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EN JARTUM

El vuelo entre Addis y Jartum dura poco más de una hora. Y el avión va siguiendo, cual si fuera su lazarillo, el curso que abajo traza el Nilo Azul. Desde la altura, lucía el río verde y sensual aquella mañana de febrero, dibujando curvas amplias, un curso de agua que viajaba sin prisas, con cierta fatiga, abriéndose camino suavemente entre el fulgor de los palmerales de las orillas. Y todo alrededor era desierto, tierras rojas y blancas que, en ocasiones, acogían pequeños poblados de casas chatas y grises. Nada hay menos humano en la Tierra que el desierto, y quizá por ello desata pasiones encendidas en nuestros corazones: el rechazo más violento en unos, la atracción más honda en otros. Algunos sentimos que nos disuelve en la nada, mientras que otros piensan que singulariza su ser y lo llena de vigor. Las ciudades y los pueblos del desierto siempre me producen la sensación de que están allí merced a la caridad de un ser invisible, caprichoso y pleno de fuerza que, en cualquier momento, puede cambiar de opinión y arrojarlos de sus vastas estancias.

Y está la luz, la luz absoluta que todo lo devora, que engulle insaciable los perfiles del mundo.

Los viajeros llaman a Sudan Airways, la compañía aérea sudanesa, Inshala Airways, que traducido al español sería algo así como «Compañía aérea si Dios quiere». Es parecido al caso de la tanzana Air May Be o de la congoleña Air Peut-Etre. No creo necesario explicar el porqué de esos apodos. No obstante, Dios es siempre grande para los musulmanes, cosa de la que yo no estoy tan seguro como ellos; pero al menos, lo fue aquel día. Y el desastrado aeroplano nos depositó al centenar de pasajeros sanos y salvos en las pistas del aeropuerto de Jartum. Dios lo quiso.

Al atravesar el portón del aparato para tomar la escalerilla de descenso, el choque con la luz casi me rompió los ojos. Era tal el poder del sol en aquella hora del mediodía, que parecía incluso no existir, no ser sol, sino un objeto muerto dentro de aquel gran espacio cegador. Recordé lo que anotó Paul Bowles al describir el Sahara: «El cielo entero era una cúpula calentada al blanco, el sol era todo el cielo».

La famosa y controvertida Leni Riefenstahl, la cineasta de Hitler, tuvo un choque con Jartum parecido al que yo sentía aquel día, según cuenta en sus memorias. Fue también al abandonar el avión, su primera mañana africana: «El sol, aumentado de tamaño por la neblina y el fino polvo de arena, pendía gigantesco encima del aeropuerto. Aquí comenzaba para mí, lo sentí de inmediato, algo completamente distinto, una nueva vida […]. A contraluz, vi figuras negras vestidas con túnicas claras que venían hacia mí. Parecían flotar en la luz vibrante del sol, desprendidas de la tierra como en un espejismo».

Y estaba el calor, un calor recio y seco que mordía en mi carne, tan feroz que me sentía incapaz siquiera de sudar, como si una mano al rojo vivo absorbiese de mi piel cualquier brote de humedad.

Busqué un taxi y penetré en la ciudad, entre edificios de sucio gris, bajo el polvo que parecía llover del cielo desde invisibles nubes terrosas, cercado por la atronadora batahola del tráfico, rodeado de fieros camiones que bramaban como elefantes viejos y de taxis amarillos de carrocería descascarillada, y humillado como un insecto herido bajo la vehemencia de la luz que se tragaba todo.

Tenía una antigua guía de Jartum, editada diez años antes, ya que hace largo tiempo que no se publican nuevas, por la sencilla razón de que a Sudán no van turistas. Y los hoteles que había subrayado en el texto, o bien no existían ya, o estaban llenos al completo por los extranjeros que acudían a la celebración de una feria de muestras. Siempre me ha dejado perplejo la frecuencia con que se celebran ferias de muestras en las ciudades más pobres de África. ¿Qué sentido tienen, si no hay apenas empresas que puedan comprar los productos que se exhiben? En una feria semejante celebrada en Addis Abeba, días antes de mi viaje a Jartum, había visto modernos tractores europeos, dotados incluso de aire acondicionado. ¿Quién demonios podría adquirirlos en la miserable Etiopía?

Dejé el taxi y, a pie, cargado con mi bolsa bajo el calor infernal, buscando los escasos espacios de sombra con la ansiedad de un murciélago perdido a la luz del día, entré en cuanto hotel encontraba a mi paso. Tuve éxito a la cuarta intentona. Se llamaba hotel Safari y era tan cochambroso como la piel de león que adornaba la pared de la recepción, comida en buena parte por las polillas. Mientras pagaba por adelantado, al precio de nueve euros al cambio por un día, intuí una noche leonina. Y a fe que iba a serlo: una noche digna del nombre del establecimiento, un verdadero safari entre manadas de insectos y algún que otro roedor.

Acomodé mi equipaje en una silla coja, junto al camastro, e intenté tomar algo parecido a una ducha de aquel grifo oxidado que, desde lo alto, arrojaba sobre mi cuerpo humeante un chorlito de agua marrón. Luego salí a la calle en busca del Nilo.

Bullía de gente Jartum, y nunca mejor dicho, porque la calle parecía un hervor humano bajo la brutalidad del calor, como si fuera una cocción de alubias blancas y negras aquel interminable desfile de seres humanos, de hombres con turbante y túnica invariablemente blancos, y de mujeres ataviadas en su mayoría de negro, con el velo cubriendo casi por entero su rostro. No obstante, algunas de ellas rompían de pronto el protocolo con sus pareos de centelleantes colores, como las especias del guiso: amarillos de piparra, verdes de chile, rojos de guindilla. Los mendigos y desahuciados llenaban todos los espacios de sombra de los soportales, sentados junto al cacillo de metal donde algún paseante echaba unas monedas. No pedían, no alargaban la mano a mi paso, simplemente clavaban en mis ojos sus miradas vacías. Entre ellos, había numerosos mutilados que exhibían los muñones de sus miembros. Algunos eran leprosos.

El centro de Jartum bien podría ser la ancha explanada que se abre frente a la Gran Mezquita, un feo y mastodóntico edificio de ladrillo rojo. Los minaretes apuntaban hacia lo alto como sables, en un vano intento por rajar la panza del cielo y obligarle a expulsar hacia la lejanía todo su fuego. La explanada sirve de estación de autobuses, y allá se hacinaban aquel día decenas, quién sabe si cientos, de coches que en otro lugar del mundo llevarían ya años en el desguace. Entre ellos, había numerosos camiones Bedford, el vehículo-enseña de Sudán, a los que se acopla una caja de madera pintada de colores vivos en el lugar de la baca, con una veintena de filas de asientos de plástico en el interior para el pasaje y rejas en las ventanillas. Estos Bedfords son el medio de transporte nacional en las ciudades y las carreteras sudanesas, y de Jartum parten hacia los cuatro puntos cardinales del país sin horario fiable, por lo general cuando se han llenado de pasajeros. Los veía salir de la estación levantando altas polvaredas rojizas del suelo de arena y asfalto roto, los rostros de los viajeros asomando apenas por las ventanillas enrejadas. Y me parecieron furgones de presos. Junto a la estación, a un lado de la mezquita, se elevaba la dislocada estructura del hotel Araak, cerrado por obras unos cuantos años antes, según señalaba un decrépito cartel, y sin ninguna obra a la vista.

Los desconchados edificios de alrededor de la explanada acogían en sus soportales una suerte de pobre mercado ambulante, lo mismo que las callejuelas que se hundían hacia el interior de la urbe. Conforme la tarde avanzaba, crecía el número de vendedores y clientes. Había muy poca oferta para la masiva demanda de las gentes que, más que compradores, parecían mirones. Un hombre ofrecía tan sólo una navaja a todas luces usada, otro un bolso de plástico y un tercero un par de viejos zapatos. Me llamaron la atención, en la calle Sharia Zubeir Pacha, dos manzanas al noroeste de la Gran Mezquita, los profesionales de un curioso gremio de ambulantes que no he visto en ningún otro lugar del mundo: cortadores de uñas. Sentados en el suelo, al pie de la banqueta que ocupaba el cliente, segaban con minuciosidad y gentileza, usando afiladas tijeritas, toda suerte de zarpas, panadizos y durezas.

