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UN CIELO SOBRE LA CABEZA Y UN CAMINO BAJO LOS PIES

Los autobuses, en Etiopía, parten antes de la salida del sol y, durante el verano, el astro asomaba sobre la chepa de la tierra, en Bahr Dar, justo a las siete de la mañana, con lo que el horario de salida del coche estaba fijado para las seis y media.

Bisrat me esperaba a las cinco y media en el vestíbulo del hotel, fresco como una lechuga. Apenas cinco minutos después, estábamos en la estación. El recinto, rodeado por altos muros de cemento, mantenía las puertas cerradas. Unas pocas bombillas alumbraban la calle y el par de centenares de personas que se apretaban en la entrada, esperando el momento en que se abriera, como grupos de sombras móviles vestidas de mantos blancos, parecían fantasmas inquietantes salidos de un cuento de terror.

—Nos quedaremos dentro del coche hasta que abran —me dijo Bisrat—. Hay muchos ladrones por aquí y usted, como farangi, es un objetivo prioritario. Cuando vea que la gente comienza a entrar, corra y busque su autobús por el lado izquierdo de la estación. El de Chagní suele aparcar en el cuarto o quinto lugar. Usted pregunte, que ya le dirán. Pero pregunte a tres o cuatro personas, porque pueden tratar de engañarle y acabará viajando al extremo contrario del país. No suelte la bolsa, y no deje que intenten subirla al techo del coche, porque se puede encontrar, cuando llegue a Chagní, que no hay bolsa. Los ladrones son muy astutos en Bahr Dar, recuerde lo que le pasó el primer día. Y si baja en las paradas, que ya verá que tendrá usted muchas ganas, no pierda de vista su equipaje.

—No llevo nada muy valioso en la bolsa grande. Sólo ropa vieja, medicinas y útiles de aseo. Lo valioso va en mis bolsillos o en la bolsa pequeña, con las cámaras.

—¿Y quién le ha dicho que la ropa vieja, las medicinas y los cepillos de dientes, aunque estén usados, no tienen valor en Etiopía? En mi país las cosas sólo dejan de ser necesarias cuando se destruyen.

Encajé el sopapo y memoricé el catálogo de instrucciones de Bisrat. Sin duda era un tipo listo y eficaz.

—Por cierto, olvidaba decirle algo que le puede ayudar. En Guba, el pueblo anterior a Bambudi, hay una clínica de Médicos Sin Fronteras. La dirigen dos franceses. Como su país y el suyo son vecinos, supongo que le echarán una mano si tiene problemas.

Las puertas se abrieron cuando las manecillas de mi reloj marcaban las seis en punto.

—Buena suerte —dijo.

Estreché la mano de Bisrat, salí y corrí hacia la entrada aferrado a mi bolsa y con el pequeño macuto apretado contra el pecho. Dentro de la gran explanada, los fantasmas blanquecinos corrían febriles de un lado a otro. Tiré para la izquierda. No había fila ninguna de autobuses y cada uno de ellos, sin orden ninguno, aparcaba allí donde había un hueco. Rugían los motores de los vehículos, hacía frío, colgaban del aire jirones de niebla y olía fuerte a gasolina quemada. «¿Chagní, Chagní?», comencé a preguntar a cualquiera que se topaba conmigo, con la sensación de estar ya rodeado de ladrones. Tres o cuatro personas me señalaron hacia la izquierda y así llegué a un decrépito auto cuyo interior se alumbraba de luces moribundas. El chófer iba dando paso a los viajeros. Me acerqué. «¿Chagní?», pregunté de nuevo. El hombre confirmó rotundo: Yes, Chagní! Y entonces noté que tiraban de mi bolsa. Volví el rostro y vi a dos jóvenes, con los rostros casi ocultos bajo la capucha blanca de su chemma, tratando de hacerse con mi equipaje. «¿Lo ponemos arriba?», preguntó uno de ellos en inglés, señalando al techo del autobús. Di un fuerte tirón de la bolsa, los chicos la soltaron y trepé los escalones del vehículo. Una vez dentro, miré hacia atrás: el chófer echaba a empellones a los dos ladronzuelos y les gritaba improperios en amárico.

