SABOR A VIEJAS PELÍCULAS
Dos días antes de la llegada del barco de Asuán, el carguero de Kiki y Dirk estaba listo para partir, un par de horas después del mediodía. Les acompañé a la aduana, junto con Midhat, donde habían de completar los últimos trámites de la fatigosa burocracia sudanesa. El jefe de la oficina era un oficial de policía, uniformado de azul, de cara redonda, negro y fino bigote y muy bajo de estatura. Sonreía mucho, pero su sonrisa no resultaba agradable.
—¿Y usted quién es? —me preguntó—, ¿ha pasado ya a registrarse con la policía?
—Espero el barco de Asuán. Y me registré el primer día que llegué a Halfa.
—Bien, bien… ¿Le sobran condones para darme alguno?
—No llevo condones.
—¿Y cómo se las arregla en un viaje tan largo?
—Eso es una cuestión privada, señor oficial.
—Ya…, masturbador.
Me contuve las ganas de darle una patada en la espinilla a aquel miserable canijo: en los países dictatoriales conviene tragarse de cuando en cuando un sapo.
El tipo se volvió a Dirk mientras señalaba a Kiki con el dedo:
—¿Cuándo fue la última vez que hizo el amor con esta mujer? Por sus pasaportes, veo que no están casados.
—El Corán desaprueba las preguntas de mala educación, ¿no lo ha leído? —respondió Dirk.
—Supongo que sería anoche, porque a ella se la ve contenta. Pero no está bien fornicar fuera del matrimonio.
—¿Tendría inconveniente en sellarme el permiso de salida, por favor? —insistió Dirk. El furor se le salía por los ojos.
—Claro, claro… —dijo el otro mientras estampaba el sello en el papel—. Ustedes los occidentales se pasan la vida pecando y luego perdonándose. Ya ve lo del presidente Clinton y esa chica, Lewinsky… Los jueces le han perdonado, pero estoy seguro de que Dios no le perdonará nunca. Y a ustedes dos, es probable que tampoco.
Dirk salió golpeándose con el puño en la palma de la mano. Midhat comentó con timidez:
—Es sudanés; no nubio.
Fuimos al zoco y tomamos addis y huevos con pan ácimo. Dirk se calmó un poco ante el plato de lentejas y Kiki le gastó alguna broma. Luego, Midhat y yo acompañamos a nuestros amigos hasta el puerto a bordo de su caravana.
Quedé con ellos en que volveríamos a vernos, en Alemania o en España, y yo creo que los tres sabíamos que nunca más íbamos a encontrarnos. Así son las cosas en los viajes…, amigos que haces y luego pierdes para siempre, afectos que crecen y se desvanecen al poco. Quizá es la mejor manera de sentir la amistad: porque en el camino, cuando nos encontramos con otros viajeros por unos pocos días, damos lo mejor de nosotros mismos y nadie pone sus rencores y sus angustias sobre la mesa. Eso lo dejamos para la vida cotidiana y puede que esa sea una de las más hondas razones por las que nos gusta viajar: para escapar de cuanto hay en nosotros de mezquino y doloroso.
Sin Kiki y Dirk, aquella tarde Wadi Halfa se me antojaba algo triste. Midhat estaba ocupado en arreglar los papeles de un grupo de viajeros europeos que llegaban en el barco de Asuán dos días después y que habían telegrafiado desde El Cairo solicitando sus servicios. Así que me quedé solo en el hotel.
Dormí la siesta, leí un rato y, cuando comenzó a declinar el día, me eché la cámara fotográfica al hombro y me fui hacia los cerros que dominaban el valle sobre el Nilo y Wadi Halfa.
En el desierto, durante el atardecer, las sombras se vuelven rojas antes de que la noche devore los contornos del mundo. Hice fotos desde la colina: al río, al desierto, a la lejana línea de montañas azuladas, al remoto perfil del Halfa urbano… Y en un momento en que giré sobre mi mismo y mi sombra se proyectó contra una cortada de piedra enrojecida, me encontré apretando el obturador para retratar la figura de aquel espectro que no era otra cosa que mi cuerpo dibujado en la roca. Y fue entonces cuando sentí que no era nadie, mientras silbaba un viento tenue en mis oídos, que la luz que daba en mis espaldas me disolvía, que mi identidad iba a esfumarse cuando cayera el sol y yo quedara inerme en brazos de la noche, ahogado ante el feroz estallido de la nada.
Menos que un grano de arena o que una piedra muerta…, una sombra, un pedazo de humo que iba a llevarse a quién sabe qué lugar, en unos instantes, el aire seco.
Se ponía el sol y el pálpito de la vida parecía agonizar a mi alrededor, mientras se difuminaban las curvas de las sierras y la línea amarilla del desierto, mientras la roja sangre del cielo iba siendo absorbida por la intensidad violenta del silencio.
Sentí que mis pies pisaban el cadáver de un planeta perdido en el espacio desde millones de años atrás. ¿Qué podía ser yo en aquel mundo irremediablemente muerto?
Aquella noche el haboob sopló con fuerza y las placas de metal de paredes y el techo de mi hotel gemían doloridas, con sonido de goznes y golpes de herrajes, como en las películas de fantasmas.
¿Puede ser amarillo el color del acero, como afirmaba Paul Bowles en algún momento de El cielo protector? Aquella mi penúltima mañana en Wadi Halfa lo era.
Me levanté muy temprano, con la primera luz del día, y como siempre me dirigí al zoco para desayunar y comprar provisiones para la cena. Cuando regresé al Wadi El Nil, mi hotel había cambiado. En la recepción, un hombre barbudo y gordo, ataviado con galabiyya, turbante y un chaleco negro, me estrechó la mano y me dijo algo en árabe que, como es natural, no entendí. Pero, tras el mostrador de la recepción, había un chaval que se manejaba con una cierta soltura en inglés. Supe por él que el otro era el dueño y que debía pagarle los días de mi estancia en el Wadi El Nil, unos dos euros y medio por cada noche.
