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ALMUERZO JUNTO A UNA CABRA SOBRE UN FONDO DE DESIERTO

A los taxis colectivos los llaman en Nubia boxes. Abundan en las ciudades como Dongola y Karma, pero son más escasos conforme avanzas hacia el norte y en Wadi Halfa apenas hay un par de ellos. Son modelo pick-up, pequeñas furgonetas por lo general de patente japonesa, pintados invariablemente de blanco. Sus dueños acoplan a la baca un armazón de barras de metal sobre el que sostienen un toldo, dejando al aire los lados. En cada uno de los laterales de la caja, se tienden dos bancos forrados de plástico rojo. En teoría, la capacidad para pasajeros de estos boxes es de tres en cada banco y otros dos junto al conductor, en la cabina. Pero, por lo general, suelen viajar cuatro personas en cada uno de los asientos traseros y, a menudo, dos más en el techo de la cabina. Los bultos se amontonan en cualquier hueco posible. En la ventanilla trasera de la cabina siempre hay adornos de flores de plástico. Y la radiocasete nunca deja de sonar a todo volumen.

Corríamos paralelos al río, a buena velocidad, por una pista de tierra, envueltos en un polvo que a veces nos cegaba por completo. No lograba imaginar cómo el conductor conseguía orientarse en aquellas condiciones, pero el caso es que nunca reducía la marcha.

Avanzábamos próximos a la margen oriental del río, que quedaba a nuestra izquierda, junto a palmerales rumbosos y cultivos de sorgo y de maíz que nos ocultaban la visión del agua. Abundaban las pequeñas aldeas con casas construidas en adobe. En los tramos donde la pista era de tierra dura, el polvo se desvanecía y nos llegaba un aire meloso desde el Nilo.

Llegamos a Karma a las cinco de la tarde, más o menos, dos horas después de salir de Silem. Fue un viaje cómodo, pese a la estrechez de mi asiento. Cuando me bajé y me sacudí las ropas, quedé envuelto, durante unos segundos, en una tolvanera roja. El cristal de mi cuadro tenía tanto polvo encima que el florero apenas alcanzaba a verse. Pensé que resultaba mucho menos horrendo de esa manera, convertido casi en un pedazo de desierto.

Había dos hoteles en la población, el hotel Karma y el hotel Terhega, casi vecinos el uno del otro, muy cerca de la plaza central. Pregunté al chófer cuál era el mejor y me señaló el primero.

—Es más confortable, aunque no tiene luz —dijo.

—¿Y el otro, tiene luz?

—Tampoco. Y además las camas son peores, no tienen colchones. Dormirá muy cómodo en el Karma.

Me fui, pues, al Karma. La recepción era un cuartucho de suelo descascarillado y sucio, con una vieja mesa pintada de azul claro y un afiche con un texto del Corán clavado en la pared, junto a un reloj parado. El tipo que me atendió llevaba puesta una camisa con apariencia de no haber sido lavada al menos en una semana, era calvo como un monje budista y lucía un bigote mal cortado y barba de varios días.

Le pedí que me mostrase la habitación antes de pagar y, cuando entré, me pregunté qué idea de la confortabilidad podía tener el chófer de mi box. Era un cuarto de unos veinte metros cuadrados, de suelo de tierra, tres ventanales cegados con tablones de madera clavados a los marcos, que impedían entrar una simple brizna de aire, pero que dejaban pasar cuchilladas de luz por sus rendijas, y cuatro camastros viejos sin otra vestidura que los astrosos colchones. Tan sólo uno de ellos contaba con almohada, por supuesto que sin funda, y su original color blanco había devenido, al paso de los años, en amarillo pis. En un rincón próximo a los ventanales, rodeado de colillas, había un pellejo seco con rabo, los restos de un ratón muerto tal vez meses atrás.

—¿Y los servicios? —pregunté desolado al hombre.

Me condujo a la parte trasera del edificio y me mostró un patio cuyo olor no es preciso describir, como tampoco se hace oportuno nominar lo que abundaba entre los yerbajos y pedruscos del suelo. Luego, el hombre señaló dos grandes tinajas que se arrimaban al muro del fondo.

—Agua —dijo.

Pensé en el camino que debía recorrer si necesitaba agua y en mi poca destreza para los brincos.

—Me parece que voy a acercarme el hotel Terhega —dije.

—Como quiera, pero volverá.

Y volví, en efecto. En las paredes de la habitación que me mostraron en el Terhega echaban carreras las cucarachas rojas, no había colchones en las camas, las ventanas carecían de cristales y entraba por ellas, directo, el olor del patio trasero, que servía de excusado, y que era una réplica del modelo Karma.

—Son trescientas libras —me dijo a mi regreso, con gesto impasible, el recepcionista del primer hotel, mientras extendía la mano hacia mí.

—¿Tiene llave? —pregunté mientras le entregaba el dinero.

—No hay llave, pero no se preocupe, en la ciudad no hay robos y usted es el único huésped del hotel.

—¿Duerme usted aquí?

—Me voy a casa dentro de un rato. Pero nadie le molestará.

—¿Podría llevarse el ratón muerto que hay en la habitación?

—¿Le estorba? Se lo comió una serpiente hace unos días y lo dejó sin carne. No huele.