Con la sensación de haber escapado de un naufragio y encontrarme a salvo en tierra firme, busqué acomodo en el interior del bus. Era una antigualla, decrépita y sucia, con trece o catorce filas de asientos de plástico alineados a los lados y un estrecho pasillo en medio. Me pareció que estaba lleno casi al completo, con los asientos para tres personas ocupados por cuatro viajeros y los de dos por tres. Pude hacerme hueco junto a la ventanilla de uno de tres plazas, donde aún no se había sentado nadie, situado en la parte trasera del vehículo. A duras penas coloqué la bolsa bajo mis piernas y el macuto sobre mis rodillas. Unos instantes más tarde, se había sentado a mi lado un chaval de doce o trece años, que me clavó su mirada de asombro y no la apartó hasta bastante tiempo después de que echásemos a andar. Tras el chaval, ocupó plaza una mujer con un bebé que berreaba en sus brazos: después de acomodarse, la mujer sacó la teta y dio de mamar al niño para callarlo. Finalmente, un anciano, que vestía una chemma blanca y portaba una pequeña bolsa de plástico y un largo cayado, ocupó el extremo del asiento. Miré mi reloj: eran las seis y diez.

Unos minutos después, pensaba que el bus ya estaba lleno al completo. Me equivocaba. Nuevos pasajeros subían a ocupar cualquier lugar donde sencillamente hubiese un hueco: junto al asiento del conductor, se apretaban bultos y personas hasta casi cubrir la larga palanca de cambio de marchas; y en el pasillo iban amontonándose niños, mujeres y ancianos que trataban de buscar una posición cómoda, por lo general en cuclillas. En una situación así, lo correcto hubiera sido que un caballero español cediese su plaza a una dama etíope, como mi padre me enseñó cuando era un niño. Pero en previsión de no extraviar mi equipaje, opté por la mala educación. Me disculpé a mí mismo pensando que, después de todo, mi padre jamás había viajado por África.

La puerta del bus se cerró a eso de las seis y veinte. El motor, al ralentí, parecía toser como un león asmático. Pero el chófer no había ocupado todavía su puesto. Hacía bastante frío en el interior de la antigualla y todas las ventanillas permanecían cerradas.

Y en estas la puerta se abrió y subió a bordo un tipo armado con un fumigador. Sin más dilación, arrojó sobre los inofensivos viajeros una lluvia de líquido desinfectante. Un insufrible escozor se apoderó de mis ojos. Tosían los ancianos, berreaban con estridencia los niños y todo el pasaje lloraba a moco tendido bajo una nube blanquecina que apenas iluminaba la tenue luz del coche. Abrí la ventana, pero algunos compañeros de viaje me indicaron por señas que debía cerrarla. Logré sacar de mi macuto una pequeña botella de agua y unos pañuelos de papel, y enterré los ojos en las servilletas empapadas. Supongo que unos cuantos cientos de piojos y de pulgas perecieron en aquellos terribles minutos, pero un buen puñado de pasajeros estuvimos a punto de quedarnos ciegos para siempre o de morir asfixiados.

Viajar por el centro y el norte de Etiopía en la época seca, entre noviembre y abril, puede que sea parecido a un recorrido por caminos que conducen al infierno. Cierto es que nunca llegas al infierno, quizá porque el infierno es esto: rudos montañones sin vegetación, campos arrasados por el fuego para crear pastos nuevos, aldeas que agonizan, osamentas de animales, bosques de árboles raquíticos desprovistos de orgullo, ríos sin agua que son como heridas oscuras en la tierra, gentes miserables que esperan quién sabe qué, con mirada vacía, en los cruces de caminos; desfiladeros por donde el coche trepa renqueante, evitando los pavorosos agujeros de la pista y los bordes del camino que se abren al abismo sin protección ninguna, y abajo los esqueletos oxidados de vehículos precipitados en la hondura de las simas; y gargantas de piedra por donde meses atrás corrieron riachuelos y que hoy parecen hornos de fundición abandonados, y siempre hoscas montañas que son como demonios dormidos. Y olor a ceniza y a tierra agostada, a humanidad y cieno seco, a estiércol viejo, y un polvo que entra en tus ropas, en tus labios, en tus ojos y oídos, y que parece querer tocar con avidez los rincones más ocultos de tu cuerpo. Y moscas pertinaces que llueven sobre ti cada vez que el vehículo se detiene. Pero estos vastos dominios donde palpas la nada, no son el desierto; es una extraña geografía que quizá no tiene un nombre preciso.

No es esta un África hermosa, no es la que vemos en las postales y en la mayoría de los documentales sobre naturaleza. Es un África recia y bruta, inclemente y salvaje, inhumana y feroz.

Ninguna cámara de filmación, por sofisticada que fuera, lograría captar la desapacible, bárbara e irracional esencia de estos paisajes. Por eso, siguen haciéndonos falta las palabras: para tratar de nombrar lo innombrado.

