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EL CUELLO DE GORDON, LA CALAVERA DEL MAHDI

Junto al mausoleo del Mahdi hay un curioso museo que seguramente carece de interés para un visitante poco amigo de bucear en la historia, pero que fascina a los que gustamos de revivirla como una novela de aventuras. Se trata de la casa-museo del califa Abdullah, el primero de los lugartenientes del Mahdi y su sucesor en el poder. Tiene el aire de un ksar, de una fortaleza árabe, con rojizos muros terrosos y un interior que, más que vivienda, parece laberinto, repleto de salas escondidas, breves escaleras que proponen un constante sube y baja, patios pequeños, canijas ventanas y pasillos oscuros. Allí, en cierto desorden, se guardan las reliquias del movimiento mahdista.

Se conservan en el museo, por ejemplo, uniformes de sus guerreros, los ansares, como los bautizó el fundador, que significa en árabe seguidores, y que más tarde fueron conocidos como los fuzzy-wuzzy. Estos uniformes, cuyo diseño decidió también el propio Mahdi tras la caída de El Obeib, incluían una camisa blanca de algodón, el jibah, con parches geométricos de colores, por lo general azules y rojos, en la espalda, el pecho y los hombros; y un pantalón también blanco que dejaba al aire los tobillos. Los ansares iban descalzos al principio, y más adelante se calzaban con sandalias ligeras y se cubrían el cráneo pelado al cero con un turbante blanco que dejaba caer una cola detrás de la oreja izquierda.

Hay también en el museo de Abdullah banderas del mahdismo, enseñas de diversos colores adornadas con frases del Corán. Cada cuerpo de ejército se distinguía de los otros por el color de su estandarte y el que guiaba el propio Mahdi llevaba bandera negra.

El museo alberga ametralladoras, lanzas, escudos, fotografías de los emires muertos en la batalla de Omdurman de 1898, cotas de malla de aspecto medieval, lanzas, sables, viejos fusiles y un documento especial: la carta de ultimátum de Mahdi a Gordon firmada de su puño y letra. Una pequeña salita se dedica al recuerdo de Gordon, con un decreto que lleva su firma y las sillas que usaba para montar sus camellos.

En uno de los patios, cubierta por el polvo del desierto y atacada por el óxido, se exhibe una curiosa reliquia: el primer coche que llegó al Sudán, un trasto metálico de extraña estructura, una especie de Neanderthal con ruedas fabricado a principios de siglo, que perteneció al gobernador británico Warren.

Y en una pequeña salita casi subterránea, vacía y alumbrada levemente por pequeños tragaluces, canta discreta una fuente de agua. Era el harén de Abdullah. Porque el califa, como su jefe y señor el Mahdi, mantuvieron en vida harenes con decenas de mujeres que iban renovando cada año. Los sacerdotes del mahdismo tenían, sin duda, algunas ventajas sobre los católicos. Se negaban el placer del vino, entre otras cosas, pero le daban al cuerpo lo que este nos reclama con mayor anhelo.

Cuando el Mahdi conquistaba una plaza enemiga, lo primero que procedía a hacer era el reparto del botín. Y la selección de mujeres era la parte favorita del Esperado. El Mahdi elegía el primero, niñas por lo general. Después, era el turno de Abdullah. A renglón seguido, escogían los otros tres califas. Luego, los emires. Y al fin, la tropa, para la que apenas quedaban ya las ancianas y las esclavas menos agraciadas. Cuando cayó El Obeib en enero de 1883, los mahdistas degollaron a todos los soldados, se apoderaron de un gran arsenal de armas y municiones, vaciaron de objetos de valor las viviendas de los habitantes, esclavizaron a los hombres o los convirtieron en soldados a la fuerza, y se quedaron con todas las mujeres para engordar sus serrallos. El Mahdi dedicaba tantas horas a los asuntos de gobierno como al disfrute de su harén. Era, según cuentan, insaciable e incansable en el sexo, capaz de fornicar varias veces al día. Alá es grande y generoso con sus mejores servidores.

El 18 de enero de 1884 el general Charles Gordon era designado por el ministro británico de la Guerra para la misión de rescate de Sudán. Su tarea no era otra que la retirada de los soldados y funcionarios egipcios junto con sus familias. Tan sólo eso, pues Gladstone no quería saber nada del Sudán ni provocar una nueva y costosa campaña militar. Para acompañar a Gordon, como segundo en el mando, fue elegido el teniente coronel Donald Stewart. Gordon se tomó el asunto como una misión de signo religioso y patriótico, dejando aparcado un empleo que le ofrecía el rey Leopoldo de Bélgica a propuesta del explorador Henry Stanley: el gobierno del Congo.

En enero, los dos hombres estaban en El Cairo, donde el cónsul británico, Evelyn Baring, les repitió las órdenes estrictas de su tarea: sólo evacuación. Pero en el ánimo de Gordon había algo más y ya alentaba la idea de no dejar el Sudán, de alguna manera, organizado políticamente y bajo un cierto control, abandonado a las manos del Mahdi.

El 28 de enero partieron río arriba y alcanzaron Berber, ya en territorio sudanés, el día 11 de febrero. El 18 entraban en Jartum. Habían transcurrido cinco años desde que Gordon dejó la ciudad y sus habitantes, unos treinta y cinco mil por aquel entonces, de los que siete mil eran soldados, le recibieron como a un salvador, vitoreándole por las calles, aclamándole como «sultán». Para la ocasión, Gordon vestía una lujosa casaca bordada en oro que él mismo había diseñado.

Frank Power, cónsul británico en Jartum y al mismo tiempo corresponsal de The Times, telegrafió su crónica: «Gordon llegó esta mañana y encontró una maravillosa demostración de bienvenida por parte de la población». Al siguiente día, en un nuevo cable, Power añadía: «Gordon ha formado un consejo de doce notables árabes para gobernar a su lado. Ha destruido todos los documentos de condena contra la gente y los instrumentos de tortura que había en la Casa de Gobierno. El coronel Stewart se ha ocupado de quitar las cadenas a todos los prisioneros de guerra y a quienes habían cumplido largo tiempo de condena. Hay confianza en la tropa y en todos los europeos que residen aquí. Gordon está dando a la gente más de lo que podrían esperar del Mahdi».

A comienzos de febrero, Gordon comenzó a demostrar sus verdaderas intenciones, algo diferentes a las órdenes que había recibido. Envió telegramas a Baring planteando una nueva estrategia: si se abandonaba Jartum, el Mahdi entraría en la ciudad sin disparar un tiro y, conquistado ya por entero el Sudán, se sentiría suficientemente fuerte para atacar Egipto. Si Gran Bretaña quería permanecer en Egipto, merced al interés estratégico que suponía el canal de Suez, debía dejar resuelto el problema del Mahdi. Gordon pidió el envío de una tropa bien entrenada al mando de oficiales capaces. «Si queremos un Egipto tranquilo, es preciso eliminar al Mahdi. Ahora es un momento relativamente favorable para destruirle». En El Nilo Blanco, Alan Moorehead señala: «Hubieron de pasar catorce años para que la profecía contenida en estas palabras se hiciese manifiesta».

Gordon llegó más lejos. Propuso que fuese enviado, para ayudarle en el tarea y ocupando el puesto de gobernador, a un hombre natural de Sudán, a un nativo de prestigio que conociese bien el país y que cumpliese el papel de líder alternativo del Mahdi. Y no se le ocurrió proponer a otro que al antiguo esclavista Zubehr Rahamna, a quien había combatido en su anterior misión y a cuyo hijo, Solimán, había hecho fusilar.

En Londres bramaron ante las propuestas de Gordon. Ni tropas, ni un canalla como Zubehr para el gobierno, ni otra cosa que hacer que el cumplimiento de las órdenes que recibiera al partir: evacuación y retirada definitiva del Sudán.

En todo caso, no hubiera habido tiempo para nada. El día 13 de marzo, las tribus del norte de Sudán se sumaron al mahdismo. El tráfico del Nilo quedó interrumpido y los rebeldes cortaron la línea telegráfica que comunicaba Jartum con Berber. Gordon quedaba aislado.

Comenzaba así la batalla de Jartum, la épica y la tragedia particulares de Gordon. «La gloria de la defensa de Jartum —escribió años después Winston Churchill— siempre nos fascinará».

Londres tenía sobre la mesa, en aquellos días de 1884, datos de sobra para comprender que el análisis de Gordon sobre el mahdismo y la amenaza sobre Egipto eran exactos. En febrero de ese mismo año, la tribu Hadendoa, en la región del mar Rojo sudanés y muy cerca ya de territorio egipcio, había abrazado la causa del Mahdi y cercado la guarnición de Tokar. A mando del general británico Baker, un contingente de tres mil quinientos soldados egipcios partió hacia la costa para liberar a la guarnición del asedio y apagar la revuelta. En Teb, al sur de Tokar, mil árabes mal armados atacaron a la expedición de Baker. Y los soldados egipcios huyeron sin presentar batalla, abandonando sus armas. Murieron dos mil trescientos hombres del contingente egipcio y los Hadendoa requisaron una buena cantidad de armamento y munición. Tinkat cayó, y también el puesto cercano de Sinkat, y sus guarniciones fueron pasadas a cuchillo.

