UNA HUMILDE HISTORIA
El desierto es un anciano desnudo, tan viejo y arrugado como el Universo seco y batido por los vientos galácticos. Es la Tierra antes del hombre y de la vida; o quizá después del hombre, la antesala del desastre ineludible. Tiene algo de pasado y de futuro. Es medular, tan esencial como un cadáver, y tan sustancialmente inerte como la nada. Niega la suciedad, niega la fe y el sol parece allí formar parte de la piedra, como si fuera un gran disco de acero al rojo o una enorme brasa de carbón ardiendo. Pero a veces, cuando alzas tímidamente los ojos en dirección al sol, sin hacerlo nunca frente a frente para no cegarte, te parece que hay algo negro oculto detrás de ese fuego devastador. Pese a que algunos escritores han dicho lo contrario, para mí el desierto es aquello que menos se parece al mar, la inmensidad del fuego frente a la inmensidad del agua, el retrato en piedra de la muerte frente al bullente lecho de la vida.
El desierto puede hacer que te sientas libre al tiempo que te sabes prisionero de la absoluta negación. El desierto es sano, te llena de vida los pulmones mientras te quema la carne y te abrasa el alma. El desierto te hace fuerte al tiempo que rompe todas tus esperanzas y acaba con cualquier sombra de fe que alientes en el corazón. El desierto es sabio porque te hace sentir, cuando habitas sus inmensas soledades, que algo de ti mismo se parece a esa terrible afirmación del no ser. Quizá, al fin, el desierto consigue de ti lo más difícil: reconciliarte con la idea de la muerte y serenar tu tristeza, convirtiéndote en un chinarro de dignidad inútil. ¿Somos algo más que eso?
«El desierto no es complaciente, esculpe el alma», anotó Théodore Monod, un naturalista de rasgos místicos perteneciente a esa especie de escritores que podríamos llamar «locos del desierto», como lo fueron Paul Bowles, Isabel Eberhardt, Pierre Loti y unos cuantos más. La esculpe, creo yo, en la afirmación de la desesperanza; te hace firme en la fe del rechazo de la fe.
Desde el instante en que abandoné Jartum y comencé a viajar hacia el norte, a través de las grandes estancias vacías del desierto de Nubia, olvidé el camino programado desde meses atrás y me perdí en la nada. Y mi viaje se convirtió en algo que no esperaba, como es de desear en un gran viaje.
Mi cuerpo se volvió más joven mientras permanecí en el desierto, pero mi alma envejeció. Y esta es la humilde historia de aquellos días tan sencillos como indelebles en mi ánimo.
En África, la paciencia no es una virtud, es una necesidad. En teoría, Román y yo, acompañados tan sólo de un chófer, íbamos a salir hacia Dongola el día siguiente a las siete de la mañana, a bordo de un vehículo 4x4 propiedad de la Cruz Roja. Pero el chófer, que llegó a las oficinas de Cruz Roja a eso de las siete y media, nos informó de que la radio del vehículo estaba estropeada y que, sin ella, no podía viajarse por el desierto. De modo que había que esperar a que la arreglasen.
Me entretuve dando un paseo por los alrededores, mientras comía galletas de sésamo y pastelitos de cacahuete y miel que compré a un vendedor ambulante. A las doce, la radio estaba reparada, pero surgía otro problema: la Media Luna Roja, hermana musulmana de la cristiana Cruz Roja, quería enviar un representante suyo con nosotros y el tipo no podía dejar listos sus asuntos hasta el día siguiente.
Todo en África es protocolario, hasta lo más nimio. El proyecto de desarrollo que Román dirigía en Dongola era algo tan fastuoso como la construcción de seiscientas letrinas públicas. Yo sé bien que las letrinas, en el Tercer Mundo, son mucho más necesarias que las mezquitas o las catedrales; pero no dejaba de resultar un poco insólito el que la Media Luna Roja quisiera participar solemnemente en el evento de inauguración de unas obras destinadas a la recogida de excrementos.
Así que nos fuimos de vuelta a casa de Román, a consumir sus últimas cervezas clandestinas. Aproveché para aprovisionarme en un supermercado de galletas inglesas, carne en conserva francesa, sardinas en aceite marroquíes y queso y dátiles sudaneses. También me proveí de unas cuantas botellas de agua mineral.
Al atardecer, justo a las siete, un lunón rojizo asomó tras los tejados de las casas y fue elevándose en el cielo mientras cedía en su color de sangre y ganaba en amarillo. Cuando trepó más arriba, ya era casi blanco. Volví a tener la impresión de que, más allá de Jartum, palpitaba un océano.
A las seis del siguiente día, Román y yo estábamos de nuevo en las oficinas de Cruz Roja. El chófer, Said, y el representante de la Media Luna, Ahmed, no llegaron hasta las siete y media. Y con ellos venía un tercer sudanés, un tipo que oficiaba de algo así como secretario del delegado de la Media Luna y que no abrió el pico en todo el viaje. De modo que el coche iba al completo, cargado además de bultos y provisiones. Es otra cosa que se aprende pronto en África: nunca hay sitios vacíos en ningún vehículo que recorra sus caminos y lo normal es que donde caben cinco, viajen siete. La suerte quiso que aquel día fuésemos sólo los cinco que admitía nuestro 4x4. Román, veterano de África, aceptaba todos los retrasos y dificultades con una sonrisa paciente y beatífica. Pensé que yo no serviría para un trabajo como el suyo y que, en su lugar, habría perdido ya los nervios.
A las ocho estábamos en camino, con el sol pegando de firme sobre la tierra. Atravesamos el puente de Omdurman sobre la confluencia de los dos Nilos y Jartum se fue quedando a nuestras espaldas envuelta en una boira sutil, azulándose como un espejismo. Más adelante, la cúpula del mausoleo del Mahdi vibró argentina bajo la luz cuando cruzamos a su lado y se tornó opaca mientras nos alejábamos.
Nuestro coche corría entre barrios de casas bajas y miserables, construidas con adobe rojo y humilladas por la furia del sol, y Omdurman parecía no terminar nunca. Atravesamos el Libian Market, un gigantesco mercado repleto de gentes en aquella hora temprana, de automóviles decrépitos, burros doblados bajo el peso de sus cargas y altos camellos desgarbados. Los comercios, abiertos a la carretera, exhibían todo tipo de mercancías, pero abundaban sobre todo las esteras, colchones y ataúdes, como si la necesidad primera de los sudaneses no fuera otra que el descanso, incluido el eterno.
El delegado Ahmed se había sentado delante, junto al chófer, sin preguntarle a nadie por sus preferencias, y en el asiento trasero nos apretábamos el paciente Román, el silencioso secretario de Ahmed y yo. Con aire de satisfacción, Ahmed se volvió a nosotros mientras cruzábamos el mercado.
—Es el más barato, muy barato. Yo lo compro todo aquí. ¿Quiere usted dar un paseo y fotografiarlo? —preguntó dirigiéndose a mí.
—Es mejor que lleguemos a Dongola antes de que anochezca —terció con suavidad Román.
—¡Oh!, las letrinas pueden esperar! —insistió Ahmed.
—Déjelo —dije yo—, tengo muchas fotos de mercados. Y quizá a la gente de Dongola no le apetezca seguir haciendo sus necesidades al aire libre.
Ahmed rió mi insulsa gracia y no insistió. Debo confesar que me hubiera gustado el paseo. Pero me mantuve firme en mi apoyo al generoso compañero español.
