RUMBOS EXTRAVIADOS, DÍAS ALEGRES
Tenía la sensación, y la revivo al recordar aquellos días, de que Etiopía es, en cierto modo, un lugar irreal. Nunca acabas de saber bien lo que sucede a tu alrededor, qué se trae la gente entre manos, ni alcanzas a tener la seguridad de que el lugar donde estás es el que te dicen que es, ni que los sitios de los que te hablan de verdad existan. Puede que a la postre sea un país de fantasmas, o al menos tú lo sientes así en numerosas ocasiones.
Me preguntaba, por ejemplo, si Paulus sabía ya en Chagní que no llegaría a Bambudi y si el fiero chairman que me dio permiso en Pawe para seguir viaje no tendría comisión en el dinero que iba a cobrar mi chófer. El hotel Balas, que supuestamente, y según me había dicho en Bahr Dar el hermano de la supuesta dueña, estaba en Chagní, en realidad no estaba en Chagní, sino a las afueras del pueblo, y además lo habían cerrado. En Mankush no había ninguna clínica de Médicos sin Fronteras, al contrario de lo que me había contado mister Bisrat, y por allí no había pasado un francés en muchos años. Los shankillas ya no se llamaban así, sino gumzs, y el Guba de mi mapa no se llamaba Guba, sino Mankush. ¿Realmente estaba en el lugar que suponía, a noventa kilómetros de Bambudi, o me encontraba en el otro extremo de Etiopía? ¿Existiría el Nilo Azul o se trataba tan sólo de una leyenda?
El jefe de la policía de Mankush no sabía inglés y Paulus oficiaba de traductor. Era un hombre delgado, de aspecto tímido, cortés y sonriente. Pero desde el principio de nuestro encuentro se negó a darme permiso para ir a Bambudi.
—Los rebeldes sudaneses han ocupado la región —dijo— y no hay posibilidad ninguna de que gente del gobierno vaya a buscarle. Ni siquiera hay carreteras y pistas al otro lado del río. ¿Cómo va a llegar hasta allí un coche desde Jartum? Y tampoco hay gente: todos los sudaneses de las aldeas cercanas se han refugiado en el lado etíope del río.
—Pero un turista puede moverse con libertad por Etiopía, ir adonde quiera, según tengo entendido…
—A Bambudi, no: es zona militar. Y yo no sé si es usted turista o qué es. ¿Por qué viaja solo y sin nadie que le guíe?
—Conozco bien África: sé que siempre encuentras gentes que te ayudan en el camino. Usted, por ejemplo, podría ayudarme.
Movió la cabeza sonriendo:
—Si a usted le pasa algo, a mí me harán responsable de lo que suceda. Y ahora le estoy ayudando a que no le pase nada.
—Puedo firmar un papel comprometiéndome a viajar a Bambudi bajo mi propia responsabilidad. Lo he hecho en otros lugares.
—En Etiopía no dejamos a la gente que se tire al fuego bajo su propia responsabilidad.
—Tan sólo quiero ver si hay gente esperándome al otro lado del río. Voy a Bambudi, echo una mirada y me vuelvo a Mankush si no hay nadie en Sudán.
—Lo único que puedo hacer es llamar por radio al ejército para que me digan si hay sudaneses del gobierno al otro lado del río. Me tomarán por tonto, pero lo haré para que se convenza…
—Muy agradecido. ¿Cuándo llamamos?
—Cuando se arregle la radio, está estropeada. Vaya a su hotel, le avisaremos.
Me pasé parte del día en el comedor del hotel, una sala destartalada y sucia, aguardando a la policía, mientras Paulus se largó a cerrar quién sabe qué negocios. Compré una papaya y un tarro de miel en un puestecillo cercano a mi albergue y conseguí pan para hacerme un bocadillo con pequeños trozos de carne sin especias. Luego, me senté en un taburete en la explanada, a la sombra.
En ocasiones, se acercaban niños y me preguntaban en inglés las frases de siempre. Insistían sobre todo en el fastidioso «how old are you?». Me harté de decir mi edad y de recordar una y otra vez, con fastidio, lo rápido que había pasado mi vida.
El día, sin embargo, transcurría insoportablemente perezoso. No estaba en mis mejores momentos de ánimo, abrazado por el calor seco, sin bebidas frescas, viendo cruzar burros y cabras escuálidas más allá del portón del hotel. Quizá no hay nada tan fatigoso e incierto como encontrarse en un hotel cochambroso de un feo y perdido poblacho de África, esperando un permiso de la policía que parece que nunca vaya a llegar.
A media tarde, sin embargo, vinieron dos agentes. Apenas sabían unas palabras en inglés. Apuntaron los datos de mi pasaporte y visado en una libreta y me pidieron teléfonos donde pudieran informar sobre mí en Addis Abeba. Les dicté los de la embajada española por darles alguno. Luego se fueron sin responder a mis preguntas sobre el permiso para ir a Bambudi.
La noche se echó sobre el hotel y Paulus asomó a eso de las ocho y media. Me alivió ver a la única persona con quien podía entenderme en Mankush; pero sus noticias, de nuevo, no eran buenas.
—Olvídese de Bambudi. No obstante, eso no es lo peor: su historia sobre los motivos de su viaje ha despertado sospechas. ¿Por qué quiere entrar un europeo en un lugar donde es imposible entrar? Van a intentar contactar con Addis Abeba para comprobar los datos de su visado. La policía y el ejército no se ponen de acuerdo sobre si es usted un espía o un traficante de armas. Así que no puede salir de Mankush en tanto no se reciba respuesta de Addis.
—¿Quiere eso decir que estoy prisionero?
—No lo explican así. Sólo dicen que no puede irse.
—Todo esto resulta absurdo, Paulus: no me detienen por intentar entrar en un lugar prohibido, sino simplemente por pedir permiso para hacerlo. ¿Le parece lógico?
—En África es muy fácil convencer a la gente, pero es más fácil todavía confundirla. Y eso es lo que pasa ahora. En todo caso, me debe usted cien dólares. Es lo que acordamos.
—¿Y cómo salgo de Mankush cuando me den permiso para irme?
—Yo tengo que quedarme aquí diez o doce días. Si se espera hasta entonces, le llevaré de regreso a Chagní. O a lo mejor puede conseguir plaza en algún camión que vaya hacia allá. ¿Me da mis cien dólares?
—Le doy cincuenta y los otros cincuenta cuando me suba en un vehículo y me largue de aquí. Creo que es lo justo, Paulus.
Tomó el billete.
—Bueno, no sé si es justo. Pero trataré de ayudarle a salir… ¿Quiere que le invite a una cerveza?
Sentados en la penumbra, bajo el cielo estrellado, bebiendo la cerveza caliente, charlamos todavía un largo rato. Paulus parecía más comunicativo que nunca, quizá a causa de los cincuenta dólares que guardaba en su bolsillo y los otros cincuenta que pensaba cobrar, una verdadera fortuna para cualquier etíope. Sus ideas y argumentos me resultaban de pronto asombrosos:
—Todo esto sucede por la ignorancia de la gente y la falta de democracia. No entienden nada sencillo y todo lo complican. Aquí estamos como en los días de Luis XIV, que decía aquello de que las cosas son así porque yo lo deseo. Los policías piensan en mi país como pensaba Luis XIV.
