EPÍLOGO

Yo es otro.

ARTHUR RIMBAUD, Carta de vidente

Los libros son como los viajes: se empiezan con un propósito y terminan como ellos quieren. También la literatura y el hecho de viajar se parecen en otros aspectos: hay veces que la fatiga te impulsa a abandonar, pero en la mayoría de las ocasiones disfrutas como en una fiesta febril de los sentidos. La literatura te derrota y te construye en cada página que escribes, y lo mismo te sucede en cada kilómetro que recorres cuando estás viajando. Escribir y caminar mundo adelante son dos formas de intentar dominar el caos y comprenderlo, a menudo sin éxito. Cada libro y cada viaje tienen algo de experimento, de búsqueda imprecisa de lo que desconoces. La naturaleza más noble de la literatura es adentrarte en los territorios de lo ignorado, sin estar muy seguro de que poseas las fuerzas suficientes para tal empresa. Vivir explotando tus cualidades naturales no es la mejor forma de crear; crear es tratar de llegar a donde piensas que tu talento no alcanza. El asunto es ir aunque no estés seguro de alcanzar lo que te propusiste…, como en el viaje.

África cansa, su miseria abruma, su clima llega a agotarte en ocasiones, tu paciencia se quiebra en las largas esperas de las estaciones de trenes o autobuses; muchas veces malcomes, duermes en lugares insanos, te arriesgas a diario a pillar una soberana colitis o algo mucho peor; a menudo intentan engañarte cuando no robarte, y con frecuencia puedes estar seguro de que, de todo cuanto te dicen, al menos la mitad es falso. África es dura y difícil, y muchas veces, incluso fea. Algunas noches te duermes deseando que, al despertar, te encuentres en tu cálido hogar europeo y África no haya sido otra cosa que una pesadilla que al fin se ha esfumado.

El viaje que relata este libro al que pongo punto final fue bastante extraño. Me perdí en algunas ocasiones mientras recorría los caminos de un África perdida: los de la Etiopía extraviada en los sueños de sus propias leyendas, los del Sudán que no acaba de descubrirse a sí mismo en sus inmensas soledades, los del Egipto que arde impotente en el fuego de sus ambiciones incumplidas. Por eso comencé este libro afirmando no saber muy bien quién soy. Me sucedió algo parecido a lo que les ha sucedido a estos países lamidos por el Nilo: han errado su rumbo, no han sabido distinguir su íntima naturaleza, y viven, hoy como ayer, sacudidos por el caos de su propia historia. Me perdí en los caminos de un África perdida. De ahí el título de este libro.

No crea quien esto lea que no disfruté del viaje y que no he disfrutado escribiendo sobre ello. Todo lo contrario. Creo que no me he reído nunca tanto en África como en este último vagabundeo y, sobre todo, me reí a menudo de mí mismo, que es la más saludable de las risas. Y al contarlo, he vuelto a reírme.

Ahora mismo ignoro si regresaré a África. Pero al leer una vez más el nombre del continente en la pantalla de mi ordenador, me acuerdo de nuevo de una de las frases de aquel explorador de África, tan cruel como valiente, que fue Henry Stanley: «Cuando estoy en los bosques, añoro la ciudad; pero cuando regreso a la ciudad, añoro los bosques».

Digo África y poco a poco se desvanecen los recuerdos de las largas esperas, de los autobuses que renquean en caminos abisales envueltos por nubarrones de polvo rojo, de los hoteles miserables en aldeas remotas, de los insectos y ratones que corren bajo tu camastro, de las comidas que no puedes digerir, del agua sospechosa, de los ladrones… Digo África y siento el sol quemándome la cara y el aire vivificador, y veo asomar en mi memoria los horizontes tendiéndose sin límites, escucho el rumor salvaje de los ríos, oigo los gritos de las lechuzas y las risas de las hienas en el desierto sin fronteras, y las voces de los marinos, el canto alegre y la danza sin rubor, la campanilla del camello, el camino bajo mis pies y el cielo sobre mi cabeza.

¿Vendrá de nuevo el viento de la libertad a tomarme en sus brazos y transportarme a África?

Quién sabe.

África-España, 2001-2002