Asomó el desierto al fin y el aire se limpió de restos de calima y la luz vibró vehemente sobre nosotros. La larga pista de asfalto corría junto a las arenas doradas. Todo se singularizaba alrededor: una palmera altiva, la figura oscura de un hombre, un grupo de camellos, un borrico de pelaje gris, la mujer que marchaba cargando sobre la cabeza un odre de agua, una casa cuadrada construida en barro de color ocre… La pista era recta y ancha. Leves montañas calvas se alzaban en la lejanía, más allá de las dunas doradas que coronaban sus cráneos con hileras de piedras basálticas de recio color negro, como el carbón. A los lados de la carretera, decenas de neumáticos destrozados formaban una suerte de desangelado arcén.
La policía nos detuvo en un puesto de control de viajeros. Y no podía ser más peculiar su garita: la carrocería oxidada de un viejo autobús, sin ruedas ni cristales en las ventanillas. Entregué al agente una de las seis copias de mi permiso de viaje y seguimos camino, ahora entre arbolillos desvitalizados y cubiertos de polvo, junto a rebaños de ovejas y de cabras que guiaban pastores montados en camellos.
Intenté saber cuál era el olor de aquella sabana infinita. Y me pareció que olía a lo que debe oler la nada, algo así como corcho viejo.
Comenzaba a escasear la presencia humana, entrando ya en el desierto. De cuando en cuando, asomaban a los lados de la carretera humildes aldeas de seis o siete casas de color rojo, dormidas sobre la tierra rubia y sembrada de piedras azabaches. En ocasiones, nos cruzábamos con viejos camiones Bedford transformados en autobuses, con sus carrocerías pintadas en colores muy vivos, siempre atestados de viajeros que miraban a través de las ventanillas enrejadas o que, subidos al techo, entre los bultos, parecían fantasmas, envueltos en las blancas galabbiyas que ondeaban al viento. Crecían ahora sobre los arenales matojos de yerba cana, como los mechones del cabello de un anciano que hubiera dejado que el aire se llevara su rota pelambrera tras una sesión de peluquería.
A las diez y cuarto nos detuvimos en un cafetín para tomar un refrigerio. Era un edificio bajo de paredes blancas, con los marcos de las puertas y ventanas pintados de rojo. A la sombra de un cobertizo techado de cañizo, los cinco nos sentamos alrededor de una estera para comer judías estofadas con pedacitos de estómago de cordero, un guiso que en Nubia llaman gammonia, acompañado de té dulzón y pepsi-cola calentorra. Había un autobús detenido en aquella bonita venta del desierto y los pasajeros descansaban en los espacios de sombra: las mujeres y los niños por un lado, los hombres apartados en su propio grupo y fumando pipas de agua. Alguien me contó que el autobús venía desde la lejana Wadi Walfa, en dirección a Jartum, un viaje de casi tres días de duración.
A partir de allí, el asfalto concluía y debíamos continuar sobre las arenas del desierto, a través de pistas invisibles, siguiendo las roderas de otros vehículos y sorteando cauces de los wadis, las ramblas secas que trazan en el rostro de los desiertos una geografía rugosa y torturada.
En ocasiones, las ruedas de nuestro vehículo patinaban y, una hora después de dejar atrás la fonda, nos quedamos enterrados en el arenal. No pude saber de dónde salieron, pero unos minutos después del percance aparecieron cuatro hombres que, sin mediar palabra alguna, comenzaron a ayudarnos. Deshincharon las ruedas del coche después de retirar con palas la tierra de alrededor. Luego, todos empujamos mientras Said aceleraba. Quince minutos más tarde reanudábamos viaje.
En las siguientes jornadas, me sucederían cosas parecidas. Siempre pensaba que estábamos solos mientras cruzábamos el desierto, pero en el desierto siempre hay alguien que te observa desde algún lugar escondido sin que tú le veas y que aparece por sorpresa cuando se hace necesario. Los hombres se ayudan en las inmensas y hondas soledades. Es un pequeño alivio contra la desesperanza que nos acomete en el nuevo milenio.
Era ocre y negro el paisaje bajo el cielo de granito. Con cierta frecuencia, encontrábamos a nuestro paso vehículos enterrados junto a los que se afanaban las gentes sacando tierra a paladas de los lados de las ruedas. Said siempre se detenía y todos bajábamos a echar una mano.
A la una y media, llegábamos a Debba, de nuevo en las orillas del Nilo. Desde Jartum, habíamos cruzado en vertical el desierto mientras el Nilo se alejaba para perderse hacia el Oriente, recoger las aguas del río Atbara, seguir luego camino hasta Abu Hamad y trazar su ancha curva hacia occidente, hacia Karima primero y después Debba. Allí nos topamos otra vez con el gran río, que descendía manso y azulado, pintando de verde las orillas, regando huertos y dando vida a los esbeltos palmerales. Para mí, era como si me encontrara de nuevo con un viejo amigo. Después de todo, de una u otra manera, me había estado acompañando todo el viaje, a veces a mi lado y, en ocasiones, en la lejanía invisible.
Debba era un extenso poblado formado por casas bajas de enormes patios y muros ciegos, como chaparras fortalezas defensivas. En sus calles polvorientas trotaban burritos blancos.
En Al Ghaba, una hora después, el polvo se despanzurraba bajo el sol inclemente. Nos detuvimos un rato a tomar un refresco en un gran café de estancias abiertas, repleto de mesas y bancos bajo el cañizo y amplios fogones entre las mesas. Arrimados a una vecina a la nuestra, un grupo de soldados tomaba té aromático. Carros tirados por caballos de corta alzada cruzaban en la ancha explanada que nos daba frente.
Después de Al Ghaba, desaparecieron los arenales y la tierra era negra y gris, punteada de piedras. Junto al Nilo, cuyo curso seguíamos en paralelo, a veces viéndolo a nuestra derecha y otras algo alejados de su curso, menudeaban casas de paredes de caña y techos de paja. En un momento, al otro lado del río, vimos puntear en el cielo las torres de la Vieja Dongola, los restos abandonados de un antiguo reino del siglo IV después de Cristo.
La tarde comenzaba a caer, aunque el sol era todavía un pedrusco al rojo, vigoroso y temible. Los horizontes se hacían acuosos y las montañas de la lejanía parecían islas que flotaran sobre un lago azul. Cruzamos El Khandaq sin detenernos, y a las cinco y cuarto entrábamos en Dongola, más de nueve horas después de haber salido de Jartum. El Nilo era allí fuerte como un señor feudal de otras edades, rotundo y duro como su propia historia.
Una súbita crecida del río, en septiembre de 1999, había arrasado los barrios de Dongola cercanos a sus orillas y los efectos de la catástrofe seguían a la vista unos meses después. Parte de la ciudad se estaba reconstruyendo, con muy limitados medios, y el proyecto del que se encargaba Román, financiado por Cruz Roja Española, contaba con un presupuesto de quince mil euros, destinados, como ya he contado, a la construcción de seiscientas letrinas públicas. En Dongola, sin embargo, la dirección de las obras estaba en manos de los sudaneses de la Media Luna Roja y la responsabilidad de Román se reducía a controlar el uso del dinero y el progreso de los trabajos. Por eso, en cierta manera, Ahmed, el delegado de Jartum que viajaba con nosotros, era el jefe. Y a fe que le gustaba su papel.
Los directivos de la Media Luna en Dongola nos llevaron, antes que nada, a un café para tomar un refrigerio: de nuevo judías estofadas, patatas con verduras, pan y té. Comimos con apetito, deseosos de ir cuanto antes al hotel y dormir la paliza del viaje tras una buena ducha. Pero los planes de los sudaneses eran otros.