—Nunca imaginé que me encontraría en África con un pueblo borbónico.
—Todo esto viene porque se ha formado un comité de la policía y el ejército para estudiar su caso. Y cuando se forma un comité, las decisiones son locas. ¿Sabe cómo llamamos aquí al camello?: el animal inventado por un comité. Uno decidió que tuviera el cuerpo grande; otro, la cola pequeña; un tercero, la chepa; el cuarto, el cuello largo; uno más, los morros abultados; y el último, las pezuñas hacia arriba. ¿Y ve lo feo que es?
—Ya que lo dice, tengo la sensación de ser un camello.
—De todas formas, las cosas han sucedido así y esta noche no puede hacer nada para arreglarlas. Váyase a dormir sin pensar en el asunto. Si se obsesiona, no dormirá bien, y todo lo que ganará es sentirse mañana muy cansado y mucho más triste.
Le hice caso y me dormí pensando que, después de todo, estaba conociendo una cara de África que pocos europeos alcanzan a ver.
La otra cara de África, la imprevisible, asomó poco antes del amanecer. Hay algo que aprendí desde mi primer largo viaje al continente negro: todo se complica en África, incluso los asuntos más sencillos; pero todo acaba por arreglarse al fin de la manera más inesperada, incluso las cuestiones más complejas.
No había salido aún el sol cuando golpearon con fuerza en mi puerta. Me calcé los pantalones y abrí. La luz de una linterna me cegó, dándome de lleno en los ojos, y pensé, salido de golpe de los territorios del sueño, que tal vez se trataba de una patrulla de la policía que venía a detenerme. Pero la voz ordenó en inglés:
—Prepare su equipaje, nos vamos a Chagní.
No era Paulus. Hice caso y en pocos minutos había alistado mi bolsa. Cuando regresé al patio, había un coche con el motor encendido al ralentí y un par de hombres dentro. Alguien se acercó, tomó decidido mi bolsa, sin preguntarme, y la echó arriba de la baca. Desde el restaurante, una linterna me buscaba. Fui hacia allí y entré. Paulus se sentaba junto a una mesa, delante de una taza de café. El tipo de la linterna me indicó el taburete vacío que había entre los dos.
Le reconocí al sentarme. Era mister Eesa, el hombre que ofició como traductor de mi visado sudanés en la oficina del feroz chairman de Pawe.
—Tome un café —me dijo al tiempo que estrechaba mi mano con vigor.
Y alguien me puso delante una taza de café antes siquiera de que aceptase.
—Todo está arreglado —dijo Paulus, sin que yo hubiese pronunciado aún una sola palabra—. Va usted hasta Chagní con mister Eesa. Ya que él le dio el permiso para entrar, le ayudará a salir. Es justo, ¿no le parece? Pero tiene que partir enseguida. La policía de Mankush no debe verle; de otra manera le detendrían y no sé cuánto tiempo pasaría antes de que le dejaran salir de aquí. ¿Está de acuerdo?
—Nada de Bambudi…, supongo.
—Olvide Bambudi. Nunca le permitirán ir hasta allí. Cuando llegue al distrito que controla el gobierno de Pawe, ya no tendrá problema. ¿He cumplido el acuerdo, señor?
Le di los cincuenta dólares. Bebí el café y Paulus me indicó que subiera al coche. Se quedó unos minutos con Eesa, imagino que partiendo beneficios, mientras yo me acomodaba en el asiento trasero del todoterreno. A mi lado se sentaban dos hombres armados con fusiles AK-47.
Luego entraron dos mujeres con sendos niños de pecho y una de ellas se acomodó junto a nosotros. Parecía no caber nadie más allí dentro. Pero no era así: poco después mister Eesa se sentó delante, entre una de las mujeres y el conductor. La boca de su fusil asomaba por la ventanilla.
—Vamonos —ordenó al chófer.
Ya no vi a Paulus, el hombre misterioso que citaba frases, para mí desconocidas, de Luis XIV en un pueblo remoto del interior africano. La alborada teñía el horizonte de tonos violetas, sobre los campos y las cordilleras del horizonte de Mankush.
—¿Por qué las armas? —se me ocurrió preguntar a Eesa.
—¿Ha oído hablar de los shankillas?
—Algo me contaron, pero no me creo la historia.
—Tampoco se ha creído nadie aquí su historia, señor. No entiendo cómo los sudaneses le dijeron que le esperaban al otro lado de Bambudi… No podrían nunca llegar desde Jartum.
—Me lo aseguraron en España, mister Eesa.
—Es usted algo ingenuo, señor.
—Todos los días lucho un poco para mantener viva mi ingenuidad, mister Eesa.
Renuncié a contarle la historia del cónsul cantamañanas. Si lo hubiera hecho, tal vez me habría devuelto a la policía de Mankush. Porque todo ingenuo merece pasar una temporada en una mazmorra.
Pensaba, mientras el sol iba asomando sobre la tierra y el viento se calentaba, que nada puede ser peor para un viajero que desandar el camino y regresar sobre sus propios pasos. Llegar a tu destino es un triunfo para la mentalidad occidental, una forma de vencer sobre la vida y afirmar tu inteligencia. Regresar es perder y también una suerte de humillación. Pero el ser humano es una criatura imprevisible y optimista. Me gustó, inopinadamente y sin saber por qué, que nos detuviésemos en el mismo buna-beit donde paramos en el camino de ida, y me pareció algo muy natural ver cómo mister Eesa procedía a cumplir la ceremonia de tomar una chica, meterse en una choza con ella, largarla a los diez minutos y dormir una siesta de un par de horas. Yo me bebí un té que quemaba la garganta y una pepsi caliente.
Y seguimos viaje entre las montañas desnudas de esa África que no es desierta ni es amable, un camino cercado por el infierno de las ollas calcinadas y los barrancos donde tu vida puede despeñarse de golpe en cada curva o desde lo alto de un repecho. Y mis desánimos se habían esfumado y me sentía extrañamente contento.
¿Cómo podemos los hombres tratar de explicarnos el mundo si no somos capaces de entender a nuestro humilde y dislocado corazón?
Mujeres shankillas con los pechos al aire y cargando pellejos de agua, bosquecillos, un par de jirafas, polvo amarillo, calor ahora que el sol trepaba a los lomos del cielo, montañas cinceladas en hierro y un burro muerto en mitad de la pista, con la piel de su cuerpo dada la vuelta y el costillar mondo y lirondo, tan sólo incólumes la cabeza y el cuello. «Esta noche no quedará nada, ni los huesos: ya sabe, las hienas», comentó Eesa, y creo que fue todo lo que me dijo en el camino desde que salimos de Mankush.
Eran casi las dos de la tarde cuando llegamos a Chagní. Al entrar en el hotel, mister Getende, las camareras y los niños me recibieron alegres, como a un pariente que viene de visita. Pude comer un bocadillo de carne y beber una cerveza fresca. Me lavé como pude con el agua del grifo del patio y un jabón que raspaba, tarea harto inútil, poseído como estaba por el polvo y la porquería. Getende me dijo que tenía autobús a Bahr Dar la mañana siguiente, a eso de las once y media.
