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DOS HOMBRES Y UN DESTINO

Fui con Román a buscar a Lola y a Cintia. Era viernes, jornada festiva para los musulmanes, y mis tres amigos españoles habían reservado el día para mostrarme Jartum y Omdurman. En realidad, las dos urbes son ya una sola, pues en las últimas décadas la población de ambas se ha multiplicado por diez y las construcciones se han desparramado en todas direcciones, no dejando ya espacios libres entre las dos ciudades. Omdurman comienza al norte del lugar donde se funden en uno los dos Nilos. Nació como un fuerte para defender Jartum y, después de que el Mahdi conquistara la capital sudanesa y la arrasara, en 1885, Omdurman pasó a ser la capital del imperio mahdista. Más tarde, en 1898, cuando la expedición de castigo de Kitchener derrotó a las tropas del califa Abdullah, sucesor del Mahdi, y reconquistó Jartum, esta volvió a recuperar su rango capitalino. Y lo ha seguido manteniendo hasta ahora mismo.

Era un día de calor atroz; pero el paseo de Sharia el Nil resultaba un lugar fresco y agradable, a la sombra de los laureles que Kitchener ordenó plantar en el largo y ancho malecón que mira al Nilo Azul. Muchos de los más tenebrosos matarifes de la historia, como es el caso de Kitchener, albergan corazones delicados en los que esconden un dulce amor por las plantas y los pájaros.

Nos sentamos a esperar, bajo los árboles, al transbordador que cruza a Tuti, una amplia isla clavada en el último tramo del Nilo Azul y que alarga su extremo norte, como la proa de un buque, hasta el lugar donde comienzan a viajar fundidos en uno los dos Nilos. Hablábamos de España, de Sudán y de los lugares del mundo donde habíamos estado. Cintia era la más joven y su aventura de trotamundos había comenzado en Sudán tan sólo unos meses antes. En cuanto a Lola y Román, eran ya veteranos del vagabundeo, enfermos de nomadismo, unos incurables errabundos. Yo, en cierto modo, sentía envidia de los tres: porque regreso siempre a la madriguera y cierro la puerta a mi anhelo de romper el billete de vuelta y no volver jamás. Pero añoro esa vida errática y el trazo más bello que se pinta en los cielos es, para mí, el de las estrellas fugaces. Viajar a lomos de una de ellas, aunque bastante más despacio, no sería un mal regalo de los dioses generosos.

Junto a nosotros esperaban varias familias sudanesas, con mayoría de mujeres y niños. Nos sentíamos bien allí, cuatro khwagas rodeados de gentes cuyo idioma no entendíamos, que nos sonreían hospitalarias y nos ofrecían frutos secos y dátiles frescos. Cuando el ferry llegó desde la isla, descendió un tropel de viajeros y embarcamos nosotros. Era un vapor viejo y oxidado, que despedía un fuerte olor a gasóleo de sus calderas. Sin duda se trataba de una decrépita reliquia de los días en que Sudán fue colonia británica. Renqueando, moviéndose con desgana sobre las aguas verdosas del Nilo Azul, nos llevó hasta Tuti, al justo precio, vista la nave y la distancia, de seis céntimos de euro por billete. Alá es siempre ecuánime.

La isla no ofrecía nada de extraordinario, pero algo había que hacer en Jartum esa mañana. Era un arenal batido por el furor del sol, con algunas casas de aspecto miserable, burros ociosos al arrimo de las escasas sombras y un puesto de venta de refrescos. En las orillas del Nilo se extendían pequeños huertos de sorgo y bosquecillos de limoneros, regados por aspersión de las aguas del río. Era un terruño pobre y deprimido la isla de Tuti. Dimos un paseo breve por el lugar y regresamos al vapor.

Desde cubierta, de vuelta a Jartum, los palacetes de la otra orilla parecían mecerse entre los altos laureles de la cornisa sobre el Nilo. El más humilde entre todos ellos era el de Gordon. Yo sabía, sin embargo, que su peso histórico era muy superior al de todos sus vecinos.

Cuando Samuel Baker dimitió como gobernador de Sudán y regresó a Inglaterra, el jedive Ismael decidió buscarle un sucesor también europeo, pues conocía de sobra la laxitud y los hábitos de corrupción de los funcionarios egipcios, quienes por otra parte no hacían otra cosa que reproducir, a escala menor, la forma que el propio Ismael tenía de entender la política y los negocios.

Baker había dejado detrás, al retirarse del Sudán, cerca de cuarenta mil egipcios, en su mayoría soldados, pero también un buen número de funcionarios y familiares de unos y de otros. El país lo había dividido en prefecturas o provincias y, en el aspecto militar, había ocho guarniciones principales y numerosos puestos pequeños a lo largo del gigantesco territorio sudanés. Pero bajo esta apariencia de orden y normalidad, Sudán era, en la realidad, una suerte de anarquía dirigida a un único objetivo: el abuso. Los funcionarios se dedicaban a robar a la población local, extremando más aún los impuestos decididos por El Cairo, ya de por sí desmesurados y extenuantes para una población campesina que vivía en los umbrales de la miseria. El que sería sustituto de Baker, Charles Cordon, escribió en 1879, al poco de renunciar a su cargo en Sudán y regresar a Inglaterra: «El gobierno de los egipcios en estos lejanos territorios no ha sido otra cosa que uno de los peores latrocinios que pueden ser descritos».

En cuanto a la milicia, los oficiales y soldados eran los más ineficaces que podían reclutarse en todo Egipto: profesionales sin el entrenamiento preciso y, además de eso, mal pagados, por lo que su actividad, más que prevenir las revueltas de los nativos sudaneses, era en esencia el pillaje. La única tarea que cumplían escrupulosamente era el cobro de los impuestos, y lo hacían por lo general a punta de bayoneta. En su libro, The River War (La guerra del río), Winston Churchill traza un retrato desolador de aquel ejército: «Los oficiales egipcios se distinguían al mismo tiempo por su incapacidad pública y su mal comportamiento privado. La mala reputación del Sudán y su clima insano desaconsejaban ir a aquellas remotas regiones a los más capaces y educados y ninguno que pudiera evitarlo viajaba al sur. El ejército que los jedives mantenían en El Cairo era, visto desde estándares europeos, una chusma. Estaba mal entrenado, raramente pagado y era cobarde…, y de aquella canalla, la crema del ejército egipcio, los peores eran enviados a servir en el Sudán. Los oficiales permanecían por largos períodos, a menudo toda su vida, en la oscuridad de las lejanas provincias. La mayoría tenían harenes de mujeres del país. Muchos eran vagos y borrachos. Casi todos eran deshonestos. Y todos ellos, indolentes e incapaces. Bajo tal liderazgo, los mejores soldados degeneraban de inmediato. Los del Sudán, como sus oficiales, no eran buenos soldados. Su entrenamiento era imperfecto, su disciplina relajada, su coraje escaso».