Yusuf Mohamed Yusuf, el director de la Media Luna en Dongola, había preparado un acto de entrega de diplomas a las alumnas de un colegio que habían hecho un curso de primeros auxilios. Y los «ilustres» huéspedes españoles estaban invitados al evento. Román y yo tratamos de disculpar nuestra asistencia, alegando cansancio, pero Ahmed cortó de plano nuestras excusas:
—En Sudán, no se considera de buena educación despreciar la hospitalidad —dijo.
Y allá que fuimos, como cochinos al matadero, sabedores los dos de que, en África, todo evento social puede durar horas.
Atardecía. El centro escolar ocupaba una ancha explanada rodeada de barracones de una sola planta, que servían de aulas. En un lado de la explanada, habían alzado un estrado, una suerte de teatrillo, y colocado enfrente una treintena de filas de sillas metálicas. No parecía haber nadie en los alrededores cuando entramos en el recinto. Pero al poco asomó el director del colegio, un tal Seleh, que nos dio la bienvenida efusivamente, en especial a Román y a mí.
—El acto empezará en una hora, cuando concluyan las clases —nos explicó en inglés—. Pero antes pueden visitar un lugar importante, un monumento del pasado.
Pensé en encontrarme con una pirámide de la civilización cusita. Pero no había tal. El monumento no era otra cosa que el arrumado corpachón del antiguo palacio del gobernador británico, construido en 1900. Más que un palacio, parecía una fortaleza militar que hubiera sido atacada y rendida décadas antes. Carecía de techos, de marcos en puertas y ventanas, y los suelos de madera de las salas aparecían cubiertos por la arena del desierto. Olía a orín y por todos lados abundaban los excrementos humanos; secos la mayoría, pero algunos recientes. En el centro de la sala principal, imagino que la destinada a las recepciones, lucía en perfecto estado de conservación, con todos los huesecillos en su justo lugar, el esqueleto de un gato.
—Ya ven —comentaba Saleh mientras oficiaba de guía—, si no se repara pronto, el palacio se caerá entero. Y es una pena que un monumento del pasado desaparezca así. Pero en Sudán no hay dinero. ¿Creen ustedes que España financiaría las obras de una obra artística como esta?
Me pregunté qué es lo que podría tener de artístico aquel feo edificio de paredes grises y suelos destrozados.
—Es difícil que España financie nada que no tenga que ver con su historia —le dije a Saleh—. Lo más conveniente sería dirigirse a las autoridades británicas.
Movió la cabeza con cierta pesadumbre:
—Los británicos nos odian —concluyó.
Ya era noche cerrada cuando los alumnos comenzaron a abandonar las aulas y ocupar la explanada, los chicos por un lado y las chicas por otro. Vestían uniformes de falda o pantalón azules y camisa o blusa blancas. Las muchachas, sin excepción, se cubrían la cabeza con pañuelos de colores claros. Las sillas se llenaron al completo de estudiantes, familiares y autoridades, entre las que nos contábamos Román y yo, y una maestra subió al escenario y dio la bienvenida a los asistentes. Después, Saleh tomó la palabra para hacer lo propio. Y por último Yusuf Mohamed Yusuf, en nombre de la Media Luna, que financiaba el curso de primeros auxilios. Fueron discursos extensos, al menos para mí, que no entendía una sola palabra de lo que decían y estaba deseoso de irme al hotel.
A las siete y cuarto en punto, Saleh anunció desde el estrado que llegaba la hora de la oración y todo el mundo alrededor de nosotros se arrodilló y rezó mirando en dirección a La Meca, en tanto que Román y yo permanecíamos en pie con gesto respetuoso y aguantando los bostezos.
Terminadas las oraciones, un grupo de alumnas representó en el escenario un par de obrillas de teatro, de unos diez minutos de duración cada una de ellas. Saleh, que se había sentado a mi lado, me explicó que las dos obras eran creación de las propias chicas. Y luego procedió a contarme el argumento.
En las dos representaciones, el tema era prácticamente igual. Una mujer enfermaba y las alumnas del curso acudían a curarla. Pero no había manera. Hasta que llegaba la mejor de las estudiantes, la que había puesto mayor aplicación en el curso, y daba con el remedio. La única diferencia entre las dos obras era que, en la primera, la mujer enferma sufría dolores de estómago muy fuertes, mientras que en la segunda se había quemado una mano. La chica que las curaba era en los dos casos la misma.
Imagino que el tono de las obras era el de una comedia, pues los espectadores reían a rabiar, sobre todo cuando las mujeres enfermas aullaban de dolor.
Vino luego el acto de entrega de diplomas. Saleh, dos maestras, Ahmed y Yusuf subieron al estrado. Y una vez allí, nos hicieron señas a Román y a mí para que nos uniéramos a ellos. Pensé que tendría que entregar algunos diplomas. Pero era algo más.
Una de las maestras pronunciaba un discurso en nuestro honor. Saleh, al oído, me iba traduciendo:
—Dice que mister Román es un benefactor y que ayuda a que el pueblo sudanés progrese y que las seiscientas letrinas harán que tengamos una Dongola más limpia. Dice que ahora los niños podrán orinar y cagar en un lugar adecuado en vez de irse a hacerlo al Nilo, y que podrán limpiarse sus partes con higiene en lugar de usar piedras, y que eso es una obra humanitaria muy importante.
Oí poco después a la maestra pronunciar en un par de ocasiones algo parecido a Javir.
—Ahora habla de usted, mister Javir. Dice que es usted un escritor muy importante en toda Europa al que leen millones de personas y que va a escribir un libro sobre Sudán contando la verdad del país y rechazando las mentiras que cuentan en América y en Europa. Dice que el libro será traducido al árabe y lo leerán todos los jóvenes sudaneses y que venderá millones de copias en todo el mundo y que eso hará mucho bien al Sudán.
Me arrimé al oído de Saleh:
—Creo que serán más útiles las letrinas —dije.
Saleh me devolvió una sonrisa perpleja e infantil.
Y entonces, la maestra se acercó al benefactor Román y al escritor mundial Javir y nos estrechó las manos con calor. De alguna parte salieron dos horribles cuadros enmarcados en plástico y que representaban dos espantosos floreros azules. Saleh nos entregó uno a cada uno y nos dejó un par de sonoros besos en las mejillas. Y nos invitó a hablar. Creo que Román dijo algo sobre la importancia de la higiene personal y yo no recuerdo qué tontería sobre la importancia de la verdad en los libros. Tengo la impresión de que me hice un lío y de que nadie me entendió bien, porque ni yo mismo me entendí. Pero recibimos ambos un fuerte aplauso.
Tras la entrega de diplomas y una ligera cena consistente en pastelillos y refrescos, pudimos al fin irnos al hotel. Dejé mi cuadro en el 4 X 4, como por descuido. El aire llegaba perfumado desde el río y la noche era muy dulce en Dongola, iluminada por una hermosa luna.
Tenía un nuevo nombre, Javir. Y me agradaba el sonido. Saleh me explicó que Javir significa «experto», no recuerdo si en lengua árabe o en dialecto nubio. Pensé que era un nombre que quizá me resultase útil para transitar por las «inmensas y embriagadoras» soledades del desierto, como las llamó Isabel Eberhardt. ¿Pero experto en qué?