Al menos una decena de sirvientes se afanaban en preparar camastros en las habitaciones y en los cobertizos del patio. El hotel tenía el aspecto de un barracón de un ejército en campaña, en espera de que regresaran los soldados que andaban por algún sitio del desierto pegando tiros. Como en la vieja película Beau Geste, por ejemplo.
El único enchufe del hotel estaba en la recepción y allí me afeitaba cada mañana con mi máquina eléctrica, después de desayunar, ayudado por un espejito que había comprado en el zoco. Cuando me dispuse a cumplir el rito, con el permiso del chico del mostrador, él y otros cuatro empleados me rodearon y siguieron con rostros pasmados el proceso del rasurado, echados casi encima de mí. Luego, un par de ellos quisieron probar y no tuve más remedio que prestarles la afeitadora. Se lo pasaron estupendamente durante un buen rato.
Fuera del hotel, en el espacioso arenal, también se registraba una inusual actividad. Grupos de hombres levantaban toscas carpas techadas de lona y arpillera y colocaban debajo filas de mesas y sillas de metal. Había varios fogones arrimados a los improvisados cafetines y grandes cantidades de sacos y cajas con comida y bebida. Mi vecino Abbas andaba por allí, con rostro feliz, disponiendo alimentos y refrescos. Me ofreció un té:
—Hoy es el mejor día de la semana, ya verá qué animado se pone todo esto dentro de un par de horas.
Midhat apareció en mi busca a eso de las once. Me acompañó a la oficina naviera a comprar el billete y la fortuna quiso que tan sólo hubiésemos de esperar media hora antes de que llegase el funcionario. Luego me llevó a la Oficina de Inmigración, para que sellasen en mi pasaporte el visado de salida. Pero el oficial de policía, tras hacerme esperar otra media hora mientras intentaba ordenar un imponente fajo de papeles, me dijo burlón:
—¿Y para qué quiere ahora el sello si su barco no sale hasta mañana? Vuelva mañana a las ocho.
—¿Y qué diferencia hay entre estamparlo ahora o mañana? —pregunté fastidiado.
—¿Quién le asegura que el barco de Asuán va a llegar? A veces tiene averías… Y en ese caso tendrá que quedarse una semana más en Halfa y el sello que le ponga hoy no le servirá, porque tendrá que pedir un nuevo permiso de estancia en la ciudad para siete días.
—¿Puedo venir esta tarde a por el sello si el barco llega?
—Esta tarde no abrimos. Venga mañana a las ocho en punto.
—¿A las ocho en punto o a las ocho inshallah?
Se rió con ganas el oficial.
—En Sudán, todo es inshallah —dijo.
Regresé con Midhat al hotel y nos sentamos a tomar un nuevo té en el cafetín de Abbas.
Y a eso de las doce y media se oyó el rugido de los motores de un avión. Y al poco, el lejano pitido de un tren. Y al instante, la sirena de un barco desde el lado del Nilo. Y en cosa de minutos, pareció que se desataba en Wadi Halfa la conquista del Oeste.
De todas partes, en dirección a la zona de los hoteles, levantando polvaredas a su paso, venían en estampida, por decenas, viejos camiones, furgonetas de desecho, taxis decrépitos, carromatos tirados por caballos sudorosos, carritos con burros hartos de su perra vida, velomotores paleolíticos y bicicletas rescatadas del primer Tour de Francia del siglo XX. La escena me recordaba un western clásico, Cimarrón; en concreto, la secuencia de la gran cabalgada de los pioneros, con Glenn Ford a la cabeza, en busca de un pedazo de tierra.
Los rebuznos de los asnos, los relinchos de los caballos, los bramidos de cláxones, los timbres de bicicletas y el pedorreo de los velomotores inundaron los aires plácidos del desierto. Y una multitud de vendedores, hombres y mujeres, abordaron los vehículos y, de nuevo, la estampida voló hacia el puerto marítimo, el aeródromo y la estación ferroviaria. Midhat se aupó a una camioneta y se largó a recibir a los europeos que llegaban en el barco de Asuán. Yo trepé a un cerro próximo y alcancé a ver el tren mientras entraba cansino en la estación. Conté doce vagones de pasajeros, pintados de azul y blanco, y otros siete de mercancías. Luego, me acerqué hasta el zoco para comer mi cotidiano plato de lentejas estofadas.
Cuando regresé, la multitud llenaba casi al completo los hoteles. Habían llegado los pasajeros del avión y del tren de Jartum y grupos de gente desde poblaciones cercanas a Halfa, que tomarían el barco de Asuán al día siguiente. En cuanto a los que viajaban desde Asuán, al parecer seguían en la aduana del puerto, retenidos por los trámites burocráticos. Los nuevos huéspedes ocupaban ya la mayoría de los cuartos y gran parte de las colchonetas de los cobertizos del Wadi El Nil.
Como me había dicho Kiki cuando llegué a Halfa, mi aposento era el que solía destinarse a los khwagas. Cuando entré, encontré a dos jóvenes blancos ya instalados en los otros camastros. Habían llegado en tren desde Jartum y tomarían el mismo barco que yo. Uno era canadiense, de Quebec, y no tendría más allá de veintidós años. Se llamaba Nicolás y llevaba tres meses recorriendo Sudán. El otro, algo mayor, era un tejano llamado David. Viajaba en una imponente moto y cruzaba África de sur a norte, de El Cabo a El Cairo. Quería seguir después viaje por Rusia, cruzando el Mediterráneo en barco hasta Grecia.
