EL IMPERIO IMPOSIBLE
Creo que El Cairo no puede compararse a ninguna otra ciudad de la Tierra, por lo menos de las que yo conozco. Tiene una fuerza endemoniada y, al mismo tiempo, es frágil como un sueño imposible. Cuando nació, hace cinco mil años más o menos, la llamaron Misr. Pero siglos después, al crecer, fue bautizada como al-Qahira (La Victoriosa), y más adelante, como Um al-Dunya (La Madre del Mundo). Su imponente vitalidad puede hacernos pensar que merece tales nombres y muchos otros de parecida magnificencia. Pero El Cairo nunca ha vencido a nadie, sino que casi siempre fue derrotada en su vano empeño por constituirse en centro de un imperio. Y en cuanto a progenitura del planeta, el poeta turco Fazul Bey escribía ya en el siglo XVI: «¿Madre del Mundo? Sólo es una puta que se ha entregado a todo el mundo un siglo detrás de otro».
Cuando uno entra en su regazo, tiene la sensación de penetrar en la guarida de un inmenso animal crecido en el polvo y el ruido, entre los malos olores y la suciedad, que amamantaría una humanidad desbordante y sudorosa, allí, en la palma de un desierto que arroja tolvaneras de arena sobre la Ciudad de los Mil Minaretes, como también han llamado a la Victoriosa Madre del Mundo. El Cairo engulle y representa todo lo que es Egipto, chapoteando en el delta del Nilo, como una res que se revuelca malhumorada entre la arena y el agua y que, al exponerse al sol, queda cubierta por una costra de barro seco de color leonado.
Mi tren viajó de noche, durante algo más de doce horas, desde Asuán a El Cairo, en paralelo al curso del Nilo. Cuando amaneció, a eso de las seis de la mañana de un día de principios de marzo, asomaban en las riberas del río aldeas de casas maltratadas por los años y arboledas cansadas, y un polvo amarillo parecía haberse echado sobre la tierra, agarrándose con furia a su piel, como si la noche se resistiera a dejarse vencer bajo la fuerza del sol. El paisaje tenía la apariencia de una antigua fotografía, con el brillo del papel devorado por la edad y cubierto por un color siena desvaído. Las casitas de adobe sucio corrían junto al tren como formas oscuras recortadas sobre un fondo ocre. Los huertos se iban comiendo el curso del Nilo, empequeñeciéndolo hasta convertirlo casi en un canal de aguas domeñadas. Y conforme nos acercábamos más y más a la Madre del Mundo, crecían las montañas de basura en aquellos arrabales miserables, hasta formar casi un murallón de desechos sobre las orillas del río.
La entrada en La Victoriosa impedía cualquier metáfora de gloria o hermosura. Altos edificios de paredes desportilladas daban la espalda a las vías, con sus ventanas repletas de ropa tendida a secar. Y al descender de mi vagón en la Ramses Station y ganar la calle, El Cairo me recibió con un bramido atronador de cláxones y un fuerte olor a especias y a basuras. Pensé que aquella ciudad inundada de gentes que cruzaban las calles toreando a los coches y a los carros de tiro con una sutil pericia, era como un león viejo y cascarrabias encerrado en una jaula y que rugía enfadado bajo el polvo amarillo.
Gustave Flaubert, que viajó por Oriente durante un par de años, escribía así sobre El Cairo en una carta a un amigo fechada en enero de 1850: «¿Qué puedo decirle? Apenas me estoy reponiendo del primer aturdimiento. Es como si te arrojaran completamente dormido en medio de una sinfonía de Beethoven, cuando los cobres desgarran el oído, los bajos rugen y las flautas suspiran. El detalle te atrapa, te agarra, te atenaza, y cuanto más te ocupa, peor captas el conjunto. Luego, poco a poco, aquello se armoniza y se acomoda por sí mismo a todas las exigencias de la perspectiva. Pero los primeros días el diablo te arrastra, es un ensordecedor barullo de colores, hasta tal punto que tu pobre imaginación, como ante un fuego artificial de imágenes, permanece totalmente deslumbrada».
Permanecí una semana en la ciudad. Y cabalgué un atardecer, junto a Gaspar, un diplomático destacado en la ciudad, en dos estupendas jacas árabes por los alrededores de las Pirámides. Fue el único contacto, por otra parte espléndido, que tuve con el universo faraónico, una cultura por la que nunca me he sentido particularmente atraído. A mí me interesaba El Cairo vivo, El Cairo de ahora mismo, ese Cairo sobre el que tú no puedes decidir si te gusta o no. Tanta vitalidad atesora que es ella, la ciudad, quien lo decide por ti, el que exige que te rindas a su vigor y su fantasía. Viola tu libertad y dictamina que debes amarla quieras que no.
O para decirlo más claro: por narices tenía que gustarme El Cairo.
Me alojé en el Cosmopolitan, un hotel con aspecto de años veinte y de precio razonable, metido en un callejón cercano a la plaza de Midan Tahnr. Es la zona de la ciudad donde conviven los dos Cairos de hoy: el cosmopolita y el provinciano, el occidental y el musulmán, el de los lujosos hoteles como el Shepheard’s y las viejas pensiones decrépitas, el del museo de los faraones y las tabernas de Naguib Mahfuz, el de los bares de elegante aire francés y los cafés donde se juega al domina y se fuman pipas de agua con tabaco que huele a manzanas dulces, el de los restaurantes flotantes y los oscuros comedores donde sirven kushai, el de los locales de la danza del vientre y los fast-food, el de los mercados nocturnos con sus luminosas fruterías y el de las tiendas de souvenirs. Cruzan Midan Tahnr centenares de coches a toda hora y las ocasionales limusinas con cristales oscuros, que transportan a algún magnate, se mezclan en el caos del tráfico cairota con carros tirados por burros que cargan chatarra.