Jartum semejaba ser una ciudad rota bajo el sol de acero y agobiada por el polvo que echaba sobre sus hombros el aire del cercano desierto. El deterioro de muchos de sus edificios era tal que uno podía llegar a creer que, años atrás, la ciudad había sido pasto de un voraz incendio del que aún no había logrado recuperarse: fachadas manchadas de oscuro sobre el yeso desvanecido, ventanas en su mayoría sin cristales, muros rajados por anchas cicatrices, aceras mordidas y asfalto herido por los socavones.

Caminé hacia el norte de la Gran Mezquita, hacia el Nilo. Avanzaba entre edificios oficiales, guardados por soldados y policías de uniforme, y ahora la presencia de gente era muy escasa, pese a la sombra de espléndidos árboles tropicales y el aire algo más fresco que llegaba del río.

Y allí corría el último tramo del Nilo Azul, rumbo al oeste de la ciudad, al punto donde se fundiría con su hermano el Nilo Blanco, bajo el puente que lleva a Omdurman. Junto al manso y ancho curso de agua azulada, un bello paseo arbolado, el Sharia Nile, ocultaba las antiguas casas coloniales. Un pretil blanco se asomaba al Nilo, frente a la isla de Tuti. Y en uno de los bancos de piedra que se arrimaban a aquel malecón solitario, una pareja de novios jóvenes, cogidos de la mano, miraban en silencio hacia la otra orilla del río. Quise imaginar, seguramente sin lograrlo, hacia dónde los trasladaban sus sueños.

En el muelle meridional del río flotaban algunos faluchos, y junto a ellos se mecía la silueta decrépita de un viejo vapor. A mi derecha, hacia el este del paseo, un pequeño y bello edificio blanco, con una terraza que daba al Nilo, se refugiaba con cierta humildad entre otros más grandes. El buque y el palacete eran dos reliquias de la historia de Sudán: el edificio, ahora sede de un organismo oficial, fue en su día la residencia del gobernador inglés, del Chino Gordon, que perdió Jartum ante la ferocidad de los derviches del Mahdi y que perdió también su cabeza en aquel palacio; y el barco no era otro que la embarcación privada del general Kitchener, el hombre que, años más tarde, reconquistó Jartum y arrojó el cadáver del Mahdi al fondo del río después de desenterrarlo.

Cuando la tarde cayó y sobre Jartum sopló una liviana brisa refrescante, seguí buscando hotel para el día siguiente. Y así di con el Acropole, el tipo de albergue que todo viajero desea encontrar en una ciudad en la que se siente perdido. Además, regentaba el Acropole un griego llamado George, el tipo de hostelero que todo viajero desea encontrar en una ciudad donde los problemas burocráticos amenazan con volverte majara.

Cené un bocadillo de pan sin levadura con queso de cabra y bebí un refresco de naranja mientras soñaba con una cerveza imposible, pues en Sudán toda bebida alcohólica está prohibida por la ley coránica, la Sharía, desde 1983. Y luego caminé resignado en busca del sueño hacia el parque natural del hotel Safari, dispuesto a disfrutar la compañía de la fauna africana en su estado más salvaje. Porque nada hay más salvaje que una tribu de mosquitos sudaneses ávidos de sangre de khwaga, nombre con que llaman los árabes a los extranjeros blancos, y que se pronuncia, más o menos, como jawaya. Si en Etiopía había sido, durante semanas, un farangí, ahora me tocaba habituarme a ser un khwaga.

Los libros de geografía dicen que Sudán es el país más extenso de África, con una superficie aproximada de dos millones y medio de kilómetros cuadrados. Lo habitan cerca de treinta millones de personas, repartidas en unas trescientas etnias, y en sus territorios se hablan un centenar de lenguas y dialectos. Una buena parte de su superficie, en el norte, es puro desierto, llano como la palma de la mano en su mayoría; pero en el sur hay pantanos y bosques tropicales, mientras que en el centro del país, corriendo luego hacia occidente, se alzan grandes montañas en las regiones desérticas de Kordofan y Darfur.

No obstante, decir país es un poco aventurado para referirse a Sudán. Cierto es que, sobre el papel, aquel gran territorio tiene una entidad política y es, al fin, un Estado. Pero la realidad es diferente: desde siempre, Sudán ha vivido enzarzado en guerras civiles, ha sufrido ocupaciones, ha avanzado en la historia dividido en múltiples reinos o sultanatos y hoy todavía tendríamos que hablar, al menos, de dos Sudanes: uno de ellos sería el Sudán del norte, el dominante, árabe y musulmán; y el otro, el Sudán del sur, negro, animista y cristiano. Son dos «países» permanentemente en guerra. Y de hecho, dos naciones diferentes, pues las tropas rebeldes del sur ocupan una ancha región donde el ejército del norte ni siquiera pretende entrar desde hace años; todo lo más, organiza expediciones de pillaje, con el fin fundamental de capturar esclavos. Porque la esclavitud es todavía, doblado el cabo del tercer milenio de la historia humana, un fenómeno vivo en las tierras de Sudán.

Casi toda la historia de este gigante africano viaja envuelta en brumas hasta el siglo XVI, época en que se consolida la presencia de los árabes en los territorios del norte y el oeste del actual Sudán. Antes de eso, cuanto conocemos sobre el país son hechos vagos cuya diferencia entre leyenda y realidad se difumina. Los antiguos egipcios ocuparon durante siglos las regiones del norte sudanés, llegando incluso a alcanzar la confluencia del río Atbara con el Nilo, al norte del actual Jartum. Durante el siglo VII antes de Cristo, las tribus sudanesas, bajo el reinado de Kashta, y posteriormente de sus hijos Piankhis y Shabaka, y de su nieto Taharqa, dominaron desde Nubia una buena parte de Egipto, incluido el delta del Nilo. Taharqa trató de extender su imperio hacia Siria y allí se topó con los asirios del rey Esarhaddon. Derrotado, fue obligado a retirarse al Alto Nilo, a la actual Nubia, el gran desierto del norte del Sudán de hoy. Y así, comenzaban a un mismo tiempo el dominio asirio de Egipto y la decadencia imperial de la Nubia sudanesa, que se conocía entonces como reino de Cus. No obstante, hundidos en sus desiertos, los cusitas construyeron dos importantes ciudades, de las que aún quedan restos de indudable valor arqueológico: primero, Napata, y posteriormente, Meroe. Se hablaba ya la lengua nubia, un idioma que aún sigue trayendo de cabeza a los lingüistas de todo el mundo.

Meroe reinó sobre todos los territorios del norte sudanés hasta mediados del siglo IV después de Cristo, cuando tropas etíopes llegadas desde Axum arrasaron la ciudad y otros asentamientos bajo dominio meroita. El norte del Sudán fue cristianizado y en Nubia pueden encontrarse todavía restos de antiguas iglesias ortodoxas. Pero desde el siglo VII d. C., la expansión árabe se hizo imparable, no sólo en el norte de Sudán, sino también en todo el territorio de Egipto. Para el siglo XVI, no quedaban rastros de cristianismo en las regiones que se extienden hacia el norte, el oeste y una buena franja del sur del actual Jartum, hasta más o menos Sennar. Varios sultanatos se instalaron en diversas regiones sudanesas, como en Kordofan, Sennar, Dafur y la propia Nubia.

