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MACBETH EN ÁFRICA

A Gondar le llaman el Camelot de África, a causa de los seis castillos de piedra que se alzan en el recinto imperial, todos ellos construidos por orden de cada uno de los seis reyes que formaron la dinastía de Fasilides, hijo de Susinios, coronado emperador en 1632. Esta dinastía fue apeada del poder por Tewodros, en 1855, un usurpador que, como casi todos los monarcas de la historia etíope, proclamó la pureza de su sangre salomónida al conquistar el trono. Tewodros, héroe entre los héroes para sus compatriotas, abandonó Gondar a poco de proclamarse emperador, y siguió la tradición de fundar capitales itinerantes, primero en Debre Tabor y luego en Magdala, no muy lejos del lago Tana.

Se dice que el emplazamiento de Gondar lo eligió el jesuita español Pedro Páez para el emperador Susinios, en un valle situado a 2400 metros de altitud sobre el nivel del mar y, por aquellos días, abundante en agua, caza y bosques. Hoy, el agua escasea, los bosques autóctonos han desaparecido en beneficio de los de eucaliptos y no queda una sola pieza de fauna salvaje en muchos kilómetros a la redonda.

Susinios abandonó el poder antes de comenzar las obras de su capital, y su hijo Fasilides encargó el primer castillo a los descendientes de los artesanos portugueses que habían viajado al país, junto con una expedición militar lusa, para ayudar al rey etíope a combatir a los invasores musulmanes del caudillo harari Ahmed Gragn.

En la década de los ochenta del siglo XIX, la ciudad fue arrasada por los derviches sudaneses, fanáticas tropas musulmanas fieles a un caudillo fundamentalista, el Mahdi, que había conquistado Jartum tras derrotar al coronel inglés Charles Gordon en el año 1885 y que planeaba extender su imperio hasta las costas del Mediterráneo, en Egipto, y del índico, en Somalia, destrozando en el camino a la cristiana Etiopía.

Los italianos que invadieron el país en 1935, establecieron su capital del norte en Gondar y el trazado de la ciudad actual es el que ellos dejaron, con la ancha Piassa como centro de la urbe bajo las altas colinas. Viendo la Gondar de hoy, y a excepción de los seis antiguos castillos y el palacio de verano de Fasilides situado a las afueras de la ciudad, uno no alcanza a recordar en nada el refinado espíritu artístico que ha hecho famosa a Italia. ¿Olvidaron los arquitectos de Mussolini las bellezas de Roma y de Florencia? Todos los grandes edificios de Piassa, como la central de Correos y Telégrafos, son feos mazacotes de cemento que provocarían arcadas a cualquier arquitecto del Renacimiento italiano.

Gondar es el nudo de las comunicaciones para todo el norte del país. Su población ronda las ciento cincuenta mil almas, en su mayoría gentes miserables que alcanzan a comer lo necesario para sobrevivir. Apenas hay tráfico de motor, salvo los viejos autobuses de línea y algunos taxis descuajaringados. Abundan los gharis, cochecillos tirados por un pequeño y brioso caballo, donde los pasajeros se protegen del sol con un toldo pintado con los colores de la bandera etíope.

Si uno da la espalda a Piassa y contempla los viejos castillos, puede sentir por un momento que un trozo de la Europa medieval ha sido trasplantado a África.

Mi autobús a Metema no salía hasta dos días más tarde, de modo que tenía tiempo sobrado para hacer algo de turismo. Di un paseo por el recinto de los castillos, por aquellos días en obras bajo la financiación de la Unesco, que los ha declarado Patrimonio de la Humanidad. Y más tarde me fui a visitar la iglesia de Debre Birham Selassie, que quiere decir en amárico «Trinidad de las Montañas de la Vida», y que se considera como uno de los templos más hermosos de Etiopía. Fue construido por orden de Iyasu I, sucesor de Fasilides, entre los años 1682 y 1706.

Como todas las iglesias ancianas del país, la de Debre Dirham Selassie es de planta rectangular y tiene tres estancias, a semejanza del Templo de Jerusalén levantado por Salomón. Lo más bonito, sin duda, son sus frescos, que decoran al completo muros y techos, con escenas de la vida y pasión de Cristo, de la Virgen María, san Pedro y los apóstoles, y con el inevitable san Jorge matando al Dragón. En un fresco del altar mayor, bajo el Cristo crucificado, cuelga la calavera de Adán. Y cubriendo todo el techo, los rostros de ciento cuarenta y cuatro ángeles, con alitas a los lados de las cabezas, no pierden de vista al visitante. Contemplando los murales, reparé en que las facciones humanas de estas pinturas de origen bizantino son muy similares a los rasgos de los etíopes de hoy: caras redondas, de mejillas abultadas que apenas dejan marcarse los pómulos; frente curvada, grande y limpia; sonrisa tenue, discreta y quieta; bigote cumplidamente recortado…, y ojos que no se apartan nunca de ti. Porque los etíopes miran así: sin timidez, casi derecho al corazón, robando en cierta forma tu intimidad. Uno llega a pensar, viendo los rostros de aire ndif de los etíopes, que en este país la naturaleza ha decidido imitar sin pudor al arte bizantino.

Sobre las cúpulas de Debre Birham Selassie reposaban en armonía buitres negros y palomas grises.

Viajé a bordo de un ghari hasta el Palacio de Verano de Fasilides, construido en 1632, el año de su coronación, es una especie de torreón de dos plantas, rodeado de un jardín cercado por un muro de piedras y con una gran piscina rectangular a espaldas del edificio.

No había ningún otro visitante en aquella hora cercana al mediodía y el indolente guardián me miró con indiferencia mientras me cobraba el precio de la entrada al recinto. Era un lugar sosegado, arrullado por el canto de los pájaros y perfumado por el olor de los pinos y los eucaliptos.

Al salir, me detuve unos instantes a charlar con el vigilante, que se expresaba bien en inglés.

—¿Qué opina de los antiguos emperadores? —le pregunté.

—No opino, vivo de ellos.

—¿Le gustaría que volvieran los emperadores al poder?

—No, porque pondrían en mi lugar a uno de sus sirvientes y perdería mi empleo.

—¿Cree que Etiopía está mejor sin ellos?

—Etiopía está como siempre: los pobres seguimos siendo pobres y no parece que Cristo desee regresar a la Tierra para redimirnos de la miseria.

En las calles de Gondar veía numerosos jóvenes con camisetas en cuyas pecheras lucían el nombre y el rostro del emperador Tewodros. Y cuando hablabas con alguno de ellos sobre el asunto, manifestaban con altivez que fue un hombre valiente y un verdadero héroe, el mejor de los héroes de Etiopía.

Llegué a la conclusión, en mis días etíopes, que es probable que, tras los míticos Salomón y la reina de Saba, ninguna figura de la historia del país despierte mayor grado de veneración entre sus compatriotas que Tewodros. Y eso que fue un tirano imponente. Pero alcanzó a convertirse en un símbolo del irredentismo del hombre etíope, de su lucha contra el extranjero, de su empeño secular por defender su independencia, del orgullo en suma del único país de África nunca colonizado por los europeos. La historia de Tewodros nos enseña mucho más, a propósito del carácter de los etíopes de ayer y de hoy, que la gran mayoría de los estudios antropológicos o religiosos.

Era inteligente y fiero, orgulloso y cauto, y tan hábil como tenaz. Al final de su reinado, se transformó en un hombre imprevisible y loco, y sin duda que su biografía no habría encontrado mejor retrato que una tragedia de Shakespeare. En su Nilo Azul, el escritor australiano Alan Moorehead nos lo describe así: «Tewodros estaba atrapado en la aflictiva situación del africano, la imperiosa necesidad del hombre inteligente por abrirse paso entre la pereza y la ignorancia». Y el misionero comboniano español Juan González Núñez escribe sobre él en su libro de Etiopía: «En su vida se encuentran todos los ingredientes necesarios para un personaje de tragedia: la grandeza, la banalidad, el fatalismo…».

Tewodros, cuyo nombre original era Kassa, nació en 1818 en Kwara, al oeste del lago Tana, en territorios asolados por frecuentes incursiones de los musulmanes sudaneses. Por ello, educado como estaba en el rigor de la fe ortodoxa, se sintió toda su vida como un cruzado de la causa cristiana contra el Islam. Quedó huérfano de padre siendo un niño y durante su primera juventud vivió en la pobreza. Tuvo la suerte, no obstante, de poder estudiar unos años en un monasterio copto, lo que le procuró una cierta cultura y un sentido místico de su presencia en el mundo que luego trasladaría a su proyecto imperial.