Por la noche, el bar se llenó de hombres, mujeres y niños. Compré lo que quedaba de la botella de whisky escocés, en realidad todo lo que yo había dejado sin beberme en el viaje de ida, y me entoné con un par de tragos. Los niños se acercaban a descargar sobre mí la cañonería de preguntas en inglés. Comencé a imitar para ellos rugidos de león, griterío de monos, rebuznos de asno y relinchos de caballo. Se morían de risa, lo mismo que los adultos. Pronto me convertí en el centro de atención. Alguien puso música etíope en un radiocasete y una mujer se arrancó a bailar. Me uní a ella e imité sus pasos y sus movimientos de hombros y pechos. La algarabía de risas y aplausos me rodeó mientras duró mi actuación.
Los europeos tímidos y sosos pueden disfrutar de unas horas de gloria escénica si se animan a hacer un poco el ganso en África. Seguro que estás ridículo bailando como un robot, pero triunfas sin remedio cuando imitas pasos de baile de Fred Astaire, Gene Kelly o Maurice Chevalier, que es lo que hice yo a renglón seguido, rey del music-hall por una noche, en el cutre bar del remoto Chagní.
Mister Getende me despertó a las cinco y media de la mañana. Por lo visto el autobús a Behr Dar había adelantado su hora de salida y, en lugar de partir a las once y media, lo haría a las seis y media. Organicé mi bolsa, bebí un zumo con prisas y corrí hacia la estación de buses, a medio kilómetro del hotel calle abajo. Sólo había un vehículo, arrimado a un gran árbol y rodeado de cabras, ovejas y sombras humanas con chammas blancas. Era un viejo modelo Fiat con capacidad para unos treinta viajeros.
Pero al menos había unos cincuenta en el interior. Me escocieron los ojos al entrar en el coche, pero me consolé pensando que me había ahorrado la primera rociada de desinfectante. Mal que bien logré acomodarme en un asiento sobre una de las ruedas traseras. Media hora después de la partida, mi trasero tenía la consistencia de un mojicón.
Clareó el cielo a eso de las siete y cuarto, alumbrando paisajes de llanadas verdes, riachuelos, potreros donde pastaban caballos y bueyes, y sembrados donde los hombres rajaban la tierra con arados romanos. Más adelante, de nuevo el sol cegador, las sierras inclementes, los campos yermos… Todo era ahora polvo, olor a suciedad, sabanas desahuciadas, miseria en el interior del autobús, harapos, niños con mucosidades, ancianos de rostro enfermizo y mujeres con el rostro surcado por las huellas de antiguas viruelas. Yo mismo formaba parte de ese universo desprovisto de belleza. Pero me sentí orgulloso de saber que era capaz de vivir de esa manera, como mis compañeros de viaje, malcomiendo, sin poder lavarme, durmiendo en cuartos que eran como cuadras. Es difícil hacer creer a nadie que una vida así puede llegar a gustarte. Pero juro que me gustaba. «Todo lo que pido es el cielo sobre mi cabeza y el camino bajo mis pies», escribió Stevenson. Y yo estaba de acuerdo en esa hora con el autor de La isla del tesoro.
En las paradas, subían vendedores de chicles y cacahuetes. Los niños me pedían dinero o el bolígrafo: «money, money»; «bic, bic». Una muchacha me pasó los dedos por la mejilla, luego los besó y ella y sus compañeras rieron con ganas. Los mendigos subían también al coche a pedir unas monedas: ciegos, leprosos y mutilados por decenas. Sobre la pista desierta volaban bandos de buitres y en las orillas del Pequeño Nilo crecían hortensias silvestres descoloridas bajo el polvo.
En Dagla nos detuvimos a almorzar. Sólo pude lograr un té y unas galletas para burlar el kifto. Cuando saqué dinero para pagar, todos los parroquianos miraron mis manos mientras yo contaba. Me di cuenta de que, en muchos lugares del África miserable, la gente pone los ojos en el dinero que guardas en tu bolsillo, no en el que entregas para pagar.
Poco después de la una del mediodía estaba en Bahr Dar. Mister Bisrat me miró como quien contempla a un cadáver escapado de su sepulcro.
Mi habitación, o mejor mi barraca, del hotel Ghion me había parecido algo calamitosa en el viaje de ida. Y ahora, al regreso de Mankush y Chagní, sentía que me encontraba en un albergue de lujo. La ducha me supo a gloria y pude cenar una sopa minestrone, una digna hamburguesa y tomar cerveza fría. Las chicas africanas y los farangis ocupaban al completo las mesas de la terraza, bajo la caricia del aire sensual que llegaba desde el jardín y el lago. Bisrat iba y venía de mesa en mesa, se detenía en ocasiones junto a la mía, me preguntaba algo y, cuando le respondía, ya estaba pensando en otra cosa y se largaba al minuto con la música a otra parte. Todo me resultaba muy familiar aquella noche y el Ghion se me antojaba un hogar amable.
Leí algo de poesía al acostarme, a la luz de la vela de mi mesilla. Y de pronto me asaltó una extraña sensación: me pareció que, desde días atrás, iba disolviéndome en la nada, como si África me fuese envolviendo con sutileza y con la intención de hacerme invisible incluso para mí mismo. Y no me importaba, sino todo lo contrario. Pese a las fatigas del camino, pese a las incomodidades y el polvo, pese a los problemas con la policía…, pese a todo, deseaba en ese instante que África me hiciese suyo y me disolviera entre sus brazos.
El siguiente día era viernes y mi único plan para la jornada era comprar un billete del barco que cruzaba el lago hasta Gorgora. Sabía que, cada domingo, un transbordador de pasajeros partía de los muelles de Bahr al amanecer, y después de detenerse en varias islas y puertos de las orillas del lago, recogiendo y soltando viajeros, llegaba a su destino un día y medio más tarde. Desde Gorgora, pensaba viajar a Gondar, y tomar allí un autobús que me llevara a Metema, en la frontera noroeste de Etiopía con Sudán. En aquella región sudanesa no había guerra y los viajeros occidentales solían cruzar por ese punto. Seguía firme en mi empeño de entrar en Sudán por tierra.
Así que decidí echar la mañana del viernes a perros, a no hacer nada concreto salvo pasear por el mercado y el centro de la ciudad en bicicleta. En el puerto me informaron de que los billetes para el ferry del Tana se vendían el sábado por la tarde y que, en mi caso, como extranjero, estaba obligado a viajar en primera clase, al precio de ciento veintidós birrs, unos dieciséis euros. Contemplando el barco desde el muelle, meciéndose amarrado sobre las aguas verdosas del dulce Tana, no logré imaginar en dónde se encontraría la primera clase de aquel decrépito navío.
Pero si yo quería echar el día a perros, alguien decidió por mí echarlo a los leones. Poco después de comer, un hombre de aspecto tímido y humillado se acercó a mi mesa de la terraza del hotel. Se identificó como policía y me informó con extrema educación de que debía acompañarle a la comisaría porque el comisioner deseaba hablar conmigo.
—¿Han encontrado el dinero que me robaron hace días? —pregunté.