Cuando me acerqué a mi cama, noté que le faltaba una sábana. Y la vi colgada de la pared, sobre el camastro del tejano, quien la había puesto allí para protegerse del viento que entraba por algunas ranuras de la chapa metálica.
Me miró extrañado cuando recuperé mi sábana.
—Esta noche hará frío —me dijo por toda explicación.
—¿Es una costumbre tejana apropiarse de lo ajeno o es tu manera de ser? —le pregunté irritado.
—Lo siento.
—Por ese camino, tal vez llegues a presidente de los Estados Unidos —añadí.
El otro no respondió y yo comencé a charlar en francés con el chaval de Quebec.
—No te enfades con él —me dijo señalando a David con la barbilla—, no es mal chico. Le conocí hace unos días en Jartum y hemos viajado juntos en el tren. Es que muchos americanos son así: se sienten un poco los dueños del mundo. Pero actúan de esa forma más por ingenuidad que por malicia.
—Tendrá problemas a menudo.
—Quizá, pero yo creo que incluso no se dará cuenta si no son graves.
Nicolás era un muchacho simpático, inteligente y culto, y chapurreaba algo de español. Trabajaba en su país en una empresa de venta de barcos de recreo y, al tiempo, estudiaba literatura en la universidad. Me preguntó a qué me dedicaba y, cuando le contesté que escribía, me contó que llevaba un diario de viaje y que algún día le gustaría escribir un libro. Su pasión era viajar y llevaba haciéndolo desde los diecisiete años.
—Siempre solo, tú sabes: es la mejor manera de conocer. Tengo un hermano algo menor que yo que también viaja todo lo que puede y siempre solo. Una vez nos encontramos en China, estuvimos dos días juntos y luego cada uno se fue por su lado. ¿No es casualidad encontrarte con tu hermano en China con lo grande que es? Mis padres no nos entienden. Nunca han salido de Canadá y piensan que estamos locos.
Se ponía el sol cuando llegaron los pasajeros del barco de Asuán, tras salvar los insufribles trámites burocráticos de la aduana. Para mi sorpresa, los europeos que había ido a recoger Midhat eran madrileños: dos hombres, una mujer, y un chico y una chica muy jóvenes.
Fue un estupendo encuentro. Traían jamón ibérico, salchichón, longaniza y latas de atún en aceite de oliva y de mejillones en escabeche. Les invité a addis en el cafetín de Abbas y me zampé un estupendo bocadillo de jamón con pan ácimo.
Venían en un viaje muy rápido. Pretendían ir en coche la siguiente mañana, río arriba, hasta las ruinas de Merowe, y seguir luego hasta Jartum. Desde allí regresarían en avión a El Cairo un par de días más tarde.
Mientras cenábamos, Midhat estaba negociando el transporte para los cinco españoles con el dueño de un box. El chófer pidió quinientos dólares por el recorrido hasta Jartum.
—No está mal el precio, ¿no te parece? —me preguntó uno de los hombres.
A mí me parecía una barbaridad, pero no dije nada. Se les veía gente de dinero y seguramente Midhat tendría una sustanciosa comisión en el imponente negocio del taxista. En todo caso yo estaba seguro de que aquellos dólares no les suponían gran cosa a mis compatriotas, mientras que podrían darles un buen respiro de varios meses a dos humildes familias nubias.
La mujer, que se llamaba Isabel, era bonita y simpática. Me regaló tres paquetes de jamón y una buena cantidad de latas de atún.
Se fueron pronto a dormir, ya que pretendían salir hacia Merowe antes del amanecer. Yo me quedé un rato en el patio del hotel: un viajero había colocado un televisor en blanco y negro sobre una silla, y un par de docenas de personas, echadas en las colchonetas de los cobertizos, seguían extasiadas el frenético «zapeo» impuesto por el dueño del aparato, que manejaba el mando a distancia casi con la velocidad de disparo de una ametralladora.
Y de pronto, saltaron a la pantalla imágenes de un partido de fútbol. Pude distinguir jugadores conocidos del Real Madrid y del Barca. Y grité:
—¡Stop!
El dueño del televisor detuvo su «zapeo». Era un canal inglés que emitía un reportaje sobre las últimas jornadas de fútbol europeo. Había ganado el Madrid tres contra cero en su campo y vi las imágenes de los dos últimos goles de mi equipo. Cuando el programa siguió con otros encuentros, dije al propietario del aparato:
—O.K., go on.
Sonrió y me preguntó:
—Good?.
—Very Good.
—Good Real Madrid, good Roberto Carlos —añadió.
Y continuó disparando sin descanso.
Me fui a la central telefónica para intentar llamar a Madrid. Cuando llegué, al menos treinta personas hacían cola delante de mí. No obstante, mi amigo el «traidor» intentó comunicarme con España nada más verme. Pero en la central de Jartum le contestaron que las comunicaciones con Europa no funcionaban esa noche.
Cuando regresé a mi habitación, a eso de las diez, una hora antes de que se cortase la luz del generador, había una buena tertulia allí dentro. Además dé Nicolás y David, estaban dos chicos japoneses y otros dos muchachos blancos.
—¿Ves la casualidad? —me dijo Nicolás con aire feliz—. Este es Jeff —añadió presentándome a un joven pequeño y de aire vivaz que lucía una larga perilla negra, —os conocimos en la universidad en Quebec. ¡Y ninguno de los dos sabíamos que el otro estaba en Sudán!