Londres sí que se sintió alarmado esta vez. Y con toda celeridad envió dos brigadas de infantería y otra de caballería, ambas británicas, bajo el mando del general Graham, para apagar la revuelta. En marzo de 1884, en las batallas de Teb y de Tamai, miles de árabes murieron, en tanto que la tropa británica perdía más de cuatrocientos hombres. La región quedó pacificada y el líder de los Hadendoa, Osman Digna, huyó hacia el sur con lo que le quedaba de su destrozado ejército, para unirse al Mahdi.

Pero no hubo más. Para Londres, el asunto del Sudán quedaba zanjado, con el canal protegido por las guarniciones costeras adelantadas en el norte sudanés y por el fuerte contingente militar acantonado en Wadi Halfa, en Nubia. Gordon quedaba solo y a su suerte en el lejano Jartum. Fue entonces cuando el Mahdi decidió cercar la ciudad y rendirla por hambre. El asedio iba a prolongarse trescientos diecisiete días.

Para abril, el Mahdi había concentrado treinta mil hombres alrededor de Jartum, aunque él permanecía en El Obeib. Gordon consideraba, por su parte, que la plaza estaba bien defendida, con un fuerte en Omdurman, en la orilla oriental del Nilo Blanco; otro fuerte, el Mukran, en la orilla sur del Nilo Azul; un tercero, el fuerte norte, en la orilla septentrional del mismo río, al este de su palacio; y más al oriente, un cuarto fuerte, el Buri; además, todo el sur quedaba protegido por muros y parapetos y por el propio Nilo Blanco en la parte sudoccidental. Aunque esta última zona carecía de muros y de trincheras y se hacía más vulnerable cuando decrecían las aguas del río, también el área se convertía entonces en un barrizal de muy difícil acceso. Y eso le parecía a Gordon suficiente protección.

Gordon contaba con una artillería de diecinueve piezas y una armada de nueve vapores con cañones ligeros. A su mando había siete mil soldados, la mayoría bastante mal entrenados; pero, entre ellos, se encontraba un cuerpo de ejército de unos mil hombres en los que creía que podía confiar y que pensaba que eran bastantes para rechazar cualquier ofensiva mahdista. Consideraba, en consecuencia y con tino, que su único problema eran los alimentos, pues tan sólo le quedaba comida para seis meses. Así que comenzó a enviar sus vapores hacia el norte y el sur, en expediciones en busca de grano y otros alimentos imprescindibles para la resistencia.

Al tiempo, intentó un pacto con el Mahdi, enviándole una carta por medio de un mensajero en la que le ofrecía el gobierno de Kordofán. También le hizo llegar un bello manto rojo como presente. El Mahdi devolvió el manto y le escribió a su vez una nota: «Sepa que yo soy el esperado Mahdi, el sucesor del Profeta de Alá. No necesito, pues, ni el sultanato de Kordofán ni ningún reino ni las riquezas de este mundo ni su vanidad. Sólo soy el esclavo de Alá. En cuanto a su regalo, que Alá le recompense por su buena voluntad y le indique el camino adecuado. Por la presente, se lo devolvemos».

En Londres, entretanto, la inquietud por la suerte de Gordon crecía. La oposición tory a Gladstone, encabezada por lord Salisbury, exigía una expedición militar que lograse el rescate del héroe británico perdido en los desiertos y rodeado de «tribus salvajes». Pero Gladstone hacía oídos sordos al clamor popular por el rescate de Gordon. No obstante, a tal punto creció la campaña en favor del general sitiado, que la reina intervino y, en el mes de agosto de 1884, Gladstone decidió costear una expedición de rescate a cuyo mando marcharía el general Wolseley, vencedor en Tel-el-Kebir sobre Arabi y, por aquel tiempo, el militar más prestigioso de Inglaterra. Wolseley admiraba, además, hondamente a Gordon, a quien consideraba un héroe. Se acordó que la expedición contaría con dieciocho mil hombres.

Wolseley llegó a El Cairo en septiembre y comenzó a organizar un primer cuerpo de ejército de siete mil soldados. Entre sus oficiales, había un joven mayor de treinta y cuatro años llamado Herbert Kitchener, que sería el último protagonista de la historia de la campaña del Sudán catorce años más tarde.

Las primeras partidas de requisa enviadas por Gordon hacia el sur y el norte de Jartum, usando de sus vapores, que dominaban las aguas del Nilo en ese tiempo crecidas, tuvieron éxito. Gordon logró alimentos para ampliar considerablemente su capacidad de resistencia. Pero en agosto sufrió un descalabro importante. Envió una nueva expedición río abajo, esto es: hacia el norte, con sus mil mejores hombres al mando de su más capacitado comandante, el egipcio Mohamed Alí, en una operación relámpago que pretendía atacar la retaguardia del Mahdi y hacer ver a sus enemigos que su fuerza militar era superior a lo que ellos podían pensar. Pero el guía de la expedición traicionó a Mohamed Alí: en una emboscada nocturna, la flor y nata de la guarnición de Jartum fue aniquilada por completo.

Gordon vivía durante aquellos días solo en su palacio y algunos testigos que sobrevivieron a la batalla de Jartum cuentan que pasaba horas en su terraza, con un potente catalejo, escudriñando el río en busca de una anhelada expedición que llegara en su rescate. Pero Wolseley estaba muy lejos, a más de mil kilómetros de distancia, organizando su tropa en Wadi Halfa para una misión harto difícil. El coronel Donald Stewart almorzaba casi todos los días con Gordon y, en ocasiones, los únicos tres cónsules europeos que había en Jartum: el inglés Power, el francés Herbin y el austríaco Hansal. Fuera de ellos, no había otros europeos en la ciudad que unas decenas de comerciantes griegos y unos cuantos más de otras nacionalidades.

Por esa época, en septiembre de 1884, Gordon comenzó a escribir sus famosos Diarios de Jartum, dirigidos a su hermana Augusta, y que ocuparían al fin seis cuadernos, con un total de 433 hojas. Incluía en ellos, en ocasiones, junto a sus reflexiones y los sucesos del día, algunos dibujos. Después de su muerte, los diarios, que Gordon envió desde Jartum con sus vapores en los meses anteriores a la caída de la ciudad, se convirtieron en Inglaterra en un auténtico best-seller de su tiempo cuando fueron publicados.

En septiembre, tras la muerte de los mejores soldados de su ejército en la emboscada del río y con alimentos tan sólo para resistir dos meses más, Gordon consideró la situación altamente desesperada y decidió enviar al coronel Stewart en una expedición río abajo, para que alcanzase Egipto y refiriese en persona la gravedad de la situación en Jartum. El propio Gordon podía haber escapado en ese momento del cerco, llevándose con él toda su flotilla de vapores y un buen contingente de soldados. Sin embargo, en su ánimo no estaba huir y dejar detrás de él a la población civil expuesta a una ocupación salvaje de los hombres del Mahdi.

Stewart se negó al principio, señalando que su misión podría interpretarse como una cobarde deserción. Pero Gordon fue terminante: era una orden, y un militar debe ante todo cumplir las órdenes de su superior. El vapor Abbas, con otros dos vaporcillos de apoyo, llevaría a bordo cincuenta soldados y un cañón ligero. Junto a Stewart, viajarían el cónsul francés Herbin, que podría influir en El Cairo para que París apoyase una expedición de rescate, y el cónsul inglés Frank Power, corresponsal al mismo tiempo de The Times. También iba junto a ellos un grupo de ciudadanos griegos. El Abbas partió del embarcadero de Jartum el 10 de septiembre.

Stewart llevaba con él varios documentos, entre ellos las claves cifradas que Gordon usaba antes del corte del telégrafo para comunicarse con El Cairo, y una carta dirigida al gobierno de Londres: «Si no vienen antes de mediados de noviembre —decía en ella—, Jartum caerá». Concluía irónicamente: «Y Rule Britannia». En sus diarios, un día después de la partida, anotó que un ratón había ocupado el puesto de Stewart en los almuerzos de su palacete.

Es más que probable que, en esos días, Gordon fuese consciente de su destino trágico, un destino que, por otra parte, le gustaba. La muerte rodeada de gloria puede hacerse, en ocasiones, muy atractiva, cuando se convierte en un juego estético, y eso es algo que Homero descubrió antes que ningún otro poeta, al escribir por ejemplo sobre el troyano Héctor y el aqueo Aquiles. En el fondo, ese impulso fatalista tiene algo de místico. Y Gordon, más que nada, era un fanático militar al servicio de un imperio, lo mismo que su adversario el Mahdi era un iluminado al servicio de una misión de eternidad. El heroísmo laico y el martirio religioso parecen ser, a la postre, un impulso semejante.

Tiempo atrás, cuando la línea de telégrafo aún no había sido cortada por los mahdistas, Gordon había enviado un mensaje al cónsul inglés en El Cairo, Evelyn Baring, en el que decía: «Nunca me cogerán vivo». Cumplió su promesa y acudió a la cita que él mismo había propuesto con el sacrificio y la gloria.

Gordon se desahogaba en sus diarios. «No existe un soldado más despreciable que el egipcio —escribía en una ocasión—. Nunca salen a luchar». Más adelante comentaba: «Es muy penoso ver temblar a los hombres que vienen a verme, tanto que no pueden acercar la cerilla a su cigarrillo». En otro momento decía: «Espero que si algún general (británico) alcanza Jartum, no me pida que cenemos». Y en octubre anotaba: «Una de mis alegrías será no volver jamás a Inglaterra. Espero salir de esta situación e irme al Congo». Detestaba, sobre todo, a los diplomáticos.