En aquellos días, en el Sudán tan sólo existían dos ciudades: la capital, Jartum, y El Obeib, enclavada más al sudoeste, en la provincia de Kordofán, una región formada por desiertos y hoscas montañas. Para la comunicación con El Cairo, tan sólo se contaba con una línea de telégrafo. Por tierra, viajar desde Jartum a la capital egipcia era una empresa casi infernal, pues debía atravesarse el duro desierto de Nubia, donde apenas se encontraba agua. Viajar por el Nilo era extremadamente difícil, ya que, entre El Cairo y Jartum, había seis pequeñas cataratas que, pese a su poca altura, impedían la navegación. La mayoría de los vapores que se encontraban en el Alto Nilo habían sido trasladados allí por piezas, después de penosísimos viajes, y los pocos que habían llegado ascendiendo el río tuvieron que salvar las cataratas siendo jalados con cabos por decenas de hombres y animales de tiro. La manera menos trabajosa de llegar desde El Cairo a Jartum era navegar el mar Rojo hasta el puerto de Suakim y, desde allí, descender en caravana, a lomos de camellos, hacia el sudoeste.

Egipto controlaba de hecho los territorios del norte de Jartum y las riberas sudanesas del mar Rojo. El resto del país era tierra de nadie, o mejor: el imperio de los esclavistas árabes, que formaban una especie de federación y que, cada año, enviaban a Jartum un botín de cincuenta mil cautivos. Desde allí, los esclavos eran despachados a El Cairo, en terribles viajes en los que apenas sobrevivían un cincuenta por ciento de ellos. En las ciénagas de Bahr-el-Ghazal, al sur de Jartum, y en Dafur, al oeste, señoreaba el esclavista sudanés Zubehr Rahamna, que contaba con un ejército de diez mil hombres. En teoría, era súbdito de Ismael, además de socio en el negocio de la esclavitud. Pero en 1874, se consideró lo suficientemente fuerte como para independizarse del yugo egipcio, y dejó de pagar impuestos. Esa fue una de las razones, si no la principal, por la que el jedive decidió enviar un hombre capaz de cortarle las alas a Zubehr. Y así, escogió a Gordon, un puritano y eficiente militar inglés deseoso de ampliar su ya muy alta gloria. Gordon tenía entre sus más elevados ideales el abolicionismo y quería luchar contra la lacra del tráfico de esclavos y acabar con ella. Ismael, que había firmado el tratado suscrito por la Liga Internacional contra la Esclavitud, lo que en realidad pretendía no era otra cosa que recuperar un negocio que le reportaba cuantiosos beneficios.

¿Cómo era Gordon, el futuro protagonista de la epopeya de Jartum? Desde luego, un tipo nada común. Winston Churchill, en The River War [La guerra del río], su libro sobre Sudán, lo llamó no sin razón «el heraldo de la tempestad» y lo describía de la siguiente forma: «Un tipo sin comparación en los tiempos modernos y con pocos parecidos en la historia. Sus comportamientos eran caprichosos e inciertos, sus pasiones violentas, sus impulsos súbitos e inconsistentes. El enemigo mortal de la mañana se convertía en un aliado de confianza antes del atardecer. Al amigo que amaba hoy, lo odiaba mañana…, un temperamento de naturaleza neurótica».

Para Henri L. Wesseling, autor de Divide y vencerás, Gordon era la típica eminencia de la Inglaterra victoriana. Lytton Strachey, uno de los componentes del famoso grupo literario de Bloomsbury, al que perteneció Virginia Woolf, escribió una demoledora biografía sobre él, en la que contempló su figura como la de un hombre movido por «impulsos misteriosos que le precipitaron, lo mismo que a las criaturas de una representación de títeres, a una tragedia predestinada». En cuanto a Thomas Pakenham, en su libro The scramblejor África, asegura que Gordon «comparaba a veces su vida con una crucifixión». Alan Moorehead, en fin, nos lo pinta en El Nilo Blanco como «quijotescamente generoso y amable, al tiempo que una especie de santo errático, y decididamente un poco loco».

En extremo religioso, su lectura favorita era la Biblia. Casto y soltero, profesaba un hondo respeto a su hermana mayor, Augusta, a la que obedecía con el temor reverencial de un niño y con la que siempre mantuvo correspondencia, se hallara donde se hallara. Era también sumamente sobrio, desdeñoso del dinero y de la vida social, ávido de gloria, depresivo y contradictorio. «Cambiaba sus opiniones —dice Pakenham— con mayor frecuencia que sus ropas». Espartano, valiente, generoso, era también un gran bebedor, sobre todo de brandy, que mezclaba con soda. Y muy fumador. Los retratos nos lo presentan como un hombre rubio y con ojos dotados de una honda luminosidad de verde jade. Al parecer, según Strachey, era bajo de estatura y muy delgado.

Participó en la guerra de Crimea con sólo veintiún años y allí logró alta fama durante el sitio de Sebastopol. Más tarde, tomó parte en la conquista británica de Pekín. Pasó luego a servir como militar, o si se quiere como mercenario, al gobierno chino, y ganó en ese período la nada desdeñable cifra de treinta y tres batallas. En Inglaterra era un soldado muy respetado y popularmente se le conocía como el Chino Gordon.

Este extraño personaje, iluminado y valiente, contradictorio y tenaz, neurótico y honesto, iba a encontrar en Jartum una especie de alter ego, otro iluminado tan tenaz y vesánico, al menos, como él lo era. Se llamaba, o más bien se hizo llamar, el Mahdi, «el esperado», la reencarnación del profeta Mohamed. Entre los dos, unidos en un destino de tintes trágicos, iban a escribir las páginas de mayor contenido épico de toda la historia del período del colonialismo en África.

La historia de Gordon en Jartum ocupa dos períodos. El primero, entre 1874 y 1879, cuando fue enviado por el jedive para pacificar el Sudán, extender sus dominios hasta los grandes lagos del centro de África, anexionando el reino de Buganda —en la actual Uganda— al Imperio egipcio, y derrotar a los esclavistas rebeldes. El segundo, entre 1884y 1885, cuando regresó ajartum, esta vez nombrado gobernador por el gobierno de Londres, para ocuparse de la retirada de las tropas y los funcionarios egipcios amenazados por la rebelión del Mahdi. Su primera misión fue un éxito. La segunda, un fracaso militar y político que le costó la vida.