—¿Hay serpientes en el hotel?

—Algunas veces, pero son inofensivas para los hombres y limpian de ratones. Lo único peligroso son los escorpiones, pero por suerte no abundan.

—De todas formas, y ya que he pagado la habitación, me gustaría dormir sin cadáveres alrededor.

—Como quiera —respondió con fastidio. Y me acompañó al cuarto y se llevó el pellejo con rabo.

Descansé unas pocas horas, casi siempre en duermevela, vestido y con la cabeza apoyada en un rollo que formé con mis camisas. Cierto que nadie vino a molestarme. Pero bajo las camas, oía el jaleo de los roedores. Intenté tranquilizarme pensando que, por las patas de metal de mi camastro, no podían trepar los ratones. ¿Pero y las serpientes?, ¿y los escorpiones? En las duermevelas uno siempre se pone en lo peor.

Me levanté muy temprano, cuando Karma comenzaba a despertar. En el mercado, junto a la plaza central, había algunos cafetuchos y unos cuantos puestos de venta de verduras. Me senté bajo un toldo a tomar un par de tés con leche y unas galletas. Oraba el muecín desde el minarete de la cercana mezquita y los gallos coreaban con estridencia su salmodia. Pasaban algunos burritos blancos, sueltos, a su aire, por la calle de tierra.

Había dejado el cuadro del florero en la habitación del Karma, justo en el lugar donde estuvo el pellejo del ratón. Pero no llevaba un cuarto de hora en el cafetín cuando el adusto recepcionista apareció con el maldito adefesio.

—Olvidó esto.

—No lo quiero para nada.

—Yo tampoco.

Lo dejó apoyado en el banco de madera donde me sentaba y se largó sin decir adiós.

La estación de autobuses estaba unos metros más allá, en una esquina de la plaza. No era otra cosa que una pequeña oficina en el bajo de un edificio delante de la explanada de la plaza central, con un cartel en la puerta donde aparecía un autobús pintado, y una lista de horarios, precios y destinos escrita en árabe. Dos tipos vestidos con túnicas azules y tocados de bonetes negros se sentaban indolentes en unas sillas a la puerta de la oficina. Parecían clónicos. Eran barrigudos ambos, gastaban perillas semejantes y chupaban esnaf, un recio tabaco nubio que se consume ensalivándolo y moviéndolo entre los dientes y el labio inferior. Les pregunté si había transporte a Abri, una localidad más al norte. No me entendían. Cuando callaba, se miraban entre ellos, se encogían de hombros y volvían a atenderme con ojos muy abiertos cuando repetía:

—Bus Abri…, bus Abri.

Uno asintió al fin.

—No bus, no bus… —respondió.

—Abri, Abri… —insistí.

—Box —dijo el otro, y me indicó por señas que me sentara en una silla.

El pick-up apareció media hora más tarde, a eso de las ocho, blanco y rebosante de luminosas flores de plástico. El conductor lograba a duras penas comunicarse conmigo en inglés. Conseguí entenderle que saldría hacia Abrí al cabo de una hora y que, viajando en la caja, el precio era de dos mil libras, mientras que si lo hacía en cabina ascendería a dos mil quinientas: diez euros y doce y medio al cambio, respectivamente. El recorrido hasta Abri llevaba ocho horas. Calculé, pues, que si partíamos puntuales, podría estar en Abri a eso de las cinco, antes del atardecer.

Me senté a esperar. Llegaron otros dos pasajeros en los minutos siguientes. Y a las nueve, la hora prevista para partir, comenzó la ceremonia de la confusión.

El chófer, sentado en el asiento delantero de su box y con la puerta abierta, no hacía intención de moverse. Me acerqué indicándole mi reloj, Y él trató de explicarme algo que yo no lograba entender. Al cabo, dijo:

Walt, wait.

Cada cuarto de hora sucedía lo mismo. Y nadie se movía de su sitio: los dos empleados de la estación, repantigados en sus sillas; los otros dos pasajeros, apoyados en la pared del edificio y dándole al esnaf; y el chófer, en su coche. Yo iba y venía de mi silla al pick-up, el conductor me explicaba algo que no podía comprender y finalizaba diciéndome wait. Todas las miradas me seguían cada vez que repetía la ceremonia.

A las doce menos diez estaba harto de esperar. Ya no alcanzaría Abri hasta la anochecida, si es que partíamos alguna vez de Karma. En esta ocasión le hablé al chófer con un tono más fuerte. Y él me respondió en un inglés bastante mejor que el que había empleado hasta entonces.

—¿No people?; no money. ¿No money?; no Abri.

Estaba claro que, o bien llenaba el coche, a no había viaje. O quizá esperaba el momento en que yo subiera la oferta de dinero por llevarme hasta Abri.

Era eso. Su inglés se hizo más fluido cuando le pregunté cuánto me cobraba por el viaje. Empezó por cien dólares y al instante, cuando le respondí con una risotada, bajó a la mitad.

Discutimos un rato y lo dejó en treinta dólares. Tenía la impresión de que el tipo no iba a moverse de ahí y mi única alternativa, si no aceptaba pagar lo que me pedía y optaba por esperar el milagro de un autobús en los días siguientes, era volver a dormir al Karma y soñar con serpientes y escorpiones. Decidí enredar un poco y le dije que, si pagaba los treinta dólares, el coche sería para mí sólo.