Hay buenas librerías en Sharia Kasr el Nil y Midan Talaat Harb, con abundancia de textos en inglés y francés, y allí encontré en una sola mañana todos los títulos que buscaba: en particular, los escritos de Gustave Flaubert sobre Egipto y el magnífico trabajo del inglés Max Rodenbeck sobre la Ciudad Victoriosa. Comí en un restaurante tailandés de los sótanos del Hilton y me bajé al metro para conocer un par de estaciones. Es muy moderno, con espaciosos andenes y anchos vestíbulos, al menos en las estaciones de Nasser y Sadat, y los vagones son muy nuevos. Resulta curioso que haya coches destinados tan sólo a las mujeres y alguien me dijo que es debido a la afición que los egipcios tienen por tocarle el trasero a las señoras cuando viajan en suburbano, algo que recordé también sucedía en el Madrid de los años cincuenta del pasado siglo.
Por la tarde, tras una buena siesta en mi hotel, tomé una cerveza en el café Riche, que parece un rincón del parisino bulevar Saint Germain metido en la barriga de El Cairo, con sus veladores de madera oscura, los camareros vestidos con chaqueta blanca y corbata negra y las paredes adornadas con retratos de artistas contemporáneos egipcios, el primero de todos el inevitable Naguib Mahfuz. Me cobraron el equivalente a tres euros y medio por media pinta de barril. Algo más lejos, en la plaza El Falaky, el escenario saltaba a un mundo por completo diferente en el café Horryia: piso de mármol roto, columnas y paredes forradas de madera sucia color crema y espejos desportillados; veladores de mármol rajado, ventiladores de techo con el motor averiado y litronas de cerveza Stella a un euro veinte, con tapa de altramuces incluida. Entraban y salían del Horryia vendedores de bolsas, calcetines y pañuelos de papel. Y también mendigos, que recorrían las mesas ofreciendo su cacillo sin que ningún camarero ni cliente se incomodara por ello. Dos Cairos, pues, dos universos distintos, en el espacio de unos pocos cientos de metros.
Terminé la primera noche cairota en un local de danza del vientre, en la calle Alfy-Bey. No debí de escoger el mejor, precisamente. Bajo el escenario, se alineaban largas mesas con el servicio puesto, en espera de una numerosa clientela que no llegó, al menos durante el tiempo que permanecí allí dentro. La sala la adornaban arcos árabes cercados por hileras de bombillas pequeñas de colores. En el techo, una gran bola roja giraba y distribuía por la sala hachazos de luz multicolor. La carta anunciaba una mezcla, en incomprensible batiburrillo, de guisos, cervezas, zumos, ensaladas, tés, pipas de agua, frutas frescas y licores. Todo tenía allí dentro el aire kitsch de los cabarets madrileños de los años cincuenta.
Estaba solo en el extremo de una mesa de aquel inmenso comedor vacío y los camareros me miraban desde lejos esperando mis gestos. Pero yo aguantaba con la primera cerveza que había pedido en previsión de tener que irme si el espectáculo se demoraba. Estaba anunciado para las once de la noche y concluiría a las tres de la mañana. Y en efecto, a las once salieron seis músicos armados de laúdes y tambores y comenzaron a interpretar una pieza instrumental que duró un cuarto de hora. Cuando concluyeron, iniciaron otra de parecido tono y duración. Y por allí no asomaba ni un solo cliente nuevo. Antes de arrancar la tercera pieza, salió al escenario una gruesa mujer de pelo azabache y sostén y falda ornados de lentejuelas negras. Dijo en árabe algo al distinguido público, que no podía ser otro que yo, y comenzó a danzar y a desparramar carnes a su alrededor. Pagué la cerveza y me largué aprovechando que la sala había quedado en penumbra.
Polvo, contaminación, ruido, hacinamiento, palacios y mezquitas imponentes junto a arrabales de miseria, McDonald’s al lado de cantinas miserables, dislate urbano en todos los rincones, el caos a toda hora… y, pese a todo, un alma hondamente cosmopolita. Ya en el clásico Las mil y una noches, un personaje del libro decía: «Quien no ha visto El Cairo no ha visto el mundo. Su polvo es oro; su Nilo es maravilla; sus mujeres como vírgenes de ojos negros venidas del Paraíso; sus casas palacios; su aire templado; sus olores, perfumes que alegran el corazón. ¿Cómo podría ser de otra manera El Cairo siendo como es la Madre del Mundo?».
Mejor, puta del mundo, como dijo el poeta turco. El viajero tangerino Ibn Battuta la visitó varias veces en el siglo XIV, en pleno apogeo del período mameluco, y la describió de forma más exacta que el rendido admirador de Las mil y una noches. Decía así: «Dueña de grandes provincias y tierras fértiles, llena de grandes edificios, incomparable en belleza y esplendor, acoge a los ilustrados y a los ignorantes, los infelices y los alegres, los desconocidos y los famosos, los prudentes y los locos, los nobles y los míseros… Su juventud es siempre nueva a pesar de su larga historia».
Ya entre los siglos XI y XII, según los cronistas de antaño, la ciudad contaba con medio millón de habitantes, una buena parte de ellos extranjeros, cuando París albergaba doscientos mil y Londres cuarenta mil, en tanto que Madrid era tan sólo un poblachón.
Y algo queda de todo eso en esta madre-ramera del orbe musulmán. Hoy la habitan más de veinte millones de personas y la ONU ha establecido que se trata de la ciudad más densamente poblada del planeta y que la superficie cubierta por asfalto es superior, incluso, a la de Nueva York. En el centro de la ciudad, la densidad de población es de doscientas mil personas por kilómetro cuadrado, pero en algunas zonas esa cifra se eleva al medio millón de almas. Apenas existen espacios ajardinados y alguien calculó hace unos años que la proporción de césped que corresponde a cada cairota es equivalente a la medida de la suela de un zapato. En los nuevos edificios de pisos que surgen a las afueras de la ciudad, por lo general con alturas superiores a las veinte plantas, los techos quedan sin terminar, con las vigas al aire y cubiertos con una delgada capa de cemento, en previsión de que, dentro de unos años, se haga necesario alzar nuevas plantas sobre las ya construidas. Una buena parte de las familias de El Cairo habitan en viviendas de una sola estancia y sus integrantes deben de hacer turno para comer, asearse y dormir.