Gracias a sus vapores, que a veces se dirigían río abajo, tenía ocasionales noticias de El Cairo y podía enviar algunas cartas sobre lo que sucedía en Jartum y los cuadernos de sus diarios cuando los daba por concluidos. Sabía ya que una expedición para liberarle había sido aprobada por el gobierno de Gladstone. Pero el tiempo acuciaba, sobre todo por la escasez de alimentos.

El 22 de octubre recibió una triste noticia. En un mensaje enviado por el propio Mahdi, Gordon leyó lo siguiente: «Por el siervo de Dios, Mohamed, hijo de Abdallah, a Gordon Pacha de Jartum: que Dios le guíe en la senda de la virtud. Sepa que su pequeño vapor, llamado Abbas, que usted envió con la intención de llevar noticias suyas a Cairo, por el camino de Dongola, y en el que viajaban su representante Stewart Pacha y los cónsules francés e inglés junto con otras personas, han sido capturados por deseo de Dios. Aquellos que creían en mí como el Mahdi han sido liberados; y aquellos que no creían han sido destruidos, entre ellos su representante ya citado y los dos cónsules, a quienes Dios ha condenado al fuego y a la miseria eterna».

Mahdi acompañaba con su carta una precisa lista de los documentos que Gordon había entregado a Stewart y los detalles de la situación en el interior de Jartum que contenía el mensaje de socorro de Gordon. La carta del Esperado exigía la rendición inmediata de Jartum.

Gordon pensó al principio que era una patraña. Pero noticias posteriores, llegadas desde el río, confirmaron la certeza de las afirmaciones del Mahdi. El Abbas había embarrancado al chocar con unas rocas, cien millas al norte de Jartum, el 18 de septiembre. Creyendo encontrarse más allá de territorio enemigo, Stewart, los dos cónsules y parte de sus hombres bajaron a tierra, donde encontraron a unos árabes hospitalarios que les ofrecieron camellos para que al día siguiente pudieran continuar viaje al norte. Stewart y sus compañeros aceptaron pasar la noche en las tiendas de los árabes y, mientras dormían, un numeroso grupo de mahdistas los asaltó por sorpresa. Todos fueron degollados. Luego, los mahdistas subieron al Abbas y mataron al resto de los viajeros y tripulantes, salvo a catorce que dijeron ser musulmanes.

Pese a la desolación que le invadió, Gordon contestó a su enemigo con un lacónico mensaje: «Estoy aquí firme como el hierro. Más vale que, desde ahora, nos comuniquemos con balas». El Mahdi decidió entonces mover el grueso de su ejército, unos cincuenta mil hombres, más cerca aún de Jartum, y estableció su propio campamento muy próximo al fuerte de Omdurman. Un comerciante que, en aquellos días, vivía en Jartum, contó que, un día en palacio, y cuando le relataba a Gordon los temores de los ciudadanos ante un posible ataque mahdista, el general le dijo: «Cuando Dios estaba repartiendo el miedo entre la gente, al llegar mi turno ya no le quedaba ninguna cantidad de miedo para darme. Váyase y diga a la gente de Jartum que Gordon no tiene miedo porque Dios no se lo dio». Las piezas de artillería conquistadas por el Mahdi al coronel William Hicks, en la batalla de Shaykan de 1883, comenzaron a bombardear Jartum el 12 de noviembre de 1884.

Gordon tenía ya noticia en octubre de que la expedición de socorro se había concentrado en Wadi Halfa. Pero todo iba muy lento. Wolseley hizo traer canoas de Canadá y un grupo de remeros de aquel país, expertos en navegar en rápidos, con el fin de poder sortear mejor las dificultades que ofrecían las cataratas. También se hizo enviar unos cientos de lanchas balleneras, más manejables para lidiar con los saltos de agua que otro tipo de naves.

Sin embargo, dada la urgencia de la situación, Wolseley decidió que, mientras se preparaba el grueso de su tropa, obligada a viajar despacio por el peso de su equipo, enviaría por delante a una columna más ligera, con la misión de llegar a Jartum cuanto antes. Así, creó la «Flying column», o «River column», y puso a su mando al general Herbert Stewart, veterano de las guerras zulúes y uno de los oficiales del staff de Wolseley en la victoria de Tel-el-Kebir, sobre el egipcio Arabi, el año 1881. El día 16 de diciembre, Wolseley estaba en Korti, entre la tercera y la cuarta catarata del Nilo, con la mayor parte de su ejército. Y el día 28, la Columna del Río inició su marcha hacia Jartum, a través del desierto, en dirección a Metammeh, con mil setecientos hombres y casi cinco mil camellos. Otra fuerza de combate se dirigió hacia Berber, tomada por los mahdistas en marzo, para tratar de restablecer la línea del telégrafo.

En Jartum, Gordon decidió enviar cuatro de sus vapores para recoger a los primeros soldados británicos que encontraran en Metammeh, algo más abajo de la sexta catarata del Nilo. Los barcos partieron de la ciudad sitiada el día 15 de diciembre, logrando abrirse paso bajo un cerrado fuego de cañonería y fusiles. En el vapor Bordein viajaban los últimos diarios de Gordon, quizá porque el general consideraba que eran el mejor documento para hacer comprender lo que sucedía en Jartum, o tal vez porque presentía su muerte y sabía que sus escritos conmoverían, como de hecho sucedió, el alma de Inglaterra, acrecentando su gloria. Su última nota, fechada el 13 de diciembre de 1884, decía así: «Si la fuerza expedicionaria, y no pido más que doscientos hombres, no llega en diez días, la ciudad puede caer; y sólo me resta decir que he hecho cuanto he podido por el honor de mi patria. Adiós. C. G. Gordon».

Gordon resistiría aún cuarenta y cuatro días, casi cinco semanas más de lo que él mismo calculaba.

Unos meses antes, el Mahdi había exigido a Rudolph Slatin, antiguo gobernador de Durfar, nombrado para el puesto por Gordon en 1881 y ahora prisionero del Esperado, que escribiera una carta a su antiguo jefe aconsejándole la rendición. Slatin cumplió la orden, pero escribió su texto en alemán y alteró las instrucciones del Mahdi, ofreciéndose a intentar escapar, entrar en Jartum y ayudar a Gordon a abandonar la ciudad. El general cercado no respondió a la carta: despreciaba a Slatin a causa de su conversión al islamismo y señaló en su diario que su antiguo subalterno era cualquier cosa menos «un espartano». Slatin escribió una nueva carta. Pero en esta ocasión fue descubierto por el Mahdi, quien logró que otro europeo prisionero le tradujese el mensaje trucado. Slatin estuvo a punto de ser ejecutado por ello, pero su condición de musulmán de nuevo le salvó la vida. No obstante, fue encerrado en una celda, encadenado de pies y manos, y durante semanas tan sólo se le dio de comer pienso del que se destinaba a los animales de tiro. En julio de 1895, diez años después de la caída de Jartum, Slatin logró escapar y, como ya he dicho, relató años más tarde en su libro El fuego y la espada en Sudán la tragedia de aquellos terribles días de la guerra.

Al llegar a Abu Klea, poco antes de Metammeh, donde los británicos esperaban lograr agua de los pozos, la Columna del Río encontró un gran contingente mahdista, sobre todo de hombres a caballo, esperando en campo libre y cerrando el paso a los pozos. Era el atardecer del 16 de enero y el general Herbert Stewart detuvo su tropa y esperó el amanecer. A primeras horas del alba, comenzó a avanzar hacia Abu Klea. Los árabes cargaron de inmediato. La batalla duró poco tiempo, pero resultó muy cruenta. Stewart formó un cuadrado defensivo; no obstante, los mahdistas lograron quebrar la resistencia de uno de los lados y se entabló un furioso cuerpo a cuerpo. Cuando los árabes se retiraron, dejaron sobre el campo algo más de mil muertos, de los diez mil que formaban su ejército. Los británicos tuvieron ochenta muertos y cerca de ciento veinte heridos.

Al día siguiente, los británicos avanzaron sin pausa durante unos cuarenta kilómetros, sin dormir durante cuarenta y ocho horas, y alcanzaron a ver el Nilo el día 20. Pero de nuevo les cerraba el paso un ejército árabe en Abu Kru. Se entabló batalla y los británicos vencieron, pero dejando en la batalla ciento once hombres muertos. El general Stewart resultó herido de gravedad en Abu Kru y moriría un mes más tarde. El mando pasó a sir Charles Wilson, un oficial de inteligencia sin experiencia ninguna en el combate. Pero no había otro, pues el segundo de Stewart en el mando, el teniente coronel Fred Burnaby, había muerto en Abu Klea tres días antes.

Tras su victoria, la columna llegó a las orillas del río, unos kilómetros al norte de Metammeh. Y el día 21, Charles Wilson, dejando una pequeña guarnición detrás, partió con mil hombres para ocupar Metammeh. Fue una acción fallida, pues el lugar estaba bien fortificado y defendido por numerosos mahdistas que, en esta ocasión, en lugar de salir a campo libre, opusieron una sólida resistencia. Wilson decidió la retirada a su posición anterior.