—¿Y va a dejar a dos personas que no tienen transporte aquí en Karma durante días? Eso no está bien.

Su inglés resultaba ahora estupendo.

Pero tenía, en el fondo, cierta razón. Yo era un khwaga con dinero y aquellos dos hombres que esperaban un par de tipos bastante pobres: no había más que mirar sus ropas para darse cuenta de ello. En cuanto al chófer, debía ganarse la vida y Abrí quedaba muy lejos. Supongo que habrá alguna ley no escrita del desierto que obliga a pagar más a quien más tiene, aunque la norma carezca por supuesto de sentido en Occidente.

Okey, treinta —cedí.

El chófer sonrió, cerró su puerta, arrancó el motor del coche, yo me senté a su lado en la cabina y los dos hombres me sonrieron y subieron felices a la baca. Uno de los empleados de la estación se levantó de la silla y metió el cuadro del florero por mi ventanilla antes de que echásemos a andar.

Miré mi reloj: eran las doce en punto.

Ibrahim, el chófer, vestía manto y bonete blancos y lucía una barba puntiaguda y negra en el rostro afilado y seco. Hablaba un inglés muy claro y fluido. Me iba contando que era oriundo de Port Sudán, en la costa del mar Rojo, y que estaba casado con una mujer de Karma y tenía tres hijos.

—Antes de instalarme aquí y comprar el box, trabajé varios años como marinero, en un mercante —seguía diciéndome—. He viajado por Eritrea, Egipto e, incluso, estuve una vez en Estambul. También conozco Etiopía.

—Supongo que aprendería usted el inglés en sus viajes. Lo habla muy bien Ibrahim.

Sonrió ufano.

—Sí, sí… Me gusta hablar lenguas. Hablo también el nubio, además del árabe. Pero de español no sé una sola palabra, lo siento.

~¿Y por qué hablaba tan mal inglés al principio de la mañana?

Su sonrisa se tornó un punto malévola.

—Siempre hay que tomar precauciones con los desconocidos, eso lo aprendí también en mis viajes. Los nubios son demasiado simples y la gente les engaña con frecuencia. Yo he aprendido a protegerme.

Marchamos unos kilómetros en paralelo al río, cruzando frecuentes aldeíllas de casas levantadas con adobes rojizos. Luego, Ibrahim condujo el coche hacia el interior del desierto, siguiendo las roderas de otros vehículos que habían pasado antes que nosotros.

—Si sopla el haboob, el viento del desierto —me explicaba—, las roderas se borran y hay que esperar a que pase un coche con alguien que conozca la región para seguirle. El haboob es terrible si te coge atravesando el desierto. En Nubia, lo llaman khansim.

Muy ocasionalmente nos cruzábamos con otros coches. El paisaje era soberbio: tierras negras y ocres y un fondo de montañas desnudas que parecían caídas del cielo. A veces, volvíamos a encontrarnos con el Nilo, las cabelleras suaves y dulces de sus palmerales, el olor a pastos y a cereal mojado. Por alguna razón inexplicable, me sentía acompañado cuando distinguía sus aguas.

Eran las dos menos cuarto cuando nos detuvimos en un pequeño poblado a tomar un té. Creí entender a Ibrahim que la aldeúcha se llamaba algo así como Farré. El Nilo era recio, con las orillas flanqueadas por roquedales desnudos de color cobre. Allí se quedó uno de los hombres que viajaban en la baca.

El paisaje iba ganando en belleza según avanzábamos hacia el norte. Aguas azules en el río sereno, arenas doradas y pedregales azabaches, montañas blancas y cielo adormilado…, la tierra, el aire, el agua y el cielo en estado primigenio, la dignidad del ascetismo más orgulloso de sí mismo.

Más adelante, los pueblos cobraban mayor tamaño. Las casas se extendían en anchos espacios sobre la arena y muchas de ellas tenían patios alrededor. Las puertas que cerraban los muros de los jardines contaban a menudo con dos hojas, pintadas con colores muy alegres y motivos de animales y de plantas.

Salíamos de un pueblo llamado Delgo, a eso de las tres, cuando la rueda delantera izquierda del coche pareció chocar con algo. El box comenzó a renquear e Ibrahim lo detuvo. Se había roto un palier de la suspensión, al parecer, después de golpearse con una piedra. Me temí lo peor: una noche al raso, porque en Delgo no parecía que hubiese hoteles, era sencillamente un lugar perdido en mitad de Nubia.

Los hombres del desierto son gente de recursos. Ibrahim logró atar con unas cuerdas la pieza rota y, a marcha lenta, regresamos hacia el interior de la población. El otro pasajero había desaparecido.

En un descampado, había un taller, una especie de cobertizo techado con cañas y lleno a rebosar de neumáticos desahuciados y grasientas piezas de motor. No se veía a nadie allí ni por los alrededores, bajo el sol de fuego.

—Estarán almorzando —dijo Ibrahim.

Un hombre vestido con larga túnica blanca venía hacia nosotros. Al llegar, nos tendió la mano y estrechó las nuestras con un leve apretón. Ibrahim y el hombre intercambiaron algunas frases en árabe.