Transitan la ciudad un millón de vehículos a motor, con una media de edad de quince años, y todavía trotan por sus calles unos cinco mil burros. Hay treinta mil cafés en la urbe y la cifra de vendedores ambulantes ronda los doscientos mil. Cuarenta mil niños sin hogar vagan día y noche por la ciudad en busca de alimentos.
El hacinamiento de la población, la escasez de espacio para vivir, obliga a los cairotas a olvidar la interrupción natural entre el día y la noche. El Cairo no duerme, muchos mercados continúan abiertos en las horas nocturnas, el tráfico apenas desciende en intensidad y ocho mil cafés continúan ofreciendo servicio a la clientela nochera. Durante los días que permanecí en la ciudad, viví horarios disparatados, durmiendo en muchas ocasiones en las horas diurnas y disfrutando del frescor de la noche en los animados cafetines hasta las tantas.
Ya he dicho que El Cairo engulle a Egipto entero, es una ciudad que supera con creces el concepto de capitalidad a que estamos acostumbrados en Occidente. Todos los caminos del país nacen y mueren en la Victoriosa y uno de cada cuatro egipcios habita en la ciudad. Las principales universidades egipcias tienen su sede en El Cairo y todos los periódicos sin excepción se editan en imprentas cairotas. La totalidad de los departamentos gubernamentales están en la urbe, con un censo de más de dos millones de funcionarios.
En cierto sentido, vale también decir que El Cairo es capital del universo islámico, al menos desde un punto de vista intelectual y artístico. El sesenta por ciento de los textos que aparecen cada año en lengua árabe se editan en la capital egipcia y en sus universidades estudian las élites musulmanas, mientras que en las escuelas coránicas cairotas se forma una buena parte del clero del Islam. No es extraño, pues, que de El Cairo hayan salido los ideólogos principales del fundamentalismo islámico de nuestros días. Pero también algunos de los teóricos de un Islam tolerante y democrático.
La gran mayoría de las películas y telefilmes árabes se ruedan en estudios de la ciudad. Por esa razón, los musulmanes de todo el mundo, para entenderse entre ellos, recurren al dialecto cairota: lo han aprendido a través de los melodramas egipcios de televisión.
En El Cairo es una entidad muy poderosa la Oficina de Contenidos Artísticos, controlada por autoridades religiosas, que ejerce una férrea censura sobre periódicos, libros y producciones teatrales y cinematográficas. Pero sobre los telefilmes carece de jurisdicción, ese asunto es cosa de los saudíes. Pues al ser Arabia Saudí el principal mercado consumidor de producciones televisivas en el mundo árabe, la censura en este terreno la impone Ryad: está prohibido, por ejemplo, que aparezcan en escena un hombre y una mujer solos en una habitación, si no son matrimonio o miembros muy cercanos de la familia. Y nada de besos, ni escotes, ni falda corta, ni cabelleras femeninas al aire, y menos aún biquinis.
El Cairo es la capital de la espiritualidad árabe, del rigor del pensamiento islámico, la guardiana de la fe. Pero es, al mismo tiempo, la descarada anfitriona de todos los pecados. Cuando un musulmán decide pecar o cometer todos los excesos sobre los que el Corán se muestra ambiguo, viaja a El Cairo. Los mejores burdeles del orbe islámico están en la ciudad egipcia, y como el consumo de alcohol es legal, los jeques saudíes y kuwaitíes que lo prohíben en sus países vienen a El Cairo a agarrarse unas imponentes melopeas en los lujosos bares del Marriot o el Shepheard’s. Para los musulmanes de a pie, el alcohol egipcio tiene sus riesgos. Porque los destiladores cairotas fabrican imitaciones de whisky, ron o ginebra, con diseño de botellas semejante a las marcas occidentales, pero con un alto contenido en alcohol venenoso.
El Cairo es también el centro de la mejor música árabe, que se exporta a todos los países musulmanes. Y en El Cairo nació, hizo su carrera y murió la gran cantante Umm Kulsoum, que congregó en su entierro muchos más seguidores que Nasser, padre de la independencia egipcia. La llamaban en el mundo árabe al-Sitt, la Gran Señora, y sus baladas siguen conmoviendo el alma de los cairotas mucho más que el himno nacional. En todas las naciones islámicas continúan sonando sus bellas canciones.
El Cairo, en fin, forma, acoge y exporta a las mejores bailarinas de la danza del vientre y las más reputadas llegan a cobrar alrededor de un millón de pesetas por actuación. La reina de todas ellas, en los días de mi estancia en la ciudad, era —y supongo que sigue siendo— Fifi Abdou, o madame Fifi. Cuando las autoridades religiosas egipcias intentan prohibir los espectáculos de danza del vientre, cosa que sucede de cuando en cuando y siempre sin éxito, madame Fifi afirma desdeñosa: «Mi arte es un asunto exclusivo entre Alá y yo». Y nadie, ni los más respetados clérigos, se atreve a cuestionar su afirmación.
Estos datos sobre El Cairo, recogidos en buena parte del excelente libro de Max Rodenbeck The city Victorius [La ciudad victoriosa], dejan ver por sí solos que la Madre del Mundo, aunque bastante golfa, es mucha madre.
La Victoriosa, ya he dicho, nunca ha vencido a nadie. El Cairo es la capital de un imperio imposible, y de hecho desde el siglo VI antes de Cristo, cuando los asirios depusieron a la última dinastía faraónica y ocuparon el país, Egipto no ha sido independiente hasta 1952, el año en que Nasser tomó el poder y echó del trono al rey Faruk, en realidad un títere al servicio de Gran Bretaña. Veintiséis siglos, pues, de un Cairo sometido a los extranjeros. Todos los imperios se apropiaron de Egipto y El Cairo nunca fue capaz de crear el propio, aunque lo intentó varias veces a lo largo de su dilatada historia.