El mejor hotel donde me alojé durante mi viaje por la Nubia sudanesa se llamaba Olla, estaba en el centro de Dongola, algo alejado del río, y costaba veinte euros por noche, una cifra más que desmesurada para la zona. Mi habitación tenía las paredes sin enfoscar, una bombilla timorata colgando del techo, un camastro alzado sobre un poyete de ladrillos, un delgado colchón cubierto por una manta deshilachada, y un suelo tapizado de plástico amarillo. La única ventilación venía desde un ventanuco que daba al patio trasero. En el baño, no funcionaban la cisterna del retrete ni el grifo del lavabo, y de la ducha brotaba un exhausto hilo de agua verdosa. Olía a lo suyo aquel excusado, por más que una varita de incienso que ardía junto al lavabo tratase en vano de distraer mi olfato. Encontré en mi aposento a algunos de los inevitables amigos de los viajes africanos: ácaros, arañas y cucarachas en turbamulta. Por fortuna, no había mosquitos. En los días que siguieron a mi partida de Dongola, y hasta que alcancé Wadi Halfa, añoraría en más de una ocasión aquel privilegiado hospedaje.
Permanecí tres días en la ciudad y apenas vi a Román en ese tiempo, ocupado como andaba en el proyecto de las letrinas. Dongola era un lugar tranquilo y al mismo tiempo alegre, de días tórridos y noches frías. Echada junto al río, vivía dándole la espalda, separada de las aguas del Nilo por multitud de pequeños huertos y palmerales. Es un hecho curioso que he encontrado a menudo en ciudades vecinas del mar o de los ríos, una suerte de desdén hacia el agua de la que en buena medida viven y a la que deben casi todo. Así me parece percibirlo, por ejemplo, en Vigo y, en menor medida, también en Málaga. Y así era en Dongola, lo mismo que en casi todas las poblaciones que encontré en mi viaje de los días siguientes hacia Wadi Halfa.
¿Miedo a la furia de las tempestades marinas y a las súbitas crecidas del río? Puede ser. De hecho, en la crecida del anterior mes de septiembre, más de la mitad de Dongola había sido anegada y prácticamente destruida, y eso que la ciudad propiamente dicha se encuentra a cosa de un kilómetro del cauce del Nilo. Dongola le debe todo al río: el agua, la agricultura, el ganado, el comercio, cada una de sus exiguas riquezas…; pero también le debe sus desastres y sus calvarios.
Ahmed se llevó por la mañana temprano una nueva fotocopia de mi permiso de viaje para las autoridades de la ciudad. Tomé un té con bollos en un cafetín cercano al hotel y me eché a caminar, cuando ya picaba el sol, en dirección al embarcadero.
Había leído en mi anticuada guía del Sudán que un viejo transbordador viajaba dos veces por semana hasta la ciudad de Karima, no lejos de las ruinas de Meroe, río arriba y hacia el Oeste, y quería asegurarme de que el vapor seguía funcionando.
No tenía muy claro qué hacer desde Dongola. Román, por supuesto, me ofrecía regresar con él a Jartum y permanecer allí unos días, para tomar el lunes siguiente el tren que, desde la capital, viajaba una vez por semana a Wadi Halfa. Cabía la posibilidad, si existía el transbordador, de ir a Karma y Meroe y luego regresar a Dongola en el mismo barco y seguir mi camino, de nuevo desde Dongola, río abajo, hasta Wadi Halfa. Y en fin, podía olvidarme de Karima y continuar hacia el norte cuando me cansase de Dongola. La verdad es que prefería la opción del barco, pues una navegación en el Nilo sudanés y en un transporte local me parecía la más sugestiva de todas las posibilidades.
Dejando atrás la ciudad, alcancé pronto los extensos huertos que se tendían hacia las orillas del Nilo para absorber sus aguas por medio de viejas bombas de aspersión. Al fondo, airosos palmerales se recortaban sobre un cielo blanco como la cal.
El embarcadero no era otra cosa que un rústico muelle hecho de tablones de madera, abajo de una rampa de arena, y rodeado por tres o cuatro casetas también de madera donde se vendían sandalias, refrescos, cigarrillos Bringi, pan de pita y empanadillas. Calculé que el Nilo tendría allí una anchura de un kilómetro y sus aguas bajaban verdes y rizadas. Soplaba un aire joven. A la derecha del embarcadero, una faluca de vela latina, de casco blanco adornado con dibujos azules, cargaba hatos de leña en la orilla. A la izquierda, embarrancados en un arenal, las oxidadas estructuras de un par de vapores se pudrían bajo el sol nubio.
Al otro lado del río, en la orilla oriental, se distinguían algunas construcciones bajas y un edificio militar de muros de cemento, tan feo como recio. Silem, que así se llamaba el establecimiento de la ribera contraria, no era en realidad una población, sino un puesto de control militar y una estación para los autobuses que debían cruzar el río, viajando hacia Jartum, y para los pick-up colectivos que se dirigían hacia el norte.
Algunas falucas navegaban arrimadas a las orillas del río y dos desvencijados ferrys, atestados de viajeros, animales y vehículos, cruzaban desde Silem al muelle de Dongola. Me acerqué a la casetilla que suponía oficina de viajeros y un tipo desdentado y entrado en años me informó, en un ruinoso inglés, que los barcos a Karma tan sólo navegaban entre los meses de junio y enero, cuando las aguas del río bajaban crecidas.
Aquello acababa con la segunda de mis opciones de viaje. De todos modos, compré un billete de ida y vuelta para cruzar a Silem y navegar un rato las aguas del Nilo. Mientras los dos ferrys se acercaban desde la otra orilla, me dediqué a hacer fotos.
Dos tipos jóvenes, vestidos a la europea, de gesto serio y parcos en palabras, se me acercaron unos minutos después.
—Pasaporte y permiso de fotografiar —me exigieron.
—¿Por qué razón? —pregunté.
—Policía. Su pasaporte y permiso de fotografiar —insistieron.
Les entregué los documentos y ellos los estudiaron sin prisas, mirando hoja por hoja mi pasaporte y deteniéndose en cada uno de los sellos de las fronteras del mundo que había cruzado en los últimos dos años. Como eran unos cuantos, tardaron un buen rato en devolverme los documentos.
—¿Ha fotografiado los barcos y el muelle? —preguntó uno de los agentes.
—No —mentí.
—¿Adónde va?
—A dar una vuelta por el otro lado. Me alojo en Dongola.
—Ya sabe que no puede fotografiar ni los muelles ni las instalaciones militares.
—¿Y los barcos?
—Los de vela, sí; los ferrys, no.
—Como ordenen. ¿Quieren un cigarrillo? —ofrecí mientras les tendía un paquete de Bringi, el espantoso tabaco sudanés que hiere la garganta como un rastrillo.
Parecieron desconcertados, pero aceptaron los cigarrillos. Les di fuego.
—Comprenda que tenemos que tomar todas las medidas de seguridad con los extranjeros —dijo uno de ellos—. Sudán es un país amenazado por Occidente, sobre todo por América. Hace poco nos bombardearon una farmacia.
—Yo soy español.
—¿No está su país en la OTAN?
—Por supuesto que no.
—Que Alá le proteja.
Se alejaron y, unos minutos después, continué tirando fotos a donde se me antojaba. Estoy seguro que ni Washington ni la OTAN me darían un solo céntimo por ellas.
Los ferrys llegaron a las orillas del embarcadero y descendió una muchedumbre de hombres vestidos de blanco, mujeres con pareos de alegres colores, borriquillos, pequeños rebaños de ovejas y de cabras, carricoches tirados por caballitos, una patrulla de soldados, un autobús atestado de viajeros pintado con toda la gama de colores del arco iris y varios pick-up cargados de sandías y cebollas.