Jeff viajaba con el otro chico blanco, un alemán grandullón de quien se había hecho amigo en el camino. Los dos iban en bicicleta y, viniendo desde El Cairo, pretendían cruzar Sudán, llegar a Etiopía, subir hasta Djibouti y atravesar el mar Rojo hasta el Yemen.
Formaban una pareja divertida: el uno, Jeff, bajito, bromista, cantarín y en extremo simpático; el otro, Mario, silencioso y seriote. Jeff no paraba de gastarle bromas a Mario y este sonreía con timidez. Se notaba enseguida que se habían hecho grandes amigos y que Jeff era el jefe. El quebequeño trabajaba para el Estado canadiense en la empresa de parques nacionales, sin duda un empleo estupendo para él, porque irradiaba felicidad y seguridad en sí mismo. En cuanto a Mario, formaba parte de una comuna que vivía en una cabaña sin agua corriente ni luz eléctrica, en un bosque del sur de Alemania. Hacía trabajos ocasionales en los pueblos cercanos a su idílica Arcadia.
Los dos japoneses no hablaban una sola palabra de inglés o francés y se limitaban a sonreír a diestro y siniestro. Me pregunté cómo se las arreglarían para recorrer mundo sin apenas hablar con nadie.
Los seis muchachos compartían cena a base de pan, verduras y frutas. Y entonces se me ocurrió una idea: preparé con pan ácimo cinco pequeños bocadillos de atún y los ofrecí a los dos japoneses, Jeff, Mario y Nicolás. Al tejano David ni le miré. Luego, me dediqué a colocar en su sitio la sábana que me había birlado unas horas antes.
Nicolás me dijo en francés:
—Has estado un poco duro.
Tras la cena, Jeff se arrancó a cantar en francés, con bastante mal oído, la famosa Alouette. Nicolás y yo coreamos:
Alouetíe, gentil alouette,
alouette je te plutneré…
Y Jeff empezó a bailar, con las manos unidas a su espalda y lanzando patadas al aire, mientras todos dábamos palmas y algunos seguíamos cantando. La cosa iba aquel día de viejas películas, pues la escena me recordó de inmediato un antiguo western que protagonizó Clark Gable: Más allá del Missouri, la aventura de unos pioneros en el lejano Oeste, algunos de origen francés que, en un día de fiesta en las montañas salvajes, danzaban borrachos mientras cantaban Alouette.
No contábamos con vino aquella la última noche en Wadi Halfa, pero teníamos la desbordante vitalidad de Jeff.
¡Ay, aquellos western inolvidables de la infancia a los que debemos tanto!
La noche fue heladora y ya no tenía el saco de dormir que me prestaron Kiki y Dirk cuando llegué a Wadi Halfa. Me acosté vestido y echándome encima de la sábana cuanta ropa tenía en mi mochila. El viento frío se colaba por las rendijas de las paredes y supuse que el chico tejano lo estaba pasando peor que yo. Pero no sentía ninguna lástima. También en los viajes sale a veces de tu interior ese animal vengativo que todos llevamos oculto.
Cuando amaneció, muchos de los huéspedes del hotel, los que llegaron en el barco de Asuán, se habían marchado ya rumbo a Jartum; entre ellos, los cinco españoles, Jeff, Mario y los dos japoneses.
A las ocho en punto estaba en el puesto de policía, en busca de la autorización de salida de Halfa. Hacía fresco y era un día luminoso, limpio de calima. Pero a las ocho en punto no había ningún agente en la oficina. Midhat apareció a eso de las nueve.
—No te preocupes —me dijo—, el barco se retrasa un poco: no saldrá hasta las once, más o menos.
Nos fuimos a tomar un té al zoco y, luego, un rato al hotel. A las once, regresamos al puesto. El oficial había llegado.
—El barco saldrá a la una…, inshallah —me dijo zumbón.
—¿Podría sellarme ya el pasaporte, comandante?
—Desde luego, señor. Pero no soy comandante, sólo capitán. Gracias de todos modos por el ascenso.
—¿Podría poner la marca en el hueco de alguna hoja? Me quedan pocas limpias.
—Por supuesto, señor.
Y estampó con mimo un sello cuadrado en el centro de una hoja en blanco de mi pasaporte.
A menudo, los funcionarios africanos de emigración parecen sentirse importantes marcando los espacios vacíos de tu documento de viaje. ¿Va a ser menos un aduanero de Halfa que uno de Londres?, imagino que se dijo a sí mismo aquel policía mientras me fastidiaba una hoja entera del pasaporte con el maldito sello.
A las doce, de nuevo la explanada de los hoteles se llenó de vehículos. Partíamos hacia el puerto. Yo subí a bordo de una furgoneta, junto con Midhat y Nicolás, y David siguió a nuestro coche con su moto, tragándose una buena polvareda. Realmente aquel muchacho era un desastre.
Junto al muelle, había numerosos cafetines donde servían buñuelos, addis, refrescos desprovistos de cualquier rastro de frescor, té y carcave. Aproveché para comprar una decena de tortas calientes de pan ácimo.
Volaban gaviotas y milanos sobre los bordes del Nilo. El barco, el Sinaí, era una nave desgarbada y vieja, de casco pintado en color blanco, con dos cubiertas y una gran bodega. Los policías obligaron a los pasajeros a formar una larga hilera, de uno en uno, ante la rampa de embarque. Por fortuna, a Nicolás y a mí nos apartaron para colocarnos en cabeza de la fila. Eramos, junto con el tejano, los únicos khwagas entre los casi trescientos pasajeros que formaban esperando el momento de embarcar. No obstante, a David lo situaron a la cola, pues su moto sólo podría entrar en la nave cuando ya estuviera toda la carga dentro.