Para hacerse una idea de cómo la Victoriosa debería, en puridad, llamarse la Derrotada, y comprobar hasta qué punto los seres humanos somos criaturas a las que les apasiona falsificar la historia, basta hacer una visita al museo militar de la Citadela. La Citadela es una especie de fortín amurallado, construido durante el Medievo sobre la cima de una colina que se eleva al sudeste de El Cairo, en el que el poderoso Mohamed Alí, sátrapa al servicio de los sultanes turcos, estableció su residencia a mediados del siglo XIX. De Mohamed Alí ya he hablado en extenso en capítulos anteriores de este libro, al referirme a la conquista de Sudán por los egipcios. Quiso hacer del país que gobernaba un imperio que retase al mismísimo sultán de Estambul, pero la jugada le salió mal, ante la dura oposición de Inglaterra y Francia a sus pretensiones expansionistas. En uno de los palacetes del interior de la Citadela, los nuevos gobernantes del Egipto independiente han dispuesto un museo para cantar la gloria militar del imperio que nunca existió.
Subí a la Citadela una mañana brumosa y polvorienta, acatarrado por el frío húmedo que brotaba de las aguas sucias del Nilo. Desde lo alto contemplé una de las más imponentes vistas de la Madre del Mundo; en la lejanía, las sombras puntiagudas de las pirámides de Keops y Kefren, las lanzas de centenares de minaretes hincándose en el cielo, rascacielos sobre las orillas del río, aviones que llegaban desde el oeste o que despegaban hacia oriente, y barrios de grandes edificios decrépitos, altas construcciones hacinadas, negras y polvorientas, como si hubieran surgido de un incendio apagado días antes.
Toda la Citadela convocaba a la gloria de Mohamed Alí, en especial en su grandioso mausoleo. Pero en el edificio destinado a Museo Militar, junto a Mohamed se exhibían las glorias de los heroicos soldados egipcios, en especial los presidentes Nasser, Sadat y Mubarak. Las banderas, los uniformes, las armas de ayer y de hoy, las fotografías de las últimas guerras y los tanques y aviones conquistados al enemigo judío llenaban las salas y el patio central. En orden riguroso, las estancias iban relatando la historia militar de Egipto: de las campañas de Alí a las guerras contra Israel. Pero en ningún lugar se recogía el recuerdo de las derrotas ante franceses y británicos, y en cuanto a la desastrosa Guerra de los Seis Días contra los judíos de 1967, simplemente no existía. La siguiente guerra, la de 1973, quedaba convertida en una sonada victoria de las armas egipcias sobre el enemigo de siempre: la odiada Israel.
Dicen que la historia la escriben siempre los vencedores, pero en Egipto sucede al revés: la han escrito los vencidos. Y un buen botón de muestra de lo que digo puede verse en el centro de una de las salas principales del museo, donde hay una belicosa estatua de bronce de un guerrero medieval egipcio, con casco, lanza y cota de malla, a cuyos pies se lee: «El mejor soldado de la Tierra».
Había en aquella ahora apenas medio centenar de personas visitando el museo. Un grupo de doce o quince mutilados sentados en sillas de ruedas recorrían, varios de ellos acompañados por sus mujeres, las estancias correspondientes a las guerras con Israel. Los observé un rato. Algunos llevaban hileras de medallas en la pechera y pensé que, sin duda, eran antiguos combatientes de aquellos conflictos. Se detenían ante los croquis de las batallas y las fotografías de prisioneros judíos, y varios de ellos sonreían con cierto gozo, mientras sus mujeres les dedicaban frases cariñosas. ¿Se veían, al fin, como los héroes que imaginaron o quisieron ser en los días de la guerra? Pero tres o cuatro de entre ellos no sonreían nunca: miraban hacia las paredes de donde colgaban mapas, retratos y banderas, y su vista se perdía más allá, como si atravesase los muros para alcanzar a contemplar, de nuevo, el horror de la muerte y la humillación de la derrota.
Escribía Herodoto, allá por el siglo V antes de Cristo, que «los egipcios no saben vivir sin reyes». Y su juicio conserva hoy el mismo valor que tuvo ayer. Porque, incluso al servicio de imperios extranjeros, los gobernadores del país se han comportado siempre como monarcas absolutos. Desde los soberanos Ptolomeos, provenientes de Macedonia, hasta el presidente Mubarak, todos los gobernantes egipcios se han aupado al poder montando un trono y ciñendo sus sienes con alguna suerte de corona.
Entre el año 3000 antes de Cristo, más o menos, y el 500 antes de Cristo aproximadamente, se sucedieron diversas dinastías faraónicas, que alumbraron una de las civilizaciones más luminosas de la Antigüedad. La última de ellas cayó derrotada ante los asirios, que ocuparon el país durante varias décadas. Los persas, en los días de Ciro y Cambises, arrebataron a los asirios los territorios del delta del Nilo, pero en el año 332 antes de Cristo, Alejandro Magno, rey griego-macedonio, y sin duda el mayor genio militar de la historia humana, derrotó a los persas y agregó Egipto a su imperio, situando la capital en Alejandría. La dinastía Ptolomeo-macedonia, fundada por un general de Alejandro, retuvo el poder hasta el año 30 antes de Cristo, fecha en que las tropas romanas de Octavio entraron en Alejandría y convirtieron el país en provincia romana. Y a los romanos les sucedieron los bizantinos, cuando el gran imperio de Roma se fraccionó en dos.
Los árabes conquistaron el país a los bizantinos en el 640 de nuestra era y en el 648 la dinastía omeya, proveniente de Siria, reinaba sobre Egipto. Luego, desde el 750, gobernaron los abasíes, originarios de Irak. Tras los avasalles, en el año 968, ocuparon Egipto los fatimíes, una dinastía llegada de Marruecos, que gobernaron el país hasta el 1169.