—Abren a las cuatro —me dijo el chófer—. Mientras tanto, este amigo nos ofrece ir a su casa a descansar y comer algo. Se llama Gadafi.

El otro inclinó la cabeza, mirándome sonriente, al escuchar su nombre en boca de Ibrahim.

—Martín —dije a mi vez, imitando su gesto.

Era una casa amplia, de una sola planta y rodeada de un gran patio. Gadafi nos hizo pasar a una habitación interior, tan fresca como sombría. Había tres camastros y alfombras en el suelo, y nuestro anfitrión nos invitó a descalzarnos y a ocupar los lechos. Luego, trajo una palangana, jabón, una toalla, vasos y agua en una jarra, y nos invitó a beber y lavarnos las manos.

Se sentó en el tercer camastro y conversamos, con Ibrahim en funciones de traductor. Gadafi tenía cuarenta años, estaba casado y tenía seis hijos. Poseía un palmeral y tierras junto al Nilo y vivía de la agricultura. Era dueño de tres borricos y tenía también algunos cabritos y gallinas. Le gustaba pescar las percas del Nilo y aseguraba que eran deliciosas. Se interesó bastante por mi persona, mi familia, mi viaje, España y mis opiniones sobre Sudán y, en particular, sobre Nubia.

Media hora después, aparecieron en la sala dos mujeres cubiertas por buis-buis negros y dejaron varias bandejas con comida sobre las alfombras. Ibrahim y Gadafi rezaron una breve oración, arrodillándose en el suelo, y yo permanecí silencioso en pie, aunque la vista de los alimentos hacía dar ladridos a mi estómago, pues tan sólo había ingerido unos buñuelos a primera hora de la mañana y debían andar ya a la altura de mis talones.

Componían el copioso menú percas fritas en aceite de palma, ensalada de tomates, ladic’s fingers (dedos de dama), una pequeña verdura parecida al pepino, que se toma hervida y es muy apreciada en Sudán, y pan ácimo. Como postre tomamos pastelillos de hojaldre y miel y abundante té.

Cuando ya nos despedíamos, pregunté a Ibrahim:

—¿Hay que pagar algo?

—En absoluto: en Nubia siempre se ofrece hospitalidad al extranjero y se le da la mejor comida que hay en la casa. Gadafi me pide su opinión sobre las percas: las pescó él mismo esta mañana temprano.

—Dígale que es el mejor pescado que he probado nunca.

En el taller ya estaban los operarios, dos hombres manchados de grasa negruzca hasta las orejas. Resultó ser un lugar curioso: una casuca que había al lado del cobertizo servía como horno de pan y el panadero, cubierto de harina hasta la cabellera, salía de cuando en cuando a colocar en la puerta sacos de pan recién cocido. Le ayudaba un chico embadurnado también de harina hasta la coronilla. Así, como dos razas antagónicas, convivían en aquel pequeño espacio los dos mecánicos tiznados de negro y el panadero y el chaval rociados de blanco.

Mientras los mecánicos soldaban la pieza rota, se acercó un hombre montado en un borriquillo que cargaba dos espuertas rebosantes de cebolletas. Resultó ser el maestro y alcalde del pueblo. Me ofreció un manojo de sus hortalizas y nos invitó a Ibrahim y a mí a pasar por su casa y tomar el té. Acepté las cebolletas y rechacé con gentileza la sesión de té. Luego llegó un grupo de tres hombres ataviados con togas azules. Dos de ellos hablaban algo de inglés y estuvieron practicando un rato conmigo.

A las cinco seguíamos camino, cuando el sol comenzaba a echar una luz sesgada sobre el desierto. Cruzábamos pueblos muy bellos y solitarios, con casas pintadas de ocre, blanco o marrón, y puertas engalanadas de pinturas de jocundos colores. Nos rodeaban montañones de aspecto imponente y pavoroso y, conforme el sol descendía, las verdosas piedras basálticas del desierto mudaban a negro y brillaban como túmulos de carbón.

El Nilo aparecía y desaparecía a nuestra izquierda, exhibiendo impúdico su verdosa pelambrera de palmeras y escondiéndose al poco, timorato. El firme se hacía más difícil, herido por las profundas roderas de los camiones. Era una zona muy abrupta la que atravesábamos ahora, con terraplenes, torrenteras secas, y ni un solo rastro de vegetación cuando nos apartábamos del río.

Tuvimos una nueva avería, esta vez en la válvula de la gasolina, que se atascó. Pero Ibrahim desmontó la pieza, la liberó de residuos con potentes soplidos y seguimos viaje. Cada cierto tiempo, se detenía para proceder de nuevo a desatascar la válvula.

Atardecía y el desierto se tornaba metálico, como si lo cubriera un delicado velo cobrizo. Las mujeres, en las pequeñas aldeas, llenaban los últimos baldes de agua y regresaban los rebaños de cabras y camellos a los corrales, y hombres solitarios que montaban blancos borriquillos de trote rumboso.

Llegaba la noche. Ibrahim intentó prender las luces del coche y no funcionaban. Otra vez me temí lo peor. El redujo la marcha del vehículo dándole sin cesar a la palanquilla. Sabía lo que se hacía: acabaron por encenderse, aunque la palanca se quedó atascada en las luces largas.