Gordon llegó a Egipto en febrero de 1874, cuando tenía cuarenta y un años, para encargarse de los preparativos de su expedición a Sudán, aceptando la oferta del jedive Ismael. Para demostrar al derrochador jedive su propia honestidad, rechazó el salario de diez mil libras anuales que Ismael puso sobre la mesa, el mismo dinero que había cobrado su antecesor Baker, y lo estableció en dos mil libras. Luego, pidió organizar su propio equipo de mando y escogió para ello a un grupo de aventureros occidentales, con experiencia en África, entre los que se encontraban americanos, ingleses, franceses y un italiano. Este último, Romolo Gessi, alcanzaría a ser el mejor de todos sus lugartenientes, sobre todo en el campo de batalla. Nacido en Constantinopla de padre italiano y madre armenia, Gessi había combatido a las órdenes de Garibaldi en la campaña de liberación de Italia y, más tarde, junto a los británicos en la guerra de Crimea. Era un soldado curtido en la batalla y un especialista en el combate de guerrillas.

Gordon llegó a Jartum en el tiempo récord de veintiún días, viajando en camello desde el puerto de Suakim, y tan sólo en otros nueve días arregló todo lo necesario para iniciar su marcha hacia el sur. Aunque su inmediato superior era el gobernador general egipcio, un indolente funcionario nombrado por el jedive, Gordon tenía las manos libres en lo que a su expedición se refería. Con barcas desmontables y al mando de unos cuantos cientos de soldados egipcios y sudaneses, alcanzaba Gondokoro, mil quinientos kilómetros al sur de Jartum, veinticinco días más tarde. Continuó hacia el sur y, siguiendo las tácticas de Baker, fue dejando tras él una cadena de fuertes con pequeñas guarniciones, hasta llegar a las cercanías de Masindi, capital del reino de Bunyoro, donde Baker había sido detenido años antes en su avance por las guerrillas del rey Kabarega.

Constantemente en batalla, como su predecesor, fue perdiendo hombres, a causa de las enfermedades y las deserciones. Pero Gordon era mejor militar que Baker y un hombre mucho más tenaz. Logró pasar Bunyoro y seguir hacia el sur, hasta alcanzar el reino de Buganda, donde reinaba Mutesa, en las orillas del lago Victoria. Gordon podría haber pasado a la historia de la exploración con todo merecimiento, pues sus barcos fueron los primeros en circunnavegar el lago Alberto, algo que no había hecho Baker. Pero desdeñó tal honor, pues los «descubridores» le parecían una especie demasiado presuntuosa, y dejó para Romolo Gessi la gloria de ser el primer europeo que surcó las aguas del Alberto.

Dos años y medio después de iniciar su expedición al sur, en 1876, Gordon dominaba la provincia de Ecuatoria, fundada por Baker en 1871. Aunque el reino de Buganda no se había sometido finalmente al jedive, había cumplido su misión con creces. Pero, en opinión de Gordon, tan sólo en parte, ya que el poder de la federación de esclavistas apenas había sido dañado. Desde Egipto, el jedive Ismael había emprendido, poco después de la partida de Gordon, otras aventuras imperiales en dirección a Etiopía y la costa del Indico. Y el puritano y bravo militar británico no podía contar con las tropas necesarias para combatir la esclavitud.

Regresó a El Cairo a finales de 1876, dimitió de su cargo, cobró su salario y embarcó hacia Londres. Sin embargo, no había transcurrido un mes cuando Ismael volvió a llamarle. La razón no era otra que la decisión de Zubehr Rahamna, principal esclavista del Sudán y rey sin corona de las regiones de Bahr-el-Ghazal y Darfur, de no pagar impuestos al jedive. Zubehr era, además, el principal dirigente de la confederación de traficantes de esclavos, que contaba con un ejército de diez mil hombres.

En esta ocasión, las condiciones de Gordon fueron muy duras. El corrupto gobernador egipcio de Jartum debería ser cesado y su puesto lo ocuparía él mismo. Tendría plenos poderes en todo el territorio del Sudán y su principal misión, junto con el restablecimiento del orden y el fin de la corrupción, no sería otra que acabar con la esclavitud. Ismael aceptó los planteamientos de Gordon y le propuso una subida salarial de dos mil a seis mil libras anuales. Gordon lo dejó en tres mil, pero aceptó del jedive como regalo una casaca con finos galones bordados en oro valorada en ciento cincuenta libras. La vestía a menudo para impresionar a los nativos y a sus enemigos.

En febrero de 1877 estaba de nuevo en El Cairo y entraba en Jartum, viajando otra vez desde las riberas del mar Rojo, el 4 de mayo de 1877. Se instaló en el pequeño palacio de gobernador, junto al Nilo Azul, donde vivía solo con sus sirvientes. Sus únicos lujos eran el brandy y los cigarrillos, que fumaba sin descanso. «Con la ayuda de Dios», escribió a su hermana el pío soldado Victoriano, «restableceré el orden en Sudán».

En 1878, volvió a unírsele Romolo Gessi. Mientras Gordon organizaba la administración en Jartum, despidiendo a funcionarios corruptos y colocando a mercenarios europeos de su confianza en los gobiernos de las provincias, su lugarteniente se ocupaba del ejército. Por medio de hábiles trucos diplomáticos, el gobierno egipcio convenció al esclavista Zubehr de que viajase a El Cairo para pactar un acuerdo con el jediue. Zubehr picó el anzuelo, pensando que lograría ser nombrado por Ismael gobernador general de Darfur, una de las provincias donde operaban sus expediciones negreras, y se dirigió a la capital de Egipto. Allí fue retenido por el jedive, en calidad de respetable prisionero, con libertad de movimientos, viviendo en una suntuosa mansión con harén propio, pero vigilado y sin permiso para regresar a sus dominios.

Gordon viajaba a menudo por los territorios de Sudán, en largas cabalgadas de camello. Su prestigio crecía entre los nativos, que llegaron a creerle un hombre invencible, un semidiós. Poco después de la retención de Zubehr en Jartum, su hijo Solimán, de veinte años de edad, se rebeló contra Gordon en Bahr-el-Ghazal, secundado por los otros esclavistas, al frente de un ejército de diez mil hombres. Gordon no dudó un instante y envió al sur a Gessi, al mando de una fuerza de mil soldados.

Tras una serie de victoriosas batallas, Gessi emboscó y capturó a los cabecillas de la rebelión en los pantanos de Bahr-el-Ghazal. Con el permiso de Gordon, fusiló a todos ellos, incluido Solimán, el hijo de Zubehr. Así terminaba el imperio de los negreros, que habían campado a sus anchas durante casi veinticinco años por el Sudán occidental y las regiones del sur. Gessi liberó a diez mil esclavos y entregó los soldados de Solimán a los habitantes de las aldeas donde operaban para que ellos mismos los ejecutasen. Incluso las mujeres y concubinas de los negreros fueron pasadas a cuchillo, «por temor —escribe Pakenham— a que su sangre pudiera sobrevivir».