Ese mismo día 21, los cuatro vapores enviados desde Jartum por Gordon, descendiendo el Nilo, alcanzaron a la Columna del Río y Wilson pudo leer las alarmantes noticias que le enviaba Gordon. Sabía ya que no había tiempo que perder; pero los barcos venían muy dañados por los constantes bombardeos que habían recibido desde las orillas del Nilo en su viaje río abajo. A Wilson le llevó tres días cargar los vapores con grano, organizar tripulaciones y acorazar los cascos. El día 24 comenzó a navegar río arriba con dos de las naves, el Bordein y el Telahwiya, llevando a bordo doscientos cuarenta soldados egipcios y sudaneses, veinte británicos con casacas rojas para impresionar a sus enemigos y una gran cantidad de grano. Era una desesperada y casi vesánica acción destinada a la más que difícil liberación de Jartum y de Gordon. Alrededor de la ciudad había entonces más de cincuenta mil árabes.

Desde que envió sus vapores en diciembre, la situación en Jartum se había vuelto desesperada. Ya no quedaba apenas grano y todos los animales vivos: burros, camellos, perros, gatos, monos e, incluso, ratas, habían sido devorados por sus habitantes. Las mujeres cambiaban sus joyas por comida, los oficiales quitaban sus exiguas raciones a los soldados, raciones que ya no eran otra cosa que fibra de palmera y algunas especies vegetales no comestibles que desataban dolorosísimas enfermedades estomacales. Gordon le envió cinco mil enfermos al Mahdi, pidiéndole que fuese misericordioso con ellos, y muchos de ellos fueron ejecutados. La gente moría en las calles por cientos y los cadáveres se pudrían bajo el sol, si es que antes no los devoraban los buitres.

El ejército perdió todo rastro de moral combativa, pese a que Gordon repartía medallas, aumentaba el salario de sus oficiales con pagarés a su nombre y hacía tocar todos los días a la banda militar himnos de victoria. Fusiló a quienes trataban de desertar y a los soldados y oficiales que robaban grano de los almacenes, y no cesó de anunciar a sus hombres que la expedición de rescate estaba ya muy cerca de Jartum. Pero Jartum se hundía más y más en el desánimo y el hambre. El 5 de enero, el fuerte de Omdurman se rindió a los sitiadores y sus defensores fueron degollados.

Cuando al Mahdi le llegaron noticias de la derrota de Abu Klea del 17 de enero, pensó en levantar el sitio de Jartum y retirarse con su ejército a El Obeib. Pero después de discutir qué hacer con el califa Abdullah, y sabedor ya de que dos vapores con británicos armados ascendían el río, decidió atacar la ciudad.

La noche del 25 de enero, sus cincuenta mil hombres comenzaron a moverse desde el sur y el sudeste. Las zonas cenagosas del lado sur, que Gordon había juzgado imposibles de atravesar por el enemigo, no ofrecieron un gran problema a los mahdistas. Y apenas hubo resistencia por parte de las tropas que defendían el área. Una hora antes del amanecer del día 26 de enero de 1885, el primer grupo de mahdistas llegó al palacio de Gordon. Cuentan que al general le dio tiempo apenas para vestirse con el uniforme blanco de gobernador. Armado de pistola y sable, salió a la escalinata y allí murió alanceado.

Hay dos versiones sobre su muerte. La primera afirma que, al encontrarse con sus enemigos, Gordon les volvió la espalda desdeñosamente y fue muerto de inmediato. La segunda dice que se enfrentó con ellos y les preguntó: «¿Dónde está vuestro jefe, el Mahdi?». Uno de los asaltantes le gritó entonces: «¡Tu hora llegó, maldito!». Y una decena de árabes se arrojaron sobre él y lo mataron.

Los mahdistas le cortaron la cabeza y siguieron acuchillando su cuerpo hasta que quedó convertido en un amasijo de carne y sangre. Envuelta en un paño, la cabeza de Gordon fue presentada ceremoniosamente al Mahdi. Se dice que el Esperado hubiera preferido coger a Gordon vivo para tratar de convencerle de que abrazara la fe del Islam y su propia causa. Admiraba el valor de su adversario.

El Mahdi hizo venir a su tienda al prisionero Rudolph Slatin para que reconociese la cabeza de Gordon. Slatin afirmó que era él. Así lo describe en su libro sobre el Sudán: «Cuando me mostraron la cabeza de Gordon, me pareció que mi corazón dejaba de latir. Pero con tremendo esfuerzo de autocontrol, fijé mis ojos en el horrible espectáculo: sus ojos azules estaban medio abiertos, la boca en una posición perfectamente natural, el pelo de la cabeza y su corto bigote eran casi blancos».

El Mahdi hizo colgar la cabeza de un árbol y, durante días, los derviches que pasaban junto a ella la apedreaban.

Así terminó al heroica vida del Chino Gordon, en gloria y martirio, como él mismo había deseado. Tres días después de perder la vida habría cumplido cincuenta y dos años.

En Londres, unas semanas después del anuncio de su muerte, y mientras Wolseley comenzaba a retirar su ejército del Sudán, la gente cantaba melancólica en los pubs:

Demasiado tarde, demasiado tarde para salvarle.

En vano, en vano ellos lo intentaron.

Su vida fue la gloria de Inglaterra,

su muerte fue el orgullo de Inglaterra.

Y Rule Britannia.

Las seis horas que siguieron a la caída de Jartum transcurrieron en una orgía de sangre y pillaje. «Podría llenarse un libro con las crueldades y atrocidades perpetradas en la terrible masacre que siguió a la muerte de Gordon —relata Slatin— […] Muchos de los hombres notables de la ciudad se quitaron la vida […] Bastantes de ellos fueron asesinados por sus antiguos sirvientes y esclavos […] Dudo que fuera mejor la suerte de los supervivientes. Cuando todas las casas fueron ocupadas, comenzó la búsqueda de riquezas, y ninguna excusa ni negativa fue aceptada por los vencedores. Cualquier sospechoso de ocultar dinero —y la mayoría de los habitantes lo hicieron— era torturado hasta que revelaba el secreto o hasta que convencía a sus torturadores de que no ocultaba nada. No se ahorraban latigazos y la desafortunada gente era azotada hasta que la carne les colgaba en jirones de su cuerpo. Otra tortura frecuente era colgar a los hombres a un travesaño, atados por los pulgares, y balancear sus cuerpos en el aire hasta que quedaban inconscientes. También se quitaba la vida a la gente atándoles a las sienes, alrededor de la cabeza, finas tiras de bambú que iban apretándose con fuerza hasta producirles la agonía. Incluso las mujeres de avanzada edad eran torturadas de esa manera y las partes más sensibles de sus cuerpos fueron sujetas a formas de tortura que me es imposible describir aquí».

Cuatro mil personas murieron en las primeras horas, tras la caída de Jartum, a manos de los mahdistas, que saquearon la ciudad entera. No quedó un europeo con vida y entre ellos murió el cónsul austríaco Hansal. Las mujeres se rapaban la cabeza y se vestían de hombre para no ser descubiertas y violadas por los vencedores. Como era la tradición en el mahdismo, las más hermosas fueron apartadas y encerradas en un lugar seguro y, luego, el Mahdi, antes de que lo hicieran los califas y emires principales, eligió las que más le gustaban, a partir de los cinco años de edad, ya que tenía una especial afición por las niñas. Media ciudad ardió y no se restableció un cierto orden hasta dos días más tarde, cuando el Esperado ordenó que se abrieran de nuevo los comercios. Pero poco había que vender, pues casi todo había sido saqueado. El sobrio Mahdi eligió como residencia el fuerte de Omdurman, en tanto que el califa Abdullah ocupó el palacio de Gordon, la mejor residencia de Jartum.

Charles Wilson, avanzadilla de la Columna del Río, llegó a Jartum con sus dos vapores el 28 de enero y fue recibido con un cerrado bombardeo y una lluvia de balas. Las orillas del Nilo, a la vista de ciudad, aparecían repletas de mahdistas eufóricos y el oficial inglés comprendió que Jartum había caído. Ordenó, pues, dar la vuelta e inició el penoso descenso del río. Muchos de sus hombres murieron alcanzados por la metralla y los disparos que llegaban desde las orillas, pero al fin consiguió poner sus barcos fuera del alcance de los cañones y fusiles enemigos.

El día 29, uno de los vapores, el Telahwiya, chocó con una roca al acercarse a la sexta catarata y se hundió. Sus hombres fueron trasladados al otro barco, el Bordan. Pero el día 31, el último de sus vapores encalló cerca de Gubat, no muy lejos de Metammeh, y Wilson y los soldados que quedaban con vida hubieron de desembarcar en una isla. Enviaron un bote río abajo y el 1 de febrero, en el vapor Safieh, llegaba en su rescate lord Charles Beresford, almirante de la marina, que logró embarcarlos y trasladarlos a Metammeh.

La Columna del Río se retiró de Metammeh y alcanzó Korti en marzo, mandada ahora por el general Buller, que sustituyó a Wilson. Desde Londres, las órdenes fueron terminantes: retirada total del Sudán. Toda la expedición de Wolseley inició el regreso hacia El Cairo y los inmensos territorios sudaneses quedaron en manos del Mahdi. La frontera de seguridad ordenada por Londres se fijó en Wadi Halfa, a la altura de la segunda catarata del Nilo.

Entre los hombres que regresaban con Wolseley, viajaba el mayor Herbert Kitchener, un joven oficial que hablaba árabe y algo de turco y que, durante la campaña, había servido como oficial de inteligencia, internándose en numerosas ocasiones en territorio enemigo disfrazado de beduino y con un frasco de veneno en el bolsillo, listo para tomarlo si era descubierto. Kitchener, trece años después, sería el vengador de Gordon.