Delante de nosotros se tendía un ancho haz de luz. Ocasionalmente, alguna liebre corría un tramo delante de los faros. Vimos también un zorro, que brincó con agilidad para quitarse de nuestro camino. Sus ojos nos miraron por un instante como dos brasas.

Ibrahim detuvo el coche en un solitario figón. Pretendía tomar un té. Pero no había nadie y todas las luces, si es que el local tenía alguna, estaban apagadas. Me pareció que el lugar podía parecerse a un almacén perdido en medio del desierto americano, en territorio apache y hostil, como en los western de John Ford.

Ibrahim pareció perderse en el camino un poco después y el coche asomó en un cementerio. Viajábamos muy lentos ahora, entre tumbas pequeñas y solemnes túmulos de santones encalados de blanco. Decenas de liebres saltaban entre los sepulcros. Recordé que, en muchos lugares de España, tienen a este animal por carroñero, dada su afición en pasar las noches en los camposantos. Hay otras gentes que afirman, sin embargo, que les gusta la yerba de los cementerios porque es más jugosa, quién sabe si por el abono humano. Lo cierto es que nunca he visto en mi vida una tumba saqueada por liebres en busca de alimento.

Dejamos el cementerio e Ibrahim pareció encontrar de nuevo el rumbo apropiado. En la lejanía brillaban tímidas luces, como navíos perdidos en el tenebroso mar. No nos cruzábamos con ningún otro vehículo y nuestros faros alumbraban un mundo que se me hacía algo sobrecogedor.

Cerca de las diez de la noche, luces algo más poderosas asomaron en el horizonte. Ibrahim dijo:

—Abrí.

Me sentí algo aliviado.

—¿Sabe si hay hotel?

—Hay uno. Pero podemos dormir en el coche si lo prefiere, es más barato.

—Mejor el hotel.

Hubiera debido optar por dormir en el coche, porque el hotel de Abrí era, en ciertos aspectos, peor que el de Karma. Varios barracones se abrían a los lados de un gran patio, en cuyo centro había unos fogones donde se guisaban buñuelos, que olían a grasa vieja, y hervían mugrosas teteras. Un ruidoso generador daba luz a aquel establecimiento repleto de gente, pues unas horas antes de que llegásemos había desembarcado en el lugar un autobús procedente de Wadi Halfa. con destino a Jartum, y tal acontecimiento, al parecer, merecía celebrarse con fritangas olorosas y, peor todavía, con la instalación de un televisor en medio del patio con el sonido a todo volumen. La gente ocupaba medio centenar de sillas de metal alineadas frente a la pantalla, en revoltijo de niños y de adultos. Me quedé atónito: el programa que convocaba tanta audiencia no era otro que una corrida de toros. Alguno de mis amigos españoles de Jartum, no recuerdo cuál, me había comentado la enorme afición que despierta entre los sudaneses la llamada Fiesta Nacional hispana. Por lo visto, y no sé mediante qué vías, compran vídeos con espectáculos taurinos y no hay para ellos otro programa que despierte tanta pasión como una corrida. La de Abrí, desde luego, provocaba tal algarabía que uno creía encontrarse en un coso ibero.

Les daba igual, en todo caso, si el torero lo hacía bien o lo hacía mal. Disfrutaban sobre todo con los revolcones, que hubo un par de ellos mientras permanecí en el patio. Y aclamaron a uno de los diestros con fervor musitado cuando, después de esquivar al astado corriendo de un lado a otro del redondel y soltando muletazos sin tino en el intento de quitárselo de encima, lo despachó con cuatro cuchilladas donde encontró carne. Supongo que, en España, hubieran despedido al matador con una soberana pita y almohadillas al ruedo, pero en Abrí se hubiera otorgado, a buen seguro, las orejas, el rabo y las cuatro patas. Si yo fuese un mediocre matador de toros en España, me iría una temporada a Sudán en busca de una gloria cierta.

Mi habitación, alumbrada por un tubo fosforescente en el techo, no tenía ventanas y la puerta de chapa no cerraba. Había seis camastros y algunos de los colchones estaban chamuscados en buena parte, imagino que por cigarrillos o quién sabe si es que a algún huésped le había dado por calentarse de tal guisa: quemando trozos de colchón.

Ibrahim se quedó viendo el resto de la corrida y yo intenté dormir, pese al griterío que llegaba desde el patio. A duras penas iba pegando ojo cuando el espectáculo concluyó y varios hombres entraron en mi cámara, con linternas, alumbrando las camas, metiéndome las luces por los ojos, y organizándose a gritos para el descanso reparador.

Sí…, reparador. La luz del techo continuó encendida toda la noche y dos de los durmientes siguieron conversando un buen rato antes de dormirse, puesto que, como siempre sucede en África, dormir es un acto social antes que una necesidad que se cumple en solitario. Al poco de llenarse, la cámara olía a huevos podridos o algo parecido. Hacía frío, pero lograba combatirlo con cierta fortuna gracias a la manta de avión que había robado en mi vuelo desde España a Addis Abeba.

