EL DESIERTO ESCULPE EL ALMA
Érase una vez una ciudad llamada Wadi Halfa, tendida en el desierto de Nubia y a los bordes del río Nilo, en la que vivían gentes hospitalarias que apenas poseían lo necesario para sobrevivir, adonde nadie iba más que de paso y en donde conocí a Kiki, Dirk, Abbas y Midhat y fui feliz durante varios días…
Creo que los mejores episodios de nuestras vidas deberían comenzar así, como los cuentos infantiles, con el perfume de los relatos que nos repetían noche tras noche, cuando éramos unos crios, antes de ser abrazados por el sueño. Por alguna razón que no tengo gana de analizar, miro ahora hacia atrás, mientras escribo, año y medio después de haber partido de Wadi Halfa, y veo aquellos días como si formaran parte de mi infancia, a pesar de que entonces tenía ya cincuenta y cinco años cumplidos, las piernas menos fuertes y el pelo cano y escaso.
Wadi Halfa fue un lugar que me dio mucho más de lo que esperaba. Mi plan de ruta, como dije al principio de este libro, era seguir el curso del Nilo desde el lago Tana a El Cairo. No pretendía más que moverme en la misma dirección que esa leyenda de agua que es el gran río africano. Quería pisar los escenarios de la imponente historia que rodea al Nilo y sentir, de nuevo, la embriaguez que produce siempre un largo viaje a lugares remotos. Pero en Wadi Halfa me topé de bruces con el desierto. Más que eso, porque yo ya conocía antes el desierto. Lo que me sucedió aquí fue que el desierto se me reveló en toda su pureza y salvajismo, que se metió dentro de mí y que, por causa de ello, aprendí nuevas cosas sobre mí mismo y sobre los otros. Wadi Halfa dio el sentido más hondo al viaje porque me alteró los engranajes del espíritu.
Como siempre, todo aconteció de manera casual. Antes de pisar Wadi Halfa, apenas sabía nada sobre aquella población clavada como una tachuela oxidada en mitad del desierto inclemente. En mi ruta de viaje, la había señalado tan sólo como un sitio de paso, el puerto donde iba a tomar un transbordador para cruzar de Sudán a Egipto y alcanzar la ciudad de Asuán. En mi anticuada guía, se despachaba la localidad con cuatro o cinco líneas y un juicio terminante: «Nada que ver allí y muy poco que hacer, salvo tomar el barco hacia Egipto». Nadie en Jartum, ni en Dongola, ni en Abri había sabido decirme con exactitud los días de la semana en que partía el ferry hacia Asuán y en mi guía tampoco figuraban.
Al llegar a la ciudad del desierto, me enteré de que el transbordador viaja tan sólo un día por semana: sale cada martes de Asuán y alcanza Wadi Halfa el miércoles, y el jueves hace el camino de retorno y está de nuevo en Asuán el viernes. Yo llegué a Wadi Halfa un viernes y el barco se había ido el día antes. No tenía, pues, otro remedio que quedarme allí una semana, ya que en los alrededores de la ciudad sólo hay arenales, rocas y montañas desnudas: «nada que ver, muy poco que hacer».
La tarde de mi llegada, Wadi Halfa parecía un lugar casi despoblado. Se me encogió un poco el alma pensando en la longitud del tiempo muerto que se tendía delante. Pero todo, inesperadamente, se llenó de vida y yo lo gocé con intensidad. Comprendí aquello que escribía Théodore Monod: «El desierto te pule el alma, nos enseña a no gemir, a no hablar inútilmente. Es un educador severo que no deja pasar debilidad alguna. Es una escuela que nos obliga a tirar la quincalla de los pensamientos, a fortalecerlos. En el desierto, el cerebro pone rumbo hacia adelante. Estamos por fin libres de futilidades y de lo inútil, de los parloteos. El desierto no es complaciente, esculpe el alma».
No soy capaz de precisar cómo esculpió la mía, aunque sé bien que transformó las honduras de mi espíritu. El día anterior a mi partida hacia Asuán, subido en la altura de un cerro pétreo y rojizo, en el atardecer anaranjado y frente al Nilo celeste, sentí que no era nada, o al menos que no sabía quién era. Desde aquella tarde de febrero del año 2000, a menudo me acomete la misma sensación de no saber quién soy, quizá incluso la de no existir. Y esa emoción me reconcilia con la atroz pesadilla de la muerte.
Los «locos del desierto» podrían dividirse en dos tipos: los que afirman su singularidad en presencia de lo inmenso y los que sienten de alguna forma que esa inmensidad los disuelve. El explorador Richard Burton, quizá a causa de su desmedida egolatría, pertenecía al primer grupo. Y desde ese punto de vista, escribía: «En el desierto, el hombre domina a la naturaleza: pertenece al ámbito de la libertad, que es vida, y la idea de inmensidad, de sublimidad, de infinitud, está siempre presente, es siempre lo primero que acude al pensamiento. En tanto que el prosaico y tedioso Robinson preguntó: "¿Cómo puede un desierto ser hermoso?", muy adecuadamente un poeta francés cantó: "En la visión del desierto el infinito asoma, y el espíritu se exalta ante tal grandeza"».
En mi opinión, el novelista Paul Bowles está en la línea contraria a Burton, ya que, en su novela El cielo protector, incluye este diálogo:
«—El cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que algo muy sólido, allá arriba, nos protege de lo que hay detrás.
»—¿Qué hay detrás?
»—Nada, supongo. Solamente oscuridad, la noche absoluta».
Théodore Monod podría integrarse en las filas de Burton. Dice: «En el desierto, la eternidad, es decir, la inmensidad del tiempo, se vive cotidianamente».
Isabel Eberhardt, la autora de Diarios de una nómada apasionada, que vivió varios años en las profundidades del Sahara argelino y que, ¡burla trágica del destino!, murió arrastrada por una tromba de agua que la sorprendió en el lecho de un wadi seco, sentía crecer su individualidad en la «embriagadora inmensidad del desierto». Añadía: «Dormir en medio del frescor y el silencio profundos —escribía—, con la certeza de que, en ningún lugar de este mundo, ningún corazón late como el mío». Más adelante, concluía: «¡Ay!, mi alma ha envejecido».
En los largos viajes, suelo cargar en la mochila con media docena de libros que no pesen mucho, preferentemente de poesía, pensamiento o alguna novela de corte filosófico. Son el mejor remedio para los días tediosos. Y esos días tediosos en lugares perdidos donde «hay muy poco que hacer» tienen la ventaja de que te permiten leer con paciencia infinita, sin agobios, sin la necesidad de calcular tu tiempo y tratar de hacer que corra más deprisa. En rincones africanos he alcanzado, por ejemplo, a comprender el fondo de libros tan complejos como las Elegías de Duino, de Rainer M. Rilke, o La tierra baldía, de T. S. Eliot, poemas que no era capaz de sentir y entender inmerso en el vértigo de los días madrileños, por más que les metiera el diente un día tras otro.