Pero no fue hasta finales del siglo XVIII, con el inicio de la nueva expansión imperialista de Egipto, por entonces una peculiar colonia de Turquía, y poco después con el avance en África de la Inglaterra victoriana, cuando comenzaron a sentarse las bases históricas que llevarían a Sudán a convertirse en el «país» que es hoy. Los nombres de los sátrapas egipcios Mohamed Alí e Ismael, del islamista rebelde el Mahdi, del explorador y mercenario Samuel Baker, y de los generales británicos Charles Gordon y Herbert Kitchener, llenan la historia sudanesa del siglo XIX. La llenan de acontecimientos políticos, de epopeyas cantadas por el cine y por los escritores, de himnos y poemas, y sobre todo, de sangre.

Ignoro la razón por la que la sangre del pasado, el dolor de los hombres, sus sufrimientos y su muerte, se transforman a la larga, cuando se posa sobre ellos el dedo de la Historia, en una epopeya de tintes incluso hermosos, o cuando menos heroicos, que nos produce una suerte de nostalgia, se escriban en prosa, se canten en verso, se celebren con canciones o se relaten en el cine. Pero sucede siempre. Y el asunto no cesa de dejarme perplejo. «Con el tiempo —escribió en algún sitio Graham Greene— hasta los campos de batalla se convierten en lugares poéticos».

El gran problema que, para los viajeros, presenta Sudán, no es entrar, asunto por otra parte nada sencillo, sino moverse en el interior de sus territorios una vez que has logrado cruzar sus fronteras. La burocracia sudanesa es agobiadora. Al llegar a una población, cualquiera que sea, es obligado registrarse antes de veinticuatro horas en la Oficina de Extranjeros, en el caso de Jartum, o en la estación principal de la policía, en todas las ciudades y pueblos. También es necesario solicitar de inmediato, al poco de llegar al país y en las oficinas del Ministerio de Turismo y Medio Ambiente, el permiso para desplazarse a los lugares que uno quiere visitar. Te lo pueden dar o no, según la situación política en que se encuentra la región adonde pretendes dirigirte; y en todo caso, hay que llevar en el morral diversas fotocopias del permiso original para cada uno de los lugares para los que has obtenido el visto bueno de las autoridades. Luego, en el mismo ministerio, debes obtener la licencia para visitar centros arqueológicos: hay que señalarlos en concreto, uno por uno, y te cobran diez dólares por adelantado por cada visita. Y en fin, se hace preciso también conseguir un salvoconducto para hacer fotografías, que despacha el Secretariado de la Oficina de Cinematografía, y que prohíbe expresamente fotografiar lo que sigue: zonas militares, puentes, estaciones de ferrocarril, puertos fluviales, estaciones de radio y televisión, y «barrios miserables, mendigos y otros sujetos difamatorios». Es, pues, más que complicado el trabajo de fotógrafo en Sudán, ya que el mismo centro de la capital parece un arrabal y está plagado de mendigos. En uno de los países más pobres del planeta, como es el caso de Sudán, todo resulta «difamatorio», o al menos insultante para la humana condición.

Como puede imaginar el lector, tal cúmulo de gestiones puede llevar días, aburrir hasta el agotamiento supremo al más avezado viajero. Pero estaba George…, uno de los tipos más eficaces que he conocido en mi vida y que, por supuesto, cobraba como debía cobrar sus impagables servicios al ingenuo recién llegado.

Los dueños del Acropole, George y su hermano, eran descendientes del éxodo griego que llegó la generación anterior desde Alejandría. George era el alma del hotel. Sumamente discreto, rehuía hablar de sí mismo, se mostraba siempre distante, cortés y frío, aunque compensaba su falta de calor humano con un enorme sentido práctico. Era, esencialmente, un hombre eficaz, y creo que estaba orgulloso de esa cualidad sobre cualquier otra que poseyera. Ejercía en el Acropole como un reyezuelo tribal y todo cuanto se hacía en el hotel debía contar con su visto bueno. Era alto y delgado, de unos cuarenta años, y lucía un recio pelo negro con sienes plateadas. Lo único que logré sacarle sobre sí mismo fue la patria de su origen familiar, que no de nacimiento: la isla adriática de Cefalonia. Pero cuando le dije, con cierto entusiasmo, que conocía la vecina isla de Itaca, la cuna de Ulises, y que admiraba profundamente la cultura griega, me miró sin excesivo interés, sonrió con artificio y se largó a ocuparse del almuerzo de la clientela.

Había llegado al Acropole a primera hora de la mañana y George me asignó un cuarto limpio que daba a una calle silenciosa, en la parte trasera del hotel. Tenía lavabo dentro, pero la ducha y el váter eran comunes a varias habitaciones y estaban en el pasillo. Pagaba por la habitación, incluidos el desayuno y las dos comidas principales, ochenta dólares diarios, en moneda americana contante y sonante, un precio desorbitado para Sudán. Pero George añadía a la oferta algo sustancial en Jartum: las gestiones de permisos con las autoridades sudanesas. En menos de dos horas, tenía conmigo todos los salvoconductos de viaje y el documento oficial que me permitía hacer fotografías, con las excepciones que reseñé antes. Sin duda, el eficiente George me había ahorrado dos o tres días de fastidiosas formalidades, porque en África, ya se sabe, la burocracia entra casi siempre en el terreno del surrealismo más indescifrable.

Además de eso, en la sala principal del hotel, que era una ancha estancia del segundo piso, amueblada con mesas y sillas funcionales y ornada con macetas de plantas vigorosas, se ofrecían a los huéspedes un buen número de periódicos y revistas occidentales, por supuesto atrasados. Así que, leyendo Le Monde, el Herald Tríbune, el USA Today y el The Economist, pude hacerme una idea de cómo andaban las cosas por Europa unos días antes. Cuando lees prensa atrasada, después de varias semanas de viaje por territorios del Tercer Mundo sin abrir un periódico, te das cuenta de que en Europa, en estos tiempos, casi nunca sucede nada demasiado importante.

Luego, a media mañana, salí al incendio de las calles de Jartum en busca del Consulado de Egipto. Sabía que, cuando cruzas por tierra o por agua al territorio egipcio desde los países vecinos, debes llevar el visado estampado en tu pasaporte, o de otro modo te obligan a volverte por donde has venido. Y tras mis experiencias con las fronteras terrestres entre Etiopía y Sudán, no estaba de más tomar precauciones.

El empleado del consulado, un tipo pequeño, encorvado, vestido con una chaqueta occidental de puños destrozados y con una corbata oscura necesitada de varios repasos en tintorería, me dijo que se tardaban tres días en tramitar la visa. No recuerdo ahora qué rollo le coloqué sobre la amistad hispano-egipcia. Pero sólo tres horas después tenía mi visado. Cuando me iba, dijo desde su mesa:

—Viva Franco, arriba España.

Tomé estas notas en mi libreta de aquel mi primer día completo en Jartum:

«Las calles están llenas a toda hora, desde el amanecer hasta el ocaso. Invariablemente, los hombres visten una toga blanca, larga y holgada, que llaman galabiyya. Unos llevan turbantes y otros bonetes. En cuanto a las mujeres, por lo general visten el bui bul, negra túnica sedosa hasta los pies y velo también negro, que sólo deja al aire los ojos. Pero algunas lucen pareos, que llaman toba, de colores restallantes y, debajo, se cubren con otra toga de color pálido. Los velos de estas mujeres son también de colores vivos y cubren la cabeza y la barbilla, pero puede vérseles la cara. Supongo que pertenecen a etnias menos fundamentalistas que las que usan bui bui.

»La impresión que me produce esta ciudad polvorienta y roja es que, a sus habitantes, el río parece no importarles en absoluto. Jartum vive dándole la espalda al Nilo, orgullosa de pertenecer al desierto, ignorante del agua y amiga de la arena. Los barrios que dan al río parecen lugares casi deshabitados, apenas hay gente en esa zona y ninguna suerte de mercado, en tanto que el centro de Jartum registra un inmenso bullicio a toda hora. Es ese Jartum hundido en tolvaneras cárdenas, hijo del desierto inclemente, que crece hacia el interior y trata de alejarse de las orillas del Nilo. Quizá sus habitantes odien al río, porque todas las invasiones que ha sufrido Sudán, las más cercanas en el tiempo, las de egipcios e ingleses, llegaron desde el norte, desde la desembocadura del Nilo. Los árabes, sin embargo, vinieron desde los desiertos del sur y del oeste, y parecen no haber olvidado su patria de origen. Ellos son hombres del desierto, no del agua.