Me levanté a eso de las siete y desayuné algo de mi reserva de víveres, aunque tomé también un té caliente de los que ofrecían en los figones. Los viajeros del autobús embarcaron a las ocho y media y el hotel de Abri se convirtió en un lugar apacible y silencioso.

El dueño del establecimiento, un joven simpático que dijo llamarse Ahmed Sulimán y que hablaba un inglés pasable, me informó de que no habría autobuses a Wadi Halfa hasta, por lo menos, tres días después, aunque tal vez pasase algún camión que viajara hasta allí.

Negocié con Ibrahim: treinta dólares más por llevarme a Wadi Halfa. El taxista aceptó, a condición de que le dejase buscar algunos pasajeros más para que el viaje le compensara. Quedó en regresar a recogerme cuando los encontrase. Y se largó a eso de las nueve y ya no volví a verle. Por fortuna, no pagué por adelantado.

Ahmed Sulimán me dijo que todo estaba cerrado en Abrí, porque era viernes, el día festivo de los musulmanes. No obstante, deambulé un rato por el centro del pueblo, junto a los puestos vacíos del zoco. En un cafetín se sentaban varios ancianos a tomar el té y echar una pipa de agua. De una panadería brotaba un apetitoso olor a pan caliente y compré una hogaza. Luego, me asomé al río, en una playita alfombrada de guijarros. Bajaba el agua rizada y verdosa, arrullada por un viento aullador que soplaba desde el norte. Una faluca de vela agujereada descendía perezosa Nilo abajo. El río me daba ánimos.

Regresé al hotel y me senté a la puerta a esperar a Ibrahim. Hacía frío aún, pero al solecito se estaba agradable. Ahmed Sulimán me contó que era oriundo del oeste del país y que, cuando hiciese un poco más de dinero, se volvería a su tierra. Dos policías se acercaron a pedirme mi permiso de viaje y, tras una minuciosa inspección de mis papeles, uno de ellos sonrió cortés y me dijo:

No problem, no problem…, good khvvaga.

A las once abrí una lata de sardinas y me la comí acompañada de queso untado en el pan. Luego me zampé unos higos secos. Tan sólo me quedaba, y apenas ya por la mitad, una botella de agua mineral.

Comprendía a esas alturas que lbrahim no iba a volver. Ahmed Sulimán me repetía que el primer autobús a Wadi Halla no pasaría hasta el lunes, pero opinaba con optimismo que quizá alguien que tuviera coche podía ir hacia allá y llevarme a cambio de unos cuantos dólares.

A las doce, un viejo Land Rover se detuvo junto al hotel. Me acerqué a negociar con el conductor. Era un tipo delgado, de rostro severo.

—Si quiere ir a Wadi Halla, son cien dólares, me dijo con sequedad.

Le ofrecí veinte y él se negó en redondo, aunque rebajó a setenta y cinco. Subí a treinta y él volvió a negar. No aceptaba menos de setenta y cinco. Regresé a sentarme a la puerta del hotel y el tipo arrancó su vehículo y se fue.

Sabía que me exponía a quedarme durante al menos tres días en Abrí, en aquel infame hotel, y desde luego tenía dólares más que de sobra para pagar cualquier transporte. Pero hay que darle al viaje lo que es del viaje, pese a las incomodidades, y esperar a ver qué pasa cuando las cosas se acercan al límite de lo imprevisible. Porque lo imprevisible, en África, acaba por suceder siempre.

A la una, un astroso pick-up color crema se detuvo en la explanada delantera del hotel. Vanos hombres lo rodearon y me aproximé hasta ellos. La baca del coche portaba algunas cajas, una docena de ruedas de automóvil y un buen número de manojos de carnosas cebolletas.

Pregunté a uno del grupo y el hombre, después de hablar con los otros en árabe, me dijo que me costaría diez dólares ir hasta Wadi Halfa, pero que tendría que hacerlo subido en la baca, entre las mercancías. Acepté sin dudar y regresé en busca de mi mochila.

Todavía tardamos un buen rato en ponernos en marcha. Cerca ya de las dos, el conductor y tres hombres se apretaron en los asientos de la cabina. Yo me acomodé arriba, entre las cajas, las cebolletas y las ruedas, junto a otro viajero que ni siquiera pareció reparar en mi presencia. Ahmed Sulimán, en ese instante, llegó corriendo hasta el coche y me plantó el cuadro del florero en las rodillas.

—Lo olvidó —dijo sonriendo.

Antes de que el vehículo arrancara, el tipo con quien había negociado el viaje a Wadi Halfa se acercó a pedirme los diez dólares.

—¿Usted no viene? —pregunté mientras le tendía el dinero.

—No tengo nada que hacer en Wadi Halfa.

—¿Y por qué se queda usted con los dólares y no ellos? —añadí señalando a los de la cabina.

—Son mis socios.

Salíamos de Abrí y entrábamos de nuevo en las estancias del polvo, del sol, de la piedra y los vientos. Me enrollé a la cabeza un largo pañuelo que había comprado en Dongola, dejando al aire tan sólo los ojos. Mi trasero botaba sobre una de las ruedas que se extendían, entre cajas y cebolletas, en el interior de la baca. Mi vecino se había envuelto por completo en su galabbiya y parecía una mercancía, tal que un saco de patatas.