En Wadi Halfa tenía conmigo una novela corta, hermosa y compleja: Un peso en el mundo, de José María Guelbenzu. Leyéndola encontré una frase que subrayé que expresaba en cierta manera algo de lo que yo podía sentir cuando comencé a hundirme en el desierto: «En cierto modo, esta inmensidad es un pálido aviso de la eternidad. La eternidad es algo que me cuesta extraordinariamente concebir. Creo que es la única noción que me produce angustia».
Sin embargo, mi angustia ante la inmensa soledad del desierto se desvaneció al derivar, al fin, hacia una extraña conciencia de no-ser. Y ahora, lejos de Wadi Halfa, me pregunto si no nos iremos haciendo, poco a poco, parte de la eternidad mientras nuestra alma envejece. Quizá, la mejor receta contra la angustia de la eternidad no sea otra que un baño de desierto.
Wadi Halfa es una ciudad muy peculiar, un dislate urbano si se me permite, aunque emplear el término urbano es mucho decir. Carece de alcantarillado, de tendido eléctrico y de servicio de aguas, y desde luego no tiene un solo centímetro de asfalto. La luz se obtiene por generadores y el agua directamente desde el Nilo. El sistema de depuración es el más antiguo: grandes tinajas con una pequeña apertura en su extremo inferior, por donde gotea despacio el agua, dejando sus impurezas en el barro del cántaro. Tomada desde las tinajas, resulta excelente. Al principio, sentía ciertos reparos a bebería. Pero en ninguna parte de la ciudad se encontraba agua embotellada, con lo que no había otro remedio que tomar la del Nilo. Y me gustaron su sabor y su frescura.
Wadi Halfa es algo así como un grupo de cinco ciudades unidas por el nombre, más que por su geografía. A la orilla del Nilo, hay un embarcadero y, en las proximidades, un barrio de casas de adobe donde viven un par de cientos de personas. A cosa de un kilómetro, al sur del río y al pie de un grupo de cerros, está, por decirlo así, la ciudad administrativa: casas prefabricadas que albergan la estación de policía, la oficina de correos, el despacho para la venta de billetes de barco, la aduana y la central telefónica. En esa misma zona, se encuentran los tres únicos hoteles de la localidad; en realidad, tres galpones alzados con paredes y techo de uralita.
Hacia el este, a más de dos kilómetros, se tiende la estación de ferrocarril construida por Kitchener a finales del siglo pasado y, en sus dependencias, el único banco de Wadi Halfa. Un kilómetro al oeste de la zona administrativa, está el mercado: un centenar de modestas casucas levantadas con tablones o chapas de metal, en su mayoría dedicadas a la venta de frutas y verduras. Y en fin, hacia el sur de la zona administrativa, unos tres kilómetros más hacia el interior del desierto, se concentra el núcleo principal de la población: casas bajas de adobe rojo y anchos patios, con numerosas puertas pintadas de colores alegres, al estilo nubio. Las calles, cuando sopla el haboob, se convierten en verdaderas dunas de arena rubia. Apenas se ven árboles, y los pocos que hay en los patios de las viviendas son palmeras productoras de dátiles.
Al caer la tarde, el mercado cierra, mientras que la zona administrativa y la estación del ferrocarril se vacían de empleados. A las once de la noche, termina el horario de la central telefónica y se apagan los generadores de los tres hoteles, que no volverán a ponerse en marcha hasta las seis de la mañana. Las hienas y los chacales se convierten en los amos de la noche en el área administrativa y el mercado, adonde acuden en busca de restos de comida. Wadi Halfa, sin más luces que algunas humildes bombillas que brillan como luciérnagas en la zona donde se concentra la población, parece de pronto devorada por el cielo negro del desierto, perdida la protección del sol.
Sólo durante dos días, el de la llegada del barco de Asuán y el de la partida, una multitud de viajeros se concentra en los hoteles, invade el mercado, pulula por la zona administrativa y hace cola ante la aduana y la central de teléfonos. Toda suerte de vehículos de motor o de tiro deambula en los alrededores de los hoteles. Silba el tren que llega desde Jartum y ruge el aeroplano que viene también desde la capital. Y florecen improvisados cafetines y figones al aire libre.
Pero cuando el barco se ha ido de regreso a Asuán, Wadi Halfa queda dormida en su inmensa soledad, con los hoteles vacíos de clientes y sin más animación que la que brinda el mercado en las horas diurnas.
La capital de la Nubia sudanesa es de muy reciente construcción. Nació en 1964, cuando la antigua Wadi Halfa, que se situaba dieciocho kilómetros más al norte, quedó hundida bajo las aguas del gran pantano Nasser, cuyos diques están en Asuán, la capital de la Nubia egipcia. La antigua Wadi Halfa contaba con más de sesenta mil habitantes, que en su mayoría fueron trasladados casi a la fuerza a ciudades del oriente sudanés, junto a las remotas fronteras con Etiopía. Sin embargo, ciento treinta familias, algo menos de medio millar de ciudadanos, se negaron a irse de su tierra y se establecieron en la ciudad actual, en pleno desierto y sin apenas medios de subsistencia. El Wadi Halfa de hoy censa unos nueve mil habitantes, repartidos en la enorme extensión que he descrito antes.
Los nubios tienen lengua propia de origen incierto y también su particular folclore. Y no se consideran sudaneses ni egipcios. Sus territorios se extienden, según ellos, entre la gran curva del río, al sur de Wadi Halfa, un poco más al sur de Dongola, y Luxor, ya muy en el interior de Egipto.
Presumen de ser hospitalarios y generosos, y en realidad lo son en extremo, como puede comprobar cualquier viajero que visite sus tierras. Son musulmanes, pero mucho menos rigurosos que los sudaneses. Y en absoluto integristas. En Nubia se respira tolerancia.
No olvidan su sueño de independencia, aunque no son tan violentos como para organizar un movimiento armado, ni tampoco muy amigos de meterse en política. Creen con resignada fe que, algún día, Alá les otorgará la libertad que hoy les niegan Egipto y Sudán. Muchas de las casas de Wadi Halfa adornan sus paredes con viejas fotografías del Wadi Halfa que se tragó el pantano.
Atardecía cuando el pick-up de los militares me dejó en la puerta del hotel. Pero decir hotel es decir mucho. Era un rectángulo de chapas de latón que servían de paredes y tejado, en cuyo dintel se mecía un cartelito atado con una cuerda y en el que, escrito a mano, se leía: hotel Wadi El Nil.
El militar grueso descendió de la cabina del coche y se despidió de mí con un fuerte apretón de manos y una sonrisa.
—Es el mejor hotel de la ciudad. Vendré a visitarle un día de estos, camarada… Por cierto —añadió—: Se ha dejado usted en la caja un cuadro muy hermoso.
—Ah, sí, ¡es espléndido! Me gustaría regalárselo por el gran favor que me ha hecho. Quizá a su esposa le guste, aunque llegue cubierto de polvo.
—No sé qué decir…, es hermoso.