—No lo sé, señor. El jefe manda y yo obedezco. Quiere verle y eso es todo.
Y allí estaba otra vez, sentado en el despacho principal de la cutre comisaría de Bahr Dar, frente al comisioner, que me miraba con ojos de avezado sabueso, contento de recuperar un sospechoso. Del robo se había olvidado, pero le habían llamado desde Mankush para informarle que yo había escapado de allí burlando la vigilancia policial.
—No burlé a nadie, salí en el coche de un funcionario del gobierno de Pawe, el señor Eesa.
El comisioner sonrió irónico y comenzó a bombardearme a preguntas. ¿Qué hacía en el Nilo?, ¿quién era yo realmente?, ¿no sabía que el valle del Nilo era zona de seguridad?, ¿por qué quería pasar a Sudán por Bambudi y no por Metema como todo el mundo?, ¿por qué iba a una zona de guerra?, ¿por qué viajaba solo? Respondí a todas sus preguntas. Cuando le dije que era escritor, me miró como quien mira a un marciano. Me acordé de una de las frases de Paulus: «Es fácil convencer a un africano, pero más fácil todavía es confundirle». La única duda que parecía despertar mi identidad en aquel oficial era, probablemente, si se encontraba ante un espía o ante un traficante de armas.
Se quedó mi pasaporte y me ordenó, con suavidad, que permaneciera en Bahr hasta que completaran sus investigaciones sobre mí.
—¿Y adonde iría sin mi pasaporte, mister comisioner?
—Puede que tenga algún otro escondido y quizá todos sean falsos —sonrió ante su exhibición de astucia—. Los policías etíopes somos tan buenos profesionales como los europeos y todo lo tenemos previsto.
—No dudo de su profesionalidad, ya vi con qué celeridad y eficacia han recuperado el dinero que me robaron hace unos días en su ciudad.
Me taladró con la mirada.
—No se vaya de Bahr Dar, es una orden.
Al salir, otro hombre me abordó en el porche. Vestía con traje y corbata y se presentó como inspector de la policía federal. Tenía maneras melifluas y trataba de ser más que amable. Soltó de inmediato un discurso conciliador: que no pretendían molestarme, que Etiopía era un país abierto al turismo, que todo se resolvería sin problemas, que se iban a reunir para discutir mi caso… Yo me acordaba de los comités y del camello de Paulus.
—Muy bien, señor oficial —corté su discurso—. Pero no tengo mi pasaporte y debo salir el domingo en el ferry que va a Gorgora.
—Venga mañana sábado a las diez de la mañana. Espero que todo se resuelva sin problema.
Y el cónsul cantamañanas volvió de nuevo a mi memoria. No es elegante que recuerde los deseos que formulé para él en aquel momento.
Era la tarde del viernes y suponía que la embajada española en Addis estaba cerrada. Intenté llamar de todas formas y, como imaginaba, no logré hablar con nadie. Al fin, decidí telefonear a Madrid. Y mi bendita esposa, desde España, logró comunicar con la residencia del embajador y hablar con su mujer. A primera hora de la mañana del sábado, el primer secretario de la embajada llamaba a la comisaría de Bahr Dar. Y a las diez, el melifluo policía federal me entregaba mi pasaporte deshaciéndose en excusas; incluso insistió en que anotase en mi libreta su nombre y su teléfono por si tenía algún problema más en Bahr Dar. No vi por ninguna parte al perspicaz comisioner.
Por la tarde, compré mi billete para el transbordador. Cené luego en la terraza del Ghion y me despedí de Bisrat antes de irme a la cama.
—Tal vez vuelva por aquí —dijo Bisrat.
—Espero no regresar nunca, al menos en este viaje.
—¿Y si los policías recuperan su dinero?
—¿Cree usted en los milagros, mister Bisrat?
—A veces los policías trabajan. Son vagos, pero deben ganarse su sueldo de cuando en cuando.
—Si aparece el dinero, gástelo usted en kifto y brinde con vino a mi salud.
—Se lo guardaré unos días, quizá vuelva por aquí.
—No insista.
—¿No le ha gustado Bahr Dar?
—Hay demasiados policías y ladrones, y tengo la impresión de que todos ellos le han tomado una extraña afición a mi persona.
El aire cálido de la noche, perfumado por las flores de los frangipanis, se colaba en mi habitación a través de las rendijas de la ventana y hacía temblar la frágil llama de la vela de la mesilla. Ahora me sentía algo fatigado, un poco harto ante tanta complicación, y me aturdía tratar de poner en orden mis ideas sobre la clase de viaje que estaba haciendo. Los títulos sonoros y poéticos que había pensado para mi futuro libro se vaciaban de sentido. Lo más justo, se me ocurrió aquella noche, sería que el libro se llamase Peonza en África.
Viajar solo por África, abierto a la improvisación, deseoso de que ocurra algo que no has planeado, en manos de la casualidad y en busca de que sucedan cosas, tiene un riesgo: que por supuesto suceden y con frecuencia te abruman. Pero compensa, en todo caso. Porque ves el África real: la sufriente, la mísera, la desolada y cubierta por el polvo, el África desahuciada de los caminos intransitables, de la resignación, de la burocracia, de la policía tonta y los ladrones listos. Y ves también la otra cara: la de los hombres generosos que te ayudan sin pedir nada a cambio, el África que canta en la noche después de haber llorado durante el día, la de la hospitalidad, la bravura para sobrevivir y una inexplicable fe de los seres humanos en la vida. ¿Cómo no ha de entrar en tu carne y en tu corazón un mundo semejante? ¿Cómo volver la espalda a esa realidad rotunda que auna la desesperanza y la valentía? ¿No es así, en síntesis, la existencia de todos nosotros?… África te enseña en la forma más desnuda que todos, al fin, caminamos entre sombras, rumbo a ninguna parte, y que nuestro destino no es otro que recorrer esa senda dolorosa hacia la muerte armados de coraje.
Combatí el desánimo y la fatiga de aquella última noche en Bahr pensando que un mundo como el que se me mostraba puede romper todas las esperanzas de tu corazón, pero tal vez te rearma como escritor.
No iba a terminar mi intensa relación con cacos y gendarmes hasta que el trasbordador soltó amarras y se echó a navegar el Tana. En teoría, el barco zarpaba a las siete de la mañana y lo mismo que sucede en Etiopía con las estaciones de autobuses, las verjas del embarcadero permanecían cerradas hasta media hora antes de la partida del buque. Allí nos apretábamos casi dos centenares de pasajeros, rodeados de bolsas, bultos y maletones, envueltos por la penumbra de la alborada, esperando como el ganado la entrada a corrales.
Abrieron a las seis y media en punto y todos nos precipitamos, empujándonos los unos a los otros, hacia la explanada del muelle. No había recorrido diez metros cuando un policía de uniforme se interpuso en mi camino. Llevaba cogido de la oreja a un hombre joven y lo obligó a acuclillarse delante de mí.
El agente me tendía una cartera. Chapurreaba algo de inglés.
—¿Es suya? —preguntó.
Desde luego que lo era: nada menos que la cartera donde guardaba mi documentación y algunas tarjetas de crédito.
—Es mía, sí.
—¿Está seguro?
—¿No ve mi foto en los documentos?