A las doce y media comenzamos a embarcarnos. Midhat me abrazó con vigor y me dejó los hombros doloridos. Se negaba a aceptar los veinte dólares que le ofrecía. Al fin, se los metí en el bolsillo de la camisa y él sonrió resignado. Luego, me tendió un pedazo de cuero, en forma hexagonal, en el que había pintada a mano la fachada de una casa tradicional nubia.
—Lo dibujé para ti —me dijo—. Puedes coserlo a tu mochila si quieres.
—Lo haré, Midhat.
El transbordador no comenzó a moverse hasta las dos y media. Lo hizo con fatiga, como si no tuviese ganas de regresar a Egipto. Poco a poco, nos fuimos apartando del muelle. En la baranda de la cubierta superior, contemplé los cerros de Wadi Halfa, detrás de los cuales quedaba mi hotel, el mejor hogar que había tenido en el desierto.
Midhat, la persona más alta entre todas las que permanecían en la orilla despidiendo a los viajeros, alzaba sus dos brazos y los movía en aspa. Le imité.
Sentía en mi ánimo, de nuevo, la melancolía de las despedidas. Pero la triste sensación se mezclaba con la emoción que siempre me abraza cuando dejo un lugar que conozco en busca de otro desconocido.
Las calmas aguas de la gran laguna del Nilo lamían el casco de mi nave mientras nos alejábamos de la tierra amarilla y Wadi Halfa se encogía entre los pliegues de la arena del desierto. Me di cuenta de que había sido muy feliz allí.
En una de las bodegas, sobre bancos alineados en largas filas, se acomodaban más de dos centenares de viajeros de segunda clase, entre los que viajaban Nicolás y David. Yo no tenía ganas de dormir sentado y había comprado mi pasaje para una cabina de primera clase, en el primer puente. El empleado que me condujo al camarote me aseguró con firmeza, sin que yo le preguntase nada, que viajaría solo. Imagino que buscaba una propina que no le di.
Era un compartimiento estrecho con dos literas, dos jergones destripados encima y dos mantas muy sucias. El ojo de buey no cerraba bien y entraba un aire fuerte desde el río, lo que prometía una noche muy fría. En medio de las dos filas de cabinas de primera clase estaban los servicios comunes: un excusado y un lavabo. Pero el tirador de la cisterna del váter se había atascado y el agua salía sin cesar, por lo que todo el suelo de los servicios permanecía inundado, con el agua a una altura de medio palmo.
Al otro extremo del puente, había una especie de comedor donde servían té y buñuelos fríos. En un viejo televisor, desde que el barco zarpó hasta que alcanzó Asuán el siguiente día, proyectaban películas egipcias sin descanso, siempre ante una nutrida asistencia de viajeros.
Me gusta viajar en barcos, las horas transcurren perezosas, vas de un lado a otro mientras el tiempo se desgrana en minutos que se hacen interminables; es como si la vida se prolongara con suavidad y las horas no quisieran robarte la existencia.
La gente se acercaba a charlar conmigo. Y al menos cuatro o cinco sudaneses me expresaron su deseo de ir a trabajar y vivir en España. Insistían en que les ayudara a conseguir permiso de entrada y yo me inventaba pretextos sobre la marcha.
—¿Habla español? —le pregunté al primero.
—No —respondió.
—Pues no podrá entrar, las autoridades exigen hablarlo a la perfección.
Otro pasajero:
—¿Podría escribirme un permiso de entrada a su país?
—No soy oficial de aduanas.
—Escríbalo de todos modos.
—Nadie me escribió ninguno para entrar en su país, fui a su embajada en Etiopía para pedir un visado.
—Yo se lo hubiera escrito. Escríbame uno, por favor.
—¿Y de dónde saco el sello oficial? Sin sello no sirve.
Un tercero:
—Me han dicho que, si un europeo me contrata para que trabaje con él, me dan de inmediato permiso de entrada en su país.
—Pero hace falta que el europeo sea empresario y yo no lo soy.
—Contráteme como sirviente.
—La policía me preguntaría que para qué necesito yo un sirviente.
—Pues como su secretario.
—No puedo: a quienes tienen secretario en mi país, el gobierno les cobra muchos impuestos.
Un cuarto viajero que encontré en el bar, muy joven y de tez muy oscura, se empeñó en practicar inglés un buen rato conmigo. No quería que le escribiese ningún visado ni que le contratase. Por alguna razón que ignoro y que no traté de adivinar, estaba empeñado en ir a Bélgica, sólo a Bélgica, y el resto de Europa le importaba un bledo.
—¿Y a qué se dedica usted? —me preguntó.
—Soy escritor.
—¡Ah!, es un estupendo trabajo. Me gustaría trabajar en eso cuando esté en Bélgica. Podría ser un buen escritor si aprendiera. ¿Por qué no me enseña a escribir?
—¿En diez minutos? Imposible.
—¿Y dónde puedo aprender?
—Supongo que en Bélgica habrá escuelas de escritores.
—Déme algún consejo, de todos modos. Yo tengo muchas ideas románticas y eso es bueno para ser escritor.
—Mezcle esas ideas románticas con historias que haya vivido o le hayan contado.
—¡Ah! Esa es una buena idea. Hum…, mis sentimientos y lo que veo. Voy a intentarlo cuando me enseñen a escribir en Bélgica. ¿Son caras las escuelas para escritores?
A las cuatro y cuarto, cruzamos la frontera con Egipto, marcada sobre el agua por una hilera de balizas flotantes. En la orilla occidental del río, sobre el rubio arenal del desierto, se distinguían algunas casas bajas y un pequeño puerto. Una lancha patrullera surcó el Nilo veloz, viniendo desde allí, y se arrimó al Sinaí. Subió un oficial a nuestro barco, trepando con agilidad por una escalerilla de cuerdas, charló un rato con el capitán y luego regresó a su nave, que se alejó de nuevo rumbo a tierra.