—Acéptelo, por favor, mi Dios me exige ahora generosidad.
—¿Está seguro de lo que dice? —preguntó con ojos picaros.
—¿Qué diría su Dios ante la oferta de un khwagci?
—Acepto.
—Dios le bendiga.
—Que Alá le proteja. Vendré a visitarle.
El gordo subió de nuevo al automóvil y se largó con el puto cuadro. Y no volví a ver nunca más a ninguno de los dos.
Arrimado al hotel había un extraño vehículo, un pequeño camión amarillo provisto de grandes ruedas, con la baca cerrada al modo de las caravanas. Cuando el pick-up de los militares se alejó, el ventanuco de la baca se abrió y asomó el rostro tostado de una bonita muchacha europea.
—Hello —me dijo sonriente.
Respondí a su saludo. Su cara me resultaba familiar.
—Creo que nos conocemos —añadió en inglés.
—Lo mismo me sucede a mí.
—Espere a que baje.
Saltó de la cabina al suelo y me estrechó la mano. Vestía vaqueros y camiseta. Lo más atractivo de ella era la sonrisa, que le marcaba dos alegres hoyitos en las mejillas.
—Ya sé —dijo—. Nos encontramos en Etiopía.
Caí en la cuenta. Era la chica alemana que, junto con su novio, encontré una noche en Bahr Dar, cenando con una japonesa y un surafricano la noche antes de mi partida hacia Bambudi, en mi primer fracasado intento de cruzar a Sudán por tierra. Se llamaba Kiki.
—Me han dicho que este es el mejor hotel —dije.
—No sé si es el mejor, pero es el único abierto. Lo tienes casi entero para ti, sólo hay otro huésped.
—¿Tiene agua y luz?
—Agua del Nilo, en cántaros, y un generador que se apaga a las once. El dueño no está ahora, no vendrá hasta el día anterior a la llegada del barco. Pero puedes alojarte donde te guste más, pagarás cuando aparezca el dueño.
Kiki me acompañó al interior del albergue. La puerta estaba abierta y carecía de cerrojo.
—Nunca cierra —me dijo la muchacha, siempre con la sonrisa en los labios—. En Halfa no hay ladrones, no sé si porque la gente de aquí es muy honrada o porque no hay casi nada que robar.
—Conoces bien esto.
—Llevamos diez días aquí…, Dirk y yo, no sé si lo recuerdas, ahora vendrá… Tenemos problemas burocráticos, no podemos llevar el camión en el transbordador y sólo hay otro barco que sale de cuando en cuando con vehículos grandes a bordo. Quizá nos podamos ir mañana, quizá dentro de una semana…, quién sabe si alguna vez. Pero Wadi Halfa es un estupendo lugar.
Y sonreía más aún, como si nada le importara y todo en la vida fuera estupendo.
Se entraba al hotel Wadi El Nil por la puerta sin cerrojos y había una pequeña recepción, con un mostrador de plástico sobre el que reposaba un vetusto teléfono negro. De la pared colgaba una foto como único adorno: el retrato en blanco y negro de un edificio colonial, de digno porte y rodeado de palmeras, que exhibía el mismo nombre de hotel Wadi El Nil. A la derecha, otra puerta se abría a un extenso patio, trazado en forma de rectángulo y con el suelo alfombrado de una fina arena del color del albero, como el de las plazas de toros españolas. A un lado y otro del patio, se alineaban toscos porches de techo de metal sostenido por vigas de madera. Todos estaban llenos de colchonetas apiladas. A cada porche correspondía una habitación: catorce en total, siete a un lado y siete al otro. Y en cada habitación había tres camastros con dos colchonetas encima. En un rincón del patio, tres tinajas colgaban de una jarrera de madera y, bajo sus picudos extremos inferiores, tres cazuelas de plástico recogían el agua transparente de la filtración.
—Elige la habitación que quieras; pero a los kliawagas suelen alojarlos en esa —dijo Kiki al tiempo que me señalaba la primera del lado derecho, arrimada a la valla de metal.
Era un cuartucho de suelo de arena. La puerta tenía una pequeña traviesa, aunque por debajo había sitio suficiente como para que se colara un gato.
—¿Dónde puedo lavarme? —pregunté a la chica.
Me llevó al fondo del patio. Tras un murete de cemento, se ocultaban cuatro letrinas y, a su lado, tres cabinas abiertas que servían de duchas. Las letrinas eran un simple agujero en el suelo del pequeño cuartucho y en cada una de ellas había un jarro de plástico con agua. Estaban muy limpias y, para mi consuelo, olían a viento terroso, sólo a viento. En cada una de las duchas había un gran balde con agua y su correspondiente jarro.
—¿No te parece un hotel estupendo? —me preguntó Kiki.
Me di una estupenda ducha en el estupendo atardecer.
Cuando regresaba a la habitación que había decidido ocupar, me encontré en el patio con el otro huésped, que se alojaba en un cuarto frente al mío. Se llamaba Abbas, era de tez oscura, bajo y regordete. Tendría, quizá, algo más de treinta años.
Me saludó con enorme amabilidad y, como hablaba medianamente inglés, charlamos un rato. Trabajaba como camarero en un comedor del mercado, pero sólo temporalmente.
—Soy soltero y todavía joven. De modo que voy cambiando de ciudades, así conoceré mi país antes de formar mi propia familia y podré contarles muchas cosas a mis hijos y a mis nietos. ¿No le parece una buena forma de vivir?
—La mejor, sin duda.
Abbas me dijo que el dueño del hotel vendría el martes y que el precio que debía pagar por mi alojamiento eran quinientas libras. Luego, me condujo a un almacén en la parte trasera del hotel y buscó para mí sábanas limpias.
Salí a conversar con Kiki. Dirk había llegado. Era un joven muy delgado, de cara afilada y nariz aguileña. Siempre se mostraba sonriente, como Kiki. Formaban una de las parejas más alegres que he encontrado nunca y daba gusto estar con ellos. Me invitaron a cenar en su camión-caravana: sopa caliente, de sobre, y pastillas de chocolate. Dirk era ingeniero mecánico y Kiki trabajaba para el Ministerio de Educación alemán. Habían tomado un año sabático y llevaban ocho meses recorriendo África. Con ellos viajaba un perro que habían adoptado en Tanzania.
—Empezamos en Suráfrica —me decía Dirk— y luego subimos por Tanzania, Kenia y Etiopía hasta Sudán. Pretendemos, después de Egipto, viajar a Jordania e Israel. Desde allí tomaremos un ferry que nos cruce a Italia; y luego, a casa. Una lástima volver…
—Se me ha olvidado casi lo que es Europa —añadía Kiki—, ahora me veo más africana que alemana.
Wadi Halfa les gustaba, en especial, por su gente.
—Nunca he encontrado a nadie tan extraordinariamente hospitalario y cortés como los nubios —seguía Dirk—. En el mercado, negocian todos los precios, igual que cualquier árabe; pero saben aceptar con dignidad cuando no aceptas subir ni una sola libra más, y siempre tengo la impresión de que no les importa demasiado y que, incluso, les divierte. Mañana conocerás a Midhat, es un gran tipo.