—Este hombre se la robó en la puerta de entrada —dijo sin soltar la oreja del ladrón.
Miré con furia al carterista. Era magro de carnes, un hombre joven vestido con ropas que eran casi harapos. Y el tipejo me miró a su vez sin asomo de miedo.
—A él no le serviría para nada lo que llevo aquí, y a mí me hubiera partido el viaje —dije guardándome en el bolsillo la cartera.
—Por eso la ha devuelto, porque no lleva nada de valor.
—¿La ha devuelto?
—Sí, y le pide una propina.
El caco extendía ahora la mano.
—Money, money —dijo.
—Fuck you! —respondí.
El policía le retorció la oreja y el caco aulló de dolor, pero siguió con la mano extendida delante de mí.
—Tiene que acompañarme a la comisaría —añadió el agente— y prestar declaración para que encarcelemos al ladrón.
—Lo siento, pero no pienso perder el ferry.
—Le esperará hasta que vuelva. Debe venir a declarar al comisioner.
—Conozco al comisioner y también al jefe de la policía federal. —Saqué mi libreta del bolsillo y le mostré el nombre y el teléfono del remilgado inspector de la policía federal que me había devuelto el pasaporte el día anterior—. Y no voy a declarar, lo siento.
—Tiene que venir, señor.
—No hay ninguna ley que diga que debo hacerlo. Y si me obliga a ir, puede estar seguro de que tendrá problemas con su jefe.
—Si no viene conmigo, no podremos encarcelar a este hombre.
—Haga con él lo que quiera.
—¿No cree que merezco una recompensa?
—Desde luego. Cuando llegue a Gondar escribiré a sus superiores diciendo que es usted un gran policía.
Eché a andar. El agente me contempló estupefacto, pero me dejó seguir. Me volví a mirar a los dos hombres unos metros más adelante: el policía había soltado la oreja del caco y los dos caminaban charlando hacia la verja, dándome la espalda. Imaginé que discutían sobre el mal negocio que acababan de hacer.
Los doscientos pasajeros nos habíamos multiplicado como panes y peces. Junto a las casi cuatrocientas personas que ahora esperábamos permiso para subir a bordo, hacían cola tres cabras pelirrojas, un asno gris y una vaca blanquinegra con las patas delanteras atadas la una a la otra. Hubimos de aguardar casi una hora más ante la rampa de popa del transbordador, en tanto que los tripulantes cargaban toda suerte de mercancías: cajas de bebidas, sacos de grano, balas de algodón y bidones de gasoil, entre otras muchas cosas. Al fin, a eso de las siete y veinte, cuando el sol ya trepaba hacia los altos del cielo y el lago parecía flotar sobre una luminosidad anaranjada, comenzamos a embarcar en el buque.
Ronroneaban los motores del Tanana, un viejo ferry fabricado en Holanda y con más de cuarenta años sobre sus hombros de hierro, oxidado y feote. Calculo que tendría alrededor de treinta metros de eslora por siete u ocho de manga, con dos cubiertas alzadas a estribor y babor, que eran como balconadas sobre el espacio destinado a los vehículos aquel día inexistentes. En proa, bajo el puente de mando, había una ancha cabina diseñada, en origen, como el espacio para un bar-comedor y destinada ahora a los pasajeros de primera clase. Yo era, por supuesto, el único pasajero de primera clase, el farangí que pagaba diez veces más que cualquiera de los otros viajeros. Mi único privilegio consistía en que contaba para mí solo con seis mesas atornilladas al suelo y doce sillas de plástico rojo, en su mayoría rajadas y con los muelles al aire.
Bahr Dar, en el sur del Tana, y Gorgora, en el extremo norte, son los dos puertos más alejados entre sí del lago, exactamente a setenta y cinco kilómetros el uno del otro. Navegando a unos diez nudos por hora, más o menos la velocidad que alcanzaba el Tanana, podría cubrirse esa distancia en cosa de cinco horas. Pero el ferry es una especie de «lechera», que hace el recorrido tan sólo dos veces por semana, de sur a norte los domingos y de norte a sur los miércoles, y es el único medio de transporte para comunicar entre sí a varios puertos e islas del lago. De modo que va deteniéndose una y otra vez, para dejar y recoger pasajeros y mercancías, y el viaje dura aproximadamente día y medio.
Zarpamos al fin a las ocho y veinte, casi hora y media después del horario anunciado. Los pasajeros llenaron al completo los bancos de las dos cubiertas superiores y la inferior del lado de estribor. Era un día de sol tibio, luminoso, y aire fresco. Como el Tana es un lago tranquilo, muy raramente azotado por los vientos y con muy poca profundidad —en ningún punto pasa de los catorce metros—, navegábamos con dulzura sobre las aguas azules, onduladas apenas por una leve brisa.
Salí a cubierta, a mezclarme con los pasajeros. Había un monje ortodoxo, vestido con una túnica de color calabaza, que eludía mirarme cada vez que me aproximaba a él con la cámara fotográfica en bandolera. Vi a un hombre viejo, ataviado con una larga chamma y luciendo un salacot blanco sobre la cabeza, que posó encantado cuando le pedí permiso para fotografiarle. Poco a poco, tras algunos minutos de cierta desconfianza, la gente me iba pidiendo fotos y la cola de súbitos clientes se hacía interminable. Me escribían luego su dirección en el cuaderno de notas para que les enviase copias a mi regreso. Una chica joven, vestida con vaqueros y camiseta ajustada, compuso para mí una postura de aire sexy. Le faltaba un ojo, el derecho, y tenía una bonita sonrisa y era alegre. Tiré la foto y pregunté:
—¿OK?
—Todo okey —dijo—, salvo una cosa: que usted no me ama.
Me reí. Y ella añadió:
—Pero no se lo diga a nadie, es un secreto entre usted y yo.
—¿Cómo se llama?
—Melisshew. ¿Y usted?
—Martin.
—No es verdad, pero resulta fácil recordarlo.
El barco atracó, pasadas las nueve y cuarto de la mañana, en el muelle de la península de Zegie, unos pocos kilómetros al noroeste de Bahr Dar. Bajaron un buen puñado de pasajeros, quizá más de doscientos. Apenas subieron unos cuantos nuevos y ahora las cubiertas del Tanana mostraban numerosos bancos vacíos. Hubo un cierto revuelo en el espacio del transbordador destinado a los inexistentes vehículos de motor: la vaca pinta se había puesto nerviosa y, entre cuatro hombres, la echaron al suelo y colocaron un montón de paja al alcance de su boca para que se tranquilizara comiendo. La mañana crecía plena de vigor y de luz, allá en el corazón de agua de la anciana Etiopía.
Navegábamos ahora rumbo a la isla de Deq, la más grande de cuantas se bañan en el Tana, que alberga una población de ocho mil habitantes. El Tanana se deslizaba con lentitud sobre el plácido lago y las aguas brillaban diamantinas alrededor. El fraile de túnica color calabaza se había levantado y pasaba un crucifijo copto a los pasajeros para que lo besaran y depositaran luego en su cacillo unas monedas. Cruzó a mi lado sin mirarme y no se molestó en ofrecerme la cruz. Yo charlaba, junto al puente de mando, con uno de los tripulantes del transbordador que hablaba un poco de inglés y que sabía algo de España, a causa, me dijo, de algún programa de televisión que había visto en Bahr. Se llamaba Munguete y me contó que tenía siete hijos y que uno había estado a punto de morir hacía poco tiempo, a causa de una infección intestinal.