Pero desde unos años antes, desde el 1099, los cristianos habían iniciado una Cruzada para arrebatar los Santos Lugares a los musulmanes, habían conquistado Jerusalén y se extendían hacia el oriente. En el 1171, un kurdo al servicio de los reyes sirios llamado Saleh al Din presentó batalla a los cristianos y encadenó una serie de victorias hasta expulsarlos de Jerusalén en el 1187. Aquel gran guerrero musulmán, a quien en Europa se conocía como Saladino, se hizo con el control de Egipto y fundó su propia dinastía, los ayyubíes.
Saladino necesitaba de tropas muy leales para mantener su dominio sobre el gran imperio que gobernaba. De modo que contrató un ejército de aguerridos mercenarios, antiguos esclavos que provenían de Asia Central y del Cáucaso y que habían ganado su libertad sirviendo en la guerra a los sultanes otomanos de Estambul. Eran los mamelucos.
Estos mamelucos, con el paso del tiempo, llegaron a formar una casta militar, con un arraigado espíritu de cuerpo: eran una especie de samuráis con su propio código del honor y tan crueles como valientes. «Extranjeros para sí mismos. Sin padres. Sin que el pasado hubiese hecho nada por ellos…», los definía un viajero europeo del siglo XVIII.
Como parece lógico pensar, visto ahora el asunto desde una dilatada perspectiva histórica, aquellos austeros y duros militares comenzaron a alentar deseos de poder conforme la energía de sus amos, los descendientes de Saladino, iba desvaneciéndose. Y en 1257, los mamelucos depusieron al último ayyubí y su jefe se proclamó sultán. Gobernarían Egipto hasta 1517, con una nómina de cincuenta y tres sultanes. Como también es lógico concluir, muchos de los mejores capitanes aspiraban al trono, desde que el poder cayó en manos de aquella casta, y las rivalidades se desataron pronto entre las diversas familias mamelucas. Eso, en la historia, significa sangre. De ese modo, cabe anotar que, de los cincuenta y tres sultanes mamelucos que reinaron sobre Egipto, diecinueve fueron asesinados o ejecutados, veinticuatro fueron depuestos y sólo diez concluyeron sus mandatos y murieron por causas naturales.
Los mamelucos no alentaban aspiraciones imperiales, de modo que no les supuso ningún esfuerzo, entre otras cosas porque muchos de ellos eran de origen turco, prestar vasallaje a los sultanes de Estambul cuando el Imperio otomano irrumpió en la historia. En 1517, Egipto quedaba incluido en los dominios otomanos, los mamelucos aceptaban pagar impuestos a Estambul y, a cambio de ello, gobernaban Egipto como les venía en gana. Y así continuaron durante casi tres siglos.
El 1 de julio 1798, Napoleón desembarcó en Egipto y derrotó el día 21 a los mamelucos en la batalla de las Pirámides, ocupando El Cairo tres días más tarde. El entonces general de la Revolución francesa pretendía ampliar sus dominios desde Egipto hasta las costas de Somalia, para cortar a los ingleses la ruta hacia la India. Pero justo un mes después de su llegada, el almirante inglés Nelson dirigió su flota hacia las costas egipcias y destrozó a la francesa en la batalla naval de Abukir. Napoleón quedó aislado de Francia y sin posibilidad de recibir suministros ni tropas.
Aliada de Inglaterra, Turquía decidió enviar tropas contra los franceses, pero una y otra vez fueron derrotadas por el ejército napoleónico. No obstante, ahogándose poco a poco bajo el asedio inglés, el vigor de Napoleón se fue desmoronando y, un año después de haber ocupado el país, Bonaparte se embarcaba secretamente de regreso a Francia, dejando al mando de sus tropas al general Kléber. Aún permanecieron los franceses cerca de un año en territorio egipcio, pero unos meses después del asesinato de Kléber, decidían capitular. A finales de agosto de 1802, el ejército galo abandonaba definitivamente Egipto.
Aquella fracasada expedición militar marcó, sin embargo, un hito histórico, pues supuso el descubrimiento científico de Egipto para Europa. A Napoleón le acompañaban en su empresa un buen puñado de «sabios» franceses: geógrafos, botánicos, geólogos, historiadores, lingüistas, arqueólogos… Todos ellos acudían junto a las tropas a los escenarios mismos de las batallas y entraban junto a Napoleón en los territorios y ciudades que el ejército iba conquistando. A su regreso a Francia, elaboraron un imponente trabajo que titularon Descripción de Egipto, que significó el origen de la egiptología. Entre otras cosas, los sabios de Napoleón dieron con la piedra de Rosetta, que facilitaba las claves para la traducción de la escritura jeroglífica faraónica. Gracias a la expedición de Bonaparte, sabemos hoy mucho sobre la antigüedad egipcia.
Por otro lado, las numerosas reformas de corte progresista que Napoleón introdujo en un Egipto sobre el que los mamelucos ejercían un orden medieval, reformas que afectaron tanto a la forma de gobernar como a la organización urbana y social, asombraron a los habitantes del país y fueron algo así como la primera siembra de modernidad en Oriente.
Con la expedición de Bonaparte bien podría decirse que Europa descubrió a Oriente y Oriente a Europa. Y el pecaminoso matrimonio se consumó en el lugar donde correspondía: en el lecho de la Madre del Mundo.
Los ingleses no tenían aspiraciones imperialistas en Egipto, les bastaba con controlar a su rival francés en las costas mediterráneas e impedir su expansión hacia el Indico. De modo que, aliados de Estambul, siguieron apoyando que Egipto fuese territorio bajo dominio turco. De todas formas, controlaron con sutileza que todos los virreyes, ojedives, que gobernaban en El Cairo al servicio teórico del sultán otomano, fuesen de su confianza. Y si se desmandaban un poco, Londres se ocupaba de cortarles las alas o buscarles sustituto.