—Hay algunas excepciones —le corrigió Kiki—. Acuérdate de que el otro día uno de los aduaneros me ofreció dinero por acostarse conmigo. ¿Sabes lo que hizo Dirk cuando se lo conté? —preguntó dirigiéndose a mí.
—¿Negoció el precio?
—No —rió la chica y miró a Dirk arrobada—. Le preguntó si podía prestarle a una de sus hermanas, o a su mujer, para acostarse con ellas, pagando lo que fuera necesario. Y el otro se ofendió.
—Ese tipo no es nubio; es un funcionario de Jartum —añadió él.
Kiki y Dirk se retiraban temprano a dormir. Era de noche cuando salí de su caravana y caminé el medio kilómetro que me separaba de la central de teléfonos, para intentar comunicarme con Madrid. La noche era muy oscura y muy bella, con una siembra fecunda de estrellas guiñando sus luces en el cielo. Nadie había más que yo en aquel arenal cercado por la noche. Temí que las hienas pudieran seguir mis pasos.
La central, el único edificio que mantenía la luz encendida en toda la zona administrativa, no era más que una pequeña oficina al pie de una enorme torre que servía de antena. Dentro, atendía un funcionario ataviado con galabbiya y tocado con un gran turbante blanco cuya cola caía sobre su hombro izquierdo. Era un tipo de cara hosca y seca, con perilla puntiaguda y gesto de traidor de películas de Hollywood. Pero resultaba cortés en extremo y hablaba un inglés más que aceptable.
Para llamar a Madrid había que comunicar primero con la centralita de Jartum. Estuvimos algo más de media hora intentándolo y el supuesto «traidor» dio muestras de una paciencia y gentileza sin límites. Nunca puede uno fiarse de las apariencias. En los siguientes días, cuando acudía a intentar comunicarme con Madrid, por lo general sin éxito, me trataba ya como a un amigo y me ofrecía té. Un día le pregunté por las hienas y el temor que me producía cruzar solo durante la noche aquella extensión vacía entre el hotel y la central.
—No se preocupe —dijo—. Huyen de los hombres en cuanto los sienten. Sólo atacan, si pueden, a los niños, porque son más pequeños. Pero nadie deja solos a los niños. Antes del Numeiri, cuando se podía beber alcohol, también atacaban a los borrachos. Quizá por el olor que despedían. Pero el problema ha desaparecido, porque aquí no hay ya ni cerveza y, claro, no hay borrachos. Algo bueno tenía que tener la abstinencia.
—¿A usted le parece bien la prohibición?
—Nunca he leído que el Profeta estuviera en contra de una buena cerveza. Numeiri era nubio y bebía más de la cuenta, así que los nubios sabemos muy bien que esto del alcohol es una cuestión de conveniencia, no un asunto religioso.
Regresé al hotel aquella mi primera noche en Halfa poco después de las diez y, antes de dormir, leí en la cama algunos versos de Cernuda, otro poeta tan opaco como hondo, mientras el viento del desierto golpeaba en las paredes de metal de mi cubículo. A las once, el generador se apagó. Tenía frío y me eché encima todas las ropas que llevaba en la mochila.
Oía las risas de las hienas. Y empecé a sentirme feliz en Wadi Halfa. Algunas de las noches siguientes escribí apuntes de poemas para un libro futuro.
En Halfa me levantaba con el sol, a eso de las siete, y me dormía cuando el generador dejaba de funcionar. Por las mañanas acudía al mercado a tomar un té y buñuelos recién hechos como desayuno y a comprar verduras para mi ensalada nocturna. Después, iba al puerto o a la estación o a la ciudad donde se concentraba el núcleo principal de la población. Regresaba al mercado para comer en alguno de los pequeños cafetines. Dormía la siesta en el hotel. Leía. Hacía gimnasia. Me duchaba con baldes de dulce agua del Nilo. Daba un paseo a la caída de la tarde por los cerros cercanos al hotel. Tomaba algunas fotos. Iba a charlar un rato con Kiki y Dirk. Volvía a mi cuarto a cenar una ensalada. Charlaba con Abbas. Tomaba notas en mi cuaderno sobre lo que había visto y hecho durante el día. Escribía poemas, como ya he dicho. Leía otra vez, ya en la cama. Y me dormía a las once en punto, cuando la luz se iba. Me arrullaban las risas locas de las hienas y los gritos estridentes de las lechuzas.
Nada había que ver ni hacer en Wadi Halfa, tenía razón mi vieja guía. Pero una noche anoté en mi cuaderno todo lo que podía hacerse en los días vacíos de Wadi Halfa. Allá va el catálogo de actividades posibles para quien quiera hacer una guía diferente del desierto:
—Tomar incontables tés de menta por la mañana, en el mercado, con gentes que no te conocen y que te invitan sin cesar.
—Cenar en casa de un nuevo amigo que te ofrece su hospitalidad.
—Escribir versos despacio.
—Leer para comprender lo que en Madrid no se logra entender. (Aunque a Ezra Pound yo no le entiendo ni en el desierto).
—No hacer nada durante varias horas al día.
—Charlar con los amigos nuevos sobre la existencia, la muerte y la aventura de vivir.
—Echar largas siestas en las horas de calor.
—Levantarse sin prisas.
—Lavarse con jarros de agua entibiada por el sol.
—Dejarte, durante un par de días, caso de ser hombre, medio bigote en el lado derecho de la cara, y media barba en el lado izquierdo. Eso atrae a la gente, que vienen por decenas en el mercado a ver al khwaga chiflado.
—Recordar a los tuyos: a los que ya se fueron y a los que te esperan.
—Escuchar los ruidos de la noche.
—Buscar huellas de hiena por las mañanas en las proximidades del hotel.
—Intentar, sin éxito por lo general, llamar cada noche a tu familia y charlar un rato con el empleado de la centralita, tu amigo el «traidor» de las películas, sobre hienas y cerveza.
—Mirar alrededor de ti cuando estás acostado: las paredes de metal de tu habitación, el suelo de arena, la puerta cerrada con una frágil traviesa, el ancho hueco bajo la puerta…, y pensar qué pocas son las cosas necesarias para la vida: un plato de comida, agua, un camastro, un camino por delante, los buenos recuerdos y un poco de amor.
—Experimentar nuevas ensaladas con lo que logras encontrar cada día en el mercado. La mejor, sin duda, lleva los siguientes ingredientes: cebolletas, calabacín, zanahoria, limón, queso agrio (o en su lugar, si no hay, un pastilla de «La vache qui ris», abundante en el zoco por razones que desconozco), tomate, pepino, una pizca de pimienta roja, sal y una lata de caballa egipcia con su correspondiente aceite de oliva.
—Escuchar el habooh cuando, a la noche, golpea contra la pared de latón de tu cuarto.