Pero Sudán era demasiado grande y, aun acabando con Zubehr y Solimán, el tráfico de esclavos seguía vivo. Otras caravanas seguían operando por todos los rincones del país. El ejército de Gordon, con él mismo a la cabeza, las perseguía implacablemente y en pocos meses liberó a más de dos mil cautivos. Pero surgía otro problema: ¿adónde devolverlos? La mayoría de los infelices esclavos pertenecían a aldeas que habían sido completamente arrasadas por los esclavistas, tras haber matado a sus habitantes. De modo que casi todos ellos acababan en manos de nuevos amos. Las caravanas de negreros, además, debían alejarse de Gordon y su ejército internándose en regiones muy abruptas, lo que elevó terriblemente el número de muertos entre los esclavos. Sudán era, en aquellos días, el paisaje de la desolación absoluta: restos humanos en todos los caminos, la mayoría de mujeres y niños, y esclavos esqueléticos que vagaban sin rumbo por todo el país, pasto de fieras y carroñeros.

Gordon nombró a Gessi gobernador de Bahr-el-Ghazal y, para el mismo cargo en la provincia de Darfur, escogió a un militar austríaco que servía en el ejército egipcio: Rudolph Slatin. A cargo de la lejana Ecuatoria, quedó un judío alemán, Emín Pacha, que diez años más tarde se haría famoso cuando Henry Stanley partió a rescatarle en una titánica expedición a través de medio continente negro.

En junio de 1879, se produjo en El Cairo un vuelco político inesperado, al menos para Gordon. Ismael había llevado Egipto a la bancarrota absoluta y Londres y París le obligaron a dimitir, poniendo en su lugar, en el papel de rey-títere, a su hijo Tewfik. El gobierno real de Egipto quedó en manos de Evelyn Baring, cónsul británico en El Cairo y enemigo jurado de Gordon. En julio, Gordon presentó su dimisión como gobernador general del Sudán y en 1880 estaba en Inglaterra. En cierta medida, regresaba satisfecho de su misión, convencido de que, al menos, atrás quedaba un inmenso territorio pacificado y que un nuevo capítulo de su biografía, el de Sudán, quedaba cerrado con gloria, como antes había sucedido en Crimea y en China.

Pero un año después, en 1881, un Mahdi se alzaba en el Sudán, un «elegido», un «enviado de Dios», un «esperado». Y Sudán ardió como un reguero de gasolina en pocos meses. En esta ocasión, la empresa de pacificación, o mejor: de retirada con honra, le correspondía a Inglaterra. Y no había nadie más capacitado para la misión, en toda Gran Bretaña y en Egipto, que Charles George Gordon, el Chino.

En ese mismo año de 1881, poco antes del alzamiento del Mahdi, Romolo Gessi fue destituido como gobernador de Bahr-el-Ghazal y se le ordenó regresar de inmediato a El Cairo. Gessi acató las órdenes e inició el camino de vuelta hacia el norte. Pero encontró enormes dificultades en las regiones cenagosas del Sudd. Muchos de sus hombres murieron de hambre e, incluso, se dieron entre sus tropas casos de canibalismo. Así eran de duros aquellos días y aquellas regiones remotas, territorios de aventura en estado puro para los que hacían falta hombres del talante y el valor de Gessi. El antiguo lugarteniente de Gordon logró seguir camino y alcanzar El Cairo para presentarse ante el nuevo jedive y el cónsul británico. Muy enfermo, murió pocos días después.

Para la nueva empresa del Sudán, Gordon no podría contar ya con su antiguo lugarteniente y su hombre de mayor confianza. Romolo Gessi no tendría la muerte gloriosa que todo gran soldado desea, junto a su jefe y camarada en la que sería la última batalla de Gordon.

Desde la isla de Tuti, seguimos hacia Omdurman en el coche de Lola Castro. Y desde las alturas del puente de hierro que une Jartum con Omdurman, vi la conjunción de los dos Nilos. No sé decir si era un bello espectáculo. Pero cuando has anhelado llegar al lugar sobre el que tanto has leído y escuchado, tu carga emotiva es tal que difícilmente te decepciona. Mi pulso se aceleró levemente al ver los dos ríos allá abajo. Apenas pude contemplarlo un instante, ya que las autoridades sudanesas consideran el puente como un lugar de interés estratégico y no es posible detenerse a mirar, ni mucho menos hacer fotografías.

Era época seca y los dos anchos cursos de agua bajaban perezosos, teñidos de un mismo tono verde sucio. Ni el uno era Blanco ni el otro era Azul. La corriente del Azul, llegando desde la derecha a la confluencia, bajaba algo más vigorosa y alegre que la de su hermano, que venía por el lado izquierdo del puente con aire de fatiga, quizá dormida su fuerza original en las ciénagas lejanas del Sudd. En el punto de unión, las aguas se rizaban levemente y tuve la impresión de que el Azul obligaba al Blanco a hundirse bajo su corriente, que se lo tragaba para llevarlo metido dentro de su vientre, protegido como un feto, en el duro y largo camino que, a través de los rudos desiertos de Nubia, conduce a Egipto. Y era una impresión cierta, pues en el encuentro de las dos corrientes que forman ya el Gran Nilo, el ochenta por ciento del caudal lo aporta el Azul, cuatro veces más del agua que ofrece el Blanco.

El río madre es para mí el Azul, por más que los geógrafos afirmen que tal honor le corresponde al Blanco, en razón a que es mucho más largo.

Winston Churchill, en su libro La guerra del río, sostiene que entre los dos contendientes de la batalla de Jartum, Gordon y el Mahdi, había muchas semejanzas. «Eran dos hombres —escribe— de entusiastas simpatías y apasionadas emociones. Ambos estaban poderosamente influidos por el fervor religioso. Ejercían gran influencia personal en todos los que entraban en contacto con ellos. Eran reformadores. El árabe era una reproducción africana del inglés; el inglés, un superior y civilizado desarrollo del árabe. Al fin, lucharon hasta la muerte, pero durante una parte importante de sus vidas su tarea se encaminó en la misma dirección».

En 1881, una ola de nacionalismo y xenofobia sacudió al mismo tiempo Egipto y los territorios del oeste de Sudán, aunque en forma diferente y por razones distintas. El jedive Ismael, sobre todo en el último período de su mandato, y su sucesor Tewfik habían gobernado sometidos a los dictados de Londres y, en menor medida, de París, y ambos permanecían maniatados por sus principales acreedores, la banca europea. Este sometimiento de Egipto a las potencias coloniales venía generando un fuerte sentimiento de repulsa entre la población del país, sentimiento que no tardó en extenderse a la joven oficialidad del ejército. En septiembre de 1881, bajo la dirección de Ahmed Arabi, una especie de precedente de Nasser, llegó el golpe. Por sorpresa, Arabi y un grupo de oficiales se plantaron en el palacio del jedive y se impusieron como gobierno. Arabi fue nombrado por los golpistas ministro de la Guerra.