Vivió durante un cierto tiempo en Gondar, bajo la tutela de un tío suyo. Pero al morir este, volvió a quedarse en la miseria, a la edad de veinte años. Y entonces decidió convertirse en bandido, en shifta, una de las pocas profesiones lucrativas que se ofrecían a los jóvenes etíopes de entonces, y quién sabe si también de ahora. Formó pues su partida y, en poco tiempo, su banda campó por las regiones del Nilo Azul, atacando caravanas y asesinando mercaderes. Así, durante unos años, aprendió y perfeccionó técnicas de asalto en las que, sobre todo, contaba el factor sorpresa, lo que en definitiva le convirtió en un experimentado guerrillero.

Nuevos shiftas se unieron al bravo e implacable Kassa según transcurrieron los años, hasta el punto de que llegó a contar con un verdadero ejército. Era un jefe incontestado por los suyos, generoso en el reparto de los botines y dotado de una singular capacidad de mando. Valiente en el combate y dadivoso en la victoria, sus bandidos le veneraban con un fanatismo extremo.

En esa época, bajo el reinado de Yohannes III, el último monarca de la dinastía de Fasilides, el país vivía de nuevo sumido en la anarquía y el emperador, en realidad, no era señor nada más que de un pequeño territorio en los alrededores de Gondar. Al resto de la geografía etíope lo gobernaban nobles locales, que desoían al señor de Gondar, y partidas de shiftas, de las que la de Kassa era la más fuerte.

No es de extrañar que un joven inteligente, dotado de cierta cultura y, al mismo tiempo, un guerrero poderoso, experimentado y temido, valorase la situación política del país y comenzase a alentar mayores ambiciones. Así que, del bandidaje, pasó a la lucha por el poder. Y a partir de 1852, fue derrotando uno tras otro a todos los gobernadores de las regiones que rodean el Tana, hasta alcanzar la última gran victoria en Deresgue, provincia de Tigray, en febrero de 1855. Y dos días después de su definitivo triunfo militar, se proclamaba descendiente directo de Salomón y la reina de Saba y se nominaba emperador de Etiopía con el nombre de Tewodros II. El nombre lo tomó de un personaje de las leyendas etíopes, del que se decía que en algún momento llegaría a la Tierra, enviado por Dios, para unificar el país, derrotar al Islam e impartir la justicia entre su pueblo. Como una especie de nuevo Cristo salvador, en definitiva.

Tomó decisiones oportunas y muy populares al principio de su gobierno. Creó impuestos para el clero, acabó con los derechos hereditarios de una buena parte de la nobleza e introdujo el salario para los soldados, algo inédito en la historia del país, ya que los anteriores emperadores formaban sus ejércitos mediante levas obligatorias y sin derecho a réplica ninguna por los reclutados: quien se oponía a ser soldado, era degollado al punto. De modo que Tewodros fue el primer rey de África que formó un ejército profesional. No está de más recordar que en algunos países europeos mucho más desarrollados, como por ejemplo España, la profesionalidad del ejército ha tardado bastante más tiempo en llegar.

Sus campañas militares siguieron de victoria en victoria y poco tardó en someter a la totalidad del país a su gobierno. No obstante, como siempre sucedía y aún acontece en Etiopía, los focos de rebelión brotaban de forma constante en todos los rincones del país, alentados por tribus musulmanas como los gallas, o por el clero etíope descontento por los impuestos, o por los nobles desposeídos de sus privilegios. Así que, como casi todos los reyes de la historia etíope, Tewodros se pasó la mayor parte de su vida en constante guerra.

Astuto político, Tewodros pensaba que una alianza con alguna de las grandes potencias europeas podía apuntalar su reinado, frente a la amenaza de los musulmanes del este y del oeste, y de los turcos que controlaban el norte del mar Rojo. Y sus ojos se dirigieron a Inglaterra, ya que el carácter católico de Francia, la rival de los ingleses, chocaba con el credo ortodoxo etíope, en tanto que la Iglesia anglicana era más tolerante con la fe de Tewodros. De hecho, había por entonces un cierto número de misioneros protestantes en Etiopía, en su mayoría alemanes al servicio de la Iglesia de Inglaterra, frente a un número menor de sacerdotes católicos, cuya influencia era muy escasa. Tewodros trabó amistad con el cónsul inglés Plowden, hasta el punto de que este llegó a convertirse en uno de sus principales consejeros, si no el principal de todos.

No obstante, en 1860, Plowden fue asesinado por una partida de shiftas en las cercanías de Gondar. Furioso, el rey envió a la zona una expedición militar, que degolló a más de dos mil campesinos de la región como represalia por la muerte del inglés. Por esa época, la esposa de Tewodros, la única persona capaz de atemperar el carácter iracundo del rey, había muerto y el emperador, en la cumbre de su poder, envanecido, ambicioso y acentuando cada vez más sus rasgos totalitarios, se había dado al alcohol y a la promiscuidad sexual, formando en su corte un harén con decenas de concubinas. A toda hora estaba ebrio, y enviaba expediciones militares a un lado y otro de Etiopía, cuando le llegaban noticias de descontento popular, con órdenes terminantes de arrasar las poblaciones y matar a todos sus habitantes. Por lo general, los soldados de Tewodros mutilaban, decapitaban o degollaban a sus víctimas; pero el emperador prefería sistemas más sofisticados: la quema de la gente en piras colectivas, por ejemplo, o arrojar vivos a sus prisioneros desde los altos de los acantilados, dejando para pasto de carroñeros sus cadáveres. El príncipe reformador devenía en una especie de vesánico Macbeth.

En 1862, llegó un nuevo cónsul de Inglaterra, Cameron, que fue acogido por Tewodros con los brazos abiertos. Con la ayuda del inglés, escribió una carta a la reina Victoria, llevada a Londres por el propio cónsul, en la que el monarca etíope proponía una alianza militar y política. Pero los meses pasaron sin que llegase ninguna respuesta desde Inglaterra ni regresase Cameron.

Y Tewodros, sintiéndose despreciado, entró en cólera. Hizo encarcelar a todos los misioneros anglicanos y cuando, en 1864, Cameron regresó al país, Tewodros lo encerró en prisión y mandó torturarlo, pese a que le traía como regalo de la reina dos bonitas pistolas con cachas de plata que entusiasmaron al monarca.

Otro inglés, Kerans, que alcanzó Etiopía unos meses más tarde, nombrado vicecónsul inglés, corrió la misma suerte. Tewodros tenía ahora en sus mazmorras a un puñado de rehenes británicos y misioneros alemanes al servicio de la Iglesia anglicana, además de a sus familias. El humillado se había transformado en humillador del mayor imperio de la Tierra.

En Londres, conscientes de los riesgos que corrían sus súbditos, decidieron al fin intervenir y enviar una expedición conciliadora. La misión se encargó a un anglo-iraquí llamado Rassam, que conocía la lengua amárica. Y a comienzos de 1866, Rassam entraba en la corte imperial, en Debra Tabor, y era recibido con toda pompa por el rey. Rassam llevaba una carta personal de la reina Victoria al emperador etíope, con toda suerte de deseos de amistad y colaboración entre ambos, al tiempo que la exigencia en tono diplomático de la liberación inmediata de los rehenes. Durante los meses siguientes a la llegada de Rassam, los dos hombres mantuvieron frecuentes entrevistas, dedicándose mutuamente todo tipo de gentilezas y signos de amistad. Tewodros colmó al embajador inglés de regalos en aquellos días; entre otros, los que consideraba los mejores obsequios para sus huéspedes más respetables: serpientes pitones y cachorros de león.

En marzo, Tewodros ordenó liberar a Cameron, y en abril a todos los otros rehenes. El emperador aceptó que se dirigieran hacia la costa del mar Rojo en dos caravanas, protegidas por sus hombres. Pero exigió que Rassam se quedase con él durante un tiempo. Y las dos caravanas partieron hacia el norte, en dirección al puerto donde habría de esperarles una nave de guerra de pabellón inglés. La misión diplomática parecía resolverse al fin con éxito.

Pero apenas unos días después de que partieran los rehenes liberados, Tewodros, tras una gran juerga etílica, envió a sus soldados tras las caravanas. Los británicos y alemanes fueron de nuevo capturados y, con la compañía de Rassam, dieron otra vez con sus maltrechos huesos y sus carnes magras en la cárcel. En esta ocasión, los encerraron en las mazmorras de Magdala, el nuevo emplazamiento escogido por el emperador para plantar su corte.