—Tomar el sol, cuando amanece y aún no calienta demasiado, al fresco de la mañana.
—Bajar a ver el Nilo.
—Hacer fotos imposibles o por completo locas.
—Comprar la tela de un turbante y aprender a colocártelo alrededor de la cabeza. Nunca te saldrá como a los nubios por más que lo intentes.
—Tratar de recordar el sabor del jamón de pata negra y del vino rioja Martínez Lacuesta, reserva del 95.
—Hablar en voz alta en español para no olvidarte de tu idioma.
—Echarle carreras al viento, esto es: tirar un papel al suelo y correr tras él cuando echa a volar. Siempre gana el viento.
—Dejar, en fin, que tu alma se esculpa en las invisibles y vigorosas manos del desierto, como pedía Théodore Monod.
Dormí como un oso en invierno en mi nueva covacha aquella primera noche en Wadi Halfa y, cuando me desperté, ya eran las ocho y veinte de la mañana. El sol pegaba de plano, con llamaradas de luz demoledoras, sobre la palma amarilla del desierto. Eché a andar hacia el mercado, bajo la agobiante luminosidad del día, en busca de algo para desayunar. El azul del Nilo, en la lejanía, aparecía punteado por chispazos de plata y los roquedales próximos al hotel brillaban ocres.
Era un lugar insólito aquel zoco. Antes parecía un arrabal de chabolas que un mercado. Las tiendas eran casucas cuadradas, levantadas con tablones o chapas de metal ondulado, y techadas con cartones, o tela de saco o cañizo. Había una zona de cafetines, con mesas y bancos corridos de metal y fogones donde humeaban potes de té de menta o de carcave, una infusión que se prepara con la flor del ibiscus. Y tiendas de telas y zapatillas de piel de cabra, cacharrería, ferretería, frutas y verduras, conservas, leche en polvo, sal y berbera, una pimienta roja muy picante. Compré galletas y pedí un té en uno de los cafetines. Cuando iba a pagar, ya estaba invitado por un vecino de mesa. Quise devolverle la invitación, pero el hombre negó y dijo:
—Los nubios hemos aprendido a dar, no a recibir. Siempre damos y no queremos nada a cambio.
Y me ofreció esuaj, tabaco de mascar.
Esa mañana, me hice con una escudilla de metal, un cuchillo y un tenedor en una cacharrería. Compré también tortas de pan ácimo, tomates, cebollas, pepino y plátanos para la cena. Aquel día no había en ninguna parte latas de caballa en aceite. Paseé el mercado. Los vendedores me llamaban, pero no con intención de venderme nada, sino para ofrecerme té y carcave. Me tomé unos cuantos para no resultar antipático.
Welcome, khwaga, era el saludo más frecuente con que se dirigían a mí. Algunos comerciantes se levantaban de sus taburetes y se acercaban tendiéndome la mano.
En chamizos próximos a los cafetines había tinajas de agua filtrada y también pequeños depósitos de metal, con un grifo, que servían de lavabos para asearse antes y después de comer. No vendían agua embotellada en ningún comercio y sí Pepsi caliente y algunos zumos de frutas.
Me encontré con Abbas, mi vecino de habitación en el Wadi El Nil. Servía como camarero en un cafetín y no tuve más remedio que aceptar su invitación a un nuevo vaso de té. Creo que consumí más infusiones durante mi estancia en el desierto nubio que en todos los días de mi vida anterior. Y la mayoría, gratis.
Sobre el extenso arenal donde se alzaba el zoco, trotaban burritos y volaban bandos de palomas blancas, y los perros eran guapos. Iba ya sintiendo que merecía la pena perder unos días en aquella extraordinaria ciudad del desierto…, pero la palabra perder dejaba poco a poco de parecerme exacta. Mejor, ganar: ganar vida en la gentil Wadi Halfa.
Regresé al hotel a dejar los alimentos y los cubiertos que había comprado, bajo la horda de luz que me acometía en pleno descampado. Kiki y Dirk no andaban por allí. Tampoco había rastro del dueño del establecimiento.
Decidí darme un garbeo por el puerto, y aunque quedaba ciertamente lejos, no tenía nada mejor que hacer hasta la hora del almuerzo. Era un lugar desbaratado, más playa que muelle, repleto de barcos desguazados, dos de ellos hundidos, con el puente superior oxidado y asomando en la superficie. El agua, en la orilla, mecía grandes manchurrones de grasa parda, pero más allá, en la extensa laguna que formaba el Nilo junto a la cola del gran pantano, era de un turquesa amable y purísimo. Al otro lado, a cosa de un par de kilómetros, se tendía de nuevo un inmenso arenal amarillo, sin rastro de vegetación apenas, y más lejos, una hilera de montañas que parecían fantasmas de piedra azulada bajo la violencia de la luz.
Junto a la playa, había tres o cuatro casetas miserables donde mujeres ataviadas con largas túnicas amarillas servían infusiones, sentadas en pequeñas banquetas, a la sombra del chamizo, y arrimadas al pequeño fuego donde hervía el agua de la tetera. Por allí deambulaban también algunos hombres, no sé si funcionarios del puerto o simples ganapanes. Uno se acercó a mí, me saludó con un «welcome, khwaga» y me invitó a tomar el té.
—O un carcave, si lo prefiere —dijo.
—Gracias, pero creo que he tomado ya diez o doce.
—El té no hace mal, refresca.
Hablaba muy bien inglés.
—De verdad, no me apetece —rechacé gentil—. ¿Quién usa este puerto?
—El ferry de Asuán, pescadores de percas y algunos barcos que transportan vehículos y mercancías.
—¿Hay muchos peces aquí?
—Sólo percas… y también cocodrilos.
—¿Grandes?
—Enormes… Allí enfrente —y me señaló la otra orilla— hay dos o tres que miden más de seis metros. Son viejos, astutos y salvajes. Siempre están acechando. ¿Sabe cuándo atacan? Cuando un pescador atraca en un islote por la razón que sea, para descansar o arreglar una red. Entonces el cocodrilo sale del agua y el pescador ya no tiene forma de escapar. ¿Qué puede hacer: nadar, intentar echar la barca el agua? No le da tiempo. El último murió hace unos tres meses, no se encontraron ni sus ropas. Cada año se comen a cuatro o cinco infelices.
—¿No le parece excesiva la medida de seis metros?
—Venga conmigo.
Me tomó del brazo y me llevó hasta una especie de muro de adobe que cercaba un pequeño edificio abandonado, al otro lado de una pequeña colina de arena. Sobre el dintel de la puerta, como adorno, la enorme cabeza disecada de un gran saurio dirigía sus pavorosas fauces abiertas hacia nosotros.
El tipo arrimó un tronco de árbol a la puerta, se subió encima, descolgó la cabeza del bicho y la bajó hasta dejarla a mis pies.
—¿Qué le parece? Medía seis metros y medio. Lo cazaron a tiros en diciembre, aquí al lado, y quizá es el mismo que se comió al último pescador.