Mohamed Alí, un albanés que servía como mercenario en el ejército turco, fue el primero de ellos. Y le siguieron sus descendientes Abbas, Said e Ismael, quien hizo abrir el canal de Suez en 1869, facilitando la ruta hacia la India. Este asunto, la construcción del canal, avivó mucho más los intereses de Inglaterra en la región y asegurar la tranquilidad en Egipto se convirtió en asunto prioritario. Así, cuando en 1882 se produjo la revuelta de oficiales nacionalistas contra el jediue Tewtíq, bisnieto de Mohamed Alí, Inglaterra reaccionó de inmediato y con contundencia. Un coronel del ejército, Ahmad Urabi, había dirigido el levantamiento y, en pocos días, miles de europeos hubieron de abandonar El Cairo y Alejandría, mientras las multitudes egipcias, presas de la xenofobia, saqueaban las propiedades y negocios extranjeros en todas las ciudades del país.
Las potencias europeas enviaron sus flotas para evacuar a los que huían y para bloquear los puertos egipcios. Urabi fue más lejos aún, al anunciar que se haría con el control del canal de Suez. Y la declaración alarmó a Inglaterra. En octubre de 1882, un ejército inglés, al mando de Wolseley, desembarcaba cerca de Port-Said y, unos días más tarde, en Tel-el-Kebir, a unos setenta kilómetros al noreste de El Cairo, derrotaba y destruía por completo al ejército egipcio. Treinta mil soldados egipcios fueron confinados en campos de concentración, mientras que a Urabi se le condenaba a muerte. No obstante, Londres no quería hacer un héroe del coronel rebelde, y en lugar de ejecutarlo, lo envió al destierro.
Aquella fracasada revuelta, sin embargo, encendió las primeras brasas del nacionalismo egipcio. Nasser, en 1952, sería en cierto modo el encargado de recoger la llama que encendió Urabi setenta años antes.
Durante la Primera Guerra Mundial, Turquía se alió con Alemania e intentó, incluso, ocupar el canal de Suez. Londres decidió entonces poner a Egipto, directamente, «bajo la protección de Su Majestad», depuso al último sátrapa y colocó en el trono a un joven príncipe egipcio. En 1922, Inglaterra accedió a conceder de derecho la plena independencia al país, pero siguió controlándolo de hecho con el rey-títere Fuad sentado en el trono.
El nacionalismo egipcio volvió a brotar con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial y, como en los días de Urabí, fue en el seno del ejército donde prendió la chispa. De nuevo un coronel, Gamal Abdel Nasser, dirigió el movimiento de rebelión, bautizado como Los Oficiales Libres. Nasser y sus compañeros depusieron a Faruk I, hijo de Fuad, en 1952, y proclamaron la independencia de la República Árabe de Egipto, que fue reconocida de inmediato por la ONU.
Nasser conjugaba nacionalismo con sueños imperiales y, en 1956, decretó la nacionalización del canal de Suez. Inglaterra, Francia e Israel enviaron tropas y lo ocuparon. La ONU hubo de intervenir para conseguir la retirada de los ejércitos extranjeros y, al mismo tiempo, garantizar con una fuerza internacional de paz la libre circulación del canal.
Nasser convirtió aquel acuerdo, ante los suyos, en una victoria y su figura creció en todo el orbe islámico como la de un héroe gigantesco, casi un nuevo profeta que venía a liberar a los musulmanes de los siglos de opresión en que habían vivido, sometidos por su enemigo occidental.
Animado por su éxito y su gloria, el presidente egipcio ocupó el desierto del Sinaí y cerró las salidas al océano Indico de Israel por el estrecho de Tiran. En junio de 1967, Tel Aviv ordenó atacar y, en una corta campaña militar, la llamada Guerra de los Seis Días, destrozó al ejército egipcio y a sus aliados árabes.
Nasser siguió gobernando Egipto hasta su muerte, en 1970, llevando el país casi a la bancarrota por causa de su mala gestión económica, el vendaval de nacionalizaciones a que sometió al país y su alejamiento cada vez mayor de Occidente. El bloque comunista no pudo ayudarle demasiado cuando acudió en busca de ayuda. Cuentan que, en una visita a Moscú en demanda de apoyo, Leónidas Breznev dijo al líder árabe que lo único que podían hacer los egipcios era apretarse el cinturón. Nasser respondió: «Está bien, envíenos entonces cinturones».
En 1970, un compañero del movimiento de Oficiales Libres, Anuar el Sadat, sucedió a su muerte a Nasser. Su guerra con Israel, en 1973, supuso una nueva derrota, pero Sadat tuvo la habilidad de lograr importantes concesiones de los judíos en la mesa de negociaciones de paz. Firmó más adelante con Tel Aviv, y bajo el auspicio de Estados Unidos, los acuerdos de Camp David, y Egipto volvió, como en los días de la «protección» de Inglaterra, a arrimarse al brasero de Occidente. Esa política le costó la vida a Sadat, asesinado en 1981 por fundamentalistas islámicos.
Hosm Mubarak, sucesor de Sadat, ha continuado una política de alineamiento con Occidente y, aunque el verbo del régimen continúa plagado de términos que remiten a un encendido nacionalismo, lo cierto es que, en la bandera del país, junto al águila negra que sirve de símbolo altanero, bien podría figurar hoy una hamburguesa McDonald’s.
Un gigante en la boca del Nilo, un inmenso país lleno de energía, una ciudad que presume de Victoriosa y Madre del Mundo, el centro de la espiritualidad y la cultura islámicas… Egipto es también el imperio imposible, el sueño siempre derrotado, la independencia frágil y el orgullo herido.