Cuando se vaciaron, subí a uno de ellos y me acomodé en la cubierta superior. Era un viejo trasto, ancho y decrépito, probablemente un resto de los días del colonialismo. La chimenea despedía un humo negro que echaba cortinas de hollín sobre las cubiertas.
Unos minutos después, el barco se llenó de gente, vehículos, mercancías y animales, y zarpamos hacia la otra orilla. El aire del Nilo era dulce y la carbonilla volaba río abajo, lejos de nosotros. Olía a frutas, a verduras, a tierra húmeda y a yerba jugosa. Ni una sola nube cruzaba el cielo lapidario y las falucas parecían pequeños pájaros que se dejaban acariciar por el agua mientras viajaban hacia el norte. Mecido por el río, en un baile suave y sutil, como un vals casi, me dejaba invadir por el presente feliz, disfrutaba con el encuentro del paisaje soñado tiempo atrás y que ahora se hacía vívidamente sensual. Soñar es algo fácil, pero llegar al lugar anhelado es una tarea a veces ardua. Y si lo logras, te sabe a victoria del alma.
Tardamos cosa de veinte minutos en cruzar. Me di una vuelta por Silem mientras el ferry recogía nuevos viajeros y mercancías para el regreso al muelle de Dongola. Junto a la estación de autobuses y pick-ups, había un pequeño mercadillo. Los vendedores se ofrecían para posar ante mi cámara y uno de ellos, que hablaba inglés, me aseguró que conocía Madrid. Luego, me regaló un plátano.
En la explanada donde se detenían los pick-ups en espera de viajeros o de carga, me informaron que todos los días, antes del atardecer, salían varios de ellos hacia Karma, la siguiente población de las orillas del Nilo en el camino hacia el norte. Si quería viajar en esa dirección, sólo tenía que cruzar desde Dongola y buscar plaza en uno de ellos el día que me viniese en gana.
Más allá de los últimos tenderetes del mercadillo de Silem, había una gasolinera con un surtidor de manivela. Y detrás, el desierto interminable, cubierto ahora por una nube de arena que alzaba el viento desde el suelo. Sentí que, tras aquella cortina polvorienta, palpitaba el vacío.
De regreso a Dongola, en la cubierta inferior, me rodearon los burros, las cabras y las ovejas. Ya no olía a frutas y yerba jugosa, sino a cuadra. Un tipo quiso regalarme una cría de zorro gris que llevaba envuelta en un pañuelo. Otro, llegando a puerto, se me acercó y me dijo en inglés:
—Le oí decir en Silem que quiere viajar a Karma. Los pick-up son muy incómodos, siempre van llenos de gente. Pero yo tengo un vehículo y puedo llevarle hasta allí. Viajará solo y muy confortablemente.
Tenía una larga nariz aguileña y pequeños iris oscuros en medio de escleróticas sanguinolentas.
—¿Y cuánto me costará?
—Barato, cien dólares.
—Lo siento, iré en pick-up.
—¿Cincuenta?
—Pick-up.
—Se arrepentirá, khwaga —dijo furibundo. Y se alejó de mi lado bufando.
En Dongola me despertaban a la alborada los cantos de los pájaros, que llegaban desde el patio a través del ventanuco de mi cuarto, y siempre amanecía con frío. Pasé tres días en la ciudad, la mayor parte del tiempo recorriendo la larga calle que formaba su centro, donde se agrupaban los comercios, las oficinas del gobierno local y el Banco Albaraka, en cuya vecindad había un cafetín donde servían hamburguesas de cordero con huevos y unas excelentes lentejas amarillas estofadas, un guiso que en Nubia llaman addis. Después de comer, echaba la siesta en mi hotel hasta que el día comenzaba a dar síntomas de fatiga y el viento se refrescaba.
El mercado ocupaba una extensión de varias manzanas al oeste de la calle principal. Era un lugar muy animado y me gustaba pasar allí las primeras horas del día. Solía sentarme en la terraza de un café de la plaza central, frente a la mezquita principal de la ciudad, porque era un lugar fresco, cubierto por un techo construido con trozos de cajas de cartón. Desde primera hora, servían dulces, bocadillos de carne y croquetas calientes.
Allí, junto al café, abundaban los puestos de frutas y verduras y un sastre confeccionaba alegres pareos femeninos a la sombra de una acacia. El aire era limpio y vivo, olía a menta y a fritura y sonaba música sudanesa en un casete. El cocinero cantaba las excelencias de sus croquetas y los chóferes de los pick-ups de la explanada anunciaban a voces sus destinos a los transeúntes. Los burritos libres y sin enjaezar campaban a sus anchas por la plaza, entre los vendedores de zapatos y camisas que extendían sus mercancías sobre esteras de hilo de palma trenzado. Cruzaban también de un lado a otro bicicletas que hacían sonar sus timbres para advertir a los peatones de su paso y ocasionalmente algunas motocicletas que tosían como ancianos asmáticos.
El primer día, el dueño de un puesto de cebollas me ofreció como regalo una pequeña lechuza blanca, de ojos menudos y cegados por el fuerte sol de la mañana.
—Puede acompañarle en su viaje, son muy buenas para cazar ratones.
—¿Y para qué quiero yo ratones?
—Nunca se sabe lo que puede necesitar en el desierto.
Rechacé con gentileza su oferta.
El dueño del café se llamaba Ahmed y era un hombre delgado de unos sesenta y cinco años de edad. Desde el primer día, se sentaba conmigo un rato, para invitarme a té de menta y charlar sobre religión. La conversación era, con ligeras variantes, siempre la misma.
—¿Qué cree que nos separa a nosotros los musulmanes de ustedes los católicos?
—Nada importante.
—¿Y por qué?
—Dios es solo uno, aunque lo llamemos de forma distinta y tengamos profetas diferentes.
—¡Un Dios, sí, uno solo! —clamaba alborozado. Y luego repetía la afirmación en árabe a los clientes de las otras mesas, mientras me señalaba feliz.
De inmediato, los parroquianos de las mesas vecinas asentían y sonreían mirándome. Alguno que otro se levantaba a estrecharme la mano, y siempre había varios que me invitaban a sucesivos tés de menta. Creo que no pagué ni un solo día, y cada mañana me tomaba al menos cuatro o cinco.
Paseaba luego un rato por la calle principal, de arriba abajo y de abajo arriba. Era frecuente que los vendedores me llamasen desde sus comercios. Me pedían que les fotografiase y luego practicaban conmigo inglés. Un carnicero, cuando le dije que era español, me contó que, el domingo anterior, había visto por televisión un gran gol de Rivaldo, jugador del Barcelona, marcado al Valladolid. Por lo que entendí, el futbolista había logrado su gol de chilena, porque el carnicero salió de su puesto y, en mitad de la calle, imitó el salto del futbolista, con riesgo de partirse el espinazo.
—¿Le he dado una buena noticia? —me preguntó ufano tras su exhibición.
—No, yo soy del Real Madrid.
Frunció el ceño.
—Ustedes no tienen a Rivaldo.
Y se volvió al mostrador y procedió, a golpes de cuchillo, a decapitar el cadáver de un cordero.
A menudo, la gente me paraba para ofrecerme un té y charlar un rato. Siempre eran hombres, porque las mujeres, cuando veían mi cámara apuntándolas, ocultaban el rostro y huían de mi campo de visión apretando el paso.