A las seis, por los altavoces del barco, un muecín llamó a oración y las cubiertas se llenaron de esteras y de hombres descalzos que rezaban agachados mirando a Oriente. Permanecí en pie y con los brazos cruzados mientras concluían los rezos.
Fue un atardecer bellísimo, con el duro desierto brillando en rojo en las dos orillas del río, el agua teñida de un recio azul plomizo y la cadena lejana de las montañas refulgiendo como el acero. A las seis y veinte, cuando ya el sol se ponía, cruzamos junto a Abu Simbel. Era grandiosa la visión de las gigantescas estatuas faraónicas golpeadas por la luz violenta del atardecer.
Más tarde tomé mis provisiones y busqué acomodo en el comedor. Nicolás y David devoraban con hambre una escasa ración de buñuelos fríos. Preparé unos bocadillos de jamón con el pan ácimo y les ofrecí uno a cada uno. Luego, abrí una lata de mejillones y la compartí con ellos.
—Eso ha estado bien —me dijo Nicolás en francés, mirando de reojo al tejano.
—¿Crees que lo habrá comprendido? —pregunté.
—Me imagino que no, pero ha estado bien.
Nicolás parecía el ángel guardián de aquel bobo de la moto.
Hacía mucho frío en el camarote y no funcionaba la luz. Me arrugué bajo la sucia manta en la litera inferior y, mal que bien, conseguí conciliar al sueño. Pero, quizá un par de horas más tarde, la puerta de la cabina se abrió y entró un hombre que trepó a la litera de arriba. Unos minutos después, roncaba como un león hambriento.
Me desvelé con sus rugidos. Y salí a cubierta, bajo el frío helador de la noche del Nilo. Algunos pasajeros dormían envueltos en mantas y en plásticos, arrimados a los huecos de la borda. Apenas había otras luces en el barco que las de posición y ninguna en las orillas. Y el cielo sin luna nos envolvía, negro y punteado de tímidas estrellas, como la barriga de un tordo. Sentí que navegaba en el vacío y pensé que alguien que, como yo, no sabía bien quién era, merecía ese cobijo desolador.
A las seis y cuarto de la mañana, el empleado nos despertó golpeando con furia en las puertas de nuestros camarotes. Cuando salí al pasillo, me informó de que a las nueve estaríamos en Asuán.
Ya había amanecido y me asomé a cubierta. El inmenso desierto se extendía en las dos orillas, luciendo su trigueña piel de arena. No había otro barco que el nuestro surcando las azuladas y mansas aguas del Nilo y el río parecía pertenecemos por entero. Ni un solo rastro de nubes se asomaba a los balcones del cielo y me puse a calcular cuánto tiempo hacía que no veía una nube en los cielos de África. Tal vez algo más de veinte días.
A las nueve menos cuarto llegábamos a la cabeza de la presa Nasser, un feo murallón de cemento, coronado en su lado occidental por un espantoso monumento que conmemoraba la fecha de inauguración del embalse. A las nueve y media, el Sinaí atracaba en el muelle.
Me extrañaba no ver ningún movimiento a bordo. Bajé a la cubierta inferior a encontrarme con Nicolás y David. La puerta de salida de pasajeros estaba cerrada y nadie formaba cola, sino que todo el mundo esperaba tranquilo en sus asientos, al parecer dispuestos a pasar un buen rato allí.
Un miembro de la tripulación nos informó de que debíamos esperar a que subiesen al barco los policías de emigración egipcios, quienes tenían que sellar los pasaportes de todos los pasajeros antes de permitirnos desembarcar. Como éramos doscientos cincuenta viajeros, calculé que el asunto podía durar toda la mañana.
Media hora después, los egipcios estaban a bordo. Nicolás era un chaval de recursos, más espabilado que yo, y pidió ver al oficial superior. Era un tipo amable y educado. Nicolás le dijo que yo era un escritor muy importante en Europa y que debía estar cuanto antes en Asuán. Funcionó: un cuarto de hora después, teníamos nuestros pasaportes sellados y un agente abría el portón para dejar salir a los dos afortunados khwagas. Los otros pasajeros nos miraban con resignación mientras cruzábamos hacia la rampa. Y el tejano David nos despidió con tristeza, ya que su moto le obligaba a esperar en el barco hasta que saliera el último viajero y sacaran toda la carga: como el Sinaí había atracado de babor, la borda contraria a la que usamos para embarcar en Wadi Halfa, la moto del americano permanecía en el fondo de la bodega, enterrada entre cajas y bultos.
Lo dicho: aquel muchacho era un desastre.
Al desembarcar, varios tipos se acercaron a nosotros, ofreciéndose a cargar con nuestras mochilas. Rechazamos su ayuda y buscamos un taxi colectivo que nos llevara a la ciudad, situada a una decena de kilómetros del muelle. Un hombre nos dijo:
—Welcome to Alaska.
Oiría ese mismo saludo varias veces en Asuán. Y nunca pude averiguar su sentido preciso, aunque imagino que sería una ironía sobre el calorón que, durante casi todo el año, incendia el aire de aquellas desérticas regiones.
Permanecí dos días en Asuán y me alojé en uno de esos legendarios hoteles que hay salpicados por el mundo y a los que un escritor debe acudir inevitablemente. Porque, como bien escribe en su libro Hotel Nirvana Manu Leguineche, «el viajero se mece en el mito, se recrea en la atmósfera de esos hoteles». Yo los llamo «hoteles literarios», pues guardan en sus salones y en sus bares una atmósfera de novela. Son, por ejemplo, el Raffles de Singapur, que remite a Kipling y a Conrad; el Norfolk de Nairobi, que nos recuerda a Isak Dmesen; el Ratz de París, donde Hemingway acabó con todas las reservas de martini, o el Continental de Saigón, donde flota el fantasma de Graham Greene. La lista sería interminable. Saben a literatura porque han ocupado plaza en libros inolvidables. Y saben también a cine porque han sido escenario de magníficas películas.