Salimos de Bahr Dar diez minutos antes de las siete, cuando aún no había amanecido. Se apagaron las mustias luces del interior del autobús y sus faros alumbraron en la noche sombras de gentes que se apartaban del camino y corpachones de otros vehículos que pugnaban por salir los primeros de la estación. Atufados, llorosos, con la garganta escocida por el desinfectante, los viajeros guardábamos un solemne silencio, compartiendo quizá un mismo ánimo entristecido. Y Bahr Dar, la ciudad de las flores, de los árboles, del agua y de los pájaros, se hundió a nuestras espaldas, al tiempo que desaparecía el asfalto y entrábamos en la boca de la noche, sobre una pista de tierra sembrada de baches invisibles.

Poco después, el día comenzó a clarear en el horizonte, los pasajeros abrieron algunas ventanas, entró el aire limpio a barrer los restos del desinfectante, el chófer puso en la radiocasete música africana a todo volumen y el ambiente pareció tornarse más alegre. África asomaba a nuestro alrededor entre brumas rosadas, las alturas del cielo tiñéndose poco a poco de un resplandor calabaza y los pájaros madrugadores trazando sus primeros vuelos en el aire como bultos de formas imprecisas. La neblina se agarraba aún a la tierra, y los árboles, siempre escasos, surgían como espectros venidos de la otra orilla de la vida. Algo después, y casi de golpe, el sol saltó desde detrás de las montañas, a nuestra izquierda, al principio vestido de tonos azafranados. Luego, mientras trepaba a las alturas, brilló en oro y arrojó su luz con violencia sobre la tierra. Más tarde, cuando ya el día corría hacia sus horas de mayor calor, casi se fundió con el cielo, como si devorase el aire o fuera el aire quien le devorase a él.

Ríos secos, ganado que buscaba entre las cicatrices de la tierra unas briznas de yerba, pobres cultivos de tef, humilladas aldeúchas… Y de pronto, ¿un espejismo, una ilusión de aguas claras en la tierra sedienta? No, no se trataba de una visión falaz. Era el Pequeño Nilo, el Guish Abay, que nace en las altas montañas del sur del lago Tana y corre hacia el norte, para derramarse en el lago y salir, desde allí, y hacia el sudeste, convertido en el Nilo Azul, o Abay Wenz.

Cruzamos un puente sobre su cauce. No era un curso ancho, pero sí veloz y diríase que alegremente juvenil: sus aguas brillaban como un insulto de claridad y de paraíso prometido a las tierras fantasmales que lo rodeaban. Sentí ganas de bajar del autobús y bañarme en los brazos del mito.

A eso de las ocho, el coche se detuvo. Habíamos pinchado. Todos bajamos a tierra mientras el chófer y dos voluntarios se ocupaban en la fatigosa tarea de levantar el trasto, confiando en un viejo gato que amenazaba con partirse. Los hombres se dispersaron por las orillas del camino para aliviar la vejiga y las mujeres buscaron lugares discretos más alejados de la pista. Hacía fresco, y daba gusto fumarse un cigarrillo al aire libre. Un par de hombres se acercaron y charlamos durante un rato. Iban a Chagní, como yo, y uno de ellos, que dijo llamarse Alemu Hafa, se brindó a ayudarme cuando llegásemos para buscar transporte hasta Bambudi. Pensé que ya tenía un protector.

Luego, cuervos sobre la sabana calva cercada de sierras lejanas y polvo amarillo y opaco, visible y tangible, entrando por todos los resquicios del vehículo. Nos detuvimos brevemente en Dangila, donde un batallón de críos subió al coche para vendernos granos de maíz tostado. Y a las diez y media, el chófer anunció a gritos una parada larga en Injitara para almorzar. Era un poblachón de paso, grandullón, sucio y roto, con calles de tierra por donde deambulaban gentes y animales. Allí se bifurcaba la pista en dos ramales: uno, el más ancho, viajaba hacia el sur, hacia Addis Abeba; el otro, estrecho y sinuoso, se dirigía hacia occidente, rumbo a Chagní.

Me senté en un humilde cafetín con Alemu. Pedí un té y él una torta de injera con kifto. Me ofreció compartir su plato y yo rechacé cortés la invitación: la vista del guiso me provocaba arcadas. Alemu era un hombre alto, de facciones europeas, tez más clara que la mayoría de los etíopes y pelo liso y exento de rizos. Hablaba bien inglés. Me contó que trabajaba en Bahr Dar en una fábrica, que allí tenía a su mujer y a sus tres hijos y que ahora viajaba a su pueblo a visitar a sus padres.

—Hace dos años que no los veo. La aldea es muy pequeña, no tiene luz ni agua corriente, y está a unos treinta kilómetros de Chagní, hacia el sur.