Comenzaba a comprobar por mí mismo algo que me habían contado antes en varias ocasiones: que el sudanés es uno de los pueblos más hospitalarios de la Tierra, y especialmente en los desiertos de Nubia.
Si hubiera aceptado cada día todo lo que me ofrecían, habría comido y cenado gratis, caído enfermo ahogado en té de menta y atesorado un zoológico de lechuzas, búhos, gavilanes, zorritos y musarañas.
Sabía que, desde Dongola, partían las caravanas de camellos hacia el norte, hasta alcanzar el desierto de Libia en territorio egipcio. Una tarde contraté a un taxista por cinco dólares para que me llevara a las afueras de la ciudad, al lugar donde se concentraban las caravanas antes de partir. Se llamaba Kemal, estaba aprendiendo inglés y quería emigrar a Europa en busca de trabajo.
—¿Cree que es muy caro el viaje? —me preguntó de camino.
—El problema no es el precio del viaje; el asunto es que le dejen entrar.
—¿Y no podría hacerme usted un documento para las autoridades de su país?
—No le serviría de nada, las leyes son muy estrictas.
Las últimas casas de Dongola quedaron atrás y entramos en un territorio vacío, sembrado de pequeñas colinas desnudas. Hacía mucho calor, seco y duro. Kemal conducía su desastrado coche entre los montículos de tierra, sorteando matorrales y hoyos del terreno. Pensé que iba a quedarse sin vehículo, porque allí no había caminos; pero a él no parecía importarle en absoluto.
Trepamos a un pequeño cerro y, al asomarnos a la otra ladera, en un estrecho valle, aparecieron ante mi vista cientos de camellos formando rebaños diversos, todos sin enjaezar. Junto a cada rebaño, un pequeño grupo de hombres se sentaba a tomar el té.
Kemal condujo el coche hasta el grupo. Eran tres hombres y uno de ellos se levantó y me tendió la mano. Calzaba sandalias de goma de neumático y vestía un pantalón bombacho, una camisola blanca de faldones al aire y un chaleco negro. Se cubría con un turbante blanco y, bajo la camisa, asomaba el extremo curvo y dorado del mango de una daga. Su rostro era largo, barbado, de piel oscura acartonada. No sonreía y sus ojos miraban hondo en los míos, como dos puñales intangibles. Nos invitó a sentarnos y nos ofreció té y agua. Mi chófer dijo que el hombre se llamaba Yusuf. Le calculé unos cuarenta años. Los otros dos hombres eran muy jóvenes, quizá sus hijos. No hablaron en ningún momento, pero no cesaron de mirarme.
Yo preguntaba y Kemal traducía. Yusuf era parco en palabras y lo que me transmitía Kemal me parecía mucho más largo de lo que debería ser en buena lógica. Quizá Kemal añadía datos de su propia cosecha o simplemente practicaba su inglés.
La caravana se dirigía a un lugar llamado Argim, ya en Egipto, en la orilla al oeste del Nilo. El viaje suponía quince días de camino y Yusuf llevaba cincuenta camellos para venderlos a los comerciantes egipcios. Los hombres comían dátiles y lentejas en el camino, y en ocasiones carne seca. La mayor parte del tiempo, viajaban desde el atardecer hasta poco después del alba, en las horas más frescas. Cuando les sorprendían las tormentas del desierto, los tres camelleros formaban un círculo con los animales y se refugiaban en medio. Si era de noche, los camellos les protegían también de las hienas y los leopardos. Conocían dos oasis en el camino y varios pozos de agua.
No sé si todo aquello era como me lo contaba Kemal o parte se debía a su imaginación, pero sonaba a aventura. Y más aún sonó en mis oídos cuando Kemal me dijo:
—Yusuf me pregunta si quiere acompañarlos. Por cincuenta dólares tendrá un camello para montar, una manta para cubrirse del frío de la noche y comida y agua. Su equipaje viajará seguro en otro camello. Y cuando vendan los camellos, podrá regresar con Yusuf a Dongola o quedarse en Egipto.
Yusuf me miraba muy fijo esperando la respuesta. Me quedé mudo. Tenía de nuevo a la mano la aventura: un desierto delante de mí y una caravana exactamente igual a como eran desde muchos siglos atrás. Y el tiempo me sobraba.
Estaba deseoso de decir que sí, volver a mi hotel, recoger el macuto y unirme de nuevo a Yusuf. Pero su mirada acuchilladora me asustaba. Dije no. No sé si perdí una gran ocasión o acerté. Pero después de unos cuantos largos viajes por el mundo, tengo decidido apostar siempre por el instinto. Los pequeños ojos de Yusuf no me gustaban, yo era un kwaga supuestamente cargado de dólares y el desierto es muy grande. Tal vez me equivocara con él y en realidad fuese un hombre de enorme corazón al que el desierto le venía pequeño. Jamás lo sabré.
Más tarde, cuando la caravana se alejó, esperé con Kemal un cuarto de hora en el mismo lugar donde encontré al rebaño y los camelleros. Luego, le pedí al chófer que los siguiera. Más allá de los montículos, se tendía la larga extensión del desierto. Varias caravanas punteaban el horizonte. Nos acercamos a la de Yusuf. El y sus dos amigos nos saludaron alegremente desde sus monturas, cabalgando junto al medio centenar de animales libres que trotaban desgarbados sobre las tierras vacías.
Kemal detuvo el coche y la caravana se alejó, dejando tras de sí una nube de polvo. Y sentí una especie de vacío en el alma viendo cómo mi aventura se esfumaba sobre los lomos adustos del desierto.
Recordé de nuevo los versos de Burton:
… los susurros del viento del desierto, el tintineo de la campana del camello.
Y desolado, regresé a Dongola.
Una mañana entré al Banco Albaraka a cambiar dólares por libras sudanesas. Dentro, olía a polvo viejo y había casi más empleados que sillas, enterrados entre enormes pilas de documentos y cajones archivadores. De una pared colgaba un reloj parado, junto al retrato del actual presidente del país, a una vieja fotografía del ex presidente el Numeiri y a un afiche con una frase en árabe, supongo que un versículo del Corán. Después de rellenar un larguísimo formulario, hube de pasar al menos por media docena de negociados para obtener otras tantas firmas de empleados y el mismo número de sellos. El asunto me llevó casi una hora. No vi ni un solo ordenador en aquella ajetreada oficina.
Cuando salí a la calle, uno de los funcionarios me siguió y se acercó hasta mí unos metros más adelante.
—Si me hubiera avisado, yo le habría hecho un cambio mejor aquí en la calle y sin que tuviera que esperar. ¿Necesitará más libras?
—Tal vez.
—Basta con que venga, se asome y me haga una seña.
—Creí que no había cambio negro en Sudán.
—En todo país pobre lo hay.
—Pero imagino que es peligroso, con tanta policía por todas partes.
—¿Cree que los policías no hacen el cambio? Pruebe un día, ya verá.
Román había terminado su trabajo y regresaba a Jartum la mañana del cuarto día. Yo decidí quedarme y seguir mi viaje hacia el norte. La última noche, sin embargo, no dormimos en Dongola. Estábamos invitados por uno de los miembros de la Media Luna Roja de la ciudad, un hombre llamado Musbah, a cenar y dormir en su casa, en el pueblo de Wad Numeiri.