¿Y los egipcios de a pie?, ¿cuál ha sido su papel en esa larga historia de frustraciones?, podrá preguntarse el lector. Vale anotar lo que, en 1850, Flaubert escribía en una carta enviada a París desde El Cairo: «En cuanto al pueblo, le es muy indiferente saber a quién pertenecerá; bajo nombres distintos seguirá siendo siempre el mismo, no ganando nada porque nada tiene que perder».
Recorrí la Ciudad de los Muertos y el Khan Khalili con Lluvia Páramo, una chica española que estudiaba en El Cairo, y Munia, una muchacha marroquí nacida en Fez y educada en Lyon, bella y de mentalidad moderna, que perfeccionaba en la Universidad cairota sus estudios de árabe clásico con una beca de la Unión Europea. Las dos llevaban tiempo en la ciudad y hablaban con soltura el dialecto egipcio.
Mis dos jóvenes amigas me mostraron la Ciudad de los Muertos, que no es, en realidad, un arrabal donde la gente vive al calor de los nichos y de las tumbas, sino una zona de la ciudad donde, durante siglos, los sultanes, jeques, santones y notables se construyeron sus mausoleos, panteones privados casi siempre suntuosos. Y son esas estancias lujosas de los muertos las que muchos cairotas han transformado en hogares de los vivos. En el patio, bajo la losa, yace el muerto. Pero en las estancias destinadas al descanso de amigos y familiares de antaño, se acomodan hoy familias enteras con sus jergones, fogones, ollas y cacerolas. La mayoría de estos mausoleos resultan mejores como viviendas que los mínimos pisos de los barrios periféricos o las casitas de adobe de las afueras de El Cairo. El muerto, pues, al hoyo y el vivo al bollo.
No compré nada en el afamado Khan Khalili, entre otras cosas porque me gusta llegar a España con las maletas más vacías que cuando partí de viaje. Bastante pesan ya los cuadernos de notas y los libros que has comprado en el camino como para andar cargando alfombras y cerámicas. Ligero siempre el equipaje, como los hijos de la mar.
En el Khan Khalili vagabundean los gatos más grandes y gordos del mundo, semejan ser los miembros de una raza a medio camino entre el minino y la pantera. En cuanto a las casas, parecen levantadas con barro seco reforzado con vigas de madera. Como anotaba Flaubert en febrero de 1850, en una carta a un tío suyo, «… las puertas rechinan, los muros bailan. Cuando hace mucho viento, es una cachucha universal. Si lloviera durante doce días seguidos, El Cairo quedaría derruido».
No pude comprobar, ya que hablamos de Flaubert, algo que el autor de Una educación sentimental anotaba en una carta dirigida a su hermano y fechada en diciembre de 1849: «¡Ah, vaya si he visto tetas para ti! ¡Las he visto y requetevisto! Observación: las tetas de Egipto son muy puntiagudas, en forma de mamas, y no tienen nada de excitantes».
A Flaubert le sucede lo mismo que a todos los escritores que poseen un alma poética: sus refinados libros ocultan el alma de un animal salvaje. Por eso los hacemos nuestros.
En El Cairo, cien ciudades parecen ir sobreponiéndose las unas a las otras, como si no fuese una única urbe, sino muchas amontonadas a lo largo de los siglos. Sientes que caminas descorriendo cortinajes de mundos pretéritos que palpitan escondidos bajo la piel del presente.
En el Khan Khalili, al descorrer un cortinaje en un pequeño callejón, encontré una mezquita que apenas aparece nombrada en las guías de turismo y que es uno de los pequeños tesoros enterrados en la barriga de esta ciudad sorprendente: la mezquita-mausoleo del sultán Qalaoum, uno de los sultanes mamelucos que reinaron en El Cairo.
Vista desde el exterior, su aspecto era deplorable, con sus muros raídos por el tiempo y el arco de entrada cegado por los andamios de una obra de rehabilitación en la que nadie trabajaba. El oscuro pasillo interior rezumaba humedad y olía a excrementos humanos. La sala destinada al mausoleo de Qalaoum permanecía cerrada y sus vidrieras cubiertas por el polvo de los años. Era un lugar dormido bajo el tiempo, a punto del desplome, pero que conservaba, de alguna forma, una extraña belleza.
Iba a marcharme cuando oí los ecos de las pisadas de alguien que entraba en la galería. El tipo me sonrió y me señaló la puerta del mausoleo. Luego me mostró un fajo de tíquets.
—¿Quiere visitarlo? Yo soy el guardia del mausoleo.
Le pregunté cuánto costaba entrar y me respondió que dos dólares. Iba a pagarle cuando añadió:
—¿Español?
—Sí.
—Ah, entonces no hace falta tíquet. Confío en su generosidad, amigo español.
Le di un dólar y él se guardó los tíquets. Supuse que hubiera sucedido lo mismo si yo hubiese sido sueco o japonés.
El interior de aquel sepulcro, intocado por el paso del tiempo, era uno de los lugares más hermosos que había visto nunca.
Cuatro columnas romanas, traídas por Qalaoum de Alejandría, sostenían una bóveda semiesférica que cubría el espacio de la tumba. El resto del techo estaba cubierto de madera labrada, lo mismo que las paredes, en las que piezas de mármol y nácar insertadas entre la madera, al estilo andalusí, conferían un delicado brillo a la estancia. Las vidrieras de las ventanas vibraban en colores muy vivos. Y en el centro de la sala, refulgía la piedra negra de la tumba del sultán.
¿Cómo explicar la majestuosidad sobrecogedora de aquel secreto recinto? Lo sobrio y lo delicado se conjugaban en el sepulcro de Qalaoum con exacta armonía, la austeridad y el barroquismo alcanzaban un raro equilibro en el panteón de aquel rey-soldado, de aquel sultán mameluco cuyo espíritu, imagino, debió de estar labrado por el cincel del refinamiento y el ascetismo.
Cuando visitas una ciudad por vez primera, siempre escoges un lugar que permanece grabado en tu recuerdo como el que mejor define el alma de la urbe. Para mí, en El Cairo, queda la imagen del mausoleo de Qalaoum. Y El Cairo, en mi memoria, es una ciudad en donde late, bajo la adusta dureza de su piel, un delicado corazón.