La locura de Tewodros crecía y sus desmanes no conocían tope. En 1866, arrasó Gondar, dejando por fortuna en pie sus castillos, y sus tropas continuaron perpetrando carnicerías por toda la geografía etíope. Desde la corte de la rubia Albión, el león imperial inglés decidió rugirle al león de Judá. Tras un ultimátum que no recibió respuesta, Inglaterra declaraba la guerra a Etiopía en noviembre de 1867 y comenzaba a preparar una expedición militar de rescate al mando de uno de sus más prestigiosos militares: el mariscal de campo Robert Napier. Por segunda vez en su historia, Etiopía sería invadida por un ejército extranjero, tras las conquistas de los árabes de Ahmed Gragn, más de dos siglos y medio antes. En los años siguientes del siglo XIX, aún sufriría dos invasiones extranjeras, las de los egipcios y los italianos, y una más en el siglo XX, la de las tropas de Mussolini. Tewodros, en ese año de 1867, no tenía una mujer al lado, como lady Macbeth, que pudiera decirle: «mira lo que has hecho y vuélvete loco». Y desde las lejanas costas de Gran Bretaña, el bosque de Birnam comenzaba a moverse hacia Dunsinane.

Robert Napier fue el militar escogido por Londres para dirigir la expedición a Etiopía. Pertenecía al arma de ingenieros, pero pronto pasó a mandar tropas en combate y ganó reputación como soldado en la India y en China. Gozaba de prestigio por su prudencia, y también por su valor, pues él mismo dirigía a sus hombres en la batalla colocando a su caballo en la primera línea de fuego. Cuando se tomó la decisión en enviar un cuerpo de ejército para rescatar a los rehenes de Tewodros, Napier tenía cincuenta y siete años y estaba destinado como jefe del ejército colonial en Bombay.

Londres no quería reparar en gastos para lavar su orgullo y Napier no dudó en pedir los medios que consideraba necesarios. Durante varios meses, el minucioso ingeniero militar preparó los detalles de la expedición en Bombay. Calculó que la campaña podría durar desde diciembre de 1867 al verano de 1868. Y solicitó un imponente contingente militar de Londres que le fue concedido de inmediato: treinta y dos mil hombres y más de cincuenta mil animales. En sus tropas se integraban soldados indios, turcos, persas, árabes, sijs y egipcios. En cuanto a las bestias de carga, además de mulas y camellos, irían en la expedición cuarenta elefantes adiestrados en la India, que trasportarían sobre sus lomos los cañones. Estos elefantes habrían de ser los primeros de raza india que pisaran suelo africano desde los días de Alejandro Magno.

Según los planes de Napier, la expedición debería desembarcar en Zula, un puerto situado ciento veinte kilómetros al sur de Masawa, en la costa meridional del mar Rojo. Desde allí, habría de descender siguiendo la ruta de Axum hasta el bastión de Tewodros en Magdala. En el camino, se construirían carreteras y puentes, además de una línea de telégrafo para facilitar las comunicaciones entre los diversos cuerpos de ejército. Así se hizo y los caminos de Napier pueden verse aún en el norte de Etiopía.

Como sucede en muchos países de África, en el territorio etíope la mayoría de las carreteras, si es que no todas, están trazadas sobre antiguas rutas de esclavistas árabes o de guerreros invasores.

Tewodros se había atrincherado en Magdala, su nueva capital, una imponente roca plana alzada más de trescientos metros sobre la llanura. Tewodros consideraba inexpugnable la plaza, y para defenderla mejor, hizo que sus artesanos fabricaran un enorme mortero. En lo alto de la planicie que corona la escarpadura de Magdala, construyó su palacio, un templo ortodoxo y un edificio en el que guardar sus tesoros. Alrededor del recinto real, en el que se alojaban la familia del emperador, sus concubinas, los rehenes y su guardia personal, se esparcían unas tres mil chozas que ocupaban los soldados del rey, sus familiares y sus concubinas. También había corrales para el ganado imperial. En las faldas de Magdala deambulaban miles de limosneros.

Por esa época, el ejército de Tewodros había disminuido en número a causa de las deserciones, y de los cien mil hombres con los que llegó a contar en los días de mayor popularidad de su reinado, apenas le quedaban unos miles. De la misma manera, su poder omnímodo sobre el país iba disolviéndose al paso del tiempo. Ahora, de hecho, existían ya varias regiones independientes en el país, sobre todo la región norteña de Tigray, gobernada por un jefe local llamado Kassai. En el Oriente, en Shoa, Menelik se había proclamado rey y comenzaba su lenta y segura marcha hacia el trono imperial etíope, lo que lograría treinta años más tarde.

Napier supo conjugar la acertada estrategia en la guerra con la habilidad en la diplomacia. En enero de 1868 desembarcaba en Zula, y de inmediato envió su ultimátum a Tewodros, conminándole a liberar a los rehenes, al tiempo que publicaba una proclama dirigida al pueblo etíope. En la proclama, Napier afirmaba que el objeto de la expedición era tan sólo rescatar a los súbditos de la reina Victoria retenidos por Tewodros y prometía que, cumplida su misión, abandonaría al punto el país, sin ocupar ninguno de sus territorios ni someter Etiopía al Imperio británico. Aquel bando tuvo un efecto fulgurante: muchos nobles comenzaron a mirar a los expedicionarios como liberadores de la tiranía del emperador, y sobre todos ellos, Kassai, señor de Tigray, que puso víveres y guías al servicio de Napier. La primera victoria, la diplomática, caía del lado del astuto oficial inglés.

La marcha hacia el sur comenzó enseguida. Acompañaban a los expedicionarios algunos invitados que forman parte de la leyenda de África. Entre ellos, Ludwig Krapf, misionero alemán al servicio de la Iglesia anglicana, que había establecido una misión durante varios años en Mombasa (Kenia) y que fue el primer europeo en avistar las alturas nevadas del monte Kenia en el año 1848; y Henry Stanley, enviado especial del New York Herald, el hombre que encontraría a Livingstone en el Ujiji (Tanzania), en 1871, y que en los años siguientes iba a dirigir algunas de las más épicas expediciones de la época dorada de la exploración europea de África. De los oficiales que marchaban a las órdenes de Napier, uno de ellos, James Grandt, atesoraba la gloria de haber sido el compañero de John Speke en la expedición que llegó a las fuentes del Nilo Blanco en Uganda, en el año 1862.

La misión de Etiopía olía a gloria de Albión, y pocos eran los que querían perderse tan señalada ocasión en tiempos de imperios orgullosos.

Napier dispuso un cuerpo de élite de cinco mil hombres que serían los encargados de asaltar Magdala. El resto se ocuparían en tareas de reserva, apoyo logístico y trabajos de apertura de caminos y construcción del tendido telegráfico. La marcha emuló las grandes expediciones de Alejandro Magno y Aníbal, con un ejército que hubo de franquear escarpadas alturas de casi tres mil metros, viajando por estrechos senderos de montaña abiertos a los abismos. El asombro de los etíopes ante la numerosa tropa, miles de hombres vestidos con casacas rojas y cascos blancos, extremadamente disciplinados y armados hasta los dientes, se multiplicó a la vista de los elefantes cargados con artillería. Nunca antes los habitantes del país habían contemplado un elefante gobernado por el hombre con la misma facilidad con que se monta una mula o un caballo. Y es que desconocían el hecho de que, mientras el elefante africano es un animal salvaje y fiero, imposible de domar, el indio lleva siglos siendo domesticado por el hombre. Nadie dudaba en Etiopía, al contemplar al ejército británico, que aquella tropa era indestructible, y el pueblo vitoreaba el paso de aquellos soldados medio humanos y medio divinos que marchaban a librarles del tirano.

Viajaron más deprisa, pese a las enormes dificultades, de lo que calculó Napier al principio de la campaña. En marzo de 1868, estaban ya en el río Takkazí, a sesenta kilómetros de Magdala. Y el 5 de abril, a cinco kilómetros de la plaza. Napier envió un definitivo ultimátum que no recibió respuesta. Y se preparó para tomar al asalto la fortaleza de Tewodros.

La batalla se libraría el día 10 de abril. Tewodros arengó a sus hombres: «¿Estáis listos para el combate y para enriqueceros con el botín de los esclavos blancos, o me deshonraréis huyendo de la lucha?». Luego, a la vista ya de los casacas rojas que avanzaban hacia las faldas de la escarpadura, el emperador ordenó disparar con el enorme mortero que había hecho fabricar. Se encendió la mecha para el primer tiro y el mortero reventó. La artillería de Napier entró entonces en acción. Y Tewodros, sin atrincherarse en su fortaleza, lanzó a su ejército hacia el llano.

En la noche del 10 de abril, setecientos etíopes quedaron muertos en la llanura de Agoré y otros mil doscientos resultaron heridos, mientras que los británicos sólo registraron veinte heridos, de los que dos morirían después. El 11 por la mañana, Napier repitió su oferta de paz a cambio de la rendición de Tewodros y la liberación de los prisioneros. El emperador no dio pronta respuesta, pero a la caída de la tarde, súbitamente, dejó ir a todos los rehenes. Por la mañana, envió a Napier mil vacas y quinientas ovejas, todo el ganado que tenía. Y Napier se lo devolvió porque, según la costumbre etíope, la ceremonia de entrega y devolución de ganado era un signo de paz.