—¿Hay autobús?

—No; iré andando.

Hablamos de su país, un poco de su historia… Cuando le pregunté sobre sus ideas políticas, sonrió:

—Los extranjeros no hablan casi nunca con nosotros; usted es menos tímido, y pregunta mucho.

—Discúlpeme, soy demasiado curioso.

—No tiene importancia. Yo soy apolítico. Y cuando me preguntan qué prefiero, si el antiguo régimen de Haile Selassie, los comunistas que lo derrocaron, o el gobierno de ahora, yo digo que es como si me enseñaran una tribu de monos y me preguntasen cuál es el más guapo.

Pitaba el claxon del bus y regresamos a bordo. El anciano que ocupaba el extremo de mi asiento se había quedado en Injitara y Alemu se sentó a mi lado, mientras que el chico y la mujer con el bebé se corrieron hacia la derecha. Seguimos charlando durante el resto del viaje.

El sol cegaba el cielo. Cuando nos cruzábamos con otro vehículo, el polvo nos engullía por unos instantes, como si hubiésemos caído en el interior de una gran olla donde hervía un espeso líquido amarillo.

Me fijé en los adornos del cochambroso autobús. Ante el conductor, en lo alto del parabrisas, se extendía una guirnalda de plástico dorado y, sobre la cabeza del hombre, se mecía una paloma de madera que pendía de una cuerda y que parecía volar sin pausa, impulsada por el traqueteo del coche. Reparé en que, en muchas ventanillas, había pegatinas donde sonreía el rostro de Leonardo DiCaprio y se anunciaba la película Titanic.

—¿Hay salas de cine en estos pueblos? —pregunté a mi compañero.

—No; sólo en Bahr Dar. Pero hace unos meses vino un hombre de Addis y repartió por toda la región pegatinas de esa película, ignoro con qué objeto. También vendía camisetas con DiCaprio y el Titanic. Ya lo ve: en estas aldeas y poblados no hay agua corriente, pero sí está el Titanic. Nadie ha visto la película ni sabe nada de aquel barco, pero todo el mundo conoce perfectamente a Leonardo DiCaprio.

Ahora cruzábamos junto a colinas broncas que surgían como senos de piedra en el torso de las llanuras. Y un poco después, el auto ascendía entre las escarpadas montañas, con fatiga, a no más de veinte kilómetros por hora. En una breve parada, en lo alto de la bronca colina, un monje ortodoxo subió a bordo. Paseó una cruz metálica entre los pasajeros y ellos la besaron y echaron algunas monedas en el pequeño paraguas abierto, y puesto del revés, del fraile. Alemu rechazó la cruz y negó la limosna.

—Ese hombre vive mejor que yo —me explicó—, y no precisa trabajar para vivir.

—¿No tiene usted religión, Alemu?

—¿Le repito lo de los monos?

Una pulga corría por mi pantalón, y por la mejilla del chaval que se sentaba al lado de Alemu descendía un piojo. Hice votos para que no nos fumigaran de nuevo. Apretaba el calor mientras descendíamos de la sierra. Acercándonos ya a Chagní, el paisaje se tornaba verde y veíamos a los lados del coche arboledas, huertecillos y riachuelos. Volvía a llorar el bebé del extremo de mi asiento y de nuevo la mujer le ofrecía el pecho para calmarlo. Cuando entramos en Chagní, mi reloj marcaba la una y cinco, lo que suponían seis horas de viaje: una media algo menor a los treinta kilómetros por hora.

Recordé que mister Jaye, el amigo de Bisrat, me había dicho que el viaje eran dos horas y media. Pero en África casi siempre sucede lo mismo: con las distancias y el tiempo, conviene multiplicar al menos por tres los números que te da la gente.

Y me acordé de su hermana, la que tenía un hotel en Chagní y podía ayudarme a encontrar transporte hasta Bambudi.

—¿Conoce el hotel Balas, Alemu?

—Lo hemos dejado atrás hace un rato. Está a unos quince kilómetros antes de llegar a Chagní. Debió habérmelo advertido y el chófer le hubiera parado allí.

—¿Cómo podré llegar?

—Sólo andando…, a menos que consiga que alguien le alquile una bicicleta.

—No puedo cargar la bolsa en una bicicleta. ¿Hay hotel en Chagní?

—Hay uno y yo me quedo allí esta noche.

—Me quedaré con usted.