Wolseley escribió al regresar a Inglaterra: «Gladstone es el responsable directo del destino fatal de Jartum. Esta ha sido la guerra más seria que hemos emprendido desde que el idiota gabinete de 1854 declaró la guerra de Crimea».

Inglaterra lloró por su héroe caído en Jartum y Gladstone pagó su tardanza en intentar el rescate con el descrédito político. Los británicos le apodaban cariñosamente GOM, siglas de Grand Old Man (gran viejo); pero tras la muerte del héroe de Jartum,

GOM quería decir otra cosa: Gordon’s Old Murderer (viejo asesino de Gordon).

Mis amigos españoles me ofrecieron llevarme a ver, por la tarde, el espectáculo del éxtasis de los derviches. Aunque se trata de una ceremonia tradicional, dotada de un fuerte y sincero contenido místico, en los últimos años se ha convertido en el principal atractivo turístico de Jartum, donde por otra parte apenas hay nada que pueda ser considerado propiamente turístico. Los derviches se concentran todos los viernes, a partir de las cuatro de la tarde, en el cementerio de Hamad el-Nil, en Omdurman, no muy lejos del mausoleo del Mahdi. Danzan, cantan, lanzan gritos en honor del Esperado y entran en trance. Los europeos que acuden a contemplar el espectáculo dan monedas a los derviches, a cambio de que les permitan hacer fotos. Si el orgulloso Mahdi resucitase y contemplara cómo los bisnietos de sus feroces guerreros se humillan por unas pocas monedas ante los infieles khwagas, seguro que al instante se rebanaba el pescuezo con su puñal.

Había leído en un diario de Jartum, una especie de panfletillo que se publica en inglés, que también los viernes se celebran carreras de caballos en el hipódromo de la ciudad. De modo que decidí olvidarme del éxtasis de los derviches y escogí las carreras. Elegí lo menos conveniente desde un punto de vista turístico, aun a riesgo de equivocarme.

Llegamos al hipódromo a media tarde y allí se nos unió otro grupo de amigos: un nuevo español, una eritrea, una italiana, un sudanés y un turco. Mientras comprábamos las entradas, la casualidad nos regaló un espectáculo gratuito: varios policías y algunos voluntarios de paisano le propinaban una espeluznante paliza a un tipo que, al parecer, había intentado robar a alguien. Cuando cayó al suelo, le patearon la cabeza hasta dejarle sin sentido. Sangraba por las orejas y había perdido los zapatos. Al fin, y no sé si medio muerto o ya cadáver, lo cargaron entre cuatro agentes y lo echaron a la caja de un pick-up. Otro agente cogió del suelo los zapatos de la víctima y los arrojó a un contenedor de basuras.

—Ya ves, así es este país: un estado policial —me comentó Román con media sonrisa entristecida.

Yo recordaba algo parecido que, años atrás, había visto en Idaho (Estados Unidos).

La pista ovalada del hipódromo podía muy bien cubrir los seis kilómetros y era de tierra roja. En las tribunas, unas quinientas personas llenaban casi al completo las gradas. En su mayoría eran hombres, ataviados con impecables galabbiyas blancas, y había también algunas elegantes mujeres que lucían vistosos pareos de colores. Por su aspecto, se concentraba allí la flor y nata de Jartum, la jet sudanesa. El hipódromo había sido construido por los ingleses en los días de la colonia y, al igual en el club de oficiales donde había estado la noche anterior, se percibía entre los notables jartumeses un intento de emulación de lo británico: un rancio perfume flotaba sobre aquel remedo de Ascot clavado en mitad del desierto inclemente.

Por fortuna, el sol había caído detrás de la tribuna y se soportaba bien el calor. Presenciamos tres carreras. Inevitablemente, nunca participaban más de cuatro caballos e, incluso en una de ellas, sólo compitieron dos. Los animales eran delgados y pequeños, y los jockeys unos tipos decrépitos que, inevitablemente, eran los mismos en todas las carreras. Desde el segundo concurso, ya sabíamos quién iba a ser ganador nada más darse la salida: el caballo que partía primero. Y sólo por una razón: era tal la polvareda roja que levantaba tras él, que aquellos que le seguían intentaban por todos los medios retrasarse, pese a los fustazos de sus jinetes, para no perecer asfixiados. Alborozados y frenéticos, los espectadores aullaban animando a sus favoritos, y con cierto disimulo, bajo los faldones de sus galabiyyas, se cruzaban apuestas con dinero contante y sonante antes de que se diese la salida de cada carrera. Nadie en su sano juicio hubiera apostado un céntimo cuando los caballos ya habían comenzado a correr.

Las carreras eran largas, extenuantes, y los animales cruzaban la meta casi al paso, con sus jinetes cubiertos de polvo rojo hasta el punto de que apenas se distinguían los colores antes vivos de sus camisas. Luego, pasaban bajo las tribunas, jadeantes, a descansar un rato en el vestuario y limpiarse la suciedad de las ropas.

Lola me comentó que el juego, como las bebidas alcohólicas, estaba prohibido en Sudán. Pero los espectadores eran la crema de la sociedad jartumesa, en su mayoría militares, y la policía hacía la vista gorda ante las apuestas. En todos los regímenes totalitarios cuecen habas.

Nos retiramos antes de que concluyera el espectáculo. Aquella noche se celebraba una fiesta para europeos y había que ponerse ropa elegante. Había querido excusarme, señalando que tan sólo contaba con unos pantalones vaqueros de repuesto y camisas viejas. Pero alguien del grupo salió al paso de mi pretexto y cerró el asunto:

—Un escritor puede vestir como quiera, se le supone alma de bohemio. Y más si es viajero.

La verdad es que fue una suerte asistir a la fiesta. Nunca me he encontrado en ninguna tan fantásticamente insólita como la de aquella noche en Jartum.

Si en 1885 se habían enfrentado en Jartum dos fanáticos iluminados, el general Gordon y el profeta Mahdi, en 1898 lo iban a hacer dos carniceros implacables: el general Kitchener y el califa Abdullah. El Esperado, tras la caída de Jartum, arrasó las dos guarniciones egipcias que quedaban en los inmensos territorios conquistados en su Guerra Santa, pasando a cuchillo a todos los soldados. Luego, decidió disfrutar de sus victorias. Trasladó la capital del país, de Jartum, a la vecina Omdurman, y su harén se llenó de niñas y niños, por lo general con no más de diez años de edad. Comía y fornicaba sin cesar y engordó como una vaca. Gobernaba un imperio del tamaño de la mitad de Europa.

Se había convertido en una suerte de señor feudal e impuso con extremo rigor la Sharía, la ley coránica. Los castigos con azotes, mutilaciones, encarcelamientos y ejecuciones se multiplicaron en el país. No aplicó un sistema equitativo de reparto de las riquezas y, tras la caída de Jartum, muchos de sus súbditos perecieron de hambre mientras él no cesaba de engordar. Los pequeños delitos se castigaban con azotes, la blasfemia con mutilación y el consumo de alcohol con la decapitación. El Mahdi sentaba los precedentes de que lo que, en el siglo XX, sería una forma de gobierno en muchos países del universo musulmán. Fue uno de los grandes fundamentalistas en la historia del Islam.

El Esperado sobrevivió muy poco tiempo a la caída de Jartum. El 22 de junio de 1885, algo menos de cinco meses después de la muerte de Gordon, el Mahdi fallecía en su residencia de Omdurman, a la edad de cuarenta y un años. Nunca se supo si murió de tifus, viruela, un reventón por exceso de comida o envenenado. Lo cierto es que al califa Abdullah, su sucesor en el poder, ya no le hacía falta un Esperado, enviado por Dios para conducir la Guerra Santa. El mismo hombre que había convencido en 1881 al místico Mohamed Ahmed Ibn el-Sayyid de que era un nuevo profeta pudo muy bien ser quien le puso el veneno en el plato.

La primera decisión de Abdullah fue alzar el mausoleo en honor del Mahdi que hoy puede verse en Omdurman. Su cúpula plateada se elevó a veinte metros de altura y, en el interior, permanentemente perfumadas con incienso, se instalaron las reliquias del Mahdi. En poco tiempo, el templo se convirtió en lugar de peregrinación para el mundo musulmán, y hasta Omdurman llegaban fieles venidos desde Asia Central y de La Meca. Hoy continúa siendo un santuario de peregrinaje para los derviches sudaneses.

Abdullah acentuó la dureza de la ley coránica y las ejecuciones de sus opositores o de presuntos delincuentes se llevaban a cabo antes incluso de que los tribunales dictasen sentencia. Engordó tanto como el Mahdi, llenó su harén de hermosas mujeres, hasta alcanzar el número de cuatrocientas, y se rodeó de una guardia personal de quinientos hombres. Y re vitalizó el sustancioso negocio de la esclavitud, en buena parte en su propio beneficio. Al tiempo, reorganizó su ejército, que creció en varias decenas de miles de hombres. Y anunció que, siguiendo la doctrina del Mahdi, hjihad, o guerra santa, continuaría hasta la conquista de Egipto y, más tarde, del mundo entero. Todos los viernes, miles de jinetes cabalgaban junto a su residencia, disparando salvas de fusil en su honor, haciendo flamear al viento la Bandera Negra del Mahdi.