En Londres y en París no gustó nada aquello y exigieron la deposición de Arabi. Pero el asunto quedó ahí. En Inglaterra gobernaban los liberales y su jefe, William Gladstone, era un convencido antiimperialista, desinteresado por completo de las aventuras de ultramar, con excepción de la India. Su único interés en Egipto era el canal de Suez, básico desde un punto estratégico y llave de la ruta hacia la India, que Inglaterra había comprado en 1875 al jedive Ismael con dinero anticipado por la familia Rothschild.

La presencia de Arabi en el gobierno desató el odre de los vientos entre la población egipcia, el odre del odio a los europeos, que eran escupidos en las calles de El Cairo y de Alejandría por los nativos. En junio de 1882, un motín popular en Alejandría prendió la mecha de la guerra: la población local salió a las calles al grito de «¡matad a los cristianos!» y cincuenta europeos fueron asesinados. En las semanas siguientes, veinte mil extranjeros hubieron de huir de Alejandría.

Envalentonado, Arabi depuso al jedive Tewfik y ordenó la expulsión de los diplomáticos europeos. Y fue más lejos aún, al anunciar que volaría los diques del canal de Suez.

Ese fue su gran error, pues probablemente Gladstone hubiera frenado en Londres todo intento de intervención si la amenaza no se hubiese cernido sobre el canal. La flota británica del Mediterráneo, bajo el mando del almirante Seymour, partió hacia Egipto y el 11 de julio comenzaba el bombardeo de Alejandría, donde Arabi había concentrado a sus tropas. El día 13, un cuerpo del ejército británico desembarcó y Arabi se retiró con sus hombres hacia El Cairo.

En agosto, el general Carnet Wolseley, con veinte mil hombres, desembarcó en Port Said y ocupó el canal de Suez. Desde allí, se dirigió hacia El Cairo y el 13 de septiembre, en el campo de Tel-el-Kebir, destrozó al ejército de Arabi. Un día después, ocupó El Cairo y apresó a Arabi. El jedive Tewfik fue repuesto en el poder.

En cuanto al rebelde Arabi, Wolseley opinaba que debía ser fusilado, en tanto que la reina Victoria optaba por la horca. Gladstone estaba de acuerdo con ejecutarlo, a condición de que tuviese un juicio justo. Finalmente, y para evitar que su muerte lo convirtiera ante los egipcios en un mito, se decidió desterrarlo a Ceilán, donde permaneció hasta 1901, año en que fue indultado y regresó a Egipto.

Ahora, a Inglaterra no le quedaba otro remedio que quedarse en Egipto. En su Divide y vencerás, lo explica así el historiador holandés Henri L. Wesseling: «Inglaterra se había establecido en Egipto por la fuerza y, aunque quiso abandonar el país en cuanto la situación lo permitiese, nunca pudo hacerlo porque el Estado egipcio, socavado por intervenciones del exterior e hipotecado por los préstamos extranjeros, ya no era capaz de recuperarse por sí solo. Por este motivo, Inglaterra permaneció en Egipto. Y a través de Egipto, se instaló también inevitablemente en la colonia egipcia de Sudán (…) Inglaterra se convirtió en prisionera de Egipto».

Ese mismo año de 1881, tres meses antes de que Arabi se rebelara contra el jedive y desatase la xenofobia de su pueblo, en la lejana región sudanesa de Kordofán otro hombre, Mohamed Ahmed Ibn el-Sayyid Abdullah, que desconocía por completo cuanto sucedía en El Cairo, se proclamaba Mahdi, el esperado, y en agosto, tan sólo un mes antes del golpe de Estado de Arabi, declaraba hjihad, la guerra santa contra los infieles.

La idea de que un enviado de Dios vendrá a la tierra para librar a los hombres de todos sus males es común a todas las corrientes del Islam; entre ellas, a las dos principales, la sunnita y la chiíta. Y más todavía: es una idea que está presente en casi todas las religiones. El esperado, el mesías, el salvador…, el hijo de Dios o el heraldo divino aparecen siempre, por otra parte, en momentos de opresión sobre los pueblos, en instantes históricos de profunda depresión. Si se lleva más lejos la cuestión, esa idea milenarista se transmite también al escenario civil, a la política, y así tenemos guías, conductores, führers, duces y gente de parecido jaez que, surgidos también en períodos históricos inciertos, encarnan un papel casi mesiánico. Parece como si los hombres no fuésemos capaces de prescindir de la esperanza de redención, en lo religioso y en lo político. Y así sucede también con frecuencia que, incluso en las democracias, los líderes políticos asumen en ocasiones un papel casi religioso que despierta un cierto fanatismo entre sus seguidores. Por fortuna, en los Estados de Derecho, estas mareas febriles duran poco y los mesías acaban en el sitio que les corresponde, esto es: como uno más y al lado de todos los simples mortales.

En la religión, como en las dictaduras, el salvador suele terminar de mala manera, por lo general convertido en un mártir. En las democracias, los líderes concluyen su carrera de manera más suave y a veces desacreditados. Los herederos de todos ellos, las iglesias y los partidos, suelen convertir su sacrificio en un negocio por lo general lucrativo que, en el caso de las iglesias, incluso dura siglos. Siempre quedan, no obstante, almas vesánicas que pretenden reencarnarse, con fe y sin ambiciones materiales, en la figura de un admirado redentor para, a la postre, terminar su vida como mártires. Estos casos son aún más peligrosos, porque piden el martirio de todos cuantos encuentran alrededor suyo. Les gusta subir a los cielos en compañía y con el cuerpo acribillado a flechazos cual san Sebastián.

La fe mueve montañas, como las movió en Sudán partir de 1881; pero al fin genera tempestades que arrojan a los hombres comunes a un porvenir incierto. La fe está bien para uno mismo, para levantarse a solas desde la tristeza y la derrota, confiando en la fortaleza y el coraje del propio corazón en el duro y perplejo camino de la existencia. Es, entonces, un sentimiento noble. Pero la fe en un salvador que clama en el desierto en nombre del bien y en días de incertidumbre, si alcanza a convertirse en una catarsis colectiva, sólo conduce a la sangre, a muertos incontables y, para los que sobreviven al desastre, a la melancolía, el rencor y la locura del alma. O sea: genera una cadena de crímenes que también puede durar centurias.

En el Sudán de hoy, el fanatismo religioso permanece vivo y gobierna. Y el apestoso negocio del tráfico de esclavos no ha sido aún erradicado de la faz de sus territorios.