Calculé que mi cráneo cabía entero entre las mandíbulas dentadas de aquel terrible reptil.
—¿Quiere que le haga una foto? —preguntó señalando la pequeña cámara que llevaba prendida en mi cinturón.
Y metí la cabeza entre las tauces del saurio y me dejé fotografiar como un niño asustado en aquel museo al aire libre.
Kiki y Dirk andaban por allí. Me los encontré subidos en un viejo buque grandullón en el que varios marineros, repletos de grasa, se movían de un lado a otro intentando arrancar el motor sin éxito. Como siempre, la pareja me saludó jovial.
Dirk me presentó al capitán de la nave, un tal Nahdi, un tipo desdentado, tuerto, barrigudo, sucio y entrado en años, que parecía un pirata jubilado.
—Hasta dentro de un par de días no sabremos si podemos irnos —me dijo Dirk con sonrisa fatalista—, el motor da problemas.
—Y no hay otro barco más que este —añadió Kiki componiendo el mismo gesto que su chico.
Regresamos juntos, en su caravana, hasta el mercado. En un cafetín, almorzamos tortillas y addis, un estupendo estofado de lentejas amarillas convertido en puré. Bebimos el agua filtrada del Nilo en cacillos de metal. Los vecinos de otras mesas, cuando nos sentamos, nos tendían sus platos para que tomásemos una porción de sus raciones. Nosotros les imitamos luego. Todo el mundo ofrecía comida y la aceptaba en aquel pequeño comedor sombreado por un toldo que nos protegía del sol infernal.
Dormí la siesta, leí un par de horas, tomé notas y, cuando atardecía, me preparé la ensalada de la cena. Me sabían deliciosas aquellas ensaladas, la verdad, y aunque me quedaba todos los días medio hambriento, me consolaba pensando que era un forma de hacer dieta para librarme de algunos kilos.
Al anochecer, salí del hotel en busca de Kiki y Dirk. Tenía ganas de charlar un rato. Y esa noche conocí a Midhat.
Midhat era un joven nubio de algo más de treinta años dotado de un cuerpo alto y atlético, de hombros anchos, cintura estrecha y piernas fornidas. Vestía vaqueros y una camisa de manga larga y siempre llevaba con él una mochila pequeña, como de colegial, que resultaba un poco ridícula cuando la cargaba en su espalda y echaba a correr: siempre parecía moverse a la velocidad de un corredor de maratón. Tenía el rostro redondo y tostado; pelo corto, negro y crespo, y fino mostacho. Como mis amigos alemanes, mostraba casi a toda hora una ancha y franca sonrisa en los labios, que dejaba al aire una espléndida dentadura marfileña, que a mí me parecía capaz de partir un hueso de una dentellada.
No puedo decir con exactitud cuál era el trabajo de Midhat. Se dedicaba a atender a los occidentales que llegaban a Halfa en el barco desde Egipto o que bajaban desde Jartum para embarcarse rumbo a Asuán. Resolvía cuestiones burocráticas, con enorme eficacia siempre; buscaba taxis para viajar a Jartum a quienes se lo pedían, o les arreglaba el transporte en tren o avión hasta la capital sudanesa. Lo extraño es que nunca hablaba de dinero y, al final, a regañadientes, aceptaba una propina por sus servicios. Pongamos que era algo así como un operador de turismo que trabajaba por libre y sin oficina. Daba la impresión de que, si no le hubiesen dado un solo dólar por sus gestiones, se habría quedado tan contento. Sospecho que, por otros caminos, ganaba un buen dinero con las comisiones que le dejaban los taxistas, los dueños de los hoteles y quién sabe si los funcionarios que despachaban billetes de tren, avión o barco.
Cuando salí del alojamiento en busca de Kiki y Dirk, los encontré sentados junto al camión, al aire libre, en sillitas de hierro que habían cogido del hotel, y charlaban con Midhat. Su apretón de manos, al presentarnos, me durmió durante unos segundos los dedos.
Se lo estaban pasando bien. Midhat había comprado un búho en la ciudad y lo traía atado por las patas. Había pagado por él seiscientos dinares, unos cuatro euros, y ahora trataban los tres de darle de comer pequeñas porciones de carne de cabra. Pero el bicho estaba asustado y no abría el pico cuando le acercaban la carne. El perro de Kiki y Dirk daba vueltas alrededor del grupo y, de cuando en cuando, gruñía, tal vez celoso de que el ave se llevase toda nuestra atención y él ninguna.
—¿Sabes que los búhos de Nubia aprenden a hablar como los loros? —me dijo Midhat con gesto grave.
—No le hagas caso —intervino Dirk—, siempre está de guasa.
—Quedaos con él unos días y ya veréis como tengo razón —insistió el nubio.
—¿Y qué hacemos luego con un búho? —preguntó Kiki con gesto lastimoso.
Midhat soltó una carcajada, se levantó y alzó el brazo hacia lo alto sujetando al búho con la mano.
—¿Qué, te gusta el cielo, te gusta la noche, te gusta el desierto?… —preguntaba al ave—. Lo he traído para liberarle —dijo volviéndose a nosotros—: Me gusta ver volar a los pájaros, para eso nacieron.
Desató las patas del búho y volvió a alzarlo. El animal dudaba.
—¡Venga, chico, lárgate en busca de tu novia! —gritó Midhat.
Y el pájaro abrió al fin las grandes alas y echó a volar. Durante cosa de un minuto, pudimos contemplar su figura blanquecina, su vuelo señero y magnífico trazando círculos sobre la bombilla que nos alumbraba.
—¿No lo veis? —dijo Midhat—: Se despide agradecido.
Luego, el ave se perdió entre las sombras de la noche.
Midhat propuso que cada uno contásemos alguna historia de viajes. Y dio la palabra a Kiki:
—En fin, no soy buena narradora —dijo ella—, pero lo intentaré. Hablaré de Ingrid. Es una mujer que Dirk y yo encontramos en Jartum hace unas semanas, alemana como nosotros, de Heidelberg. Tenía sesenta años y siempre había sido ama de casa. Pero su marido murió hace un año e Ingrid se dijo: «Mis hijos ya son mayores y viven fuera de casa. Me queda una pensión decente para vivir. ¿Qué puedo hacer?». Después de darle muchas vueltas al asunto, pensó que no conocía nada de mundo, apenas algunas ciudades de Alemania y la costa española del Mediterráneo. Y decidió irse sola a visitar otras tierras. Cuando la encontramos en Jartum, llevaba un año en África. Había empezado en Marruecos y continuado viaje por Malí, Níger, Centroáfrica, Chad y ahora Sudán… Quería seguir a Egipto y luego pasar a Asia. No tenía idea de cuándo iba a regresar a Alemania. Lo mejor es que hacía andando todo el camino que podía… Bueno, no es una gran historia, pero no se me ocurre otra.
—¡Oh, sí! —exclamó Midhat—, es una buena historia. Habla del espíritu valiente de las mujeres… Ahora tú, Dirk.