No obstante, Tewodros se negó a rendirse y se retiró a las alturas de la plaza. La mayoría de sus hombres desertaron y el emperador quedó con apenas unos pocas decenas de fieles para la inútil defensa. De nuevo bombardearon los británicos en la madrugada del 13 de abril. Y a renglón seguido, Napier lanzó tres mil de sus soldados al asalto. A las nueve de la mañana Magdala había sido conquistada. Nueve británicos murieron en el asalto, por sesenta etíopes.

Y entre los caídos estaba Tewodros. Pero ninguna bala británica le había alcanzado, sino que él mismo se había disparado un tiro en la boca…, con una de las pistolas de cachas de plata que, años antes, le envió como regalo la reina Victoria.

Rassam recordó que, tiempo atrás, mientras estaba prisionero en Magdala, el propio emperador le había dicho: «Puede que al verme muerto y, cerca de mi cadáver, me maldigáis y digáis: "este hombre perverso no merece ser enterrado, dejad que sus restos se pudran"; pero yo confío en vuestra generosidad». No es un mal epitafio para el fin de una grandiosa tragedia. Napier, con tacto, ordenó que su cadáver fuese sepultado en la iglesia de Magdala, por el rito copto y con todos los honores debidos a tan importante persona.

En las horas que siguieron a la toma de Magdala, el palacio de Tewodros fue saqueado, como relató Henry Stanley en sus crónicas sobre la campaña para el New York Herald. Pese a que Napier se ocupó de poner coto a tales desmanes en cuanto entró en la plaza, no tuvo escrúpulos en llevarse a Inglaterra, para museos y bibliotecas, objetos artísticos de gran valor y antiguos códices reales y libros religiosos, entre ellos el Kebra Neguest (Gloria de Reyes), un manuscrito del siglo XIV que contiene el relato de toda la mitología etíope y que los etíopes consideran su tesoro más preciado.

Napier cumplió su promesa y su ejército se retiró en poco tiempo de Etiopía. El país entró en un período de luchas civiles, que acabó aupando al poder a Kassai, el jefe de Tigray que prestó su ayuda a la expedición británica. Napier, para compensar su apoyo, le regaló un buen número de fusiles y cañones, y de ese modo pudo Kassai derrotar a sus contrincantes y hacerse coronar emperador con el nombre de Yohannes IV. El resto de la historia ya lo conocemos: a la muerte de Yohannes, asesinado por los derviches sudaneses en 1889, ocupó el trono Menelik II, señor del Oriente. Y a Menelik, tras un período de fugaces reinados, le siguió Haile Selassie. Desde 1974, cuando los comunistas le derrocaron, no hay más emperadores que nombrar en Etiopía.

«Ninguno de los invasores hasta el presente —escribe Moorehead en El Nilo Azul— ha sido capaz de imponer su ley en el río. Los habitantes del Nilo nunca han sido conquistados». Hoy todavía, para muchos etíopes, Tewodros encarna la imagen de la resistencia de su pueblo a los extranjeros. Cinco veces entraron tropas invasoras en Etiopía en el curso de más de dos mil años: los árabes de Gragn en 1541, que en dos años fueron derrotados; los ingleses de Napier en 1868, que se retiraron en menos de un año; los egipcios en 1875, que no lograron más que ocupar Harer, de donde se fueron en 1884; los italianos en 1896, derrotados estrepitosamente por Menelik II en Adua, en la provincia de Tigray, en la primera batalla entre los dos ejércitos; y de nuevo los italianos de Mussolini, que entraron en el país en 1935 y fueron expulsados en 1941.

Y Tewodros encarna, mejor que ningún otro líder, el espíritu de independencia de los etíopes, el alma irreductible de la cristiana Etiopía. Sus desmanes como tirano parecen haber sido olvidados por los jóvenes etíopes de hoy.

Según Juan González Núñez, una canción popular del país sigue recordando a aquel emperador. Dice así la letra: «En el alto de Magdala se oyen gritos; son sin duda de mujer, pues el único hombre que allí había ha muerto».

Miles de niños etíopes, sobre todo en la zona de Gondar, son bautizados cada año con el nombre de Tewodros. Al crecer, se hacen llamar Teddy, que es más sencillo de recordar para los visitantes extranjeros, por lo general ignorantes de aquella historia trágica. Y en las calles de Gondar y de Addis es fácil cruzarse a menudo con muchachos que visten camiseta en cuya pechera luce el rostro de Tewodros.

Según los retratos que lo representan, Tewodros tenía el pelo rizado y con trenzas que caían hasta los hombros. Bigote de largas guías que descendían sobre la barba recortada. Su mirada parece muy penetrante, sin duda inteligente, y el corte anguloso de su cara dibuja el carácter de un hombre tenaz y seguro de sí mismo.

Es el rostro de un rey muy agraciado, en apariencia incapaz de cometer los crímenes que cometió en la última parte de su reinado. Parece sereno y, viéndolo, no cabe imaginar la locura que atenazó su alma en los años finales de su vida.

Pero hay que volver a Shakespeare cuando, en la tragedia de Macbeth, el rey Duncan dice: «No hay arte que descubra en un rostro la construcción de un alma».

El segundo día de mi estancia en Gondar decidí visitar la aldea de Wolleka, a pocos kilómetros de la ciudad. Wolleka es uno de los pocos poblados del norte de Etiopía donde quedan aún judíos falachas, los etíopes que se consideran a sí mismos pertenecientes a la duodécima tribu de Israel, la tribu perdida de Dan. La leyenda dice que son descendientes de los israelíes que acompañaron a Menelik I al huir de Jerusalén, llevando consigo el Arca de la Alianza, e hijos a su vez de aquellos que no quisieron convertirse al cristianismo cuando el monje Frumencio evangelizó el país en el siglo IV después de Cristo. Lo más probable es que los falachas sean el último reducto de las tribus semíticas que descendieron desde Arabia a finales del milenio anterior al nacimiento de Cristo, trayendo con ellos la religión judía y las leyendas sobre Salomón y la reina de Saba.

Sea como fuere, en algunas aldeas de la región de Gondar se venera todavía al dios de Israel y se conservan los ritos de su religión. Los falachas se llaman a sí mismos «Bete Israel», que en amárico significa «la Casa de Israel», y en todas sus aldeas hay humildes sinagogas y copias antiguas del libro judío de leyes sagradas, la Tora. Hasta el año 1991, los falachas se contaban por decenas de miles, diseminados en los poblados del norte del lago Tana. Pero en ese año, para librarlos de la amenaza de la guerra entre el régimen comunista y las guerrillas rebeldes alzadas en la región de Tigray, el gobierno de Tel Aviv organizó una mastodóntica operación de rescate, que bautizó como «Operación Salomón», y envió aviones para trasladar a Israel a miles de judíos etíopes. Hoy, tan sólo quedan en el país algunos centenares de falachas, firmes en su fe y soñando con poder algún día realizar el viaje definitivo a su patria de origen.

Wolleka era una aldea pobre y triste, dormida entre bosquecillos de eucaliptos jóvenes. Los asnos y cebúes buscaban yerbajos imposibles en los campos yermos y en los cauces de los riachuelos cegados por el verano. Junto a la carretera, en el lugar donde se situaban las primeras casas del poblado, un gran cartel saludaba en inglés a los visitantes: «Welcome to Sion».

Pronto se me unió una tropilla de chiquillos que gritaban: «shalom, shalom». Un chaval algo mayor que el resto se ocupó, sin que yo se lo pidiera, en servirme de guía. Hablaba buen inglés y su aspecto era aseado y digno, en contraste con los otros chicos, mocosos, desharrapados y descalzos.

—Mi padre se fue en el 91 —me iba contando—. Pero nos envía dinero desde Tel Aviv y yo puedo estudiar en Gondar. Mi madre es cristiana, y como los judíos sólo lo son por parte de madre, yo no soy judío. Por suerte, mi padre no nos olvida.

—¿Y crees que está bien que se fuera dejándoos aquí?

—Tiene derecho a una nueva vida.

—¿Y tú no?

—Yo debo hacerme la mía. Además, mi padre era muy pobre cuando vivía en Wolleka. En Israel tiene un buen trabajo y un salario, y de ese modo puede enviarnos dinero. Si hubiera seguido aquí, yo no podría estudiar y mi familia pasaría hambre.