Almorcé con Muma y Lluvia en la terraza de un restaurante sobre el Nilo, en la isla de Roda. Munia era una muchacha extremadamente inteligente. Nos hablaba de su infancia en Fez y de su adolescencia y juventud en Lyon, donde vivía toda su familia, emigrada de Marruecos. Detestaba el fundamentalismo islámico y el totalitarismo de la mayoría de los dirigentes políticos musulmanes; y sobre todo, lamentaba el papel que la mujer interpretaba en las culturas árabes. Y había tristeza en sus bonitos ojos negros cuando se refería a la xenofobia y al egoísmo de las sociedades occidentales. Hablábamos en francés.
—Es la tragedia de muchos de nosotros —decía—. Nuestra vida transcurre entre el oscurantismo secular de Oriente y la presión del colonialismo cultural de Occidente. No podemos aceptar nuestra propia cultura en lo que tiene de negación de la libertad y nos asusta el avance de la aldea global, de la monocultura impuesta. Detesto Francia, pero ya no podría volver a vivir en Marruecos.
—¿Cuál sería tu lugar ideal? —inquirí.
Su respuesta fue más inteligente que mi pregunta:
—¿Para qué imaginar lo imposible? —sonrió con pena—. Lo ideal sería que me resignase a vivir entre la llamada a la pereza y a la rendición mental que los muecines nos proponen cinco veces al día y la bobería de las canciones de Michael Jackson.
Mi última noche en El Cairo, en el bar del hotel, un blanco me abordó mientras tomaba un gin-tonic acodado en la barra.
—¿Escocés? —me preguntó en inglés.
—¿Por qué cree que soy escocés?
—Tiene aspecto de escocés, pero por su inglés ya veo que no.
—En la calle me toman por egipcio, pero soy español. ¿Y usted?
—De Zimbabue. Me llamo Mike.
Me estrechó la mano con fuerza.
—Martín —respondí—. Conozco su país, estuve allí hace cosa de tres años, en Harare, Bulawayo, Victoria Falls…
—Yo nací en Harare, pero estudié en Inglaterra hasta los diecisiete años, mis abuelos eran colonos que llegaron a África desde Inglaterra. Ahora vivo en El Cairo, en mi país se han puesto las cosas bastante feas para los blancos. ¿Usted, vive aquí?
—Estoy de paso, por negocios.
—Yo también soy hombre de negocios. Lo mejor que he hecho en mi vida fue irme a estudiar a Inglaterra. Y lo peor, volver a Zimbabue: los negros se dedican ahora a quitarnos las tierras a los blancos.
—¿Por eso prefiere Inglaterra?
—No sé si la prefiero. Lo malo de Inglaterra es que todo está organizado y nada te sorprende. Cuando allí dan las once de la mañana, son las once para todo el mundo. En África, cuando son las once, a la mayor parte de la gente no le interesa en absoluto que sean las once. ¿Me comprende?
—Más o menos. En España hay un sitio que se llama Andalucía donde sucede algo parecido.
—Lo jodido es que los blancos de Zimbabue somos parte del material británico, aunque sea un material de desecho. Y eso no hay quien nos lo quite.
—A mí me gusta África.
Rió con vigor.
—Claro, a todo el mundo le gusta cuando está de paso. Porque a África vienen ustedes en busca de aventura y luego es la aventura la que le busca a usted. África es lo que nunca esperas que suceda. Y eso está bien para los turistas. Pero imagine una vida entera, como la mía, en la que todos los días sucede lo que no esperas…, cansa mucho.
—¿Le gusta El Cairo?
—No me gusta nada. Parece una ciudad cosmopolita, pero en el fondo es el Islam puro y duro. Los egipcios son gente demasiado autosatisfecha, para mi gusto. Son peor que los indios, que ya es decir…
—¿En su país hay muchos indios?
—Más de los que debería. Y son incluso más racistas que nosotros, los blancos. En cierto modo, se parecen a los judíos: viven aparte, sin mezclarse con los demás, y controlan buena parte del comercio. Lo que pasa es que los judíos son algo más listos. En Zimbabue decimos que, cuando ves al último judío marcharse de un país, es el momento de irse; pero que cuando se va el último indio, ya es demasiado tarde.
—¿Hay judíos en Zimbabue?
—Quedaban algunos cuando salí de allí, hace unos meses.
—Pues llame por teléfono antes de volver…, por si ya se ha ido el último.
Me gané un palmetazo en la espalda y una risotada cerca de la oreja. Luego, el tipo añadió:
—Usted no es un hombre de negocios, es un escritor.
—¿Por qué cree que soy escritor?
—En África se encuentra uno a muchos escritores que dicen que son hombres de negocios. ¿No se les ocurre otro oficio? Si yo fuese escritor, tendría más imaginación para los oficios.
—No ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué cree que soy escritor?
—Los escritores no paran de preguntar y, cuando les preguntas, responden siempre con otra pregunta. Se les ve venir, amigo mío. Y ya que va a escribir sobre mí, tome nota exacta de mi apellido: ese, hache, a, erre y pe… Sharp, Mike Sharp. Póngalo con exactitud en su libro.
—De acuerdo…, Mike Sharp.
—Dígame una cosa: ¿para qué escribe?
—No sé qué decirle.
—Algo habrá. Dinero, fama…, cosas así. ¿Para qué?
—Trato de rascar en el corazón de quien me lee.
—Hum…, no está mal. Mike Sharp, no lo olvide.
Miró mi cuaderno de notas, leyó su nombre, asintió satisfecho y alzó su copa para chocarla con la mía.
Mediaba marzo, regresaba a España hundido en el estrecho asiento de un avión y los perfiles de África se iban difuminando en la lejanía de la tierra. Y como otras veces, sentía que África me ignoraba.