Wadi Numeiri es una localidad crecida en las orillas occidentales del Nilo, frente a la isla de Lebab, donde nació el Mahdi, unos pocos kilómetros al sur de Dongola. Su nombre se debe a el Numeiri, el hombre que gobernó Sudán entre 1969 y 1985, oriundo también de esta villa. El Mahdi y el Numeiri, dos hombres muy importantes en la historia de Sudán, ambos nubios, vinieron al mundo en un pequeño tramo del Nilo. Son dos instituciones para el orgulloso pueblo de Nubia, que se proclama diferente de los egipcios y los sudaneses, aunque su territorio se lo repartan entre los dos grandes países de la cuenca del Gran Nilo.
Llegamos al atardecer y entramos en la población después de cruzar un gran cementerio, donde los bellos y dignos túmulos de santones de antaño señoreaban sobre una multitud de sencillas tumbas en desorden, señaladas tan sólo por plaquitas de metal clavadas sobre pequeños promontorios de tierra. En las alturas de una canija serranía recortaban su perfil las ruinas de una antigua fortaleza de muros de adobe, construida por el ejército mahdista en 1884.
Frente a Wadi Numeiri, en medio de la corriente del Nilo, flotaba la boscosa y llana isla de Lebab. Porque en verdad parecía mecerse en el agua, sostenida sobre sus pequeños terraplenes de arena rojiza, como una balsa ornada por la cabellera verde de los palmerales y las matas de sorgo y de maíz.
Antes de dirigirnos a la casa de Musbah, nos detuvimos en el antiguo palacio de el Numeiri, un edificio feo y chato, de muros pintados en blanco y rojo y con una explanada al frente rodeada de alambrada. No había nadie por allí y el palacio permanecía cerrado. Con tenacidad y sin éxito, Ahmed dio unas cuantas vueltas por los alrededores en busca de un guardián. No hubo, pues, al fin, visita turística, asunto que a Román y a mí nos traía al fresco, mientras que a Ahmed parecía irle en ello casi la vida.
Wadi Numeiri era un pueblo silencioso, sereno, recoleto, de casas de planta baja, escondidas en un laberinto de callejuelas y pintadas de blanco, ocre, añil y verde. Las estrechas puertas que cerraban los patios de entrada se coronaban por lo general, arriba del muro, con tres pequeñas almenas, imitando la torre dentada de una fortificación.
La casa de Musbah era un lugar delicioso. La formaban varios patios y habitaciones abiertas, al parecer sin orden de ninguna clase. Las paredes de las estancias estaban pintadas en colores cremas y tan sólo se adornaban con telas donde aparecían escritos versos del Corán. La sala principal se abría a un porche cubierto con un techado de cañas que daba frente a un espacioso patio. Había dos camastros, uno a cada lado del cobertizo, y Musbah nos dijo que allí dormiríamos Román y yo, ya que era el mejor lugar de la casa y nosotros, los huéspedes principales. Aquello me consoló un poco de mi pena por haber desdeñado el viaje en la caravana de Yusuf. Era un estupendo privilegio, pensé, dormir al aire libre, percibiendo el sutil olor de un oculto jazmín, abrazado por la maravillosa noche del desierto nubio, cerca del Nilo, allí en un hondo rincón de mi querida África. Y sin duda, mucho más cómodo que pernoctar rodeado por el aroma del estiércol de los camellos.
La noche acompañaba. Una discreta luna menguante palpitaba en el cielo plagado de estrellas luminosas. Flotaba una brisa fresca que llegaba desde el río y en la lejanía se escuchaban ocasionales ladridos de perros y el grito de alguna lechuza, mientras que en el patio en sombras cantaban los grillos.
A Román y a mí nos dieron toallas, sábanas limpias y una manta a cada uno. Luego, nos invitaron a lavarnos en un cuartito pequeño donde había una palangana, jabón y una jarra con agua.
Más tarde, en el centro del cobertizo, que alumbraba una débil bombilla, los sirvientes de la casa tendieron esteras y nos invitaron a sentarnos en círculo. Tres mujeres, cubiertas por bui-buis negros que sólo dejaban al aire los ojos, llegaron con varias bandejas y las colocaron ante nosotros. Era un verdadero banquete: té de menta, buñuelos, leche fría, refrescos, pasteles calientes de carne, cacillos de sopa de verduras, pollo con arroz, pollo en salsa y abundancia de dátiles. Tras dejar los alimentos, las mujeres se retiraron sin decir palabra. Harto como estaba de hamburguesas de cordero con huevo frito, me supo deliciosa aquella alegre cena en la que todos sonreíamos. Comimos con los dedos y, al concluir la francachela, nos lavamos por turnos en la palangana del cuartito.
A los postres, llegaron tres hombres altos, vestidos con galabbiyas y turbantes blancos, e imponentes dagas al cinto. Musbah nos los presentó como los tres principales notables de Wadi Numeiri; el primero de ellos, el alcalde.
Se sentaron a charlar con nosotros. Ahmed nos traducía en ocasiones. Al rato, sólo el alcalde y él conversaban. Por lo que Ahmed nos decía de cuando en cuando, buscaban encontrar amigos comunes, cada uno repasando su propia lista, de gentes del pueblo donde habían nacido, y de otros que conocían de sus viajes por Sudán. Al fin, dieron con un amigo común. Sonrieron felices, se estrecharon las manos y repitieron varias veces el nombre de un tal Masud, o así me sonó a mí.
Román y yo nos acostamos a eso de las diez. Pero la tertulia continuó al menos una hora más. Al fin, cuando los notables se fueron, un sirviente apagó la luz y Ahmed y los otros entraron a la sala para dormir allí. Hacía más frío, pero mi manta era gruesa y caliente, muy suave al tacto. Es dulce dormir sintiendo en las mejillas el fresco de la noche y el cuerpo abrazado por una cálida manta.
Me despertaron los cantos de los gallos antes de que rompiera el alba.
El grupo de Román salió muy temprano de regreso a Jartum y puesto que había un sitio sin ocupar en el 4 X 4, el mío, Musbah decidió embarcarse. Estoy convencido de que, en África, la gente no viaja cuando necesita hacerlo, sino cuando hay sitio en un coche.
Abracé a Román, con la melancolía que producen las despedidas de los nuevos amigos en los largos viajes. Nos vimos unos meses después en Madrid y le invité a todas las cervezas que le debía desde los días de Jartum. Ha tenido un hijo y, ya lo dije, creo que ahora anda por Etiopía.
Yo quería visitar la isla de Lebab y Musbah había arreglado que me acompañase su hermano Bachir, un hombre tímido y gentil que no sabía una sola palabra de inglés. Cruzamos a la isla, desde la orilla de Wadi Numeiri, en una lancha de metal, cuando el sol frío de la mañana asomaba ya en el cielo. Pagué cincuenta libras sudanesas por la plaza de Bachir y la mía, el equivalente a veinticinco céntimos de euro.
Lebab es una isla sin habitantes, dedicada tan sólo a la agricultura. Llana y jugosa como una fruta, es en su mayor parte una selva de palmerales, tachonada de anchas extensiones para el cultivo del sorgo, el maíz y las habas. Abundan también los rebaños de ovejas, cabras y vacas. En su cielo, vuelan garzas, avefrías, palomas y tórtolas. Junto a las orillas del río, corretean pequeños pájaros aguzanieves.
Bachir intentaba explicarme por señas y con monosílabos hacia dónde me llevaba, y yo sólo lograba entenderle una palabra que repetía una y otra vez: Mahdi. Marchábamos por estrechas sendas abiertas entre los palmerales, arrullados por el zureo de las palomas y acariciados por una brisa húmeda que olía a manantiales.