Chagní era poco más que una larga calle que corría de este a oeste, con una anchura aproximada a los veinte metros y un par de kilómetros de longitud, con casuchas de muros de adobe y tejado de latón. Detrás de las filas de casas, bosquecillos de árboles canijos ocultaban grupos de chozas de techos de paja. Por decirlo de alguna manera, el hotel era el centro de la población. Los únicos comercios de Chagní, casuchas miserables donde se vendían muy pocas cosas, se encontraban en las cercanías del hotel.

Al contrario de lo que suele suceder en muchas aldeas perdidas de África, donde cualquier humilde pensión se adorna con pomposos nombres como Palace o Hilton, la de Chagní carecía de título. Simplemente se conocía en la aldea con el nombre de su dueño: el hotel de mister Getende. Al atravesar la puerta, entrabas en un bar donde había un mostrador y tres mesas de plástico, y a la derecha, tras unas cortinas, un pequeño comedor con mesitas y taburetes de madera. En una tercera sala, un grupo de jóvenes jugaban al billar americano en una decrépita mesa con el tapete cubierto de remiendos. La habitación más luminosa de las tres era el bar. Desde un afiche clavado en una pared, Cristo bendecía al mundo. Desde otro, el rostro luminoso de Leonardo DiCaprio nos sonreía sobre un fondo de mar y ante el perfil dramático del Titanic, que se hundía sin remedio. Distinguí en la estantería, rodeada de otras sin etiqueta, una botella de White Horse, y me prometí darle su merecido si me veía obligado a pasar unos días en Chagní.

Detrás del edificio principal, se abría un amplio patio en el que estaban las cocinas, dos retretes malolientes, una especie de cubículo con ducha, algunas mesas y, al fondo, una docena de barracones numerados que servían de cuartos para los huéspedes. Un buen número de mujeres se afanaban en las tareas domésticas, cocinando, o fregando platos y ollas, o lavando ropa, o tendiéndola a secar en largas cuerdas que se sujetaban a varios raquíticos arbolillos. Los niños corrían de un lado a otro, perseguidos por nubes de moscas. Los hombres, entre ellos el dueño, jugaban al dominó en dos mesas y consumían cerveza local. El Getende era uno de los pocos lugares de Chagní que contaba con generador de luz y dos grandes depósitos de agua. Alegres ritmos de música etíope sonaban a todo volumen en el ajetreado patio.

Una de las camareras del bar nos dio a Alemu y a mí las llaves del candado de nuestras habitaciones, la número 10 para mí y la 11 para mi amigo, después de pagar por adelantado al precio de seis birrs por noche, esto es: ochenta céntimos de euro. Verdaderamente no podía pedirse mucho más por el alquiler de aquel cuarto pequeño y oscuro, de suelo de cemento, amueblado con una gran cama de patas y somier de madera y una vieja silla. Dejé mi equipaje en un rincón y rocié de desinfectante el aposento, provocando una estampida de cucarachas, aterradas sin duda ante la presencia del agresivo huésped extranjero.

Logré, después de un largo parlamento con la camarera, y con Alemu ejerciendo de paciente traductor, que me guisaran carne sin especias y me sirviesen un poco de pan en lugar de injera. Luego, mientras Alemu y yo comíamos, un hombre se acercó a nuestra mesa y se invitó a una cerveza. Le pregunté por la manera de llegar a Bambudi. Dijo que conocía a un hombre que tenía un camión y que, quizá, viajaría hasta allí en un par de días. Quedó en hacer una gestión y volver una hora más tarde. Yo le prometí una propina si me lograba plaza. Finalmente, cuando terminó la cerveza, el tipo se largó y no volví a verlo.

Alemu pensaba que lo mejor era hablar con el dueño del hotel. Así que buscó a mister Getende y los tres nos acomodamos en el patio, rodeados por el griterío de los niños y el vehemente ritmo de la música. Getende era un hombre orondo y jovial, con apariencia de tener unos sesenta años. Había cumplido, sin embargo, los setenta y tres y rezumaba salud.

—Somos una familia muy sana. Mi padre tiene ciento treinta años y todavía ordeña las vacas.

Getende conocía a un hombre que era dueño de un pick-up de doble tracción. Podía tal vez contratarlo como chófer, pero sin duda sería caro. En cualquier caso, quedamos en que, a eso de las seis, cuando cayese el día, Getende traería al hombre hasta el hotel para que negociásemos. Pregunté sobre el hotel Balas y Getende me dijo que había cerrado el mes anterior. No me quedó otro remedio que creerle.

Alemu y yo salimos a pasear un rato por Chagní. Compré algunos paquetes de galletas y un par de botellas de agua en una tienda y echamos a andar calle arriba, hacia el oeste. El sol comenzaba su descenso y refrescaba. Nos cruzábamos con hileras de burros que cargaban leña y con rebaños de cabras oscuras y de vacas escuálidas que dejaban tras de sí un rastro de polvo rojo.