—La mía es la historia de Ian, un inglés de Yorkshire. Nos encontramos con él en Gedaref, a poco de cruzar la frontera de Etiopía. Era un hombre de cincuenta y cinco años y tenía un taller mecánico en su ciudad. El negocio le iba muy bien, con varios empleados a su servicio y estupendas ganancias, con las que había logrado comprarse una buena casa y asegurarse una vejez tranquila. Una noche fue al cine y vio una película que transcurría en Venecia. Se quedó asombrado ante la belleza de la ciudad. Y se dijo: «¿Toda mi vida trabajando y no conozco ese maravilloso lugar?». Y unos días después, tomó su coche y se fue a Venecia. Al regreso, se detuvo unos días en París. Cuando volvió a Yorkshire, le dijo a su mujer: «A partir de ahora, te ocupas tú del negocio, yo ya he trabajado bastante». Seis meses más tarde, se hacía con un 4 X 4, se embarcaba en un carguero y llegaba a Namibia. Durante dos meses, viajó por aquellas regiones, hasta que, en Suráfrica, vendió el coche y se compró una moto. Y se dedicó a recorrer África de un lado a otro, según le dictaba su capricho. Cuando nos encontramos con él en Gedaref, nos contó cómo un día se perdió en el desierto, durante una fuerte tormenta de arena. Detuvo la moto y esperó a que pasara. Cuando el haboob cesó, ya era de noche y todo estaba oscuro alrededor de él. Tenía muy pocos alimentos y andaba escaso de agua. Esperó a la llegada del día sobre su moto. Al amanecer, vio una colina y subió hasta ella. Esperó a la noche. Y cuando la noche llegó, vio muy lejos brillar unas lucecitas. Marcó la dirección en su brújula y, con el nuevo día, tomó aquel rumbo. Cuando llegó al pequeño poblado sólo le quedaba un cuarto de botella de agua. Y se sentía orgulloso de haber sobrevivido. Nos decía: «Nunca me imaginé, cuando trabajaba en mi taller, que me pudieran suceder cosas que sólo veía en las películas. Y algo mejor: que sabría cómo enfrentarme a ellas». Pensaba regresar a Inglaterra en un par de meses, para comenzar a preparar un nuevo viaje: esta vez, bajando la carretera Panamericana, desde Alaska a Patagonia. «¡Hay tanto que ver!», decía. «¿Y qué opina tu mujer?», le preguntó Kiki. Ian respondió: «La llamo por teléfono y le digo que se venga conmigo, pero no quiere. Llora y dice que estoy loco. Y yo pienso que cuando estaba loco era en mi juventud». Y bueno —concluyó Dirk—, esa es mi historia…
—Muy hermosa —dijo Midhat—. También habla del coraje, y el coraje es muy importante en la vida, quizá lo más importante… Y ahora, usted —me señaló con el dedo.
—Conocí una vez a un hombre en mi país —comencé—, en un pueblo del sur, de la región de Andalucía… ¿Habéis oído hablar de Andalucía?
—Sí, claro —dijo Dirk, mientras daba palmas—, ¡Ole!
—Flamenco —dijo Kiki.
—Más o menos —respondí ante los palmeteos de Dirk, un compás que hubiera matado a carcajadas a cualquier andaluz.
—Sigue, sigue —cortó Midhat.
—Era marinero y un día de descanso, mientras estaba en su casa, tuvo una pelea con su esposa. Debió de ser una discusión muy fuerte, porque el hombre se fue esa misma tarde con una pequeña maleta. Tomó el autobús, desapareció del pueblo y, durante tres meses, nadie supo nada de él. Un día, a la mujer le llegó una carta desde Australia en la que su marido le escribía: «Si todavía te molesto, me voy más lejos».
Rieron con ganas mis amigos. Y Midhat concluyó:
—Reírse es lo mejor de la vida.
—Te toca a ti —le dijo Kiki.
Midhat compuso un gesto serio.
—La mía es una historia triste y sucedió hace trece años. Era un alemán que viajaba también solo y también en moto y que quería recorrer todo el desierto de Nubia. Una vez, dirigiéndose de Halfa a Abrí, a plena luz del día, vio una hiena no muy lejos de la pista. Detuvo su moto y se bajó a hacerle fotos. Como el animal se quedaba quieto, él se acercaba más y más y seguía tirando fotos. La hiena le rugía… Y de pronto, la fiera le atacó. En la última foto del carrete aparece la hiena atacando con las fauces abiertas, y en las anteriores se la ve ya irritada. Un periódico alemán las publicó.
—¿Y el hombre? —preguntó Kiki asustada.
—Lo encontraron unos días después. Bueno, encontraron lo que quedaba de él: los pies con sus zapatos, los huesos de todo el cuerpo y, curioso, la cabeza y el cuello sin tocar, con las dos manos agarradas al cuello. Quizá intentaba protegerse la yugular antes de morir.
—¡Es terrible! —exclamó Kiki, sin duda espantada.
—¿Y la moraleja? —pregunté a Midhat.
—Que, en la vida, no es lo mismo ser valiente que ser un estúpido inconsciente. ¿Os ha gustado mi historia?
Kiki, Dirk y yo respiramos hondo.
—Es bonito contarse historias unos a otros antes de dormir —añadió Midhat—, nos ayudan a conocer la vida. En mi infancia lo hacían siempre los mayores y los niños escuchábamos, ahora la costumbre se está perdiendo. Pero yo intento guardar todo lo que me enseñaron los mayores, es nuestra mejor herencia.
Midhat anunció que se iba, poco después de las diez. Tenía que recorrer cerca de tres kilómetros hasta su casa, en plena noche.
—¿No temes a las hienas? —le preguntó Kiki.
—Yo no les hago fotos cuando están hambrientas —respondió el nubio riendo.
Se calzó a las espaldas la mochilita y se perdió en la noche al trote.
Así eran algunas de mis veladas nocturnas en Wadi Halfa: hablando no sólo de viajes, sino también de la vida, de la muerte, de la amistad y del amor.
El haboob sopló un par de días, aunque no demasiado fuerte para lo que solía, según me contó Midhat. La tormenta de arena es un fenómeno extraño y nada agradable. La arena fina alzada por el viento lo ciega todo y el polvo se cuela por cualquier rincón, por las rendijas de las puertas, incluso por debajo de tus ropas y los huecos de tu carne. El día que corrió sobre Wadi Halfa con mayor vigor, me encontré arena en las axilas cuando me lavé a la mañana siguiente y una fina película de tierra invisible cubría las sábanas de mi camastro y mi bolsa de viaje. Al salir al aire libre el primer día, el sol no calentaba, apenas visible más allá de la tolvanera parda, pues el calor estaba en el viento, un viento que me empujaba y era mucho más fuerte que mis piernas. Las sombras oscuras de los hombres y mujeres que encontraba a mi paso se desvanecían entre la nube opaca de polvo, como si el aire se las tragara. Mi boca y mis fosas nasales se secaban y toda mi piel parecía envejecer, curtida al fuego. Tenía la sensación de que una gran hoguera nos enviaba sus humaredas calientes desde la lejanía. Cuando el haboob remitió, daba la impresión de que el mundo volvía a respirar, después de haber estado a punto de morir de asfixia.