Las mujeres tostaban el te para elaborar el injera, en pequeñas fogatas delante de las chozas. Una de ellas se ofreció a abrirme la sinagoga, cerrada desde años atrás, a cambio de cien dólares.

Ofrecí cinco dólares y ella se alejó con un gesto desdeñoso. Más tarde supe que, con cierta frecuencia, grupos de judíos europeos y americanos visitan Wolleka y dejan a sus habitantes sustanciosas propinas. El dólar mantiene la fe sionista en los rincones perdidos del norte etíope.

Ante una choza, una mujer vendía piezas de artesanía que extendía en una sábana. Eran, en su mayoría, cajitas de piedra negra de forma ovoidal.

Tomé una y la abrí. Y allí, dentro de un lecho, asomando los rostros por encima del embozo de la sábana, yacían Salomón y la reina de Saba, el uno junto al otro y con un cierto gesto de temor al ser sorprendidos de tal guisa por el extranjero. No sé si ya habían terminado su legendaria cópula o les pillé a punto de ponerse en faena.

Había un bar en Gondar donde servían licores occidentales, quién sabe si falsificados en Djibouti. La última noche en la ciudad me acerqué a echar un trago. Una chica guapa servía las copas, y como sucede siempre con las chicas guapas que sirven copas en las tabernas de la noche en todos los lugares del mundo, tenía unos cuantos moscones zumbando a su alrededor. Uno de ellos pegó hebra conmigo al poco de pedir mi copa. Me dijo que se llamaba Hassan Nurhussica y que era musulmán. Me preguntó a qué me dedicaba y yo le dije que era escritor.

—Es muy importante la tarea de los escritores —apuntó—, porque nos explican a los demás lo que es la vida para que entendamos cuanto sucede.

—No creo que sea para tanto, amigo.

—Los escritores se sacrifican para contar la verdad a los hombres comunes, no me diga que no. Dios los ha elegido a ustedes para esa gran tarea.

Me asombraba el tipo y no sabía qué responderle. ¿Me habría creído si le hubiera dicho que conozco a unos cuantos escritores que mienten de forma estupenda?

—Usted que es escritor…, dígame: ¿qué piensa que debemos hacer para enfrentarnos a la vida?

—No tengo respuestas para esa tremenda pregunta.

—¡Usted tiene que saberlo!

—No soy un dios, amigo.

—¡Usted lo ha pensado, seguro! ¡Usted es escritor! —casi gritó.

Obligado a salir del paso ante su vehemencia, improvisé una respuesta:

—Supongo que no hay otra salida que trabajar, aprender de los otros y levantarte siempre que te sientas vencido.

—Muchas gracias; nunca olvidaré lo que me ha dicho, amigo. ¿Se da cuenta por qué son ustedes tan necesarios?

Llevaba un buen puñado de días dando tumbos por tierras etíopes, en busca de un Nilo Azul que me burlaba como si de un Dios invisible y juguetón se tratase. Y en mi cuaderno se apretaban decenas de nombres, de lugares de los que jamás había oído hablar hasta que los pisé y de situaciones dislocadas. Repasando ahora las notas, y mientras escribo el libro sobre aquel viaje, pienso, como siempre he creído, que carece de sentido trasladar al papel, en forma casi notarial, muchas de las cosas vistas y vividas, que no tiene objeto hablar de algunas de las gentes que encuentras en tu camino. Un libro viajero, como una novela, debe de acentuar aquello que confiere sentido al relato en tu propio ánimo, dejando en las sombras lo que, asomando en tu cuaderno de notas, se te hace insustancial para lo que tratas de decir.

Eso, creo, no significa que haya que inventar, porque para las novelas, incluso las más disparatadas, y para los relatos de viaje, siempre suele partirse de una realidad vivida de alguna manera. Sin embargo, cuando yo trato de hacer de esa realidad un material de algún modo literario, necesito usar la imaginación como una forma de organización de lo real.

El arte, en mi opinión, consiste en ordenar, a la luz de la poesía, cuanto ves, escuchas, olfateas, saboreas y palpas a tu alrededor. Y la poesía, como todo arte, es un impulso puramente humano por responder al caos de lo real, quizá la única manera, y muy en especial en nuestro tiempo, de soportar el peso lapidario de la realidad inhóspita y de dotar de un sentido, tal vez vano, a nuestras vidas.

Como siempre en Etiopía, el autobús de Gondar a Metema salía antes del amanecer. Caminé entre las sombras hasta la estación de autobuses, como siempre en Etiopía una especie de fortaleza amurallada y cerrada hasta minutos antes de la partida de los coches. Allí, en la explanada, delante de la verja cerrada, nos hacinábamos como siempre en Etiopía varios centenares de viajeros alumbrados tan sólo por unas lánguidas bombillas.

Desde el interior del recinto, un hombre había trepado a lo alto del muro y parecía arengar a la multitud. Sentí una voz que me hablaba en inglés a mi lado:

—¿Lo entiende usted, farangi? —preguntaba un hombre menudo.

—Ni una palabra. ¿Es un sacerdote predicando?

Rió:

—No, no…, es un policía. Está dando instrucciones a los viajeros sobre cómo evitar que les roben cuando se abran las puertas. ¿Quiere que se lo traduzca por diez birrs?

—¿Lo dejamos en cinco? —respondí ofreciéndole el dinero.

—De acuerdo. Dice que no suelten las bolsas, que desconfíen de los grupos de jóvenes, que no le den su billete a nadie salvo al conductor del autobús y que no pierdan de vista su equipaje si tienen que subirlo a la baca del coche.

—¿Tanto ladrón hay por aquí?

—Mire, allí están esperando para comenzar su trabajo.

Y señaló a un grupo de hombres cuyas figuras apenas se distinguían en un extremo oscurecido de la explanada.

—Si los conocen —dije—, ¿por qué no los detienen?

—¿Cómo van a detenerlos? ¡Todavía no han robado nada!

Cuando abrieron las puertas, corrí hacia mi autobús gritando «¡Metema, Metema!», siguiendo la dirección que me indicaba la gente, amarrando la bolsa con mis dedos convertidos casi en garfios y convencido de que una tropa de bandidos cabalgaba en mi persecución. Al trepar al autobús, respiré hondo para acabar de tranquilizarme. Fue tal mi alivio que, incluso, acepté con resignación la lluvia de insecticida que, al poco, cayó sobre mi cabeza y mi cuerpo.

Como siempre en los autobuses de Etiopía, a mi alrededor tosían los ancianos y berreaban los niños.

El chófer me había acomodado en uno de los asientos delanteros, con capacidad para tres pasajeros, y a poco de subir yo al autobús, colocó a tres muchachos blancos a mi lado. Los africanos suponen que a los blancos nos complace sentarnos juntos, y en ciertas ocasiones tienen razón, sobre todo si te encuentras con blancos que son jóvenes y llevan tiempo recorriendo África. Te pueden contagiar su entusiasmo, te ayudan a dormir un poco tu fatiga de hombre maduro ante tanta incomodidad, te sientes algo más protegido y a veces te brindan informaciones sobre asuntos de los que ignoras casi todo. Se agradece su compañía unos pocos días.

Max era suizo, Marie danesa y Olaf alemán. Max y Marie formaban pareja, y llevaban un año viajando por Asia y África. Olaf iba solo y tenía a las espaldas dos años de recorrido por diversos países africanos: quería conocer el continente entero antes de hacer oposiciones en Heidelberg para funcionario de correos. Los tres se habían encontrado en Gondar y decidido seguir juntos hasta Metema y, desde allí, a Jartum. Marie, regordeta y con gafas redondas, muy rubia y con piel de brillo nacarado, era una chica aseada y poco habladora. A Max y Olaf, vestidos con camisetas y pantalones de algodón que parecían harapos, les hubiera dado una limosna si me los encuentro sentados en la puerta de una iglesia madrileña. Además de eso, los dos calzaban sandalias de tiras de cuero, y lucían sin pudor la roña que les cubría la piel hasta los tobillos. Compartían un mismo placer: hurgarse entre los dedos de los pies y mirar luego con complacencia las pelotillas que lograban modelar, sin demasiado esfuerzo, entre tan abundante cosecha de porquería.

Viendo a la pulcra Marie, no alcanzaba a comprender cuáles eran las razones por las que se había enamorado del mugroso Max. Pero ya se sabe que el corazón humano es una víscera insondable. En todo caso, tanto él como Olaf eran dos chicos simpáticos que no cesaron de ofrecerme té frío durante el viaje.

De nuevo en el camino. Coche atestado, calor seco cuando el sol subió a las cúpulas del cielo; y polvo irreductible, senderos rotos, ríos exangües, cauces muertos, sembrados desfallecidos, árboles escuálidos, poblados vacíos, roquedales ariscos, tierras casi desérticas, montañones en forma de dedo pulgar, distancias sin fin, vuelo de cuervos, buitres ingrávidos en los altos del cielo, ganado esquelético, mundo áspero alrededor…, África remota y triste, como un anciano enfermo que se asoma al borde de su irremediable agonía.