No existe noticia sobre ningún tipo de movimiento fundamentalista en Sudán previo a 1881. Es más, al parecer la población sudanesa, antes de esa fecha, era bastante negligente en la práctica de la religión, según aseguraban algunos occidentales residentes en el país, y el número de mezquitas y de sacerdotes era bastante escaso en comparación con otros lugares del universo islámico. Pero había miseria, hambre, esclavitud y desesperación, esto es: todo un territorio abonado para la rebeldía que esperaba, sencillamente, un detonante que hiciese estallar toda la furia acumulada desde que Mohamed Alí ocupó el Sudán más de medio siglo antes. Los funcionarios egipcios robaban a manos llenas, los impuestos eran cada año más gravosos, ya que, según crecían las deudas de los jedives con la banca europea, más se aumentaban las tasas sobre la población. Las mujeres más hermosas del país, desde muy niñas, iban a parar a los serrallos de los altos cargos egipcios; se recaudaban los impuestos a punta de bayoneta y los castigos contra cualquier tipo de insumisión eran, como mínimo, cuarenta latigazos y, en los casos extremos, la horca. Los egipcios saqueaban, violaban y asesinaban y los únicos sudaneses capaces de hacerles frente, como ya he contado, eran negreros canallas, socios en el negocio de los grandes señores egipcios, que forjaban sus fortunas con la carne de sus compatriotas. Por aquel tiempo, los sudaneses llamaban a los egipcios «turcos», ya que en teoría eran súbditos del sultán de Constantinopla, lo que convertía a los sudaneses, en cierto modo, en súbditos del Imperio otomano.

El Mahdi nació, alrededor de 1844, en una isla del Nilo, muy cerca de la ciudad de Dongola, en el corazón de los desiertos de Nubia. Su padre era un constructor de canoas que vivía en extrema pobreza. Mientras sus hermanos seguían el oficio del padre, el joven Mohamed Ahmed se dedicó a estudiar el Corán y aprendió a escribir, algo muy poco frecuente en las desérticas regiones del norte sudanés. Al morir su padre, se trasladó a Jartum para continuar sus estudios y logró hacerse discípulo de un conocido e influyente santón llamado Mohamed Sherif.

Cuando se consideró suficientemente preparado para iniciar a solas su camino, se retiró a la isla de Abba, al sur de Jartum, en el Nilo Blanco. Vivía como un anacoreta, sostenido por sus hermanos, que habían trasladado su astillero al nuevo domicilio de Mohamed. Predicaba el ascetismo, la pureza, la fe en Alá y no hablaba de la guerra por aquel entonces. Pero ganaba más y más adeptos y su fama de santón y milagrero se extendía por las regiones próximas a la isla de Abba.

Imagino que sus ambiciones crecían según contemplaba el ascenso de su fama y la devoción que despertaba entre sus fieles. Fue alrededor de 1880 cuando conoció a Abdullah, que se le unió como discípulo. Abdullah, que odiaba a los egipcios y que anhelaba poder algún día expulsarlos del Sudán, descubrió el magnetismo que Mohamed Ahmed irradiaba entre las gentes y un día entró en trance delante de su maestro, desmayándose por tres veces. Al despertar, le dijo: «Tú eres el Mahdi, el Esperado, el hombre que había de venir, como Mahoma, a liberar a nuestro pueblo, en tiempos de desdichas y de vergüenza».

Al futuro profeta debió de gustarle el papel. De inmediato abrazó la causa de la lucha por la liberación de su pueblo, junto con su purificación. Y aceptó ser el Mahdi, el elegido de Dios, enviado por Alá para santificar su tierra y expulsar a los infieles «turcos». El Mahdi, que peregrinaba sin cesar, predicando en todas las aldeas donde se detenía, ya tenía en las regiones de Kordofán miles de seguidores en el verano de 1881. Él aportaba el magnetismo personal, mientras que Abdullah era el político práctico, el estratega y el general del embrión de un ejército.

Tenía baraka, además, aquel hombre iluminado que, sin duda, estaba convencido de ser lo que decía que era. Según las creencias populares, alimentadas por los clérigos y santones, el nuevo Mahdi habría de tener un lunar en la mejilla derecha y los incisivos separados, signo este de buena suerte en Sudán. Mohamed Ahmed poseía ambos atributos. Además se llamaba Mohamed, como el profeta. Y si había otros aspectos en el Esperado que no encajaban con su persona, Abdullah se las ingeniaba para arreglarlo. A poco de proclamarse Mahdi, Mohamed nombró cuatro califas como lugartenientes, siguiendo la tradición de la vida de Mahoma, algo parecido a lo que Cristo había hecho con sus doce apóstoles.

Las noticias vuelan siempre, aunque los caminos sean malos, y volaron a través de Sudán. En Jartum, el sucesor de Gordon para el puesto de gobernador era Raouf Pacha, un funcionario corrupto, extremadamente cruel con la población y aliado de los esclavistas, cuyo poder había crecido de nuevo tras la marcha de Gordon. Pronto oyó hablar del nuevo Mahdi y al punto envió un mensajero a la isla de Abba, exigiendo al sacerdote presentarse en Jartum para explicar sus intenciones.

Antes de la llegada del mensajero, Mahdi ya tenía noticias del envío del heraldo. Se reunió con el califa Abdullah y juntos discutieron qué hacer. No tenían ejército, tan sólo una multitud de fieles que habrían de seguirle hasta la muerte si él lo pedía, pero que no sabían pelear ni contaban con armas de fuego. Y entonces decidieron combatir, arriesgarlo todo de una vez. Con admiración, Winston Churchill cuenta en su libro sobre el Sudán: «Cuando se piensa en lo sencillo que es acabar con una revuelta de la población por un ejército organizado, por muy mal que lo esté, ¿cómo no admirar el coraje de quienes se rebelan?».

El Mahdi recibió hospitalario al mensajero, escuchó atento sus razones y la orden del gobernador. Y a su término, se levantó colérico de su asiento, se golpeó el pecho y proclamó: «¡Por la gracia de Dios y del Profeta, yo soy el señor de este país y nunca iré a Jartum para justificarme!». Ni el mejor actor de una obra de Shakespeare hubiera igualado la actuación del Mahdi.

El mensajero regresó a Jartum y el gobernador comenzó a organizar una expedición de castigo. El Mahdi y Abdullah sabían lo que se hacían. Enviaron cartas a las tribus locales señalando que había comenzado la rebelión contra los «turcos» y organizaron una pequeña tropa con las armas que tenían a mano: espadas, lanzas, flechas y alguna que otra vieja escopeta de caza. Solemnemente, el Mahdi anunció el comienzo de la Jihad, la guerra santa. Y Abdullah acuñó un magnífico eslogan que se convertiría en el grito de guerra de la primera rebelión mahdista: «Mejor miles de tumbas que un solo dólar de impuestos».

Las frases con un cierto sentido honorable y un tono lírico suelen mover a los hombres, en determinados momentos de la historia, mucho mejor que las razones prácticas e inmediatas. Recuerdo ahora aquel «no pasarán» de La Pasionaria del Madrid cercado de la Guerra Civil, o el «sangre, sudor y lágrimas» que prometía Churchill a los británicos al inicio de la batalla de Inglaterra, o el «recordad Pearl Harbor» de los americanos en la guerra del Pacífico. ¿Por qué la poesía, aunque sea barata, llena a los seres humanos de coraje y llega a convertir en una idea digna y noble algo tan terrible como es la muerte en combate? Sangre, sudor y lágrimas…, morir en pie antes que vivir de rodillas…, morir por la venganza del honor herido…, antes mil tumbas que pagar un dólar al infame… Tanta muerte, tanto mesías, tanta sangre derramada para que la historia no se mueva ni un solo milímetro de su reino de frialdad, de esa estancia que no contiene otro argumento que el absoluto desdén hacia la vida humana.