Las noches eran heladoras y podía soportarlas gracias a que Kiki y Dirk me prestaron un saco de dormir. Pero se ofrecían también plenas de hermosura, con la oscuridad del cielo vulnerada por estrellas muy brillantes que podían contarse por millones. No tuve la suerte de disfrutar una jornada de luna llena en Halfa. Midhat me contó que, en esas noches de claridad suprema, si uno se sentaba a la puerta del hotel, podía ver las hienas venir desde el desierto, en dirección al zoco y a la busca de basuras, por el ancho arenal que se extendía entre los hoteles y las casetas de la zona administrativa.
Una mañana, Midhat me condujo al arenal y me mostró las huellas de las hienas y me enseñó a distinguirlas de las de los perros. La diferencia no estriba en el tamaño, que es muy parecido si el perro es grande, sino en que los dos animales andan de forma diferente. El perro camina poniendo la pata trasera izquierda al lado de donde puso la pata delantera derecha, y lo mismo hace con la pata trasera derecha y la delantera izquierda, de tal forma que las huellas de las cuatro extremidades dan la impresión de que formasen un cuadrado. La hiena, por su parte, tiene el paso más largo, y ninguna huella queda a la altura de la otra, con lo que quedan distribuidas en una forma romboidal. Es así, más o menos:
Huellas de perro:
OO
OO
Huellas de hiena:
O
-------O
O
-------O
Midhat me había adoptado, como a Kiki y Dirk, y se ocupaba de arreglarme el papeleo de la aduana, los trámites con la policía, y también de conseguirme plaza para el barco de Asuán. Cuando le hablé de honorarios por sus servicios, pareció molesto.
—Los nubios no hacemos nunca nada por dinero —me dijo como respuesta, algo que por cierto ya había escuchado algunas veces antes desde que entré en Nubia—. Es muy frecuente, por ejemplo —añadió—, cuando la gente va en autobús, que un viajero pague el pasaje de todos los demás. Si lo hace, es porque ese día tiene más dinero que los otros. Y los demás lo saben y aceptan la gentileza. ¿Quiere tomar un té conmigo? Le invito, hoy tengo dinero.
Un día Midhat nos llevó a cenar en su casa. Aquella mañana había soplado el haboob con fuerza mediana, pero a eso de las cinco de la tarde remitió y Kiki, Dirk y yo emprendimos camino andando desde el hotel. El pueblo quedaba tres kilómetros más allá de la zona administrativa, tumbado como un lagarto pardo en la palma del desierto.
Hicimos autostop a un carro tirado por un borrico blanco, que gobernaba un chico desde un pescante construido con toscos tablones. El muchacho detuvo sonriente su vehículo y nos invitó a subir. Y de tal guisa llegamos al centro de Halfa, con las piernas colgando de la caja del cárnico, que con esfuerzo se abría paso sobre las dunas de arena dejadas en las calles por el reciente haboob. Costó poco tiempo encontrar la casa de nuestro amigo. Preguntamos a un par de viandantes, tan sólo diciendo su nombre, y el segundo nos llevó a la misma puerta. Midhat era, sin duda, una persona popular en su ciudad.
Midhat nos enseñó con orgullo las dependencias de su hogar. Era la típica casa nubia, rodeada por un vallado y un amplio patio y formada por un edificio de una sola planta, con terrazas al patio y habitaciones exteriores sin puertas. Todo estaba muy limpio.
Midhat tenía una pequeña huerta con frutales en un extremo del patio. Era un apasionado del coleccionismo y, en la sala principal, nos mostró piedras raras, fósiles, antiguas vasijas, recortes de viejos periódicos y fotos del Wadi Halfa que engulló la presa Nasser. «El gobierno nos vendió —decía—. Medio millón de nubios hubieron de emigrar de nuestras tierras a New Halfa, cerca de Gedaref y a Atbara. Pero conservan nuestra lengua y tradiciones. Nosotros no somos sudaneses. Cuando uno de nosotros viaja ajartum, siempre dice: "Voy a Sudán".»
Midhat tenía 34 años y vivía con un hermano y tres hermanas menores que él. Nos dijo que dos de sus otros hermanos varones residían en Jartum, con su madre, y un tercero en Libia. Su padre había muerto trece años antes. Midhat no era el mayor de la familia, sino el tercer hijo, pero sin duda, y viendo el trato que deparaba a sus hermanos, ejercía el cargo de pater familias.
Las tres hermanas nos sirvieron la cena en una gran alfombra tendida en la sala principal. Eran muy alegres y bonitas. Vestían togas, que en nubio llaman tob, de vibrantes colores, y pañuelos, los thorgci, que dejaban al descubierto sus rostros y sus sonrisas.
Cenamos ensalada, queso fresco con aceitunas negras, macarrones, arroz blanco y, como plato principal, falafa, un pisto de judías con sésamo. Como postre, frutas en abundancia. Bebimos zumos y leche de cabra fría. Y luego, té y carcave. Era la mejor comida que había tomado en varios días y, sin duda, la más abundante. Midhat había tirado la casa por la ventana en nuestro homenaje.
Kiki y yo hicimos fotos a toda la familia, juntos y por separado. Las chicas entonaron a coro una canción tradicional nubia y dos de ellas dieron algunos pasos de baile. Tenían voces de jilguero y sus movimientos eran gráciles.
Midhat seguía hablándonos de su pueblo y de sus diferencias con los sudaneses:
—Nosotros, al contrario que ellos, nunca vamos armados: ni puñal, ni espada, ni siquiera garrota. No hace más valiente a un hombre un arma, sino su corazón, dice un proverbio nuestro. Hará cosa de tres años, vino a Nubia un delegado del gobierno con un equipo de técnicos, para estudiar el terreno con el propósito de construir una nueva presa, a la altura de Dongola. ¿Sabéis lo que hicimos con él? Lo tiramos al Nilo. Cuando ya estaba ahogándose, lo sacamos y le dijimos: «Si vuelves aquí otra vez, o viene cualquiera de tu gobierno con el propósito de construir una presa, os ahogaremos. No queremos más presas: ya tenemos una que casi le costó la vida a nuestro pueblo».
Midhat no retiraba la sonrisa de su rostro mientras nos hablaba:
—Y nuestra manera de entender la religión y las costumbres es mucho más tolerante. Yo nunca me cubro con galabiyya, salvo en las fiestas, ni uso turbante. Y mis hermanas estudian, quiero que hagan una carrera, que sepan ganarse la vida como un hombre, aunque se casen.
Regresamos al hotel a eso de las diez, bajo el turbión desaforado de las estrellas. Hacía menos frío que los días anteriores y el viento no soplaba. Tuve dulces sueños en mi solitario hogar de Wadi El Nil.