—El mío es un buen trabajo aquí, en Etiopía —añadió—; pero apenas me llega para dar de comer a los míos. Ninguno de mis hijos podrá estudiar. En España es todo más fácil, ¿no, señor?
—Todo el mundo puede estudiar si lo desea, pero muchos chicos no quieren.
—¿Es posible? Créame: no puedo entenderlo.
—Pues es así.
—¡Qué extraños somos los hombres, mister Martin!: deseamos lo que no tenemos y despreciamos lo que tenemos.
—Una raza de locos, sí, mister Munguete.
De súbito estalló un griterío en la cubierta inferior. Nos asomamos a la baranda: la vaca se había levantado y, trotando a trompicones sobre las trabadas patas delanteras, topaba a todo el que se le ponía por delante. Derribó a una mujer con un golpe de testuz y luego la emprendió con un joven, que logró zafarse trepando a una escalera después de recibir un par de cabezazos. Por fortuna, el bicho tenía serrados los cuernos. La mujer había quedado tendida en el suelo y la barahúnda de los pasajeros crecía. La vaca, en el centro del espacio de cubierta destinado a los vehículos, parecía la dueña del insólito palenque. Algunos hombres la rodeaban a prudente distancia, esperando la ocasión de poder lanzarse sobre ella y dominarla.
—¡Oiga, usted es español! —me dijo Munguete con el rostro iluminado—. ¿No saben en su país calmar a las vacas con una especie de tela? Lo he visto en televisión.
—No todos los españoles podemos hacerlo, lo siento. Y esa vaca, además, sabe lo que se hace y distingue muy bien a un hombre de un trapo.
—¿No puede intentarlo?
—Le aseguro que, con este animal, no. En mi país decimos que está enseñada.
Tras unos minutos de consternación de mozos, clamor de espectadores y pavor de ancianos y mujeres, un joven fornido se arriesgó a tirarse al suelo y agarrar las patas del cornúpeta. Otros dos hombres le ayudaron al punto. Cabeceaba el animal en violentas tarascadas, pero al fin los bravos muchachos lograron derribarla. Eran los Sanfermines del corazón de África. Alguien trajo cuerdas y, tras lanzar feroces coces y sonoros mugidos, la vaca quedó al fin quieta en el suelo, atada y bien atada. Ole.
—Quizá lo que vi de su país por la televisión no era cierto —dijo Munguete mirándome con aire decepcionado.
Trasladaron a la mujer que había golpeado la vaca al departamento de primera clase. Al parecer tenía un buen hematoma en el abdomen.
Y un poco después comenzó el jolgorio. La simpática tuerta Melisshew oficiaba de organizadora y con sus palmas y cantos contagiaba a un buen número de pasajeros, en especial a los más jóvenes. Se formó corro en un estrecho espacio junto al puente de mando, en la banda de babor. Melisshew salía a danzar, moviendo hombros y pechos, y animaba a los muchachos a acompañarla. Los bailarines se iban turnando, bajo el compás de las palmas y el canto, y todos aclamaron al unísono a una sexagenaria de sobrecogedoras posaderas y senos como barriles, que salió a la pista y se convirtió entre gritos de júbilo en la estrella de la fiesta.
Y entonces Melisshew me tomó la mano con vigor y me empujó al ruedo, frente a la imponente bailarina. Me apliqué a la tarea de imitar a mi pareja y las carcajadas de los pasajeros casi taparon las voces que cantaban y el compás de las palmas. La danza no es un arte que yo domine en exceso, pero siempre me ha apasionado bailar. De modo que le di meneo como mejor pude a los hombros y al pecho y la gente casi que lloraba de risa. Luego, apunté unos pasos de flamenco, invitando a mi pareja a hacer lo mismo. Buena fue la juerga que se armó alrededor nuestro. Y animado por el éxito y recordando mi triunfal noche de Chagní, seguí con claque. Con mi gorra de béisbol girando sobre un dedo igual que un canotié y un palo que le tomé prestado a un viejo a modo de bastón, dejé pequeño a Fred Astaire en mi escenario del Tana. Y hasta me marqué unos pasos de chotis con la gorda, tomándola por la cintura. Melisshew reía a mandíbula batiente: me señalaba con el dedo desde el corro, y luego se doblaba, vencida por la hilaridad y sujetándose la barriga. Y vi a un chaval desplomarse al suelo porque las piernas no le tenían de la risa. Puede estar seguro el amigo lector de que, si pudiese ganarme el sustento en mi país haciendo lo que hice en el transbordador del Tana, no volvería a escribir una sola línea en toda mi vida.
Y de tal guisa entramos en el muelle de la isla de Deq, pasado el mediodía: felices pasajeros tras disfrutar a bordo de un emocionante encierro y un bailongo por todo lo alto, como en las fiestas de los pueblos castellanos. Sentí que así deberían ser todas las luminosas mañanas del mundo.
Desde la boscosa isla de Deq, donde se quedó la mujer magullada por la vaca y donde embarcaron casi un centenar de nuevos pasajeros, seguimos viaje hacia las orillas occidentales, rumbo al pueblo de Kunzula. Una hora más tarde, cruzábamos cerca de la desembocadura del Pequeño Nilo, que se sumerge en el Tana después de recorrer más de cien kilómetros viniendo desde las altas montañas de Sekela, al sur de este gran lago que los etíopes llaman mar. La lengua del río entraba roja en las aguas argentinas del Tana y seguía su curso hacia el sudeste vibrante de color, como una gruesa serpiente cárdena hiriendo el regazo plateado de la laguna. Y el cruce límpido de colores parecía una bandera alegre que ondeara tendida bajo el cielo.
Atracamos en el muelle de Kunzula pasadas las tres de la tarde, cuando la luz del cielo se aceraba y el sol comenzaba a descender, perezoso, hacia las alcobas de la noche. Desde el Tartana, mientras nos aproximábamos al embarcadero, distinguía verdes orillas cubiertas de bosquecitos y, hacia el norte, anchas extensiones de pastos de yerba amarilla. Detrás, sobre las pequeñas colinas, asomaban entre la arboleda los tejados de chapa del pueblo. Allí pasaríamos la noche unos cuantos pasajeros, los que podíamos permitirnos el lujo de pagar hotel, mientras que la mayoría de los que continuaban viaje debían quedarse a dormir a bordo.
El muelle de atraque era un espigón de apenas unos cuarenta metros de largo, construido con cemento, y cerrado al fondo por un galpón sin puertas. Ascendía desde allí una senda en dirección a la aldea, atravesando un bosque de eucaliptos. Cuatro chicos se habían arrimado a mí, ofreciéndose a guiarme hasta el hotel. Al cruzar el bosque, un apestoso olor abrazó el aire. Debí componer un gesto de repugnancia porque uno de los chavales, tapándose la nariz, me dijo de inmediato en inglés:
—Es mierda, señor.