Alemu pensaba quedarse un par de semanas con sus padres, en su lejana aldea. «Aunque, quién sabe —añadió—, no sé cómo están, porque no les veo ni tengo noticias sobre ellos desde hace tiempo; tal vez deba quedarme un poco más allí. En mi país nunca se pueden prever demasiado las cosas». Me habló de sus proyectos de futuro: quería ahorrar para establecerse por cuenta propia, abriendo un taller de mecánica de autos si el dinero le alcanzaba. «Alguna vez tendrá que desarrollarse un poco Etiopía, y entonces habrá más coches. Me gustaría que mis hijos tuvieran una buena educación, la que yo no pude tener. Yo tuve que aprender casi solo a leer y a escribir, y también el inglés que sé. Y ahora ya es tarde para mí, porque he cumplido treinta y siete años y debo trabajar en lugar de aprender». Pensé si mi nuevo amigo estaría preparando el terreno para pedirme dinero, pero lo cierto es que no lo hizo entonces ni lo haría más tarde, cuando nos despedimos.

Arriba de la cuesta oímos un griterío lejano. «Es un partido de fútbol —dijo Alemu—. Vamos a verlo, ¿le parece?»

Varios centenares de espectadores se apretaban en la explanada, rodeando el espacio destinado a los futbolistas, y apasionados y chillones ante los lances del juego. No había líneas de demarcación del campo y tan sólo dos porterías levantadas con maderos sin pulir, por supuesto carentes de redes. Unos uniformados de verde, otros de rojo, los miembros de los dos equipos corrían en desorden tras el balón. Cada vez que la pelota volaba hacia lo alto, en el terreno se formaba una pina de veinte jugadores esperando su caída. Cuando llegaba finalmente al suelo, el partido se transformaba en un combate de patadas lanzadas en todas direcciones, sin que nadie hiciese caso de los pitidos del arbitro.

En un instante, una nube de niños nos rodeó. Gritaban pidiéndome fotos y muchos se acercaban a tocarme. Decidí alejarme de allí, pero la nube nos siguió e, incluso, creció en número. Calle abajo, poco después, creo que un centenar de niños nos seguían. «What’s your ñame?», «where do you come from?», «how old are you?», repetían sin cesar las únicas frases en inglés aprendidas en la escuela. Cuando dije «my name is Martin», se formó un coro repitiendo mi nombre y acompañado de palmas: «¡Martin!, ¡Martin!, ¡Martin!». Algún adulto se acercaba de cuando en cuando y ahuyentaba a varazos a la tropa infantil. Pero los niños regresaban, como pertinaces insectos, a repetir las mismas preguntas. Me harté de responder que me llamaba Martin, que tenía cincuenta años y que venía de Europa. Así que cambié las respuestas.

What’s your name? —preguntaban.

—Leonardo DiCaprio —contestaba yo.

How old are you?

Two hundred years old.

Where do you come from?

From the Moon.

Reían e insistían en las preguntas y yo repetía una vez tras otra las mismas respuestas.

Al fin, uno de los chavales, deteniéndose frente a mí y cerrándome el paso dijo con gesto grave:

—Usted es un mentiroso.

Un hombre lo apartó de mi camino amenazándole con la vara.

Llegábamos al hotel y la chavalería se dispersó al fin. Alemu, sonriente, me explicó:

—A esta zona del país nunca vienen turistas. No hay nada que ver: no hay monumentos, sólo miseria. Muchos de esos niños no han visto antes un farangi de carne y hueso, sólo los conocen por fotografías… O por los afiches de Leonardo DiCaprio.

Comenzaban a cantar los grillos y la tarde moría sobre Chagní.

El hombre de la camioneta se llamaba Paulus, y era menudo y delgado. Tenía una mirada vivaracha e inteligente y manejaba con destreza el inglés, pero no hablaba en exceso. Nos sentamos a una mesa del bar, junto a Alemu y mister Getende, y pedimos cerveza. En una mesa vecina, otros dos hombres seguían nuestra conversación, mirándonos con fijeza y sin ocultar su curiosidad. De cuando en cuando, Getende les pedía a Paulus y Alemu que le tradujesen lo que decíamos. El generador eléctrico se había averiado aquel día y charlábamos a la luz de una lámpara de carburo.