En 1886, Abdullah decidió que Jartum debería ser abandonada y destruida, y por decreto obligó a todos sus habitantes a trasladarse a Omdurman. La capital de Sudán durante el dominio egipcio quedó convertida en pocas semanas en una ciudad fantasma, devorada por las arenas del desierto. Apenas unos pocos edificios permanecieron en pie. En los meses que siguieron a la victoria del Mahdi, miles de sudaneses emigraron hacia Omdurman desde todas las regiones del país y, un año después de la muerte del Mahdi, Omdurman tenía ciento cincuenta mil habitantes, mientras que Jartum era tan sólo la morada de los chacales, los buitres y las hienas.

En 1887, las tropas de Abdullah habían conquistado todas las riberas del mar Rojo, entre Suakim, donde había una guarnición británica para proteger el litoral, y Massawa, en la costa eritrea. Ese mismo año, un ejército mahdista de diez mil hombres se aproximaba a Wadi Halfa. Otra tropa de Abdullah penetraba en Etiopía por el oeste, descendiendo desde Sennar. La amenaza mahdista que Gordon había predicho en 1884 comenzaba a tomar cuerpo. Y Abdullah se sentía tan seguro de su fuerza y de su divino destino que escribió una carta a la reina Victoria conminándola a abrazar la fe musulmana y viajar a Omdurman para rendir pleitesía al califa. Misivas parecidas fueron despachadas por Abdullah al sultán de Turquía y al jedive de Egipto.

En 1888, tropas mahdistas habían penetrado más de cien kilómetros en el interior del territorio egipcio. En Etiopía, los derviches habían conquistado e incendiado Gondar. Y un cuerpo de ejército de Abdullah ascendía el Nilo Blanco en dirección a la provincia de Ecuatoria, para acabar con el último de los gobernadores nombrados por Gordon años antes: el judío alemán, convertido al Islam, Emin Pacha. En el mar Rojo, los mahdistas cercaban la guarnición de Suakimn.

En junio de 1885, el conservador lord Salisbury, que gobernó Inglaterra en tres períodos, cumpliendo su último mandato en 1902, cambió la política no intervencionista de Gladstone y decidió que Inglaterra no se movería nunca de Egipto, para proteger el canal de Suez, y que era necesario oponer fronteras seguras al expansionismo de los mahdistas. Para lograrlo, tenía que reconquistar el Sudán.

A finales de 1888, el expansionismo de Abdullah comenzó a detenerse y sus tropas sufrieron derrotas a manos de los ingleses en el litoral egipcio del mar Rojo y en la región de Nubia. En 1894, la expansión mahdista quedaba frenada al completo. No obstante, Londres no se atrevió por el momento a penetrar en el Sudán, en los territorios dominados por Abdullah, señor incontestado de un inmenso territorio. El califa dirigía además un poderosísimo ejército de decenas de miles de hombres tan bravos como fanáticos.

Pero en 1896, lord Salisbury consideró llegada la hora de atacar. Y el pretexto para emprender la campaña y convencer a la opinión pública no podía ser mejor: vengar a Gordon.

En marzo, Salisbury ordenó al joven general Herbert Kitchener que reconquistara el Sudán y acabase con el mahdismo. No podía Kitchener recibir una orden mejor que aquella: siempre admiró a Gordon y, además de eso, había participado con el rango de mayor, y en tareas de espionaje, en la fallida expedición de Wolseley de 1884 por rescatar a Gordon. Kitchener se puso a la tarea de organizar una fuerza no muy grande en número de soldados pero sí la mejor equipada y preparada de la historia de su tiempo, más aún que la que había dirigido el general Napier en Etiopía, contra el emperador Tewodros, en 1868.

Soltero como Gordon, Kitchener era un militar frío, estricto, muy sobrio y extremadamente minucioso en la organización de sus campañas. Pertenecía al arma de los Ingenieros Reales, lo mismo que Gordon, y sirvió al principio de su carrera en Chipre y en Palestina, donde aprendió el árabe. En 1882 pasó a formar parte del estado mayor de oficiales británicos del ejército egipcio y, apenas con cuarenta y dos años, en 1892, fue designado Sirdar, general en jefe de las tropas anglo-egipcias, en sustitución de sir Francis Grenfell. Kitchener, como Salisbury, odiaba a la prensa.

Tan cruel como racista, tan buen militar como implacable conquistador, empleó su vida en hacer la guerra y alcanzó a ser el más famoso comandante de todas las campañas militares en las colonias de la época victoriana. Cuando Salisbury le encargó la campaña de Sudán en 1896, tenía cuarenta y seis años. Decidió organizar una guerra larga pero segura y, mientras ascendía de Egipto hacia el norte, a la conquista de Omdurman, fue construyendo una línea de ferrocarril que atravesaba el desierto de Nubia, desde Wadi Halfa hasta Jartum.

Al contrario que Wolseley, cuando organizó la fallida operación de rescate de Gordon, Kitchener no tenía prisa. Daba lo mismo un año que dos o que tres. El asunto era vencer; y su obsesión personal consistía en vengar a Gordon y el honor herido de Inglaterra.

Kitchener contaba, al inicio de la campaña, con unos dieciséis mil hombres, entre británicos, egipcios y algunos batallones de sudaneses, formados en su mayoría por soldados que antes habían sido esclavos en Egipto y Sudán. Al final de la contienda, dos años y medio después del inicio, su fuerza creció hasta los veintiséis mil hombres. Tenía que enfrentarse a un ejército de casi cien mil mahdistas.

Su primera preocupación fue dotar a su expedición de un armamento moderno. Así, logró que Londres le proveyese de fusiles Lee-Metford, cañones Krupp y, sobre todo, ametralladoras Maxim. Incorporó a su ejército una flotilla de diez vapores blindados, armados con cañones ligeros y Maxims, y varios escuadrones de caballería y de camellos. En los días en que comenzaba su marcha hacia Sudán, se hizo popular en Londres un verso de Hilarie Belloc que la gente cantaba en los pubs y los mercados:

Wliatever happens, we have got Maxim’s guns ana they have not.

(Suceda lo que suceda, nosotros tenemos ametralladoras Maxim y ellos no).

Pese al disgusto de Kitchener, viajaban con el contingente militar un puñado de corresponsales de guerra de los más importantes diarios londinenses. Gracias a ellos, hay crónicas muy vivas de la campaña, no sólo los partes militares, y algunas fotos de gran valor histórico. Asignado al servicio de Inteligencia en tareas de intérprete, con rango de oficial y a las órdenes del mayor Wade, viajaba en la expedición un antiguo gobernador de Gordon, el suizo Rudolph Slatin, que había logrado escapar de Jartum un año antes después de diez de cautiverio.

El 16 de marzo de 1896, el primer contingente de tropas anglo-egipcias salía de Wadi Halfa hacia Akasha, Nilo arriba, y al mismo tiempo comenzaban las obras del tendido del ferrocarril.

Tras varias batallas en las que los mahdistas fueron vencidos, a primeros de septiembre continuó el avance británico hacia Dongola. Los mahdistas no ofrecieron resistencia y huyeron, y el 23 de septiembre de 1896 las banderas egipcia y británica flameaban victoriosas en Dongola. Muy cerca de allí, en una isla del río, estaban las ruinas de la casa donde había nacido el Mahdi.

Tras una nueva victoria en Abu Hamed el camino hacia Berber quedaba abierto y las tropas de Kitchener entraron en la localidad y restablecieron la línea del telégrafo cortada más de diez años antes por el Mahdi. Las tropas del califa se concentraron en Shendi y Metammeh, al sur de Berber, mandadas por el emir Mahmud y con órdenes expresas de Abdullah de no ceder un metro más de terreno.

La fuerza principal del emir Mahmud se concentró y se fortificó en las orillas del río Atbara, el último tributario del Nilo antes de El Cairo. El 8 de abril de 1898, la élite del ejército británico y las mejores tropas egipcias atacaban las fortificaciones mahdistas a la bayoneta, después de un durísimo bombardeo. La batalla de Atbara duró cuarenta y cinco minutos y fue muy sangrienta. Kitchener tuvo quinientas cincuenta bajas, entre muertos y heridos, mientras que en el campo enemigo hubo mil muertos, numerosos heridos, y muchos prisioneros. Durante la batalla, los oficiales ingleses animaron a sus soldados al grito de Remember Gordon! (recordad a Gordon).

Nuevos contingentes británicos, viajando desde el mar Rojo y Wadi Halfa, se unieron al Sirdar Kitchener ya cerca de Omdurman. Entre las tropas recién llegadas, se contaba un regimiento de caballería británico, el 21.° de Lanceros, con cuatrocientos jinetes. Lo mandaba el coronel Martin y, en el staff de oficiales, servía un joven teniente llamado Winston Churchill.

Churchill tenía entonces veintitrés años y, en secreto, había contratado el envío de crónicas periodísticas sobre la campaña para el Moming Post, algo que le estaba prohibido a cualquier militar en el ejército británico. Kitchener se había opuesto a que se incorporase a su tropa ningún aristócrata, y Churchill lo era. Pero la madre del joven oficial movió sus influencias en Londres y el propio heredero de la corona impuso la presencia de Churchill en el 21.° de Lanceros. Cuando la contienda concluyó, Kitchener se enfureció al tener noticia de las crónicas enviadas por Churchill, pero de nuevo las influencias familiares salvaron al ambicioso muchacho de su expulsión del ejército. Gracias a esas influencias, de todos modos, Churchill logró participar en la batalla final de la campaña, en Omdurman, y escribir un magnífico libro sobre la contienda que llamó La guerra del río.