»El cielo, bajo el vigor del sol y recibiendo el polvo que se eleva de la tierra, parece pardo en ocasiones. Pero al atardecer, toma un color ceniciento, levemente leonado. Jartum no brilla, sus colores son desvaídos y opacos, como si la poderosa luz del sol hubiese matado todo resplandor. Tanto sol ahoga, abruma, rasga la tierra y la vida, cubre de una pesada capa de opacidad todas las cosas, destruye los perfiles, ignora lo singular, lo quema, y desnuda de individualidad a los seres vivos. Los rostros de las gentes parecen repetidos y todas las figuras tienen la apariencia de ser iguales las unas a las otras.

«También el poder de este sol rudo y sin belleza parece ahogar los sonidos, como si los hubiese entregado al fuego. Jartum no es ruidosa por más que bramen las bocinas de los vehículos de motor y griten los muecines desde las mezquitas llamando a la oración. Poblada de susurros, sin timbres sonoros en las voces, sin apenas colores nítidos y fulgurantes, sin paisaje, bajo el cielo plano y quemado como una película expuesta a la luz, Jartum semeja ser un gran cementerio de seres fantasmales que, en lugar de caminar, parecen dominados por un leve estertor. Por las noches, Jartum tiene el aire de un cadáver de otras edades, como si fuera la cámara triste de una momia.

»Sus altas aceras ofrecen un pavimento de baldosas destruidas y en casi todas las calles el asfalto ha desaparecido, comido por la tierra. Sólo Sharia el Cama’a, la ancha vía que corre paralela al río, a la espalda de los edificios del gobierno y de las sedes de algunas oficinas bancarias, mantiene su asfalto en buenas condiciones, quizá porque por allí no transita casi nadie.

»A los grandes hoyos del alcantarillado les faltan a menudo las tapas, por lo que, a la noche, hay que andar por la ciudad con extremo cuidado para no caer en la profundidad de medio metro de un pozo de aguas fecales. Pero es curioso: no huele mal en la ciudad, tal vez porque la fuerza del sol de Jartum absorbe también los olores.

»Las casas de Jartum son, en su mayoría, edificios de hormigón, exentos de gracia, con zaguanes y soportales que crean anchos espacios de sombra donde la gente se sienta durante horas: a vender, mendigar, o simplemente sestear. En ocasiones, se encuentran algunas casas de la época colonial, sobre todo camino de las orillas del Nilo Azul. Pero casi todas tienen un aspecto desvencijado, decrépito, y muchas de ellas carecen de ventanas y techos.

»No hay grillos que canten por las noches ni gallos que anuncien el amanecer. La ciudad es sólo un rumor oscuro, un ronroneo siempre igual a sí mismo. Ni siquiera hay un ritmo musical, al contrario que en otros lugares del mundo islámico, en la letanía de los muecines. Y ese rumor, ese ronroneo, no sé por qué razón, parece hacerte prisionero de la ciudad, como una voz de mando que te impidiera salir de allí.

»El Nilo Azul se acomoda como puede a Jartum y viaja muy tranquilo al encuentro de su hermano el Nilo Blanco, bajo el puente que lleva a la vecina ciudad de Omdurman. Desciende sin ruido, mansamente, con discreción extrema, con leves movimientos de suaves ondas, miedoso tal vez de despertar el furor del sol y las iras de los hombres del desierto. Allí, en su orilla sur, nada es plano y opaco. Brillan las buganvillas moradas y naranjas, el verdor de las hojas de los tamarindos y las flores rojas de las acacias.

»He oído decir que, en época de lluvias, el agua cae roja de los cielos, como si antes se hubiera dejado quemar en las calderas del sol, pagando así el impuesto exigido a todo extranjero. Porque el agua, aquí, es siempre un ser extraño.

»A1 atardecer, el cielo, a lo lejos, parece presagiar la presencia de un mar. Los cantos de los muecines, como una nana exenta de gracia, acompañan al sol en su camino a las estancias de la noche. Cae el astro como una piedra de fuego a las espaldas de la tierra, sin temblores, con la violencia de quien se siente amo de todo cuanto existe bajo su trono».

Tenía el teléfono de un barcelonés que vivía en Jartum, Román Bautista, trabajador de Cruz Roja en tareas de desarrollo. Cuando le llamé, vino a verme al Acropole casi de inmediato, la segunda mañana de mi estancia en Jartum. Resultó ser un tipo estupendo y, en cierto modo, se convirtió en uno de mis «protectores» en el Sudán.

Román era un hombre joven, tranquilo y discreto. Llevaba varios años pateando mundo, siempre empleado en trabajos de cooperación por organizaciones internacionales, y ya no entendía otra forma de vivir. Su mujer, de la misma pasta que él, residía en Venezuela, también al servicio de una organización humanitaria. A Román le quedaban dos meses de estancia en Sudán. Luego, regresaría a España a reunirse con su mujer y en Madrid buscarían un nuevo trabajo, a ser posible juntos, para largarse con la música a cualquier otra parte del planeta. «Dentro de unos meses vamos a tener un hijo —me dijo al poco de conocerle—, y mientras crece, todavía nos quedan unos cuantos años para andar por ahí. Esta vez, me gustaría ir a algún sitio de Latinoamérica; pero ya veremos qué sale».

Román era alto y delgado, usaba gafas para paliar una pequeña miopía y sonreía con cierta timidez. Su pausada forma de hablar y de andar extendía a su alrededor un aire de serenidad. Como sucede siempre, su alma de aventurero no se correspondía con el aspecto que se supone deben tener los grandes aventureros. Ni vestía a lo Camel Trophy ni caminaba por la vida con recios pisotones de macho que está a la vuelta de todo. Escondía su inquieto corazón de vagabundo bajo una capa de discreta cortesía. Nos hicimos buenos amigos en los siguientes días. Ahora mismo no sé con certeza por dónde anda, aunque alguien me contó hace poco que había un cooperante español en Etiopía que se llamaba Román.

Vino a verme con un compañero sudanés de la Media Luna Roja, el equivalente musulmán a la Cruz Roja, un tipo fornido y reidor que había estudiado durante cinco años en Madrid y que se llamaba Abdelhakim Mahdi. En España, me dijo, todo el mundo le llamaba «Joaquín», para facilitar las cosas. Así que le llamé Joaquín desde ese momento y él pareció encantado. Le gustaban el jamón, la tortilla de patatas y el vino tinto, lo que me hizo sospechar que no era en absoluto un mahometano riguroso. De hecho, al contrario que la gran mayoría de sus compatriotas, no vestía galabiyya ni gastaba turbante, sino que se ataviaba a la europea.

Román vivía en una zona algo retirada del centro, hacia el sur de la ciudad, en un barrio que podría considerarse residencial para los estándares de Jartum. Comimos los tres en el Acropole y Román me invitó a vivir en su casa durante los días de mi estancia en la ciudad. Acepté trasladarme al día siguiente; entre otras cosas, porque los precios del Acropole me parecían desmesurados.

Cuando le expuse a Román mis planes de viajar hacia el norte siguiendo el curso del Nilo, para cruzar en barco a Egipto desde Wadi Halfa, me dijo que, cuatro días después, tenía previsto acercarse a la ciudad de Dongola, un poco más arriba de la gran curva del río, entre la cuarta y la tercera cataratas, donde la Cruz Roja financiaba una obra de desarrollo local. Y me ofreció plaza en su vehículo.

Así era Román: acababa de conocerle y ya tenía techo gratis en Jartum y transporte gratuito río abajo. Se fue con Joaquín al término del almuerzo, a ocuparse de algunos asuntos de trabajo, y quedamos en vernos a la tarde.