Me habían dicho en la estación de Gondar que, a eso de las cinco de la tarde, el autobús llegaría a Metema, justo en la frontera con Sudán. Pero Metema no se encontraba donde se suponía que debería hallarse, y en su lugar estaba Shehedí, el final del trayecto de nuestro coche. Para llegar a Metema, había que recorrer otros cuarenta y dos kilómetros, esta vez a bordo de un camión que salía de madrugada.

En Shehedí era preciso pasar el control de emigración etíope en la estación de policía, un edificio a medio construir a las afueras del pueblo, levantado con bloques de cemento y de planta baja, con las ventanas carentes de cristales, los sanitarios de los servicios muertos de risa y pendientes de instalación, y el patio ocupado por gallinas. Un agente somnoliento nos hizo pasar a un cuarto que podía parecerse en alguna forma a un despacho y tachó a bolígrafo los sellos de los visados de los pasaportes. Allí acababa nuestro permiso de estancia en Etiopía.

Había tres o cuatro hoteles en Shehedí y yo pregunté por el más caro. Costaba ocho birrs, un euro, y el precio les pareció excesivo a mis jóvenes compañeros. Se fueron en busca de un alojamiento más económico y yo ocupé un cuartucho de paredes de ladrillo. Por debajo de la puerta y a través de las rendijas del techo, entraba el aire ardiente de la tarde. El de Shehedí era un hotel muy semejante a los que había encontrado en Chagní y Kunzula: barracas de ladrillo y techo de metal, alineadas formando un rectángulo; una sala para bar y comedor; un patio en medio con algunos arbolillos; y en un extremo, la garita del retrete donde los africanos practicaban, sin pericia, tiro anal al pozo negro. Los insectos y los ratones se resignaron a que un extraño compartiese esa noche habitación con ellos. E incluso, visto el jaleo que armaron a mi alrededor después de acostarme, llegué a pensar que organizaban una fiesta en mi honor.

No era el mejor lugar para vivir aquel poblado perdido del norte de Etiopía, un país que, al paso de los días, me parecía que nunca se terminaba, por mucho que los mapas dijeran otra cosa.

El dueño se llamaba Salomón, era dicharachero y muy claro de piel, con un rostro modelado de rasgos europeos que me hicieron pensar que tal vez era mestizo. Afirmaba que su hotel era el mejor establecimiento en su género de todo el norte del país. Me pareció un pícaro adulador, pero implacable a la hora de cobrarle la cerveza caliente al farangi veinte veces más caras de lo que a él le costaba. No obstante, me sirvió para cenar unos excelentes espaguetis al dente, con tomate, trocitos de carne y ¡sin especias!, que me hicieron olvidar mi rancho de días anteriores. Quién sabe si el abuelo de aquel truhán era italiano.

La noche previa a mi salida de Bahr Dar, mi mujer me había telefoneado desde Madrid. Preocupada como andaba por mis cuitas fronterizas, había llamado al cantamañanas del salvoconducto y el otro insistió en que tendría un coche del gobierno de Jartum esperándome en Metema. La verdad es que, a esas alturas, me importaba un bledo si existía o no tal coche. Lo esencial para mí era que sirviese el papel del Ministerio del Interior sudanés y que el documento me abriera las puertas de la frontera.

Marie, Max y Olaf llevaban en sus pasaportes el visado sudanés, sellado en la embajada del país en Kenia. Yo contaba con un papel en teoría más importante: un salvoconducto del Ministerio del Interior. Pero nada en mi pasaporte. Y en la duermevela de la noche de Shehedí tuve malos presagios.

El camión hacia la frontera salía a las siete de la mañana desde una callejuela próxima a mi hotel. Me habían dicho que los pasajeros eran muy numerosos, así que me levanté a las seis, tomé un té con galletas y subí la calle de tierra, entre las casuchas dormidas, hacia el lugar de partida.

El camión era un viejo Bedford de ruedas desgastadas y carrocería comida por el óxido. Pagué a un tipo seis bírrs, unos ochenta céntimos de euro, y trepé a la caja. Era el primer pasajero y pude elegir el mejor y el único de los asientos: un neumático viejo tirado sobre el suelo metálico, junto a varios sacos de grano que podían servirme de respaldo.

Poco a poco, mientras las luces de la alborada comenzaban a clarear el cielo, los pasajeros fueron llegando y ocupando la caja del camión. Calculé que cabrían en aquel espacio unas veinte personas bien apretadas. Los tres chicos europeos subieron a eso de las siete menos diez. Me ofrecieron té caliente que traían en un termo. Marie me contó que no habían podido dormir a causa de la invasión de ratones que sufría su hotel.

—Roían las bolsas en busca de comida —decía con gesto de espanto la muchacha danesa—. Y uno de ellos trató de subirse a mi catre. ¿Qué tal tu hotel?

—No estaba mal. Cené unos estupendos espaguetis.

—Debimos quedarnos contigo. A veces, pagar un poco más es necesario.

Y miró a Max con gesto levemente desdeñoso. Yo me aguanté las ganas de decir esa inoportuna tontería, tan común en España, de que lo barato es caro.

Hacía frío en la madrugada de Shehedí. Los chicos llevaban forros polares y yo me cubría con la pequeña manta que había robado del avión que me trajo a África desde Europa. Pero no calentaba demasiado.

Subían más y más pasajeros y el camión no arrancaba. A mi lado, se sentó un viejo monje ortodoxo, con un bastón rematado por una cruz de bronce en la mano y un largo manto azafranado cubriendo su cuerpo. El venerable servidor de Dios olía a grasaza de cordero.

Mis cálculos, como siempre en estos casos, fallaron: no íbamos veinte pasajeros a bordo de la caja, sino cerca de sesenta. Y no quedaba espacio a mi alrededor ni siquiera para mover las rodillas.

Partimos a eso de las ocho menos cuarto, a trompicones, sobre una pista agreste que no podía ver desde mi lugar, tapado por los cuerpos de la gente, pero cuya rugosa geografía se dibujaba con exactitud en mis posaderas. Cada diez o quince minutos, el camión se detenía. Bajaban algunos pasajeros y subían otros, y yo tenía la impresión de que siempre era mayor el número de los segundos que el de los primeros.

El polvo envolvía la caja como una fina nube enrojecida y la arenilla se colaba en los ojos, en la boca y las fosas nasales hasta casi cegar los sentidos. Tardamos dos horas en recorrer los cuarenta y dos kilómetros que separan Shehedí de Metema. Cuando bajé de la caja, mis huesos se reacomodaron en su sitio con ruido de herrajes y de mi ropa, al sacudirme, cayó una lluvia blanca de polvo, cual si saliera del interior de un saco de harina rosada.

—¿Metema, Metema, Metema? —preguntábamos los cuatro europeos a cuantos nos rodeaban. Los etíopes nos sonreían y afirmaban moviendo la cabeza.

No parecía haber duda de que, al fin, Metema era la auténtica Metema.

Un hombre joven, de aspecto atlético, y rostro redondo, sonriente y hermoso, se abrió paso entre la gente y se presentó como policía de fronteras. Vestía pantalón y camisa verde sin mangas, hablaba un inglés diáfano y dijo llamarse Israel Reda. Nos condujo hasta un cobertizo y nos invitó a sentarnos a la sombra de un techado de hojas de palma.

—Pidan un refresco si lo desean —dijo señalando a una mujer desdentada que nos miraba desde la puerta de una choza—. Y preparen sus pasaportes. Yo iré a buscar al agente sudanés. Mejor será que coman algo: al otro lado no hay nada y nunca se sabe cuándo llegará un camión que pueda llevarlos hasta Gedaref, la ciudad más próxima más allá de la frontera.

—¿Podremos dormir en algún sitio en caso de que no encontremos hoy transporte? —preguntó Olaf.

—¿Tienen sacos de dormir? —sonreía Israel burlón—. En serio, no hay nada en Sudán. Coman ahora: cuando hay sueño, se puede dormir incluso sobre las piedras; pero si hay hambre, las piedras no la calman.

Me pareció que, al decir «no hay nada en Sudán», un leve tono de orgullo envolvía su voz, semejante al que emplean los ingleses cuando hablan de los otros europeos.

Se fue calle arriba. Los tres chicos pidieron injera y yo me comí el resto de mi paquete de galletas. Los refrescos de naranja, de marca desconocida, estaban calientes y tenían un fuerte sabor empalagoso.