El 31 de agosto de 1898, Kitchener pudo contemplar con sus prismáticos las casas de adobe de Omdurman, sobre las que se alzaba la imponente cúpula plateada de la tumba del Mahdi, el verdugo de Gordon. En las llanuras sembradas de colinas que cerraban el camino a la capital del califa, le esperaba un ejército de cincuenta mil mahdistas dispuestos a luchar a vida o muerte.

«No fue una batalla, fue una ejecución», escribió un corresponsal de guerra sobre el combate de Omdurman. El historiador Thomas Pakenham señala: «Dos grandes ejércitos, dos grandes mundos diferentes, marchaban el uno contra otro para colisionar en unos pocos kilómetros cuadrados: el mundo industrial de Kitchener armado de modernos fusiles Lee-Metford contra el mundo medieval de la espada». Para Churchill, aquella primera batalla en la que participó en su vida le dejó ver que la guerra es «una sucia e infame ocupación que solamente los locos pueden emprender».

La mayoría de los cincuenta mil hombres de Abdullah, divididos en tres cuerpos principales de ejército, portaban como armamento lanzas y dagas y sólo unos miles contaban con viejos fusiles Remington. La táctica de combate del califa era avanzar a campo abierto por tres frentes, en sucesivas oleadas, al grito de «¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta!». Tras los hombres lanzados al ataque y a la carrera, marchaban bandas musicales que hacían sonar tambores y cuernos.

Kitchener, sabedor de su superioridad en armamento e inferioridad en número de hombres, formó una especie de fortín defensivo con varias líneas, dando la espalda al Nilo. Hizo vestir a los soldados británicos con casacas rojas en lugar del uniforme caqui, ordenó tocar las gaitas del batallón escocés y, al iniciarse la pelea, pidió a sus oficiales que animasen a sus hombres de nuevo con el grito de Remember Gordon!

Antes de que la batalla comenzara, los vapores británicos se acercaron a Omdurman y sometieron la ciudad a un duro bombardeo. La tumba del Mahdi fue alcanzada por numerosos proyectiles y su cúpula se llenó de boquetes.

A poco del amanecer, alrededor de las siete menos diez, el ejército de Abdullah comenzó a avanzar. «¡Qué espectáculo! —escribiría Churchill—. Jamás veré algo semejante en mi vida. Todo el lado de la colina pareció moverse y el sol, refulgiendo sobre las armas enemigas, derramó una centelleante nube sobre la planicie».

Las dos primeras oleadas del ataque se convirtieron en una verdadera carnicería para los mahdistas, que no lograron penetrar en ninguna de las líneas defensivas de Kitchener. Más que un combate, era un tiro al blanco con fusiles modernos y mortíferas ametralladoras. Luego, varios batallones del ejército anglo-egipcio salieron a campo abierto, destruyendo implacablemente cuanto contingente enemigo les salía al paso.

La batalla duró menos de cinco horas y las bajas mahdistas se estimaron en diez mil muertos, quince mil heridos y cinco mil prisioneros. Del lado anglo-egipcio, murieron veinte oficiales y doscientos setenta y un hombres, de ellos dos oficiales y veinticuatro soldados británicos. En el curso de los combates murió también un periodista, Hubert Howard, enviado especial de The Times.

Con los restos de su ejército, el califa Abdullah logró escapar hacia el sur, pese a que tropas egipcias lo persiguieron durante casi cincuenta kilómetros. A las doce del mediodía del 2 de septiembre de 1898, los primeros soldados de Kitchener entraban en Omdurman. El orgulloso Sirdar proclamó en su parte de guerra: «El resultado de esta batalla ha sido la práctica aniquilación del ejército del califa y la consecuente extinción del mahdismo en Sudán».

Pocas horas después, las tropas británicas desfilaban en las calles del destruido Jartum, llegaban al palacio de Gordon, parcialmente derruido, e izaban las banderas británica y egipcia. Dos días después, el 4 de septiembre, se oficiaba en el mismo palacio un servicio religioso en memoria de Gordon, en el que la banda de música entonó el himno favorito del piadoso general muerto allí mismo catorce años antes: «Permanece conmigo». Kitchener lloró en el curso de la ceremonia. Era la primera vez que lo hacía en su vida, al menos en público.

En Londres sonaron todas las campanas, mientras las gentes se echaban a las calles alborozadas y los periódicos contaban con detalle, gracias a los cables de sus corresponsales, las proezas de los soldados británicos en Omdurman. Sin embargo, alguien se acordó en Inglaterra del valor de los fuzzy-wuzzy mahdistas, que cargaron armados de sables y lanzas contra las pavorosas Maxims a campo abierto. Fue el poeta Rudyard Kipling: You’re a pore benighted eathen but a firt-class fightin man (Eres un pobre bárbaro ignorante, pero un luchador de primera).

La campaña siguió todavía un año. Al mando del coronel Wingate, una tropa anglo-egipcia bien equipada fue sofocando los últimos focos del mahdismo en el sur y el oeste del país. Abdullah y sus principales emires se refugiaron en los pozos de Um Dibaykarat, al sur, en noviembre de 1899. Pero localizados y rodeados por las tropas de Wingate, perecieron bajo una lluvia de balas mientras rezaban mirando hacia La Meca.

Kitchener hizo demoler la tumba del Mahdi y los huesos del Esperado fueron arrojados al río. No obstante, el general británico conservó la calavera, con intención de utilizarla como tintero. Al enterarse del asunto, la propia reina Victoria ordenó que la calavera del Mahdi fuese enterrada en Wadi Halfa, en un lugar desconocido.

El acontecimiento más conocido de la batalla de Omdurman fue la carga de caballería del 21.º de Lanceros. Fue una carga a la antigua usanza, con lanza y sable, la última en la historia militar británica, y tan inútil como sangrienta.

El 21.º de Lanceros jamás había entrado en combate antes de Omdurman y su jefe, el coronel Martin, estaba deseoso de gloria. Enviado por Kitchener con sus cuatrocientos jinetes, en tareas de reconocimiento, hacia el lado occidental del campo de batalla, Martin se topó con una partida de fuzzy-wuzzy de unos trescientos hombres, a la altura de la colina de Sugham. Formó en línea a sus hombres y ordenó cargar a sable y lanza, desdeñando el empleo de las carabinas. Pero mientras galopaban contra el enemigo, en una depresión del terreno, se encontraron de súbito con un contingente enemigo de unos dos mil hombres. Los caballos que descendían la quebrada ya no podían detenerse y, en menos de dos minutos, un oficial y veinte soldados del regimiento habían muerto, al tiempo que se habían perdido más de cien caballos. Martin dio orden de desmontar y, gracias a las carabinas, logró repeler el ataque de los derviches, que al fin se retiraron dejando en el campo más de un centenar de muertos.

Churchill participó en la carga y describió el combate en su libro sobre la campaña de Sudán: «Fue una lucha privada —decía—. La batalla general estaba olvidada y no la veíamos. La otra pudo ser una masacre, pero la nuestra fue limpia, porque ambos lados luchábamos con lanzas y espadas». No obstante el tono épico de su relato, Churchill retrataba también la crudeza del encuentro: «Caballos sin jinete galopaban a través de la planicie y los hombres desmontados corrían desamparados y tambaleantes en su busca, cubiertos de sangre y quizá con una docena de cuchilladas en el cuerpo. Los caballos, chorreando sangre por tremendas heridas, cojeaban y se tambaleaban como sus jinetes».

La campaña «Vengar a Gordon», como se conoció entre la opinión pública desde su inicio, supuso un costo total para las arcas del tesoro británico de ochocientas mil libras esterlinas. «Nunca se obtuvo una satisfacción general tan grande —escribió Churchill— por tan poco dinero».

Kitchener, tras un período como gobernador de Sudán, en el que reconstruyó Jartum y devolvió a la ciudad la capitalidad, siguió en los años siguientes su brillante carrera, poniendo en práctica su particular y sanguinaria forma de concebir la guerra. En 1900 fue trasladado a Suráfrica, para hacerse cargo de la jefatura de las tropas británicas en la Segunda Guerra Bóer. En la última fase, los bóers desataron una guerra de guerrillas que hacían imposible la victoria británica. Y Kitchener lo resolvió en forma tajante y sumamente eficaz: quemó las granjas de los bóers y confinó a sus mujeres e hijos en campos de concentración, obligando así a rendirse a sus maridos y padres. Más de veinte mil mujeres y niños bóers murieron de hambre y enfermedades en los campos de Kitchener antes de que se firmase la paz.

En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Kitchener fue nombrado ministro de la Guerra. Y se ocupó personalmente de la campaña de recluta de voluntarios. Su rostro se hizo muy popular: desde los carteles publicitarios que pedían alistarse a los jóvenes ingleses para marchar a los campos de batalla del continente europeo, el rostro severo y bigotudo de Kitchener miraba directo a los ojos de quienes le contemplaban sobre un eslogan que decía: «Tu país te necesita». Ese gesto determinado le costó a su país, en esta ocasión, más de un millón de muertos.

Laureado, condecorado, elevado al rango de aristócrata con dos títulos concedidos por la rema, Kitchener murió en junio de 1916 mientras navegaba hacia Rusia, a bordo del buque de guerra Hampshire, en una misión política. El barco chocó contra una mina submarina alemana y se fue a pique en cosa de minutos.