Fue una buena caminata, calculo que unos cuarenta minutos más o menos. Y al fin, alcanzamos un pequeño calvero entre las altivas palmeras, en cuyo centro había una humilde construcción: los cimientos de una casa de planta cuadrada. Los muros de bloques de cemento no se alzaban más de un metro sobre el suelo de tierra. En uno de los lados del interior del cuadrado, una especie de túmulo, también de cemento, con la forma de una uña invertida, mostraba una inscripción en árabe. Y a su lado, sostenida por piedras, una lanza que atravesaba una media luna se hincaba en la tierra.
Bachir arqueó los brazos delante de su pecho y los balanceó como quien acuna a un bebé. Luego repitió:
—Mahdi, Mahdi.
Comprendí que el lugar era la casa donde había nacido el Esperado, aquel singular profeta que, durante cuatro años, trajo de cabeza al poderoso Imperio británico. Era un lugar sobrio, oculto en el sereno regazo de los palmerales.
Regresamos al embarcadero a esperar el transbordador. Había dos jóvenes que aguardaban junto a nosotros y uno de ellos me sonrió y me mostró un libro que llevaba con él. Hablaba algo de inglés y me dijo que era el Corán. Luego me preguntó mi religión.
—Católico —respondí.
Pareció entristecerse.
—Pero Dios es uno, siempre es el mismo —añadí.
Se alegró y me tendió la mano para estrechar la mía con calor. Lo de la unicidad de Dios funciona muy bien en el orbe islámico, mucho mejor que el andar pregonando tu agnosticismo.
Yo quería irme cuanto antes a Dongola, para cruzar en el ferry hasta Silem y emprender de inmediato viaje a Karma, en donde quería pasar la noche. Pero la hospitalidad tiene sus normas y, ya en su casa, Bachir se empeñó en que me lavara, me sentara en un camastro en el porche sombreado y tomase un refrigerio. Una silenciosa mujer nos sirvió ensalada de tomate, habas estofadas, requesón y té. Luego, usando de las señas, Bachir me indicó que podía descabezar un sueño. Conseguí convencerle de que tenía que irme.
Cuando recogí mi mochila, me encontré junto a ella el horrendo cuadro del florero azul que me habían regalado en el acto de entrega de diplomas del colegio de Dongola, la primera noche que pasé en la ciudad, y que yo había dejado a propósito en el 4 X 4. Se lo ofrecí sonriente a mi anfitrión. Pero Bachir se negó en redondo, a pesar de mi insistencia. Y así, yo cargado con mi mochila y él con la atroz pintura, recorrimos las estrechas callejuelas de Wadi Numeiri hasta llegar a la carretera.
No había autobús a Dongola, creí entender, y el asunto era esperar a ver si algún coche que pasara por allí me quería llevar. Pero por aquella carretera de tierra roja no parecía viajar nadie. Nos sentamos a la sombra de unas escuálidas acacias junto a un puestecillo donde vendían melones, refrescos y tabaco. Dos mujeres vestidas de negro aguardaban también, sentadas sobre sus equipajes, que no eran otra cosa que dos grandes bolsas de plástico.
Debió transcurrir casi una hora antes de que una nube de polvo, viniendo desde el sur, anunciase la presencia de un vehículo. Era un viejo automóvil que clamaba a voces por su pronta jubilación.
Bachir se echó decidido a la carretera y logró que el coche se detuviera. Bajó el chófer, un hombre joven que vestía a la europea, y él y Bachir se fundieron en un abrazo. Me acerqué. El tipo hablaba un buen inglés. Se dirigía al aeropuerto, me dijo, pero no tenía inconveniente en acercarme hasta el embarcadero. Estaba de suerte.
Me despedí de Bachir con solemnidad. Las dos mujeres subieron a los asientos traseros del coche y yo me acomodé junto al conductor, con la mochila a mis pies y el cuadro del florero sobre las rodillas.
Ahmid era un joven alegre y dicharachero. Mientras conducía aquel trasto antediluviano por la polvorienta carretera, iba contándome que había estudiado durante cuatro años en la India, que se había casado tres meses antes, que tenía un hermano en Suiza y que pensaba largarse cuanto antes de Sudán, si era posible a Europa.
—Aquí todo va muy mal, no hay ni para comer. El gobierno se gasta todo el dinero en guerras y en mezquitas, y nada en educación ni en sanidad. Sudán va camino del infierno mientras los políticos nos dicen que actúan en nombre de Dios. Era mucho mejor en los días del Numeiri, pero lograron acabar con él. ¿Y usted, por qué ha venido aquí? No entiendo que nadie venga a un lugar del que todo el mundo quiere irse.
—Estoy de paso.
El coche se paró unos kilómetros antes de llegar a Dongola. Ahmid fisgó en sus tripas, echó mano de un alambre y logró enganchar el cable del acelerador, que se había soltado. A trompicones, seguimos un par de centenares de metros hasta alcanzar un taller, en realidad una caseta de madera rodeada de neumáticos desechados, piezas rotas de motores y pedazos oxidados de carrocerías. Pero el mecánico debía ser un tipo avispado, porque en cinco minutos arregló el desperfecto y seguimos camino. Al arrancar el coche para seguir camino, las dos mujeres habían desaparecido y yo eché el cuadro del florero a la parte trasera.
El transbordador estaba casi lleno al completo de pasajeros cuando llegamos al muelle. Quise pagarle a Ahmid y él se negó rotundo.
—En Nubia no hacemos las cosas por dinero.
Me cargué el macuto a las espaldas y a buen paso comencé a bajar el terraplén que llevaba al muelle. Pero no había recorrido veinte metros cuando oí a Ahmid llamar a mis espaldas. Me volví: bajaba a mi encuentro con el maldito cuadro.
—Por favor, quédeselo, me gustaría que tuviese un recuerdo mío por el favor que me ha hecho —le dije cuando llegó a mi altura.
—Ni hablar. La hospitalidad es un deber en mi tierra y exige no recibir nada a cambio.
Media hora más tarde ascendía rodeado de asnos y corderos la cuesta del embarcadero de Selim, en dirección a la estación de pick-ups. Apenas me llevó tiempo encontrar transporte. «¿Karma, Karma?», pregunté a mi alrededor y al poco ya tenía asiento en la baca de un vehículo. El viaje costaba quinientas libras, unos dos euros y medio al cambio.
Me acomodé en el extremo más próximo a la cabina del chófer y, antes de subir, dejé el cuadro arrimado a la pared de una caseta. Poco a poco, el pick-up se fue llenando de pasajeros. En la baca, junto a mí, se sentaban tres mujeres, dos niños y cuatro hombres. En el asiento vecino al del conductor, se apretaban otros dos hombres. Y dos más treparon al techo de la cabina del chófer.
Arrancó con esfuerzo el abrumado vehículo, pero frenó al minuto. Un hombre corría hacia nosotros haciendo señas. Pensé que era un nuevo viajero que pedía una plaza imposible el atestado pick-up. Pero no era eso. Cuando llegó hasta nosotros, me tendió sonriente el cuadro del florero, que pasó de mano en mano de los otros pasajeros hasta llegar a las mías.
Eran las tres de la tarde cuando arrancamos de nuevo. Nos hundíamos en la boca del vacío y el desierto parecía tragarnos en la nada. Uno de los pasajeros abrió una sandía y me tendió un pedazo. Tolvaneras de polvo caían sobre nosotros, burlando la protección del techo de lona del vehículo.
Mis sensaciones eran de una libertad infinita. A pesar del engorroso cuadro.