El Old Cataract de Asuán huele a Agatha Chnstie, lo mismo que el Pera Palace de Estambul. Mientras en el segundo la escritora inglesa escribió de un tirón su Asesinato en el Orient Express, en el primero puso a su Hércules Poirot a buscar asesinos en Muerte en el Nilo, novela publicada en 1937. Agatha Chnstie viajó con frecuencia por el norte de África en la década de los treinta del pasado siglo, acompañando a su segundo marido, que era arqueólogo, y se alojó algunas veces en el Old Cataract. Como era obligado, cuando la novela fue llevada al cine, en 1978, algunas secuencias de la película nos muestran a Peter Ustinov, el Poirot del film, en el bello Old Cataract.
Paseando por la terraza del hotel, vestido con un traje de seda blanco, tocado con un sombrero panamá y llevando en la mano un espantamoscas con mango de ámbar, Poirot dialogaba al principio del libro con una bella muchacha y decía del lugar: «Me encanta: las rocas negras de la isla de Elefantina y el sol y las embarcaciones que cruzan el Nilo. Sí, es maravilloso estar vivo. ¿No le parece maravilloso, mademoiselle?». La chica respondía: «Debe de ser estupendo todo esto, pero a mí Asuán me parece lúgubre. El hotel está medio vacío y casi todos sus ocupantes rondan el centenar de años».
Cuando yo llegué, a primeros de marzo del año 2000, no había en la terraza sillones de mimbre pintados en rojo brillante, como los que usaba Poirot para tomar el té de la tarde. Pero la terraza seguía siendo un lugar espléndido, frente a la isla de Elefantina, con sus arenales rubios y piedras oscuras, alzada sobre una curva dulce del Nilo por donde navegaban gráciles falucas de blanca vela latina. Cierto era también que la clientela parecía bien entrada en años, aunque nadie llegase a los cien. La Christie afirmaba que la vista desde la terraza sobre el río era la más bonita del mundo. Y sí, era hermosa, sin duda… Pero afirmar de cualquier sitio de la Tierra que es el más bello es mucho afirmar. Personalmente, sé de unos cuantos de que son aún más bonitos.
En cuanto a la ciudad de Asuán, en nada me pareció un lugar lúgubre, sino una ciudad muy viva, animada e, incluso, con rincones bonitos. Fumar en un cafetín del zoco una pipa de agua, por ejemplo, resultaba un placer estupendo.
Nicolás se fue en busca de un hotel barato y quedamos en que, al atardecer, vendría a cenar conmigo en el Old Cataract. Era un buen chaval y me gustaba charlar con él: hablaba de Canadá, de la belleza de sus montañas y sus bosques, y me despertaba deseos de viajar hasta allí.
El precio de mi habitación, no especialmente lujosa, era de ciento cincuenta dólares por día. O sea: dos noches en Asuán iban a costarme más que todo lo que me había gastado durante mi estancia en el Sudán. Pero ¡qué demonios: la literatura es la literatura! Y en el Old Cataract, como el Raffles de Singapur o el Norfolk de Nairobi, pagas un suplemento literario.
Cuando cayó la tarde, esperé en la terraza a Nicolás tomando una cerveza. Casi todas las mesas estaban ocupadas por gente bien entrada en años. Me entretuve en pensar, observando sus rostros, cuál de todos ellos sería el asesino.
No nos permitieron sentarnos en el comedor principal, donde servían una estupenda cena oriental. Nicolás no iba precisamente vestido de etiqueta y en el comedor exigían tenue correcte. La mía no era mucho mejor que la del chico, pero al menos llevaba botas, en tanto que él calzaba unas sandalias que le dejaban los dedos al aire. Mis canas, además, dan una cierta prestancia mundo adelante.
De modo que nos largamos en busca de una hamburguesería. Y aunque Nicolás se sentía algo avergonzado de su tenue poco correcta, devoró con ganas la horrible hamburguesa a que le invité. Luego nos despedimos, quedamos en escribirnos o vernos en Canadá y no he vuelto a tener noticias suyas ni él de mí.
De regreso al Old Cataract, me tomé los primeros gin-tonics que probaba desde la fiesta-borrachera de Jartum en casa de los sudaneses-gays-escoceses-judíos-yogureros. El barman me informó de que, en el hotel, jamás se había cometido un crimen desde que se fundó, exactamente en 1900, un siglo antes de mi llegada. De modo que pude dormir tranquilo.
Asuán se tiende junto al Nilo, en su lado oriental, al norte de la primera catarata de las seis que rompen el curso manso del río entre Jartum y El Cairo. Allí el río forma un suave arco, dejando en medio la isla de Elefantina. Las culturas faraónica y luego la griega y la romana florecieron en estos lares y también hubo siglos atrás una importante presencia de la iglesia copta. Herodoto, hacia el 454 antes de Cristo, llegó hasta el lugar, en su fracasado intento por encontrar las fuentes del Nilo, ya que en aquel tiempo no era posible cruzar la primera catarata. Al historiador griego le fascinaron Egipto, sus gentes, sus mitos y su cultura, y escribió una larga crónica de su viaje, uno de los primeros libros viajeros de la historia de la humanidad que, aunque poblado de fantasías, tiene un estilo muy moderno. De la isla Elefantina, donde quedan las ruinas de un antiguo templo de la época faraónica, hablaba Herodoto en su crónica egipcia, afirmando que, puesto que había estado allí, toda su información era de primera mano. En la isla vivió también el matarife Kitchener, nombrado a menudo en este libro, y aquí, en Elefantina, dedicó su tiempo a la mayor de sus aficiones: cultivar plantas exóticas. El jardín de Kitchener sigue en buen estado, con árboles que él mismo hizo plantar. Mimaba las plantas y disfrutaba con ellas casi tanto como cortando las cabezas de sus enemigos.