Volví a la calle, hacia las orillas del Nilo Azul, el lugar más fresco de la ciudad. Como siempre, apenas había gente en aquella zona. Me senté en un banco, junto al pretil que daba al río, cerca del palacio de los antiguos gobernadores ingleses. Mirando la terraza del edificio, traté de imaginar dónde estaba la escalera por donde rodó la cabeza de Gordon.

La historia moderna de Sudán está íntimamente ligada a Egipto y a Inglaterra. Tras la fracasada expedición militar de Napoleón Bonaparte a Egipto, en 1798, este país entró en un extraño e incierto período de su historia. No era una nación independiente desde los tiempos de las últimas dinastías de faraones y llevaba siglos sometida a sucesivos imperios: asirio, persa, griego, macedonio, romano, árabe y, en ese instante, en el alba del siglo XIX, al decadente Imperio turco, con la aquiescencia de la poderosa Inglaterra, que quería frenar las ansias expansionistas de su rival Francia en los territorios de África. Por esa época, Londres no tenía ningún interés en expandir su imperio en tierras africanas; se dedicaba tan sólo a contener a los franceses. En cuanto al sultán turco, reinaba desde Estambul sobre Egipto, donde mantenía un gobernador y un contingente militar: los famosos y aguerridos mamelucos, esclavos liberados e islamizados que procedían, la mayor parte de ellos, de los territorios de los Balcanes ocupados por el Imperio otomano. Formaban una orgullosa y fiera casta militar que, de hecho, ostentaba el poder en el país.

En 1802 apareció en El Cairo un fascinante personaje que iba a cambiar el curso de la historia egipcia y, de rebote, a influir decisivamente en la de su vecino Sudán. Era un albanés, antiguo comerciante de tabaco, convertido al Islam y rebautizado como Mohamed Alí, que en ese momento, con treinta y tres años de edad, servía como oficial y mercenario en el ejército turco. Sin duda era un hombre superdotado para el arte de la intriga política. En tres años, consiguió que el sultán otomano expulsase a su gobernador en El Cairo y le nombrase a él para el puesto. No mucho después de su ascenso al poder, en marzo de 1811, eliminó a los principales jefes mamelucos, matándolos a tiros al finalizar un banquete que ofreció en honor de ellos en su palacio. En 1817, el sultán turco le concedió el alto rango de jedive, algo así como virrey o sátrapa.

Mohamed Alí nunca cuestionó la soberanía turca sobre Egipto, sin duda porque le resultaba cómodo. Pero convirtió al país en una potencia, de hecho, independiente y en una sociedad moderna de corte europeo en su médula y de carácter musulmán en su apariencia. Era un tirano con ansias de progreso. En pocos años, modernizó la administración y, sobre todo, formó un poderoso ejército. Y se decidió a extender sus dominios con la ambición de crear un verdadero imperio. No en balde, el personaje más admirable de la historia, para Alí, era Napoleón Bonaparte.

En 1820, sus tropas entraron en Sudán, con un ejército de diez mil hombres, bajo el mando de Ismael, uno de los hijos del jedive. Era, al mismo tiempo, una expedición de conquista y de rapiña. El propio Alí lo dejó claro: «El objetivo de todos nuestros esfuerzos se centra en la obtención de esclavos». A cada soldado se le prometieron cincuenta piastras por cada oreja humana que arrancaran en los combates y enviasen a El Cairo. Y más de tres mil orejas llegaron a la capital egipcia en los meses siguientes.

Las tropas dirigidas por Ismael alcanzaron los pantanos que forma el Nilo Blanco al sur de Sudán, cerca ya de los territorios de la actual Uganda. Alrededor de cuarenta mil esclavos sudaneses fueron despachados desde allí hacia la capital egipcia, aunque más de la mitad pereció en el camino. La expedición se hizo, además, con una buena cantidad de oro y de marfil. De regreso, Ismael y sus tropas fueron atacadas por sorpresa en Shendi, al norte de Jartum, y el hijo de Alí pereció dentro de su tienda, incendiada por los rebeldes nativos. La venganza del jedive fue terrible: envió nuevas tropas y en los meses siguientes murieron más de cincuenta mil sudaneses. Sudán quedó anexionado al imperio de Alí en 1823, y en la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul sus hombres fundaron Jartum. A ninguna otra potencia de la época le importó en absoluto el ansia expansionista del jedive, ni por supuesto las matanzas que llevaba a cabo en un pueblo «salvaje».

Sin embargo, sí que le frenaron, sobre todo Inglaterra y Francia, cuando conquistó Siria y los territorios vecinos al golfo Pérsico, arrebatándoselos al propio sultán de Estambul, e intentó apoderarse de Etiopía. Para Alí, Londres y París eran pesos demasiado pesados, así que hubo de devolver todos los territorios conquistados a excepción de Sudán, donde nombró un gobernador y dejó una guarnición militar.

En el orden interno, Alí dirigió una buena parte de su producción agrícola hacia el cultivo del algodón. Sería una sabia medida, pues al estallar la Guerra de Secesión americana en 1861 y suspenderse las exportaciones de algodón desde Estados Unidos, Egipto se hizo casi con el monopolio mundial del «Rey Algodón», multiplicando por cinco sus beneficios, y los jedives sucesores de Alí y la aristocracia turco-egipcia que dominaba el país amasaron inmensas fortunas. El Cairo y Alejandría atrajeron a partir de esa época a numerosos europeos, entre ellos muchos griegos, y las dos ciudades se convirtieron muy pronto en dos urbes de un hondo carácter cosmopolita. Al mismo tiempo, y dado que las viejas estructuras medievales de organización social y económica, al estilo turco, no servían para la nueva situación, Egipto pasó a quedar incluido en pocos años en el orden financiero que dictaba la banca de Europa, endeudándose más y más con ella al paso de los años. Era una situación extraña la que vivía el país y que, en cierto modo, a todos convenía. Al jedive de turno, porque se enriquecía y era un protegido de las grandes potencias. A Londres y París, porque hacían buenos negocios. Y al sultán otomano, con su imperio en plena decadencia, porque nadie ponía en cuestión su teórica autoridad, aunque nadie le hiciera caso en absoluto ni se le tuviese en cuenta para ninguna decisión importante.

A Mohamed le sucedió en el virreinato, en 1848, su hijo Abbas, quien gobernó hasta 1854. Y tras Abbas, llegó al poder otro hijo de Alí, Said Pacha. El nuevo jedive sentía gran simpatía por los franceses y era amigo personal de un antiguo cónsul francés en Alejandría: Ferdinand de Lesseps, quien le había enseñado a montar a caballo cuando era un niño. Este diplomático galo tendría una enorme importancia en la historia posterior, no sólo de Egipto, sino de toda la región que va desde el Mediterráneo hasta la península Arábiga y los territorios vecinos al mar Rojo, puesto que fue él quien convenció a Said de que era necesario abrir un canal entre el mar Rojo y el Mediterráneo. En noviembre de 1854, Lesseps obtuvo la concesión del jedive Said para comenzar los trabajos del que sería el canal de Suez.

En 1863, sucedió a Said un nieto de Alí, Ismael, hombre inteligente, derrochador, ambicioso y audaz, y el más importante gobernante egipcio de aquel período después de su abuelo. No sólo relanzó la modernización de Egipto, sino que no dudó en endeudar a su Estado mucho más aún con la banca europea, en su empeño por convertirlo en una gran potencia regional y por conseguir, de paso, que la administración pública asumiera las enormes deudas personales que él acumulaba con sus desmesurados derroches. Entre otras cosas, durante su gobierno extendió a dieciséis mil kilómetros las líneas de ferrocarril, construyó doce mil ochocientos kilómetros de canales y tendió ocho mil de cable telegráfico. Y la superficie cultivable de Egipto creció, gracias a sus obras de regadío, en un treinta por ciento. No obstante, al mismo tiempo, Egipto quedó endeudada sin remedio a la gran banca europea, sobre todo británica y francesa. En cierto sentido, Ismael se pasó la vida huyendo hacia adelante, enfangándose más y más en deudas desmesuradas mientras emprendía faraónicas obras para justificarlas.