Israel regresó un cuarto de hora más tarde, acompañado de un hombre alto, barbudo, de tez oscura, nariz larga y cuerpo fornido. Vestía un uniforme azul sin galones.

—Entréguenle ustedes los pasaportes —dijo Israel.

El otro fue mirándolos uno por uno, pausadamente, cotejando las fotografías con los rostros. Yo había incluido en el mío el papel del salvoconducto del cantamañanas, pero el tipo me lo devolvió sin mirarlo y buscó entre las hojas el sello del visado. Luego, dijo algo en árabe a Israel.

—No tiene el visado.

Volví a tenderle el salvoconducto.

—Este es un documento especial, vale más que el visado. Viene firmado por el ministro del Interior.

El sudanés lo tomó, echó una ojeada al papel y a mí me pareció que lo miraba del revés. Me lo devolvió al punto y dijo nuevamente algo al etíope.

—No sirve; si no tiene visado, no puede pasar —tradujo Israel.

—Lo firma el ministro del Interior…

—No sirve —siguió Israel, sin molestarse en traducir mis palabras al agente sudanés.

No había nada que hacer. Me maldije a mí mismo antes de maldecir una vez más al cantamañanas de Madrid. ¿Por qué demonios no habría tomado la precaución de ir a la embajada sudanesa en Addis y sellar mi pasaporte con el visado?

Ahora sólo me quedaba la esperanza de que el coche prometido por el cantamañanas me esperase al otro lado. Se lo dije a Israel y él volvió a hablar con el otro policía.

Se encogió de hombros, con gesto conmiserativo, cuando me tradujo la respuesta del agente sudanés.

—Dice que no hay ningún coche al otro lado que haya venido de Jartum. No puede usted pasar, lo siento.

—Dígale que puede tener líos cuando llegue a Jartum y cuente a su ministro lo que me ha sucedido en Metema.

—Es mejor que no le diga eso, señor.

Me rendí. Marie quería solidarizarse conmigo, mientras Max y Olaf me miraban en silencio, como si contemplaran la imagen de un bobo algo entrado en años. Convencí a la chica de que se fueran.

—Miraré si hay un coche esperando al otro lado —dijo Marie con mirada de lástima.

—Te lo agradezco.

Los vi alejarse calle arriba acompañados del agente sudanés. No sabía bien qué sentía, si es que sentía algo.

Israel me tomó del brazo con afecto.

—Siéntese, tome algo y descanse. Voy a acercarme al puesto fronterizo a ver si hay un coche y puedo convencerles de que le dejen entrar.

—¿Y en caso contrario?

—Aquí no hay hotel, debe regresar a Shehedí en el mismo camión que le ha traído. Saldrá dentro de una hora. Le conseguiré un sitio en la cabina, junto al chófer, para que viaje más cómodo. Descanse un rato y coma injera.

Era como una dulce madre aquel Israel, pendiente en todo momento de mi alimentación y mi reposo. Venía al caso que yo reaccionase como un niño mimado:

—No soporto el injera.

—¿Por qué? Es una comida muy buena y muy sana. Y sólo puede comerse en Etiopía. Además, le hará falta tener el estómago lleno para el regreso, y en Etiopía nunca se sabe si va a encontrar comida.

Era un buen consejo del que, enfurecido como estaba, no hice caso ninguno.

Regresé a Shehedí en la cabina del mismo camión, junto a una muchacha que se mareaba y amenazaba con vomitarme el desayuno encima de los pantalones. Ahora sí podía ver la pista por donde transitábamos: un camino rojo, polvoriento y rudo que parecía no tener fin, cercado por altos árboles de espinos que tendían sus ramas afiladas hacia nosotros como si quisieran herirnos, y a los lados, más allá, tierras agostadas y pequeñas arboledas y matorrales humillados bajo el sol.

Tomé varias cervezas en el hotel de Salomón y me rebajó el precio, tal vez apiadado de mi mala fortuna. Le pedí que me cambiase veinte dólares en birrs, ya que había calculado mi dinero etíope justo para alcanzar la frontera. Y Salomón me ofreció un cambio muy por encima del oficial.

—¿No le parece un abuso? —pregunté al truhán.

—Comprenda que esto está muy lejos de todo y que yo soy un hombre de negocios. Además, le cambio a precio de mercado negro.

—Es la primera vez en mi vida que encuentro un mercado negro donde el cambio es más caro que al precio oficial.

—Aquí, en Shehedí, el mercado negro es al revés, señor —concluyó.

El autobús de regreso a Gondar salía a las cuatro de mañana y le pedí a Salomón que llamase a mi puerta a las tres y media. Dormí con el candor de los niños felices y, al despertarme, sin que nadie me llamara, vi que mi reloj marcaba las cuatro. Salté del catre, corrí al patio y llamé a voces a Salomón. Lo vi salir de un cuartucho al otro lado del patio, frotándose los ojos.

—¡Son las cuatro! —le grité—. ¿Y el autobús?

—No se preocupe, señor, no se preocupe… El chófer duerme ahí —me señaló la puerta de una cabaña— y todavía no se ha levantado. Y sin chófer, el autobús no anda.

Estaba furioso:

—¡Despiértelo ahora mismo, es tarde!

—De acuerdo, de acuerdo, señor…, no se irrite, es muy temprano.

Media hora más tarde, el chófer me acomodó en mi asiento, antes de que subieran los otros pasajeros, y luego cerró la puerta del autobús. Fuera, alrededor del vehículo, la multitud de viajeros formó un nervioso enjambre durante otra media hora. Y cuando al fin el chófer abrió de nuevo, entraron todos como un torbellino de seres presos de la ansiedad. No había asientos para tanta gente y muchos viajaban de pie en el pasillo. Tras la dolorosa ceremonia del insecticida, partimos hacia Gondar a eso de las cinco y media.

Noté enseguida que el tipo caería sobre mí. Estaba unos cuantos asientos más adelante, pero se volvía una y otra vez para mirarme. Al fin se decidió. Se abrió paso entre la gente sin un excesivo alarde de buenos modales, dijo algo al hombre que se sentaba junto a mí y ocupó su lugar. Chapurreando inglés, se presentó y me tendió la mano.

—Akalu —dijo.

—Martin —respondí.

Era un hombre joven, menudo y fibroso, de cabeza redonda, y vestía uniforme caqui de soldado. De dos tiras sujetas al cuello, le colgaba una radiocasete envuelta en una funda de tela que apretaba con celo contra su pecho. Con voz chillona, me pidió papel y bolígrafo y escribió su dirección. Después, me invitó a que le escribiera la mía y yo me inventé una calle de Barcelona que supongo no existe en absoluto: la Fonda del Gat, número 6, primero primera.

Quitó la funda de su radio y la encendió. Sólo se escuchaba el pedorreo de las interferencias. Pero yo intenté aprovechar la pausa y simular que dormía. No tenía el mejor de mis días para entablar relaciones con desconocidos.

Pero Akalu era infatigable, inevitable y tenaz, supongo que el tipo de soldado que jamás abandonaría una trinchera ni aunque el propio capitán intentara sacarle de ella tirándole de los pies. Y me largó la retahíla de preguntas con más sinsentido que me han hecho en vida, como si concursara en un incoherente concurso televisivo.

—¿Sabe si en Grecia hace mucho calor?

—Durante el verano, igual que en África.

—¿Cuáles son y en qué orden los países más desarrollados del mundo?

—América, Canadá, Australia y los europeos.

—¿Y en Asia?

—Japón y Singapur.

—¿Dónde está Singapur?

—En Asia.

Calló e intenté simular que dormía. Pero su voz clamó de nuevo, estridente, en mi oído.

—¿Cuál es la edad media de vida de los hombres en su país?

—Creo que setenta y seis.

—Como aquí.

—Lo dudo.

Se quedó pensativo. Cerré los ojos.

—¡Mi radio es china! —clamó al poco.

—Ya.

—¿Fabrican radios en su país?

—Por millones.

—¿De qué marcas?

—Varias. Marca Del Olmo, marca Gabilondo, marca García…

—Nunca oí hablar de esas marcas.

—No se exportan.

—¿Se ha acostado con alguna mujer etíope?

—Muy buena pregunta. No.

—Son calientes. ¿Y las españolas, son calientes?

—Unas sí y otras no.

—Aquí son todas calientes. Debería probar. ¿Y las griegas, son calientes?

—No he probado, pero creo que en verano sí lo son.

—Aquí lo son también en invierno. Y es bueno para el frío.

Apretaba el calor conforme descendíamos las montañas hacia el sur. Con gentileza, Akalu se sacó la gorra de la hombrera y comenzó a abanicarnos a los dos. No era muy diestro y me llevé un par de gorrazos en las narices.