Nunca me pareció tan bello el desierto nubio como en el camino que hube de recorrer, durante tres horas, entre Abrí y Wadi Halfa. Quizá porque había logrado alcanzar al fin el destino que me había propuesto. O tal vez porque el sol comenzaba a perder fuerza y, bajando sesgado sobre la tierra, enviaba a mi alrededor una luz precisa, iluminando los objetos, los accidentes del terreno, los cerros y los arenales, con la exactitud que hubiera escogido el más detallista pintor de paisajes. Pegaba la luz oblicua sobre el desierto y todas las cosas se proveían de sombra, se multiplicaban por dos. Y así, todo parecía contener una vida intensa, porque nada era singular, sino doblado. Una solitaria acacia no era una acacia: eran dos, la que se hincaba en el suelo y la que se tendía oscura sobre la arena. Y los rubios pellejos de las dunas se tornaban broncíneos, mientras que los pedregales oscuros brillaban como metálicos escudos de guerra. Y las calvas sierras, cortadas en sus cumbres a cuchillo, tenían la apariencia de la dentadura de un felino viejo. Y el cielo palpitaba como si quisiera mostrar que era capaz de hacer cuanto quisiera con el mundo, someterlo a su capricho, vencerlo con un golpe tunoso de viento o con una tormenta inesperada.

A veces, las lejanas montañas se suavizaban y entonces eran curvas, sensuales, teñidas por un color vainilla. La nada absoluta cobraba una insospechada vida en ocasiones: cerca de las torrenteras, de los pequeños wadis, que eran como grietas grabadas a puñal en la piel del desierto, volaban parejas de tórtolas e, incluso, me pareció ver en una ocasión un pequeño bando de codornices. En cierto momento, el coche giró con brusquedad, para evitar una barrancada, en una suerte de pequeño desfiladero de arenas amarillas, de suelo cicatrizado en ramblas milenarias y cerrado por paredes cié piedra broncínea. Y allí, más allá de la curva, bajo la sombra entristecida de una raquítica acacia, descansaban una gacela y su cría.

A las tres menos cuarto una rueda del coche pinchó y mi compañero de baca asomó el rostro entre los pliegues de su manto y bostezó, mirando hacia el desierto con gesto aburrido. A él. sin duda, el viaje le parecía una tortura, en tanto que para mí era una fiesta. Así es la vida.

Mientras el chófer y otros dos hombres de los que le acompañaban en la cabina se afanaban en cambiar la rueda, el tercero se acercó y se acodó en el borde de la baca. Me preguntó en inglés cuál era mi país y a qué me dedicaba. Cuando le dije, por gastar una guasa conmigo mismo, que era español y oficial retirado de caballería, me tendió la mano y la estrechó con efusión.

—Somos colegas… —señaló a sus dos compañeros—. Ellos y yo pertenecemos al ejército sudanés, somos oficiales de artillería destinados en Wadi Halfa. Es un placer haber ofrecido plaza a un soldado.

—Al precio de diez dólares —señalé.

Me miró perplejo:

—¿Diez dólares? Nosotros aceptamos llevarle a cambio de nada, este vehículo es militar… Hum, buscaré a ese hombre cuando vuelva a Abrí. Y puede estar seguro de que nosotros no nos hemos llevado ni un céntimo de sus dólares. Honor de soldado.

Su mirada cándida me hizo creerle, mientras pensaba que, en el desierto, como en todas partes, el que no corre vuela.

Seguimos viaje media hora más tarde. El paisaje era ahora meloso, azulado y pastel, y la inmensa llanura se cerraba por ariscas montañas de plomo.

Mi compañero continuaba con el rostro al aire, mirando ensimismado el paisaje que quedaba detrás. Vi, de pronto, cómo una gacela saltaba del interior de un wadi, cuando ya el coche había pasado junto al lugar, y corría veloz hacia la izquierda alejándose de nosotros, rumbo hacia unos roquedales que coronaban la duna.

Se la señalé a mi compañero con el dedo. Y de súbito, el tipo abandonó su indiferencia, se volvió hacia la ventanilla trasera de la cabina y comenzó a golpear en el cristal con los nudillos, mientras repetía a gritos una misma palabra en árabe, supongo que gacela.

El coche frenó con ruido de ejes y neumáticos, levantando una nube de polvo amarillo. Y los tres militares bajaron a toda prisa del vehículo, armados con tres kaláshnikov que yo no había visto antes, y echaron a correr tras el animal, que se alejaba sin remedio. Parecían tenaces, de todos modos. Uno de ellos, el de más edad, era gordo y grande y a duras penas lograba seguir el paso vivo de sus compañeros. La gacela se perdió detrás de las piedras de la loma y uno de los hombres corrió hacia la derecha mientras otro lo hacía en dirección opuesta. El gordo se quedó clavado a mitad de camino e hincó la rodilla en tierra con el fusil listo, imagino que convocando a Alá para que la gacela apareciera de pronto en su dirección.

El hombre de la derecha alcanzó el pedregal y se perdió de vista. Al poco rato, oí los disparos de su kalas. Deseé que las balas no alcanzaran a tan bello animal.

Unos minutos después, el militar reapareció con su arma al hombro. La gacela había ganado.