Su momento de mayor gloria le llegó cuando presidió los actos de inauguración del canal de Suez, en el año 1869, actos en los que se gastó una fortuna, haciendo incluso construir palacios especiales para albergar a los ilustres invitados que llegarían de Europa; entre ellos, Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III y emperatriz de Francia, y los príncipes herederos de las coronas de Austria, Inglaterra, Prusia y Holanda.

Como es lógico, dada la enorme ambición del personaje, Ismael se planteó también ampliar los territorios bajo su dominio. Y ya que las grandes potencias europeas no le permitían expandirse hacia Oriente, decidió enviar de nuevo tropas hacia las regiones del sur de Sudán, más allá de los pantanos del Nilo Blanco, en el intento de llevar los límites de su imperio hasta las orillas de los grandes lagos, el Alberto y el Victoria, ambos en los territorios de la actual Uganda. Años después, en 1874, y cuando ya creía controlar firmemente el sur del Sudán, envió una expedición militar a la conquista de Etiopía, en donde Europa no tenía ningún interés estratégico o económico. Pero sus tropas fueron derrotadas por el emperador etíope Yohannes IV en 1875 y tan sólo lograron hacerse con el control de la región de Harer, de donde al fin tendrían que retirarse en 1885.

Ismael no se fiaba demasiado de sus jefes militares, adinerados aristócratas dedicados al disfrute de la vida social y poco amigos del olor de la pólvora. Así que optó por contratar como mercenarios a militares extranjeros, preferentemente ingleses. Los más famosos entre ellos serían Samuel Baker, William Hicks y Charles Cordon. Fueron los primeros mercenarios de África y sin duda hicieron historia, trazaron ese tipo de epopeya que hace que incluso los campos de batalla lleguen ser, con el tiempo y pese a las matanzas y las cabezas cortadas, lugares poéticos.

Román regresó a buscarme a media tarde al Acropole y me llevó a casa de otra española que trabajaba en Jartum como funcionaría de Naciones Unidas. El famoso tópico de que el mundo es un pañuelo se cumplió aquel día: la española era Lola Castro, una vivaracha mujer canaria que había conocido en Kigali tres años antes, cuando viajé a Ruanda para escribir mi libro Vagabundo en África. Lo mismo que ocurrió el día en que cené en su casa de Kigali, sucedía ahora en su casa de Jartum: que estaba llena de gente. Había dos jóvenes arqueólogas polacas, un inglés que no recuerdo a qué se dedicaba, una cooperante italiana y una chica gallega, Cintia, también empleada, como Lola, en Naciones Unidas. Bebimos un buen número de latas de cerveza porque, como muchos funcionarios occidentales, Lola las conseguía de contrabando al fantástico precio de tres euros por unidad. Nunca sabe mejor el alcohol que cuando lo prohíben. A Cintia, la chica gallega, todos la llamaban Maruja, no sin cierta guasa. Estaba contenta ese día porque había comprado una lechuza a unos niños que estaban maltratando al ave.

Pasamos un par de horas mezclando lenguas y charlando sobre cien cosas distintas: la vida en Sudán, mi viaje, la arqueología sudanesa, el modo en que debe alimentarse a las lechuzas, la Inglaterra de Tony Blair, la España de Aznar y la guerra del sur de Sudán. Luego, Román me dejó en el centro de Jartum mientras se iba a resolver algunos asuntos de trabajo. Quedamos en que, la mañana siguiente, vendría a buscarme para que me instalase en su casa.

Como no se habían cerrado aún los comercios, entré en una papelería-librería cercana a mi hotel. Me gusta fisgar en las librerías locales cuando ando de viaje por lugares perdidos. Anoté estos títulos entre los textos que, en inglés, la escuálida estantería del establecimiento ofrecía a los improbables clientes: El doctor Jekyll y mister Hide, Historia del Pony Express, Moby Dick (en versión infantil), Las aventuras de Sherlock Holmes y Tratado de zoología aplicada.

Y en ocasiones, en las ciudades que menos lo esperas, das con algún tesoro. Me sucedió años atrás en Nairobi y me sucedía ahora en Jartum. Entre un puñado de revistas viejas, estaba el clásico The Quest of the Nile, de Harry Johnston, un libro que no se encuentra en Europa salvo en unas pocas bibliotecas especializadas. Me costó una fortuna para un país como Sudán: algo más de treinta euros al cambio. Pero en Europa, de encontrarlo, probablemente su precio hubiera sido diez veces superior. Era, además, una edición fechada en 1903, imagino que una joya bibliográfica, aunque no soy experto en la materia.

Dice Johnston en su libro, cuando relata la aventura de Baker en su expedición al sur del Sudán, que para los nativos era el único «heroico hombre blanco que habían conocido», y lo define así: «terrible en la batalla, escrupulosamente justo, en todo momento amable y jovial con los amigos, un hombre nacido para gobernar sobre los pueblos salvajes».

Ya hablé en extenso sobre la figura de Samuel Baker en mi libro El sueño de África y no voy a decir mucho ahora sobre su personalidad. Era un típico inglés de la época, adinerado y trotamundos, cuya pasión principal no era otra que la caza mayor. Poco después de enviudar y, mientras viajaba por los Balcanes, imagino que dedicado a la caza de osos pardos y cabras de montaña, compró en una subasta de esclavos a una muchacha de sangre húngara de la que se enamoró perdidamente. Pocos años después, se casaría con ella. Se llamaba Florence y las viejas fotografías nos la muestran como una mujer muy bella. Debieron vivir un gran amor. Baker, al contrario que otros exploradores de aquel tiempo, nunca dejaba a Florence en casa y con la pata quebrada, sino que se la llevaba con él a cuantas expediciones emprendía. Cuando, en 1869, el jedive Ismael le contrató como mercenario para dirigir la empresa del sur del Sudán, su primera exigencia fue que su mujer iría con él.

Baker era en esa época un hombre famoso en Inglaterra y en África. En 1863, mientras cazaba en las regiones del sur de Sudán, en las cercanías de Gondokoro, se encontró con Speke y Grandt, que subían desde el lago Victoria, donde habían «descubierto» las fuentes del Nilo Blanco un año antes. Los dos exploradores informaron a Baker sobre la posible existencia de un nuevo gran lago, del que podía nacer otro ramal del Nilo, al noroeste del inmenso Victoria.

Hombre de acción como era y deseoso de gloria, Baker preparó de inmediato una expedición y, con su inseparable Florence al lado, tras un penoso viaje en el que a punto estuvieron de morir, llegó a las orillas del lago sobre el que le hablaron Speke y Grandt. Era el mes de marzo de 1864. De inmediato Baker se proclamó, como era al uso en aquellos días, su «descubridor», lo bautizó como Alberto, nombre del príncipe consorte de Inglaterra, y a las cataratas cercanas que arrojan las aguas del Nilo sobre el lago, viniendo desde el Victoria, las llamó Murchinson, en homenaje al entonces presidente de Royal Geographical Society de Londres. Aquella hazaña de la exploración le valió la medalla de la R.G.S., en tanto que la reina Victoria le ordenó caballero. Así que ya era sir Samuel Baker cuando Ismael le ofreció el trabajo, aunque él prefería que se le conociese como Baker del Nilo, el pomposo rango con el que se había bautizado a sí mismo.

Baker conoció a Ismael en El Cairo en 1869. Viajaba a Egipto, por supuesto que acompañado de Florence, formando parte del séquito de los príncipes de Gales, que acudían entre los más insignes invitados a los actos de celebración de la apertura del canal de Suez. Baker iba en calidad de intérprete de árabe, pero en realidad su función no era esa: el príncipe heredero de la corona británica le había llevado consigo para que le enseñara en Egipto los secretos de la caza del cocodrilo. Así se las gastaban por aquellos días los grandes señores de la rubia Albión.