Entre los árboles, distinguí cuatro o cinco sombras de gentes agachadas. Y convine en que, sin duda, cruzaba junto a las letrinas municipales de Kunzula.
Luego el aire se impregnó de olor a limoneros. El pueblo era humilde y largo, con casas construidas en adobe mezclado con paja y calles trazadas sobre tierra de bruñido color rojo. Algunas viviendas tenían un porchecillo de techo de hojalata sostenido por troncos de árbol sin pulir y, con frecuencia, perfumados frutales asomaban sus penachos desde los patios traseros. Abundaban los perros, las gallinas, las cabras, las ovejas y los asnos en las calles de Kunzula, hasta el punto de dar la impresión de que el pueblo era, en realidad, una granja invadida por unos cuantos humanos intrusos. En la altura planeaban los buitres.
El hotel parecía mejor construido que el resto de los edificios del poblado, con gruesos muros de cemento y sin cartel ninguno en la puerta. Se entraba a una ancha estancia que era medio bar y medio recepción, con el mostrador fabricado en toscos tablones de madera. En lo alto de una estantería, había un arcón con candado y dentro, según comprobé más tarde, un televisor, el único en toda Kunzula.
Tras el bar se abría un patio en forma rectangular, en el que se alineaban los cuartos para la clientela, pequeñas cabañas de adobe techadas de latón, con puerta de madera, un candado y, en el interior, un espacio de unos diez metros cuadrados, con camastro, bombilla en el techo, mesita con vela y silla. Al fondo del rectángulo estaban el lavabo y la caseta de la letrina, y un olor fétido se expandía por todo el patio. Varios naranjos sombreaban la pequeña explanada del centro.
Hube de pagar por adelantado, ocho birrs por la noche que iba a pasar en el hotel, algo menos de un euro. Los cuatro chicos me acompañaron hasta la habitación y me contemplaron curiosos mientras dejaba mi equipaje en el cuarto, sacaba una toalla y me refrescaba en el lavabo.
No tenía mucho que hacer, así que decidí dar una vuelta por Kunzula mientras caía el sol. Y los niños se multiplicaron según iba recorriendo las calles, hasta superar la veintena.
Dos de ellos hablaban un inglés excelente, Tezera y Hamid. El primero, que dijo tener catorce años, llevaba sin duda la voz cantante de todo el grupo. Me iba explicando cómo era el pueblo, en su perfecto papel de cicerone, mientras la tropa clamaba «youh, youh, «farangi, farangi!» y me llovían las inevitables preguntas en inglés sobre mi edad, mi origen y mi nombre.
Tezera era guapo, menudo, y tenía una mirada inteligente. Me contaba que en su casa eran cuatro hermanos y que un quinto, el último en nacer, murió de malaria. Su padre era barbero y tenía sesenta y tres años; la madre, de cuarenta y ocho, se ocupaba de las tareas de la casa.
—Yo soy el tercer hermano —me contaba el chaval—. El mayor es soldado y no vive aquí. Tengo una hermana de dieciocho y otro hermano de diez.
—Hablas muy bien inglés.
—Es que en la escuela tenemos una profesora muy buena. Hoy está en Bahr Dar y no podrá verla. Es muy guapa: si la conociera, se sentiría inmediatamente atraído por ella.
Tezera me dejó atónito cuando añadió:
—Y sonreiría al verla, sin duda. Y eso es bueno, porque el amor es necesario para sonreír.
Cantaban los gallos, rebuznaban los asnos, balaban las ovejas y la brisa levantaba un molesto polvo rojo del suelo que manchaba el fulgor de la tarde. Algunos hombres se detenían a mi paso para saludarme, tendiéndome la mano. Yo las estrechaba y Tezera me dictaba las frases en amárico que yo debía decir para contestar a los saludos.
—Cuando esté solo, si no se acuerda de decir lo que le enseño, diga simplemente «salama». Es lo correcto.
La escolta de crios aumentaba. Los conté y eran más de treinta.
—¿Tiene usted hijos, señor… señor?
—Martin… Sí, tengo dos, uno de veintinueve y otro de veintitrés.
—Procure no regañarlos si cometen errores, señor Martin. Mi hermano el mayor cometió algunos y mi padre se enfadó y le regañó mucho. Y mi hermano se enfadó también y discutieron y se fue de soldado y ya no ha vuelto nunca más.
Otra vez Tezera me dejó perplejo:
—No los regañe más de lo necesario… —Ahora sonrió—. Es un consejo, claro.
Se excusó luego y dijo que debía ocuparse en unos recados de su padre y que volvería más tarde a verme al hotel. Hamid tomó el mando como guía del farangi. Creo que los niños que me seguían eran ya más de cuarenta y eso me hacía sentirme un poco como el flautista de Hamelín. Así que, con gestos, los puse en fila y, en formación, seguimos el paseo por Kunzula entre las risas de los adultos y los ladridos de los perros.
Terminaba el día y me senté un rato en el patio del hotel. Tezera y Hamid me acompañaban. Les invité a un refresco y ellos cogieron frutos de un naranjo para mí. Tezera era un buen contador de historias, en tanto que Hamid permanecía mi lado, mirándome, sin decir una palabra.
—¿Sabe, mister Martin?, hay muchos hipopótamos en este lado del lago y son muy peligrosos. Cuando bajamos al muelle temprano, tenemos que llevar mucho cuidado, porque atacan a cualquiera que se les acerque y lo destrozan con su enorme boca. Hace un año y medio, uno de ellos mató a un granjero en una aldea cercana a Kunzula. La gente salió a cazarle con escopetas, pero las balas no atravesaban su piel. Recibió cuarenta y nueve tiros; ¡cuarenta y nueve, mister Martin! Al final, uno de los hombres, el más valiente, se acercó al animal y le disparó en la cabeza, y así acabó con él. Después, con la ayuda de un camión, se lo llevó a su casa y lo dejó en el patio. Como él lo había matado, el hipopótamo era suyo. Y cobraba diez centavos a cada persona que quería verlo. Hizo buen dinero, porque incluso venía gente de otros pueblos a ver a la fiera. Y lo tuvo allí varias semanas hasta que el olor a podrido hizo imposible continuar con el negocio.
A las siete, el bar-recepción del hotel se convirtió en sala de televisión. Retransmitían una de las eliminatorias de la Copa de África de fútbol. El dueño del hotel abrió el candado del arcón y el flamante televisor lució sus colores y sus interferencias en lo alto del trono de la estantería, ante unos setenta espectadores que se apretaban en bancos, sillas, banquetas e, incluso, en el suelo. Los huéspedes del hotel teníamos derecho a asiento gratuito, en tanto que los que venían de fuera debían pagar cincuenta centavos de birr, el equivalente a seis céntimos de euro. Entre los asistentes al evento, distinguí a la tuerta Melisshew, que me dirigió una cariñosa sonrisa.
Invité a Tezera y Hamid al espectáculo. Luego, entraron nuevos niños, y cuando el dueño del hotel les conminaba a salir, yo le hacía un gesto y pagaba la entrada. Al cuarto o quinto niño invitado, el dueño ya no se molestaba en intentar expulsar a los nuevos que llegaban: me dirigía una sonrisa, yo afirmaba, se acercaba a cobrarme y otro chaval buscaba sitio en el atestado local. Por algo más de un euro hice felices un par de horas a una veintena de desharrapadas criaturas.