Cuando llegaron al coche, el gordo resoplaba jadeante y la pechera de su camisa estaba empapada de sudor. Parecía el de mayor graduación de los tres oficiales, tanto por la edad como por el hecho de que los otros dos, al regresar, se habían colocado a sus espaldas, como quien desfila.

Se dirigió a mí:

—Si ve otra gacela, nos avisa usted.

—Descuide, lo haré… Pensé que estaba prohibida la caza de estos animales.

—Bueno…, acaba de levantarse la veda, es temporada de caza.

Desde luego mentía. En todo caso, yo no tenía intención ninguna de señalarle gacelas si alcanzaba a distinguir alguna otra desde la caja.

—¿Viaja usted cómodo? —añadió.

—No mucho.

—Pero le salió barato, ¿o no?

Sospeché entonces que los diez dólares, o al menos cinco, habían ido a parar su bolsillo, probablemente sin que sus colegas de asiento lo supieran.

África es sutil a toda hora.

Descubrí otro animal cosa de un cuarto de hora más tarde, oculto entre unas mustias acacias, junto a un torrente seco, a medio centenar de metros del coche. Mi compañero no podía verlo, otra vez convertido en un bulto sin rostro. La gacela no huyó en esta ocasión y yo no golpeé la ventanilla donde viajaba la tropa de militares furtivos.

El Corán y la Sharía son muy estrictos en su orden moral, pero en todas partes cuecen habas.

Más tarde, nos detuvimos en una especie de posada de carretera, un chamizo solitario, de paredes de adobe y techo de paja, clavado como una piedra rugosa en medio del desierto. En la puerta había un borriquillo enjaezado. Un hombre viejo atendía el negocio: nos sirvió té de menta. Otra vez me acordé de las películas de John Ford y del territorio hostil de los apaches; sólo que allí no había un tabernero canalla que despachara whisky mal destilado para envenenar a los pieles rojas.

La tarde languidecía cuando cruzamos junto a un rebaño de cabras que conducía un pastor montado en un camello. El coche se detuvo otra vez y bajó el militar más grueso. Charló un rato con el pastor, le entregó algo de dinero y entre los dos agarraron una cabra grande, de pelaje blanco y negro. Ataron las patas del animal y lo subieron en la baca. Mi compañero y yo tuvimos que hacerle hueco y allí quedó, rodeada de cajas, de ruedas y de manojos de cebolletas.

Siguió el pick-up trotando sobre la dura pista. El paisaje era de una grandeza imponente: seco, vigoroso, acerado y ascético. Mi compañero había vuelto a esconderse bajo su toga. La cabra balaba asustada. Me pareció un animal viejo y sin duda era uno de los bichos más feos que he visto en mi vida: cara negra, ojos de pez asesino, larguísimas orejas y boca babeante.

Al parecer, su miedo no le quitaba el hambre. Porque al rato, alargó el cuello, sacó la lengua, chupó una cebolleta y luego la atrajo hasta sus fauces y comenzó a comérsela con avidez.

Y a mí, de pronto, me entró una irreprimible gazuza. Corté una cebolleta de buen tamaño, la pelé con las uñas y comencé a dar cuenta de ella. Me pareció exquisita.

Y empeñados en tan gozosa tarea, la cabra y yo seguimos viaje como dos buenos compañeros, dándole su merecido a las hortalizas. Creo que me comí cinco o seis, mientras que el bicho descabezó al menos dos manojos de frutos.

Me daba risa verme así, la verdad: viajando cual intrépido e infatigable caminante, inmerso en la aventura, atravesando los desiertos infinitos, para terminar compartiendo mesa con una cabra más fea que un demonio. Y el puñetero cuadro del florero, dando botes a mi lado. Hay aventuras para todos los gustos y aventureros de todos los pelajes. No creo que tuera el instante más adecuado para rodar, conmigo como protagonista, un spot de Camel Trophy.

En la lejanía, entre las tierras amarillas, en el horizonte sin palmerales y desnudo de rocas, apareció de nuevo el Nilo, azul y muy ancho, como una gran laguna. Y al otro lado, un perfil de casas rojizas, confundidas casi con el color de las arenas. Era Wadi Halfa, la capital de la Nubia sudanesa, que se desparrama junto a la cola del gran pantano Nasser, cuyos diques de contención se encuentran en el lejano Asuán, ya en territorio egipcio. Antes de descender de la baca del coche, cuando ya entramos en la población, le di a la cabra un pellizco en la oreja. Me despidió con un sonoro balido, no sé si de agradecimiento o de temor. La verdad es que me dio cierta lástima pensar que mi compañera de almuerzo terminaría dentro de unas horas despedazada y cociéndose en una olla con patatas.

O quizá con cebolletas. La vida da muchas vueltas y, en el mundo ovino, lo que hoy te sirve de alimento mañana puede ser utilizado como guarnición para acompañar tu carne.

Había sido un viaje penoso e incómodo el que había emprendido tres días antes desde Dongola. Pero guardaba la sensación de que tan corto espacio de tiempo se había llenado de vida intensa y rica, de paisajes de asombro y voces amables. Y el Nilo me recogía de nuevo en su regazo protector.

Una vez más, lo importante no había sido llegar a mi destino, sino el camino recorrido.