En uno de los banquetes sentaron a Baker junto a Ismael y el jedive, a poco de conocerse, le propuso el mando de la expedición militar al sur de Sudán. A Baker le gustó la idea desde el primer momento y, en una reunión posterior, expuso sus condiciones a Ismael: Florence iría con él y la expedición no sería tan sólo una empresa de conquista, sino también una campaña de castigo contra los esclavistas árabes que operaban en la zona. Por aquella época, el antiesclavismo era una bandera que enganchaba a los hombres más reputados de Europa, empezando por el legendario David Livingstone, y Baker quería ganar también su parte de gloria en aquella suerte de cruzada. Todo encajaba: aventura, fama… y dinero, pues la cifra que exigió el inglés al jedive fue de cuarenta mil libras por cuatro años de servicios, una verdadera fortuna para la época.

El jedive Ismael era un derrochador tocado de cierta megalomanía, como ya he señalado antes, y no quería reparar en gastos para la expedición del Sudán. Aceptó cuanto Baker le pidió, imaginamos que incluso haciéndose el ingenuo en el tema de la esclavitud, negocio en el que Ismael era uno de los principales capos egipcios, si no el principal de todos, y del que obtenía suculentas tajadas cada año.

Se acordó que la tropa asignada a Baker fuera de mil setecientos hombres, integrados en dos batallones de infantería, uno de ellos compuesto por árabes sudaneses y otro por egipcios, y un cuerpo de caballería de doscientos jinetes. Contaría también con dos piezas de artillería y Baker tendría una guardia personal de cuarenta y ocho hombres, a los que más tarde, en plena campaña, él mismo bautizó como «los cuarenta ladrones». El contingente militar llevaba también varias embarcaciones desmontables, que se desarmarían en piezas para viajar a lomos de camellos. Podrían atravesar así los tramos innavegables del río, sobre todo en las regiones pantanosas del Sudd, las ciénagas que forma el Nilo Blanco en Bahr-el-Ghazal, Bahr-el-Jebel y Bahr-el-Zeraf. Animales de carga, sirvientes, porteadores y soldaderas negras componían el resto de la expedición.

Baker exigió también formar un staff de oficiales de mando compuesto por diez europeos. Uno de ellos, su asistente personal, era el teniente Julian Baker, su sobrino. Entre los europeos, en tareas de intérprete, viajaba un italiano de curioso nombre: Marco Polo.

En febrero de 1870, Baker y Florence estaban en Jartum al frente de su imponente tropa. La ciudad contaba entonces con unos quince mil habitantes, sudaneses en su mayoría y machacados a impuestos por los hombres del jedive. Unos cincuenta mil esclavos llegaban allí cada año, traídos desde el sur por los más de quince esclavistas árabes que operaban en las regiones meridionales del país. Los grandes patronos de aquel comercio, entre ellos Ismael, dirigían el negocio desde sus mansiones de El Cairo.

En su viaje hacia el sur, que inició pocos días después de su llegada a Jartum, Baker se ocupó de emprender su tarea antiesclavista cuanto antes y liberó numerosos prisioneros que subían en las caravanas de los esclavistas. Hacía llamar a su tropa «Apóstoles de la libertad», preparándose un camino de gloria para cuando regresara a Inglaterra.

Baker estableció su primera base en Malakai, en la puerta de las regiones pantanosas de la región del Sudd. Y sólo alcanzó a cruzarlas con la crecida del río, en diciembre de 1870, llegando a Gondokoro en marzo del año siguiente. Allí construyó Baker el primero de una cadena de fuertes y, en una solemne ceremonia, proclamó la soberanía de Egipto sobre el Alto Nilo, rebautizó Gondokoro como Ismailía y nominó a la nueva provincia Ecuatoria.

Entraba ya en territorios hostiles y continuamente sufría el hostigamiento de tribus nativas y de esclavistas árabes. Su tropa comenzó a menguarse por causa de las enfermedades y muchos soldados desertaron, la mayoría egipcios. Durante aquella campaña, a la ida y a la vuelta, Baker no cesó de guerrear.

En enero de 1872, y ya tan sólo con quinientos hombres, casi todos ellos sudaneses, entró en el reino de Bunyoro, más al sur. Allí reinaba Kabarega, un belicoso cacique que hacía el número dieciséis de los monarcas de su dinastía. Baker entró en marzo en su capital, Masindi, e intentó alcanzar un acuerdo con el soberano indígena que garantizase su obediencia a Ismael. Kabarega no estaba en absoluto dispuesto a tal cosa, lo que irritó a Baker, que calificó al rey de «cobarde, cruel, traicionero en grado sumo y, además, borracho». Y dispuesto a someter el reino, Baker hizo alzar otro fuerte que le serviría como casa de gobierno y proclamó por su cuenta la soberanía egipcia sobre Bunyoro, el 25 de abril de 1872.

Kabarega le declaró la guerra. Y el 8 de junio la tropa de Baker, dotada de modernos fusiles, se enfrentó con un numeroso y fiero ejército de hombres armados de lanzas, flechas y escudos. El combate duró una hora y quince minutos. Los guerreros de Kabarega cayeron por cientos, en tanto que Baker sólo perdió cuatro soldados. Sus hombres entraron luego en el pueblo indígena y lo incendiaron. Y Kabarega huyó de Masindi con su corte y los restos de su ejército.

Baker había ganado la batalla. Pero ¿y la guerra? No contaba el caballero inglés con la tenacidad y la bravura del cabecilla indígena, a quien había tachado de borracho y traidor. Kabarega formó guerrillas de inmediato y sus ataques sobre Masindi se sucedieron día tras día. A Baker, en las escaramuzas cotidianas, se le iban restando los hombres capaces de empuñar un arma. Llegó a contar tan sólo con doscientos, ya que, además, la malaria y la disentería hacían estragos en sus filas. La mayoría de sus animales de tiro y carga, por otra parte, habían muerto atacados por la mosca tsé-tsé. Apenas una semana después de la batalla de Masindi, comenzó a retirarse hacia el norte.

Fue una penosa huida. Al final de su expedición, tan sólo le quedaba una tropa de noventa y siete hombres y cincuenta y siete sirvientes. Antes de llegar a Gondokoro, que alcanzó en agosto de 1872, dejó un contingente de soldados de guarnición en el fuerte de Fatiko, al sur de Malakai. Desde Gondokoro, emprendió el regreso hacia El Cairo, adonde llegó en agosto de 1873. Allí proclamó solemne que, a una distancia de dos mil quinientos kilómetros al sur de Jartum, todos los territorios se hallaban en paz y obedientes a su señor, el jedive Ismael, y que la actividad esclavista había desaparecido de la faz de aquellas tierras. Nadie le creyó en Egipto, aunque toda Inglaterra celebró su nueva gesta. En junio de 1873, envió a Londres un telegrama en el que exaltaba sus logros y que decía así: «Territorio hasta llegar a Ecuador, anexionado al imperio egipcio; intrigas rebeldes y tráfico de esclavos, completamente sofocados; país en orden; gobierno perfectamente organizado». En realidad, todo lo que había conseguido era dejar unos cuantos fuertes en manos del enemigo y una guarnición aislada en Fatiko. Y los esclavistas campaban a sus anchas por el sur del Sudán, incluso con mejores posibilidades de negocio que nunca, pues las tropas de Baker habían hecho no poco daño a los ejércitos de los caciques nativos, como el del rey Kabarega de Bunyoro.

Regresó a Londres a finales de año, con el aura del héroe que quiso dibujar para sí mismo. Y encontró en su banco las cuarenta mil libras acordadas con Ismael. Baker del Nilo estaba ya en la cumbre de su fama, pero ya no volvería jamás a África. Para la siguiente aventura sudanesa, el jedive debía buscarse otro hombre. Y es así como entró en el escenario africano Charles Gordon, un personaje a medio camino entre el héroe y el clown, que acabó por cumplir un destino trágico elegido por él mismo.