¿Un salvaje retando al orden establecido?, se preguntó el gobernador de Jartum. Lo razonable, lo justo y lo necesario era destruirlo. Y así, Raouf Pacha envió una tropa de un par de cientos de soldados a la isla de Abba, doscientos veinte kilómetros al sur de Jartum, con la misión de apresar al Mahdi y llevarlo encadenado a la capital.

Los soldados de Jartum llegaron a Abba en agosto de 1881, a la puesta de sol. Se dividieron en dos compañías, para atacar desde dos flancos la aldea del Mahdi. Y sucedió que, en la oscuridad de la noche, se enzarzaron a tiros una compañía contra la otra. En plena refriega, los hombres del Mahdi atacaron con cuchillos y lanzas a la retaguardia de ambas tropas. Sólo un puñado de soldados egipcios lograron alcanzar nadando la barcaza que les había traído de Jartum y salvar la vida. El Mahdi fue herido en el ataque, pero Abdullah se ocupó personalmente de curarle y de que la noticia no corriese entre sus fieles, ya que un Mahdi tenía entre sus atributos el ser inmune a las balas.

Proclamando una nueva «Hégira», a semejanza de la huida de Mahoma desde la Meca a Medina, el Mahdi abandonó Abba con los suyos y se retiró a las montañas de Kordofán. Una nueva expedición de captura salió de Fashora, con mil cuatrocientos soldados y el gobernador de la ciudad, Rashid Bey, a la cabeza de la tropa. Los hombres del Mahdi los emboscaron el 9 de diciembre y no hubo un solo superviviente en la expedición egipcia.

Raouf Pacha se enfureció. El prestigio del Mahdi crecía, su influencia ganaba miles de adeptos, las leyendas sobre su persona se disparaban y el gobierno egipcio quedaba en ridículo. De una vez por todas había que acabar con el sacerdote rebelde. Así que una nueva tropa, compuesta por cuatro mil hombres bien armados, bajo el mando de un prestigioso Pacha llamado Yusuf, partió en su busca en la primavera de 1882. El Mahdi tenía algunas armas de fuego, capturadas a las tropas egipcias en sus dos primeros encuentros. Pero poco más. Su ejército de desharrapados contaba tan sólo con un caballo, el que montaba el propio Mahdi, e incluso sus lugartenientes, y Abdullah el primero, viajaban a pie.

Los egipcios estaban tan seguros de su victoria que, durante las noches, al vivaquear, no dejaban centinelas que vigilaran el campamento. El 7 de junio de 1882, antes de romper el alba, los mahdistas asaltaron a la tropa que dormía plácidamente en espera de toque de diana. Todos los soldados y oficiales egipcios fueron degollados. Tras la victoria, el Esperado proclamó a los cuatro vientos las nuevas ordenes: «Yo soy Mahdi, el sucesor de Mahoma. Dejad de pagar impuestos a los infieles turcos, y todo el que encuentre a un turco, que lo mate, porque los turcos son ateos».

La victoria del Esperado hizo estallar el cráter del volcán: las rebeliones se extendieron por todas las provincias del país, el Sudán entero abrazaba la causa del nuevo Profeta. El Mahdi, además, tenía ya armas y municiones en abundancia. Los rebeldes se alzaban en Sennar, Darfur, incluso en el norte y en las orillas del mar Rojo. Las pequeñas guarniciones fueron aniquiladas en pocos meses y las grandes, a excepción de Jartum y El Obeib, quedaron sitiadas. La única comunicación telegráfica que pudo conservarse fue la línea entre Berber, al norte, y Jartum. Las demás fueron destruidas por el Mahdi.

En El Cairo, los egipcios seguían con consternación los acontecimientos de Sudán, en tanto que los ingleses, que ocupaban el país desde la derrota de Arabi, miraban hacia otro lado. Gladstone no deseaba en absoluto intervenir en Sudán e, incluso, llegó a decir de los mahdistas que eran «un pueblo que lucha por ser libre y que lucha con razón». Los egipcios veían derrumbarse el imperio levantado por Mohamed Alí e Ismael y presionaban a Londres para una intervención terminante, como las que ellos mismos habían sufrido a manos de la flota de Seymour en Alejandría y del ejército de Wolseley en Tel-el-Kebir. Al fin, Londres aceptó tan sólo que un oficial británico, asistido por un staff de europeos, se pusiera al frente de la expedición de castigo.

El elegido fue el coronel William Hicks, de cincuenta y dos años, veterano en la campaña de la India de 1849 e integrante luego en la victoriosa expedición de Napier al Sudán, para enfrentarse al emperador Tewodros, del año 1868.

Mientras Hicks preparaba su campaña, el Mahdi puso cerco en la región de Kordofán a El Obeib, la segunda ciudad del Sudán, en agosto de 1882. La primera tarea, pues, de Hicks consistía en romper el sitio de El Obeib.

La fuerza de Hicks se puso en marcha a comienzos de la primavera de 1883. Contaba con cuatro batallones de infantería, un escuadrón de caballería de mercenarios sudaneses, cuatro modernas ametralladoras y unas pocas piezas de artillería ligera. El 29 de abril, en Jebel Ain, camino de Jartum, una fuerza mahdista con numerosa caballería les salió al paso. Hicks organizó una formación en cuadrado y pudo repeler el ataque con sus cañones y ametralladoras. Los mahdistas dejaron en el campo quinientos muertos, mientras que los egipcios solamente sufrieron siete bajas. Era la primera derrota del Mahdi. Unos días después, el victorioso Hicks alcanzaba Jartum.

La euforia se apoderó de los egipcios en Jartum y El Cairo. Y se ordenó a Hicks que marchara sin dilación a El Obeib, cuya resistencia había logrado ya romper el Mahdi en enero de 1883, pasando a cuchillo a la guarnición que defendía la ciudad. Hicks conocía el escaso valor de sus tropas, que eran el desecho del ejército egipcio, y pidió que se le enviasen soldados entrenados por los oficiales ingleses en El Cairo. Pero El Cairo no atendió su petición y envió tropas aún peor organizadas y entrenadas que aquellas con las que contaba. A comienzos de septiembre partió de Jartum con un ejército en apariencia imponente: siete mil infantes, mil jinetes, catorce piezas de artillería, seis ametralladoras y cinco mil quinientos camellos. Apariencia, digo, pues la realidad era muy distinta. Así lo juzgaba Winston Churchill: «Quizá fue el peor ejército enviado nunca a una guerra».