En 1899, tras la victoria de Omdurman, Sudán había pasado a convertirse oficialmente en territorio administrado por un consorcio anglo-egipcio. A partir de 1918, cuando concluyó la Primera Guerra Mundial y Turquía, aliada de los alemanes, perdió su imperio, Sudán se integró en el Imperio británico. En 1956, el país logró la independencia y entró en un período de luchas internas, sobre todo entre el norte y el sur, y de inestabilidad política. En las elecciones de 1964, fue elegido primer ministro un bisnieto del Mahdi, Sadiq al Mahdi, pero cinco años después, en 1969, un golpe militar lo derrocó e instaló en el poder a Jafaar Numeiri.

Los fracasos en política económica obligaron a Numeiri a pactar con los fundamentalistas islámicos en 1983, lo que le empujó a aplicar la ley islámica con la prohibición, entre otras cosas, del consumo de alcohol. La guerra entre norte y sur se reavivó en esas fechas y Numeiri fue depuesto por un nuevo golpe militar en 1985. Otro putch, en 1989, instaló en el poder a los sectores más duros del integrismo y Sudán pasó a engrosar las filas de los países más radicales del islamismo, lo que hizo que se le incluyera en la «lista negra» de los países occidentales. Hoy, es uno de los países más pobres de la Tierra. Y las cifras de muertos de la guerra entre el norte y el sur se eleva a dos millones de personas.

Mi última noche en Jartum me hizo sentir que no estaba en el Sudán, o más aún: en ningún lugar del mundo real, sino a caballo de una ficción insólita surgida de un sueño. Había una fiesta que reunía a toda la colonia occidental residente en Jartum, más o menos trescientas personas de entre veinte y treinta nacionalidades. El party se celebraba en la elegante zona de Amarat y los anfitriones eran cuatro hermanos sudaneses que monopolizaban el comercio y la exportación del yogur. Aunque en Jartum la policía tiene el derecho de entrar sin previo aviso en cualquier vivienda y registrarla, lo mismo en busca de espías de Occidente que de alcohol, hay algunas excepciones: las residencias de gentes poderosas y las de los altos dignatarios diplomáticos. Sencillamente, un cartel en la puerta anuncia que la policía no tiene allí permiso de entrada sin el consentimiento del dueño o una orden pertinente del gobierno. Y sanseacabó.

Ese letrero lucía en el portón de aquel chalet de una planta y gran jardín, perfumado por el olor de las higueras, los jazmines y los galanes de noche. Camareros sudaneses, ataviados con galabbiyas y turbantes, recorrían entristecidos los grupos de invitados que se concentraban en el jardín y en los salones abiertos de la casa, cargando en sus bandejas jarros de cerveza, vasos de vino, de whisky o de ginebra y copas de champán. Creo que en pocas fiestas, durante toda mi vida, he visto trasegar tanta cantidad de alcohol como en aquella del abstemio Jartum. De los trescientos invitados, puede que más de doscientos fuesen realmente espías camuflados de diplomáticos, y al menos doscientos cincuenta eran unos redomados borrachos. Todas las prohibiciones desatan siempre apasionadas vocaciones por llevar la contraria y en Jartum, como en todos lados, quien hace la ley acaba teniendo que aguantar la trampa.

Llegué con Román y Lola de noche, a eso de los ocho y media, más o menos una hora después de que el sarao hubiese dado comienzo, y una buena parte de los ilustres invitados ya caminaba a trompicones. Me ocupé de inmediato en llevarme mi parte del pastel y me pareció que el camarero que me servía miraba mis ojos con odio de fuzzy-wuzzy. Dejé durante un rato el grupo hispano y anduve entre corrillos de gente que sonreía sin cesar a un lado y a otro mientras alzaba con satisfacción la copa. Creo que la mayor parte de los invitados eran ingleses.

Uno de ellos, alto y desgarbado, trabó conversación conmigo. Sin duda era un tipo bien educado, un correcto caballero salido de los campus de Oxford o de Cambridge, ese espécimen británico tan extraño y curioso que llaman oxbridge. Como todos los británicos formados en los estrictos colegios de élite, llevaba su borrachera en forma muy peculiar: hacía enormes esfuerzos por mantenerse erguido y no dar traspiés, con la copa sostenida a la altura del pecho, una sonrisa que no podría borrarse ni con cuatro o cinco buenos guantazos y un empeño digno de todo encomio por mantener la cabeza alta, lo que le hacía estirar el cuello con aire de cisne grotesco. El hecho de que estuviese ya ebrio tenía ciertas ventajas y la mejor de todas era que el engolado inglés de los oxbridge no le salía bien, con lo cual se le entendía mejor de lo que es costumbre con los de su clase, a pesar de que su lengua se comportase como la suela de un zapato caminando sobre hielo.

Servía en Jartum como funcionario de Naciones Unidas, en tareas de desarrollo agrícola, y llevaba un buen puñado de años destinado en la ciudad. Me contó que estaba casado con una sudanesa.

—Pero ella no viene a estas fiestas, es musulmana. Se queda en casa leyendo el Corán y rezando por el perdón de mis pecados, que ya ve usted que son muchos —dijo alzando la copa y acabando su whisky de un trago.

Luego, hizo una señal al camarero para que le trajese otro.

—Yo no conocí el Jartum anterior al 83, ya sabe, el año en que se prohibió el alcohol —siguió hablando—. Entonces debía ser una ciudad simpática, por lo menos más alegre que ahora. Y ya ve usted lo que son las cosas: el tipo que acabó con el alcohol era alcohólico. ¿Conoce la historia? Es extraordinaria.

—No muy bien.

—Fue cosa del presidente Numeiri, un borracho incurable. Cuando los islamistas amenazaban con derribarle, comenzó a ceder terreno. Y una de sus primeras decisiones fue aplicar más estrictamente la Sharía. El día antes de anunciar la prohibición, dicen que llenó un almacén de bebidas para él solo, llevándose todo lo que había en bares y hoteles. Después de decretar la ley seca, el ejército y la policía requisaron cuanto alcohol encontraron en todos los rincones de la ciudad y del país. Una buena parte de la cosecha se machacó con bulldozer en Sharia el Nil, como una especie de ejecución pública. El resto de botellas, bastantes miles, se arrojaron al río; cerca del palacio de Gordon, por cierto. ¡Extraordinario! ¿Y sabe lo más gracioso? Durante años, los niños buceaban en el río, sacaban botellas de cerveza o de licor y las vendían a media libra sudanesa. Era un precio estándar, llevase lo que llevase dentro la botella. Los niños iban con sacos a los barrios europeos y llamaban a las puertas anunciando: «Cerveza del Numeiri, whisky del Numeiri…, media libra». Todavía, al principio de mi estancia en Jartum, probé alguna buena botella de malta del Numeiri. Realmente extraordinario, se lo aseguro.

Avanzaba la noche y crecían las borracheras. En grandes cubos, a un extremo del jardín, se amontonaban las botellas vacías. El gesto de los camareros bien podía ser ahora el de los fuzzy-wuzzy prisioneros tras la batalla de Omdurman. La victoria europea continuaba por otros medios en aquel party blasfemo.

De pronto, salieron de la casa tres gaiteros haciendo sonar sus pipas. Y tras ellos, cuatro tipos gordos, de piel negra, ataviados con faldas escocesas, bailaban con aire de osos amaestrados mientras sonreían a los invitados. Se formó corro y allí en el centro siguieron danzando los sudorosos plantígrados, con algunos voluntarios europeos, cumplidamente ebrios, que se animaron a imitarles. Alrededor de los bailarines la gente daba palmas y se escuchaba algún que otro grito de guerra escocés.

—Es una extraña familia, ¿no se los han presentado? —preguntó mi compañero de copas.

—No me han presentado a nadie.

—Son los anfitriones: muy ricos, inmensamente ricos, no sabe usted cuánto dinero puede dar esa pasta infame que llaman yogur. Estudiaron en Escocia de jóvenes y se consideran más escoceses que Sean Connery. ¿Sabe algo gracioso? Son judíos, cuatro hermanos judíos millonarios en medio del corazón del Islam. ¿Y sabe algo aún más gracioso? Los cuatro son gays. ¡Extraordinario!

Mi compañero soltó una contenida risa muy oxbridge.

—Cuatro judíos negros y gays que se creen escoceses y emborrachándose en mitad de Jartum… Realmente extraordinario.

Dejé a mi extraordinario interlocutor y regresé con el grupo de españoles. Habían parado las gaitas y un aparato de música sonaba atronador en el jardín. Mis amigos españoles y yo compusimos un mismo gesto desesperado cuando vibraron en el aire los primeros compases de «Macarena». Oxbridges, escoceses negros, espías de diez patrias y borrachos tambaleantes se arrojaron al centro del jardín para bailar en fila componiendo extraños pasos de baile lejanamente parecidos al flamenco. Yo combatí mi desolación dándole alegría al cuerpo con gin-tonics.

A la mañana siguiente, me esperaba el desierto y anhelaba, sin saber muy bien qué es lo que habría de depararme, el encuentro con las inmensas soledades nubias del norte de Jartum. Había leído tanto sobre el desierto los meses anteriores a mi viaje…: a Burton, Loti, Rimbaud, Bowles, Monod, Eberhardt, Riefenstahl…

En todo caso, aquella mañana, a hora muy temprana, mientras me tomaba un café para rendir la resaca en la cocina de la casa de Román Bautista, me acordaba de un verso de Richard Burton recogido en el libro IX de su poemario La Casida:

Emprende ya tu camino con la frente serena, no temas narrar tu humilde historia: los susurros del viento del desierto, el tintineo de la campana del camello.