La corniche que se tiende junto a la curva del río es un lugar plácido y hermoso, sombreado de acacias y palmeras, inundado de buganvillas y de arbolillos de grandes flores rosas que alfombran bellamente el asfalto al caer desde las ramas. En aquel tramo del río, las falucas navegan por decenas, paseando turistas en su mayoría, volando como golondrinas de mar sobre el agua azul, cercadas por la muralla del desierto cobrizo.
Asuán es una localidad turística, ya que es paso obligado al imponente templo de Abu Simbel, situado más al sur, al borde del río y a mitad de camino de Wadi Halfa. Y las gentes de la ciudad acosan al extranjero ofreciéndole taxis, cambio de dinero, falucas para un paseo, o para descender río abajo hasta Luxor en cuatro días de navegación; y también mujeres, yerba y hasish. El zoco es un lugar muy animado donde abundan los limosneros. Hay también muchos limpiabotas, lo que resulta extraño en una ciudad donde casi todo el mundo calza babuchas o sandalias. Y un buen número de barberías. Es curioso el hecho de que, en muchas de las poblaciones del Tercer Mundo que conozco, las peluquerías están siempre llenas y constituyen uno de los más prósperos negocios. Ignoro la razón: tal vez porque son baratas y la gente pobre y desempleada pasa la mayor parte del día sin tener nada que hacer. Que te corten el pelo y que te afeiten, relaja; y te hace olvidar durante un rato los problemas de la perra vida.
También en el zoco hay cafetines muy baratos donde degustar el plato nacional egipcio, el kushai, una especie de ensalada mixta. Los hombres fuman al atardecer sus sheesha, las pipas de agua, con dos tipos de tabaco: el mlaacid, que es una picadura recia, y el fotah, que tiene un gusto a manzana o a melaza. Y juegan con pasión al towla, una especie de backgammon, y al dominó, que en Egipto llaman domina.
La isla de Elefantina está a un tiro de piedra de la ciudad, frente a la corniche, calculo que a unos trescientos metros en el lugar donde el Nilo es más ancho y a menos de treinta del embarcadero del Old Cataract. Se cruza hasta ella en un pequeño transbordador, que no es otra cosa que una decrépita faluca, y el costo es más o menos de quince céntimos de euro por viaje.
Elefantina es una isla muy fértil, llena de palmerales y pequeños huertos donde crecen los árboles de mango y papaya. Hay un pequeño núcleo de población, que habita casas de una o dos plantas, pintadas en colores siena o azul, y alzadas en calles muy estrechas por las que difícilmente podrían cruzar al mismo tiempo dos asnos. Ves muy poca gente por allí, todo lo más algunos niños que te piden bomboni y bic, bic, pero sí que encuentras por todas partes numerosos borricos, gatos y cabras grandonas, negras y muy lanudas. Huele a basura y a hierba mojada y, desde los corrales traseros de las casas, llega a la calle el sonoro cacareo de las gallinas y el quiquiriquí estridente de los gallos.
Las dos noches que pasé en Asuán disfrutaba en el terraza del Old Cataract de la vista sobre el Nilo y Elefantina, iluminada por algunos poderosos focos que alumbraban desde la orilla del hotel, y sintiendo en mi piel el lamido de la invisible lengua del río. Pero la belleza del lugar, el sabor de un buen gin-tonic en la terraza de un hotel de aire colonial y legendario, la sensualidad de la noche, no dormían mi nostalgia de Wadi Halfa. Añoraba el desierto, las enormes distancias que todos los días recorría, las llanuras batidas por el viento, la polvareda que levantaba el haboob y que envolvía los contornos bajo su sombra parda. Y las paredes del metal de mi hotel resonando en la noche, el zoco pobre y hospitalario, los interminables tés y carcaves, los burritos trotones, el cielo de las noches solitarias y sin luz eléctrica, los poemas que leía en mi catre, el pan ácimo recién hecho, el plato de addis del mediodía, mis ensaladas nocturnas y el agua del Nilo, tan fresca y limpia en las grandes tinajas de barro. Y a Kiki, Dirk, Midhat y al «traidor» del teléfono. Y el saludo del siempre sonriente Abbas, por las mañanas, cuando lo encontraba en la explanada del hotel: Hello, mister Javir. Sentía una honda nostalgia de aquellos días de libertad sin nombre, de alma que se ensancha en el espacio grande hasta disolverse en la inmensidad del desierto.
Tomé el tren hacia El Cairo un lunes, en los primeros días de marzo, a las ocho de la tarde. Me acercaba al último punto de mi viaje, al destino que me había propuesto meses antes. De nuevo, la euforia de la partida y la pena de aproximarme al final.
A veces, cuando me hacen entrevistas para la prensa, mis interlocutores me preguntan cuál es mi paraíso en la Tierra. Yo les respondía antes que mi paraíso es el camino. Pero ahora, en el interior de mi ánimo, reviven los días de Wadi Halfa cada vez que escucho esa pregunta. Y guardo el secreto para mí y para los amigos que tengan la bondad de leer lo que escribo.
Porque no conviene contarle a mucha gente dónde está tu particular paraíso.