Poco a poco, su charla iba desinflándose. Al fin, decidió dormir un rato. De modo que me colocó su radio sobre las rodillas, echó la cabeza sobre mi hombro y unos instantes después comenzó a roncarme en la oreja.

El polvo entraba por todas las ventanillas y el calor crecía. Lloraban los niños y bramaba la cásete del chófer. Calculé que viajábamos a no más de quince o veinte kilómetros por hora sobre la interminable pista de tierra parda.

A las once paramos a comer en un poblachón y Akalu quiso invitarme a tomar injera, pero le acepté tan sólo un botellín de agua con gas. Cuando encendí un cigarrillo, preguntó:

—¿Cuál es la utilidad de fumar?

—Me gusta.

—Es peligroso.

—Lo peligroso es vivir, termina uno muriendo de cualquier modo.

Rió con ganas.

Un par de horas después de partir de nuevo, se desató una pelea a bordo, varios asientos delante de nosotros, y vi volar guantazos entre los gritos de los adultos y el berreo de los niños. La calma regresó a los pocos minutos y continuamos viaje como si nada hubiera sucedido. En las paradas, los niños vendedores nos ofrecían bajo las ventanillas maíz tostado y chicle: «¡Mastica, mastica!», proclamaban. En una de ellas, subió al coche un mendigo alto y fuerte como un toro, vestido con harapos y sucio de varios meses sin oler el jabón. Tenía una mirada violenta y amedrentadora, y no me atreví a negarle una limosna cuando me tendió la mano sin dejar de clavar sus terribles ojos en los míos.

A las tres y media de la tarde estábamos en Gondar, diez horas después de haber salido de Shehedí. Me despedí de Aleku, que se había empeñado en cambiarme su radio por mi cámara de fotos. Y me marché con prisas, porque estaba seguro de que acabaría logrando su objetivo si me quedaba unos minutos a su lado. Además, su argumento resultaba irrefutable:

—La radio es china y su cámara japonesa. La misma calidad asiática, ¿o no?

Caminé hasta el hotel Quara, en Piassa, un cochambroso alojamiento donde anidaban varias tribus de cucarachas, hormigas aladas, mosquitos y arañas de diverso pelaje. Pero caía un fino chorro de agua desde la alcachofa de la ducha y me sentí como un distinguido huésped en la mejor suite del Meurice de París.

Regateando, logré que el taxista del desastroso vehículo me cobrase veinte birrs, dos euros y medio, por llevarme al aeropuerto, a unos veinte kilómetros de Gondar. Nunca en mi vida he hecho un recorrido en taxi tan emocionante como el de aquella mañana en el norte etíope. Al atravesar un poblado, se cruzó una gallina delante del coche y el chófer pasó inmutable sobre ella. Volví la cabeza y vi al bicho aleteando entre una nube de plumas. En la siguiente aldea, le tocó el turno a un gato rubio. Creo que el taxista, inmutable de nuevo, incluso aceleró un poco para pillar al animal bajo las ruedas, y cuando miré hacia atrás, el minino agonizaba, bocarriba y pataleando. Luego, asomó un burro y me temí lo peor. Pero el conductor pegó un frenazo, que dejó mis dientes a unos centímetros del parabrisas, y sorteó al cuadrúpedo con gesto inmutable. Le di una buena propina para pagar tan estupenda experiencia y, por primera vez desde que subí al coche, el hombre sonrió satisfecho y quién sabe si orgulloso de la exhibición de sus hazañas ante el asombrado farangi.

En la sala de espera del aeropuerto, por llamar de alguna manera a aquel galpón alzado sobre el África polvorienta y a aquella pista de tierra roja, encontré a dos muchachos catalanes: Cristina y Cisco, creo que los primeros españoles que veía desde que llegué al país. Eran de Igualada, y llevaban siete meses recorriendo África, de oeste a este. Desde Etiopía, pensaban seguir viaje hasta la India antes de regresar a España.

—Cuando desembarquemos en la estación de Igualada, nos irán a esperar con pancartas —dijo Cristina—. Los amigos nos lo han prometido.

—¿Cómo os las habéis arreglado para viajar durante tantos meses?

—Dejamos nuestros trabajos, ya encontraremos otros —dijo Cisco.

Pensé en mis abuelos, en mis padres y en muchos de mis amigos. Y me alegré de que los españoles comiencen a viajar con desparpajo, poniéndose el mundo por montera.

Desde mi ventanilla, volando hacia el sur, vi las hondas gargantas del Nilo Azul, al sur del Tana, una brutal cicatriz abierta ente las montañas con una mancha parda de agua en sus profundidades. El Nilo existía.

Volví a Addis y al hotel Awaris, como si mi vida viajera se hubiese convertido en una especie de rebobinado. Sentía que llevaba años recorriendo el país y, al tiempo, que todos esos años eran humo, como si nunca hubiese salido del Awaris. El chino y el noruego seguían en la sala de estar, frente al televisor, igual que los dejé semanas atrás: zapeando con el mando a distancia y tronchados de risa.

Cené con Teddy Milash y tomamos juntos unos «mojitos» en el Havana Club, sordos bajo el ritmo del son cubano. Al día siguiente, cené con el embajador Pablo Zaldívar y su familia, en la sede diplomática española. En mis viajes, no suelo, si puedo evitarlo, tomar contacto con las embajadas de mi país. Y no porque tenga reparos hacia nuestros funcionarios del servicio exterior, que por lo general son gente amigable, generosa y culta. Es una manía personal: no me gusta saberme protegido por el largo brazo de mi querida patria, ya que eso me haría sentirme un viajero excepcional y mimado, y yo busco exactamente lo contrario. Zaldívar y su mujer, Paloma, que me ayudó a librarme del engorro de mi pasaporte en Bahr Dar, me brindaron una cena estupenda, la mejor en muchos días, sin especias ni injera. Y el embajador me hizo un regalo impagable: numerosos datos sobre Pedro Páez, el jesuita español que alcanzó a ver, antes que ningún europeo, las fuentes del Nilo Azul. De aquella cena salió la biografía que, un año y medio después, publiqué sobre el sacerdote. Además de eso, las gestiones de Zaldívar hicieron posible que lograra mi visado para Sudán en menos de veinticuatro horas, cuando normalmente se tarda una semana o más en obtenerlo.

En el consulado de Sudán, la mañana siguiente, encontré en la cola de extranjeros a un barcelonés de aspecto un tanto peculiar. Vestía pantalones a rayas, botas altas, chaleco de cuero que mostraba sus hombros al aire y lucía un soberano cráneo mondo y lirondo. Me dijo que llevaba un par de meses viajando por África, husmeando a ver si le salía algún negocio en la rama del turismo, pero que aún no había encontrado nada que mereciera la pena. Tuve la impresión de que su cerebro tenía una vuelta de tuerca más de lo que es común a la mayoría de la gente.

—Soy «percha». ¿Has oído hablar de los perchas? Una especie de asociación… Cada día hay más pintadas de los perchas en el metro de Barcelona. Si vas por allí, toma el metro y fíjate en las paredes de las estaciones. Mira esto.

Se señaló un amuleto prendido en la pechera del chaleco. Era una perchita de la que colgaba una piedra azul con un ojo pintado, el amuleto que llaman en el mundo musulmán «ojo de Alá».

—Es la insignia de los perchas. Nuestro lema es: «El que no está colgado es que es gilipollas».

El taxista Tefari casi lloró de emoción cuando asomé en la puerta del hotel y le pedí que me llevase al aeropuerto. Viajamos hasta allí acompañados por el ritmo de «Macarena». Al despedirnos, Tefari me ayudó a bajar la bolsa del coche y me besó en las mejillas.

—Espero que vuelva algún día, amigo —dijo.

—Por lo menos regresará mi corazón —respondí.

Otra vez la conocida sensación de melancolía, ante la pérdida de un nuevo y gran amigo de viaje, me invadió cuando vi subir a Tefari en el taxi y perderse camino de su ciudad.

En su libro La vuelta al mundo de un novelista, Vicente Blasco Ibáñez, que hizo un largo viaje alrededor del globo en los años veinte del siglo pasado, cuando ya era un cincuentón, escribió: «Todos hemos tenido en nuestra juventud una ciudad predilecta y misteriosa, que nos interesaba extraordinariamente, por lo mismo que estábamos seguros de que jamás iríamos a ella. Para mí, antes de los veinte años, esa ciudad era Jartum». Acabó por ir a ella.

En cuanto a mí, la palabra Jartum sonaba con ruido de sables y de aullidos furiosos, tan mítica como reciamente. Y fui también a encontrarme con ella.

Las leyendas de lo leído, la nostalgia de lo desconocido y el aliento de la libertad soplando en mi pecho me hacían feliz en esa hora en que emprendía vuelo hacia Jartum.