El equipo de Camerún marcó por dos veces en el primer tiempo y el público clamó de alegría. Pero cuando Argelia logró su único gol en el segundo período, gritaron más todavía. Ignoro la razón por la que los argelinos tenían más hinchas en Kunzula que los cameruneses, siendo aquellos árabes y estos negros subsaharianos, como los etíopes. Cuando concluyó el partido, la sala se vació y me quedé de nuevo a solas con Tezera.
—¿Sabe, mister Martin?, en Etiopía, cuando terminamos de estudiar en la escuela secundaria, a los jóvenes ya no nos pagan los estudios. Y yo termino ahora. ¿No podría ayudarme a pagar la matrícula del próximo año? Yo quiero estudiar.
—Sólo tengo dinero para mi viaje, Tezera. Escríbeme a España y veré qué puedo hacer.
Le anoté mi dirección en un papel. Pero no se le veía muy convencido.
—En Gorgora hay bancos —dijo—. Podría ir con usted hasta allí en el buque y volver con dinero para pagar la matrícula. Sé que algunos extranjeros ayudan a estudiar a los niños de África…
—Yo no tengo cuenta corriente en los bancos de Gorgora, Tezera. Escríbeme a España.
—Bien, le escribiré —dijo resignado—. A mí me gustaría ir a América y hacerme piloto. Por eso estudio mucho inglés, lo estudio todos los días.
—Lo hablas muy bien.
—Lo que más me gustaría es poder ver el Everest, por eso quiero ser piloto. Cuando era más pequeño pensaba en hacerme deportista, porque muchos africanos se ganan la vida con el deporte en América y Europa…, eso he oído. Pero soy el chico que peor juega al fútbol de Kunzula y el que nada más despacio. Además, tengo mal el estómago y cuando corro me duele. Lo que necesito es estudiar.
Más tarde, algo tristón, Tezera se despidió de mí, abandonó el hotel y se hundió en la noche lóbrega de Kunzula. Pensé de nuevo en los chicos europeos que detestan las escuelas y las universidades.
Partió el barco con las primeras luces de la mañana. El sol saltó brioso sobre los lomos del cielo y alumbró las costas desoladas, moteadas por árboles solitarios que rompían la yerma monotonía de las tierras amarillas. Nos detuvimos media hora escasa en el pequeño puerto de Eseydebir y continuamos viaje hacia el norte. Poco antes del mediodía atracábamos en Delgi, la población más importante de la orilla occidental del lago junto con Kunzula. Munguete, mi amigo tripulante, me dijo que permaneceríamos hora y media en el pueblo, de modo que decidí bajar a estirar las piernas. El sol bravo golpeaba sobre la polvorienta loma donde se alzaba Delgi y los niños se bañaban entre los tankwas que pescaban con redes de cerco. Decenas de garzas, pelícanos, cormoranes, palomas, cornejas, golondrinas y halcones bailaban en los aires.
Nada más cruzar la barrera del muelle, una muchedumbre de niños cayó sobre mí y la inclemente letanía de preguntas en inglés llovió en mis oídos. En esta ocasión, eran más de cien y a duras penas me dejaban ascender la cuesta.
—What’s your name?, what’s your name?, what’s your name…?
—Martin, Martin, Martin…
Comencé a dar palmas rítmicas repitiendo Martin y al poco se me unieron las palmas de los niños y sus voces coreando mi nombre de viaje. Y así entré en Delgi, como un gran personaje extranjero recibido con vítores y cantos. O mejor: con el aire y la pompa de un emperador de antaño.
Partiendo de Delgi, la línea del ferry del Tana ya no tiene nuevas paradas hasta Gorgora y el barco gana mayor velocidad, navegando a un par de centenares de metros de la costa. Me sentaba en el camarote de primera clase charlando con Munguete, que me explicaba orgulloso la historia de su país. Admiraba a los emperadores antiguos, sobre todo a Tewodros, el rey que combatió valerosamente a los ingleses y a quien los etíopes consideran un gran héroe, quizá el mayor de su historia. Luego, Munguete se interesó por mi trabajo.
—¿Cómo hace sus libros?
—Primero leo mucha historia de los lugares que quiero visitar; después, viajo a esos lugares y tomo notas de todo lo que veo; y al regreso, escribo el libro con lo que he visto y he leído.
—Ya sé: usted une la teoría y la práctica. Eso está muy bien, porque es la mejor manera de encontrar respuestas a sus preguntas.
—No lo había pensado, pero puede que tenga usted razón.
Más tarde, a eso de las tres de la tarde, Munguete me llevó al puente superior. Desde la banda de babor, contemplamos juntos un pequeño montículo boscoso que se alzaba sobre la costa, y en cuya altura se distinguía la torre de una antigua construcción.
—Es el palacio de Susinios, que fue un gran emperador, y tiene más de doscientos años, según dicen. Ahora está derruido y nadie vive en el lugar. El sitio se llama la Vieja Gorgora.
—¿Sabe quién construyó el palacio, Munguete?
—Supongo que los sirvientes del emperador.
—Sí, pero las obras las dirigió un compatriota mío. Se llamaba Pedro Páez.
—¿Lo dice en serio? No le creo.
—Pues es cierto.
—No le creo, no insista. ¿Cómo iba a venir un español hasta aquí hace tanto tiempo? ¿No sabe que entonces no había aviones?
—Había barcos.
—No había barcos de motor, mister Martin.
—Eran grandes y con muchas velas.
—¿Sí? ¿Y vino en barco desde el mar hasta el lago atravesando las montañas de Tigray?
—Esa parte del viaje la hizo en mula.
—Mister Martin, usted inventa demasiado. Ahora me hace dudar de que escriba libros verdaderos.
A las cuatro atracábamos en el puerto de la nueva Gorgora. Me despedí de mis amigos: Munguete, Melisshew y la gorda danzarina con quien triunfé en el escenario del Tartana.
—Écheme de menos, mister Martin —me dijo sonriendo la chica tuerta—. Sentirá no haberse enamorado de mí, nos habríamos divertido mucho juntos.
Me quedé a dormir en las cercanías del puerto de Gorgora, lejos de la ciudad. Había un hotel donde ofrecían espaguetis para la cena y la habitación era limpia. Me pareció que yo era el único huésped aquella noche. Pero cuando la tarde cayó y en la gran sala del comedor encendieron la televisión para ofrecer el partido de Egipto contra Túnez de la Copa de África, el local se llenó de gente, calculo que casi cien personas. Pagué la entrada de siete niños, al mismo precio que en Kunzula. Y ganó Túnez por un gol a cero ante la decepción de los espectadores, la mayoría de ellos partidarios de los egipcios. Ahora sí creí entender las razones de sus preferencias: Etiopía siempre ha estado ligada a la Iglesia copta de Alejandría. Y ya se sabe que la fe mueve montañas, incluso en los campos de balompié.
Al día siguiente, temprano, tomé el autobús hacia Gondar. Desde allí trataría de llegar a Metema y cruzar a Sudán.