Paulus señaló que, de Chagní a Bambudi, había doscientos ochenta kilómetros de distancia. Y sin inmutarse, estableció el precio de sus servicios en doscientos cincuenta dólares. Era una cifra desorbitada. Ofrecí cien y luego ciento cincuenta. Pero Paulus no cedió un solo dólar. No había otra forma de ir a Bambudi, por lo menos en varios días, me insistió Alemu. Yo confiaba en él y le creí. Mientras seguía el regateo, calculé mis posibilidades. Podía volver a Bahr Dar e intentar el camino de Metema, por la frontera norte, pero eso supondría un largo recorrido de más de una semana y, a la postre, quizá el costo se aproximara a los doscientos dólares. Quedaba la posibilidad de regresar a Addis y tomar avión a Jartum, pero eso desbarataba mis planes originales y, en cierto modo, me parecía un pequeño fracaso: no quería aviones en mi viaje del Nilo.

—De todas formas —Paulus parecía ofrecerme un compromiso—, llegar a Bambudi no es tan sencillo. Deberemos detenernos, primero, en Pawe, que es la capital del distrito, y allí tendrá que obtener usted permiso de las autoridades para llegar a la frontera. Al otro lado hay guerra, no sé si lo sabe, y ahora mismo no tengo idea de cómo está la situación.

—En Addis me informaron de que un turista con visado puede viajar libremente por todo el país.

—Addis es Addis y Pawe es Pawe —cortó Paulus—. De aquí a Pawe hay 60 kilómetros. Si le dan permiso para seguir, puede llegar hasta Mankush, que está a 130 de Pawe. Y allí la policía tendrá que darle otro permiso para viajar hasta Bambudi, 90 kilómetros más lejos.

Había extendido mi mapa sobre la mesa.

—Mankush no figura en mi mapa —dije.

—Es que ahora se llama Guba —dijo Paulus—. Los nombres cambian con frecuencia en esta zona.

—Bien, ¿y si vamos hasta Pawe y no obtengo el permiso?

—Entonces le traigo de regreso a Chagní y no le cobro nada —respondió Paulus.

—Y si llegamos a Mankush, o Guba, o como quiera se llame, y la policía no me deja seguir hasta Bambudi, ¿cuánto será?

—Le cobraré sólo cien dólares…, pero no sé cuándo podré traerle de regreso.

—No entiendo por qué.

—Es que si llegamos a Mankush, tengo algunos negocios que hacer allí.

—Yo soy el que paga, en todo caso.

—Esas son mis condiciones, señor.

Acepté resignado y Paulus se retiró. Quedamos en que me recogería en el hotel la mañana siguiente, antes del amanecer.

Getende, Alemu y yo nos quedamos charlando un rato más. Pedí un par de copas de White Horse, y comprobé con gusto que era un auténtico whisky escocés, no una falsificación procedente de las destilerías clandestinas de Djibouti. Me pregunté cómo diablos habría llegado hasta allí aquella bendita botella.

Alemu y Getende mostraban gran interés por mis viajes africanos. Ellos nunca habían salido de Etiopía. Les hablé del Congo, de sus guerras, de la corrupción, de la cultura del robo, de la miseria y el hambre. Les expliqué aquella norma no escrita durante los días de Mobutu, a la que el pueblo llamaba con guasa «artículo quince» de la Constitución, que recomendaba a la gente que, a la hora de robar, lo hicieran despacio. Alemu me habló con voz entristecida:

—En mi país es lo mismo. Le contaré una historia que presencié hace unos años. En un barco que cruzaba el lago Tana iba un hombre con una gran herida en la pierna. Tenía pus y sangre y las moscas iban a comer en la herida. La gente le daba dinero y trataba de espantar las moscas. Y él dijo: «Gracias por el dinero, pero no echéis a las moscas». «¿Por qué?», le preguntaron. Y el hombre respondió. «Porque estas moscas se han acostumbrado a comer un poco cada día. Y si las apartáis, vendrán otras nuevas con mucha hambre y me comerán más». ¿Lo ve, amigo? Es una forma parecida al «artículo quince» del Congo.

Cuando pregunté a Getende sobre los temibles shankilla, comentó:

—Todavía hay grupos en lugares remotos que practican la castración de los forasteros. Pero la mayoría de los shankilla se han civilizado. Ahora, avergonzados por lo que hacían sus padres, se han cambiado de nombre y se llaman a sí mismos gumz. De todas maneras, de vez en cuando se oye hablar de un caso de asesinato y castración, y claro, la policía interviene. Y es curioso: cuando hay juicio sobre el asunto, no hacen falta testigos, porque las mujeres shankilla se sienten tan satisfechas de los genitales que adornan sus habitaciones, que ellas mismas declaran orgullosamente los crímenes de sus maridos sin que nadie las presione.

