovechado esa circunstancia para asaltar el local y robar el ejemplar del Quijote que se mostraba en la librería.

Tenía que mantener la calma. Lo cierto era que buscaban a otra persona. Nada hacía suponer que fueran a cargarle el muerto a él, sino todo lo contrario; iban a acusar de su acción de sabotaje al autor del robo. Se tranquilizó a sí mismo aunque sólo por un segundo.

—Pero no tiene usted de qué preocuparse porque cogeremos al culpable —añadió Ferrando.

—O culpables —apuntó el agente Peris, con una voz estridente, quien hasta el momento no había articulado palabra.

El teniente le miró un segundo antes de proseguir.

—Como le decía —continuó Ferrando—, cogeremos al culpable —miró a Peris de nuevo— antes de lo que se imagina.

—¿Cómo está usted tan seguro? —preguntó Josep, quien comenzaba a mostrar cierta preocupación.

—Porque ese imbécil ha dejado sus huellas dactilares en la pintura que hay por todas partes —sentenció—. Nunca fue tan sencillo analizar el escenario de un robo.

Cuando se marcharon, Josep se sirvió una taza de café y se sentó junto a la ventana. Miró la estantería de su lado y sacó un atlas mundial. Abrió por una página que mostraba un mapa de la geografía de Irlanda.