La columna de Hicks se extravió a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Jartum, en El-Dueim. Mientras el Mahdi organizaba un potente ejército de cincuenta mil hombres, entre los que había cinco mil jinetes, sus avanzadillas hostigaban a los egipcios haciéndoles marchar en la dirección que el Mahdi deseaba. El jefe rebelde contaba ya con catorce mil fusiles y cuatro pequeños cañones, arrebatados todos ellos a los egipcios en las anteriores batallas. No obstante, su armamento era muy inferior al del enemigo.

El Mahdi ocupó las lagunas de Al Birka, unos cuarenta kilómetros al sur de El Obeib, forzando a Hicks a dirigirse a los bosques de Shaykan, un terreno infame para el combate de un ejército moderno. El 5 de noviembre, el Mahdi dio la orden final de asalto. Hicks, ante el ataque masivo que se le venía encima, dispuso una formación en cuadro. Pero sus soldados y oficiales, mal entrenados, no supieron organizarse y muchos de ellos comenzaron a huir antes incluso de entrar en batalla. En poco tiempo, los mahdistas rompieron el frente del cuadrado y entraron en las líneas de Hicks. Hicks murió combatiendo espada en mano y todos sus oficiales europeos cayeron a su lado. Tan sólo sobrevivieron doscientos cincuenta de sus hombres. Al término del encuentro, el Mahdi hizo enterrar al coronel inglés con honores militares, para honrar su heroísmo en el combate.

Charles Gordon, años después, dejó escrito en sus diarios, durante el cerco de Jartum, que cuando los egipcios recogieron los cadáveres del campo de batalla de Shaykan, encontraron en el bolsillo de un oficial inglés una nota que reproducía la frase atribuida a Leónidas durante su heroica defensa del desfiladero de las Termopilas, veinticuatro siglos antes: «Extranjero, ve a decirles a los lacedemonios que nosotros yacemos aquí, por obediencia a nuestras leyes».

Así es la salvaje poesía de la guerra.

El Sudán era ya casi por entero del Mahdi. Quedaron aún en manos egipcias, durante unos meses, algunas guarniciones, como Sennar, Tokar, Sinkat y Darfur. Pero sitiadas por hambre, fueron cayendo una tras otra. El gobernador de Darfur, el suizo Rudolph Slatin, a quien Gordon había nombrado para el puesto en 1879, salvó la vida, cuando cayó su plaza, gracias a que unos meses antes había anunciado a sus hombres su conversión al Islam. Lo había hecho para ganarse su confianza, no porque creyera en la fe musulmana. El Mahdi, al tomar Darfur, le perdonó la vida y lo mantuvo en su campo como un prisionero respetado, utilizándole en ocasiones como traductor. Años después, Slatin, que aprendió el árabe, escribiría un magnífico libro, Fire and Sword in Sudan [El fuego y la espada en Sudán], clave en la explicación de aquel período histórico.

En el hondo sur, en la región de Ecuatona, a orillas del lago Alberto, quedó aislado el alemán Erran Pacha, otro de los gobernadores nombrados por Gordon cuando abandonó Jartum. Pero al Mahdi no le interesaban para nada aquellos territorios hundidos en la selva. Su objetivo era Jartum. Sin embargo, el líder rebelde no tenía prisa, le gustaba rendir por hambre a sus enemigos y sabía que conquistar por entero el Sudán era tan sólo cuestión de tiempo. Nuevas tribus de todas las regiones del país se unían a su rebelión y, además, contaba ya con un buen arsenal, tras el botín logrado en la batalla de Shaykan.

El terror se apoderó de los corazones egipcios y las familias más ricas comenzaron a huir de Jartum. En El Cairo, el jedive suplicó a los británicos una intervención directa de sus tropas para derrotar al Mahdi. Pero Gladstone se mantuvo en sus trece y, firme en su política de no intervención, decidió que la evacuación de los egipcios sería la única misión que Gran Bretaña apoyaría. Para ello se precisaba un oficial de experiencia militar y conocedor del terreno.

Y sólo había un hombre que pudiera llevar a cabo la empresa con garantías de éxito: Charles Gordon.

Lo primero que se distingue, al cruzar el puente sobre los dos Nilos y asomarse a Omdurman, es la alta y acampanada cúpula del mausoleo del Mahdi. Luce plateada y se alza sobre un edificio cuadrado de dos plantas pintado de ocre. Y aunque el cadáver del Mahdi ya no se encuentra allí y tan sólo permaneció enterrado en el templo catorce años, entre 1885 y 1898, continúa siendo un lugar sagrado para los sudaneses. Mahdi es el orgullo del Sudán, pese a que sus seguidores de hoy se agrupen en una fuerza política que no está en el poder. Cada viernes, en Omdurman, no muy lejos del mausoleo, decenas de derviches, que era el nombre con el que los europeos conocían a los fanáticos fieles del Esperado, acuden a bailar, cantar y entrar en trance en recuerdo de quien recuperó el orgullo del Sudán y lo liberó del yugo extranjero.

Winston Churchill, que participó como oficial y corresponsal de guerra en la campaña contra el mahdismo de 1898, dejó escritas estas líneas de admiración hacia aquel sacerdote-guerrero: «El primer historiador árabe que investigue los anales de esta nueva nación, no deberá olvidar, entre todos los héroes de su raza, el nombre de Mohamed Ahmed».

En su Nilo Blanco, Alan Moorehead anota: «Ninguno de sus seguidores cuestionó jamás su autoridad, siempre lo consideraron semidivino, y todos estaban dispuestos a morir por él, desde el más poderoso emir al más humilde aguador».

Slatin, el gobernador suizo de Darfur al servicio de El Cairo, que permaneció varios años prisionero del Mahdi y que escribió luego un libro sobre aquellos años, lo describía como de media estatura, ni grueso ni delgado, de piel ligeramente morena, nariz aguileña, labios bien trazados, huellas de una antigua viruela en la cara, una línea de barba escasa en las mejillas y pequeña perilla. Siempre se mostraba amable y sonriente; pero añade Slatin: «Sonreía cuando prescribía las más brutales torturas contra alguien que hubiera blasfemado o tomado un trago de licor. Era una sonrisa armada de cuchillo».

Por su parte, el padre Joseph Ohrwalder, un sacerdote austríaco que, como Slatin, permaneció varios años cautivo del Mahdi, pintaba así el retrato del líder rebelde: «Su apariencia era extrañamente fascinante. Era un hombre de fuerte constitución, oscura tez y en su rostro siempre había una sonrisa. Su modo de conversar era en extremo agradable y dulce».

Y su gran adversario, el puritano y austero Charles Gordon, que despreciaba la pompa de la vida social inglesa, se refería así a las cualidades ascéticas del hombre que lo llevó a la muerte: «Antes viviría como un derviche con el Mahdi que yendo a cenar en Londres».