Es curioso ver cómo, en ocasiones, los seres algo ridículos alcanzan a convertirse en héroes por razones que ignoramos. A la postre, no nos queda otro remedio que admirarlos.

Lo insólito suele tener mejor acomodo en África que lo previsible y aquella noche, cuando regresé al Acropole para cenar, George me informó que había dos hombres importantes esperándome. Me sentí atónito cuando se presentaron. Uno, el de mayor edad, vestía a la europea y dijo ser general en la reserva.

El otro, un hombre joven y sonriente, ataviado con los tradicionales turbante y galabiyya blancos, afirmó ser un hombre de negocios. El general se llamaba Mahduba y hablaba un inglés espantoso, ininteligible en un cincuenta por ciento. El otro, Mahmoud Ahmed, exhibía orgulloso un inglés exquisito, mucho mejor que el mío.

¿Y qué podían querer de mí, de un tipo con aspecto algo zarrapastroso, un jefe militar de alto rango y un rico empresario? La explicación era sencilla: el general Mahduba era socio del cantamañanas de Madrid, no sé si en algún negocio innoble, y había logrado averiguar dónde me alojaba, supongo que por medio de la policía, después de recibir una llamada desde España del referido cantamañanas, cuya sombra me perseguía como un pájaro de mal agüero desde la lejana Madrid. Mahmoud Ahmed le acompañaba porque tenía interés en hablar de las posibilidades de negocios con españoles. Al poco de presentarse, el general me ofreció un coche y un guía para recorrer durante todos los días que quisiera los alrededores de Jartum.

Lo que me pedía el cuerpo era mandarles al cuerno, sobre todo al militar. Pero no resulta muy conveniente en África mandar a alguien al cuerno cuando se trata de un hombre poderoso y estás en su terreno. Además, los dos tipos insistían en llevarme esa misma noche a cenar al Club de Oficiales. Y entrar en uno de los clubes de élite de Jartum es un privilegio que pocas veces se ofrece al extranjero. Así que acepté la invitación. Y allá que nos fuimos a bordo del lujoso todoterreno de Mahmoud Ahmed.

Había una luna pudorosa y casi llena en la noche serena de la ciudad. El aire era más limpio, llegaba menos cargado de arena, y la tierra parecía haberse recuperado un poco de su fatiga, como si al retirarse el sol hubiera abierto sus pulmones para darse un respiro.

En Sudán, los clubes son una institución heredada de los días del colonialismo inglés. El régimen de Jartum odia a Occidente, y en especial a los anglosajones, pero sus más altos dignatarios imitan los antiguos modos de los ingleses. En el sudeste de la ciudad, en la zona más residencial de la urbe, cerca de donde se encuentran las sedes de unas cuantas embajadas extranjeras, hay una extensa área que acoge a una docena de clubes: el italiano, el alemán, el armenio, el árabe, el griego y otros cuantos; pero el más lujoso de todos es el Club de Oficiales.

Aquella noche, sus amplios jardines estaban a rebosar de gente, en su mayoría familias enteras, niños incluidos, de la aristocracia política, militar y económica de Jartum, que en el fondo vienen a ser la misma cosa. Toda la ancha extensión del club, bajo la luna pálida, estaba cubierta de césped. Imaginé el enorme costo que debía suponer aquella verdísima pradera en medio del desierto más inclemente. Los camareros vestían chaqueta y camisa blancas, y pantalón y pajarita negros.

Sentados junto a una mesa redonda, bajo el agradable frescor de la noche, pedimos de cenar pollo frito y refrescos. Y Mahmoud Ahmed solicitó al camarero que nos trajera una jarra de agua.

—Es agua del Nilo, bien depurada —dijo mientras servía en mi vaso—. Aquí decimos que quien la bebe una vez, regresará a Jartum. Beba un poco y regrese: será siempre bienvenido.

—He oído decir lo mismo de otros ríos y otras ciudades del mundo —respondí.

Debo reconocer que no estaba en mi momento de mayor simpatía.

El general insistía en explicarme que el hecho de que no hubiese un coche esperándome en la frontera de Etiopía era un malentendido. Y yo le refutaba señalándole las fechas concretas que había acordado con su socio cantamañanas en Madrid, antes de iniciar mi viaje. Pensando que, quizá, Mahmoud Ahmed tenía negocios en Sudán con el cantamañanas, señalé:

—Un hombre que carece de palabra y que no cumple sus compromisos, no es un buen compañero para asociarse con él.

El general Mahduba miró con cierto temor a Mahmoud, que sonrió melifluo, y yo pensé que, quizá, mi dardo había dado en la diana.

Me iba cayendo algo más simpático el empresario conforme la noche avanzaba. Era reidor y de trato extremadamente cortés. Sospechaba, al mismo tiempo, que el general debía ser un hombre a sueldo del cantamañanas de Madrid, sobre todo a causa de su empeño, algo pastoso, por lograr que yo quedase satisfecho de mi estancia en Jartum. Se humillaba, incluso, una y otra vez, cuando me ofrecía el coche y yo negaba, y componía un gesto de perplejidad cada vez que yo daba mis ácidas opiniones sobre el talante de su patrón.

—¿Cree usted que es interesante que los hombres de negocios españoles inviertan aquí en Sudán?, ¿y en qué pueden hacerlo? —me preguntó en un momento Mahmoud.

—Nuestro mejor producto es el jamón. A lo mejor una fabrica de jamones…

—¡Pero es cerdo y nosotros somos musulmanes!

—Bueno, podrían producirlo aquí más barato que nosotros para enviarlo luego a España y cobrarlo a precio español. También tenemos excelentes vinos.

—El alcohol está prohibido en Sudán, ya lo sabe usted.

—Podría crearse aquí la denominación de origen Ribera del Nilo y exportarlo a España.

—Es usted un bromista.

—Le aseguro que ignoro todo sobre el mundo de los negocios. Soy sólo escritor.

—El cerebro de un artista está preparado para cualquier cosa. Si las mayores inteligencias son las creadoras, ¿cómo no han de entender ustedes de todo? No me diga que no se le ocurre alguna forma de atraer a los empresarios españoles a Sudán.

—Envíeles botellas con agua del Nilo, para que se les despierte el deseo de venir a Jartum. Y no crea que todos los que escriben son verdaderos creadores: los hay que ven el arte como un negocio rentable, y desde luego lo es.

—Le noto enfadado, amigo español.

Mahmoud me habló luego de coches. Tenía dos Mercedes y un BMW, pero se sentía especialmente orgulloso de su todoterreno, un potente todoterreno de la serie Pajero.

—¿Lo hay en España?

—Sí, pero allí lo llamamos Montero.

—¿Por qué?

—En español, pajero quiere decir algo así como masturbador.

Le dio un ataque de risa. Y durante el tiempo que duró la velada, hasta que nos retiramos y me llevó al hotel, Mahmoud reía una y otra vez mientras repetía en voz alta: «Masturbador, masturbador…, tengo un coche masturbador».

Quedé finalmente con el general Mahduba en que, al día siguiente, a las once de la mañana, esperaría a su coche en mi hotel. Le alegró que accediera al fin y me prometió ufano que él mismo vendría a servirme como guía en mi primer recorrido turístico por los alrededores de la ciudad.

—Iremos hacia el sur, ya verá qué hermoso y fértil es —dijo.

Román vino a buscarme a las nueve de la mañana del siguiente día para llevarme a su casa. Y me fui del Acropole sin dejarle a George mi nueva dirección. Tan sólo le dije:

—Si viene después mi amigo el general, dígale por favor que he salido a hacer unas gestiones, que me espere y que, si no vengo hoy, estaré aquí mañana a la misma hora.

Por supuesto que no regresé esa mañana ni al siguiente día. Siempre he creído que la mejor de las venganzas es el olvido, a pesar de que muchos no lo entiendan.