—¿Cuál es la condena para un shankilla?

—¿Qué cree usted? Un tiro en la nuca; una bala resulta más barata que levantar un patíbulo.

—¿Hay shankillas en el camino a Bambudi?

—Los hay, pero yendo con Paulus no tendrá problemas, conoce bien la región.

Me despedí de Alemu aquella noche, después de cenar otro bocadillo de pan duro con carne sin especias. Le imaginé al día siguiente, emprendiendo la larga caminata hasta su aldea, con su pequeño hatillo por todo equipaje y sin otra ropa que la que llevaba puesta y comiendo lo que buenamente encontrara. Me emocionó la sonrisa altiva y serena con que me dijo adiós mientras estrechaba mi mano. Yo le deseé con todas mis fuerzas que algún día lograra abrir su soñado taller de reparación de automóviles.

Antes de acostarme, salí a la calle desierta y caminé unos metros entre las sombras. Algunas casuchas se iluminaban en aquella hora con luces de carburo. Hacía frío. El silencio de la noche africana se quebraba con los cantos de los grillos y las lejanas risas de las hienas. Una vez más sentí que la honda intensidad de las noches sólo alcanza a percibirse con toda su nobleza y dramatismo en los lugares más remotos de África. Un hombre, ante la noche africana, puede sentir, si es sensible, lo que significa la profunda soledad de la naturaleza humana.

Al entrar en mi habitación, alumbrando mis pasos con la linterna, un regimiento de cucarachas huyó espantado a refugiarse en los resquicios de las paredes. Rocié de nuevo con insecticida el cuarto y me acosté vestido. Cuando me levanté, antes del amanecer, decenas de insectos yacían inmóviles en el suelo, asesinados por el implacable farangi llegado del Oriente. Caminé hacia la puerta sorteando sus cadáveres, impávido y frío, sin sentir piedad alguna hacia aquellos muertos ni implorando perdón a ningún dios por tan horrendo crimen. Los viajes nos vuelven tipos de corazón helado, me dije satisfecho.

Y hielo parecía caer afuera, como un cortinaje invisible y afilado, sobre un Chagní cercado aún por la oscuridad de la noche. Habían callado los grillos y las hienas y no se oía otra cosa que el zumbido del motor del pick-up de Paulus, ni se veía otra luz que la que proyectaban los faros del auto en la calle desierta. Sobre la caja descubierta del vehículo, se apretaban los cuerpos de cuatro hombres, hundidos bajo sus chemmas de lana y sin duda ateridos. Acomodé mi bolsa entre bidones de gasolina, las cajas de botellas de cervezas y los bultos cubiertos con plásticos. Luego, Paulus me indicó que subiese a la cabina.

No estábamos solos. Entre su asiento y el mío se acomodaba una mujer con un bebé en los brazos. Paulus pisó el acelerador en punto muerto varias veces seguidas, supongo que para calentar el motor. Después probó las luces largas. Clamó al fin satisfecho:

—¡Listos para partir!

—Supongo, Paulus —dije antes de que metiera la primera marcha del coche y arrancase a andar—, que todos estos viajeros son mis invitados.

—En cierto modo, sí. Pero también lo son míos: no olvide que soy el dueño del coche.

—El que paga soy yo.

—Tiene razón. ¿Pero los dejaría aquí? En esta región la gente necesita siempre ir a alguna parte y no hay transporte casi nunca. Esta mujer, además, tiene que llevar a su hijo al médico de Pawe, porque en Chagní no hay médico y el crío tose mucho. ¿Los dejaría aquí?

—¿Y los que viajan atrás?

—Esos no sé a qué van a Pawe, pero sé que tienen que ir por alguna razón. Si lo desea, les digo que se bajen. Pero, después de todo, a usted le da igual ir solo o acompañado: al final le va a costar lo mismo.

—Ande, Paulus, vámonos de una vez.

—O. K., boss, usted manda.

Mientras el vehículo dejaba atrás las luces de Chagní, me sentía perplejo. ¿Y qué hacía yo allí? Más aún: en el fondo, ¿qué sentido tenía llegar a Bambudi? Yo había planeado en Madrid un viaje siguiendo el curso del Nilo Azul para escribir un libro sobre ello. Pero en ese instante me daba cuenta de que aquello carecía en cierto modo de sentido. No soy explorador, no soy científico, no soy historiador ni tampoco antropólogo, ni siquiera un experto sobre las culturas del Nilo. Se supone que, en nuestra cultura occidental, que al menos lleva en marcha una veintena de siglos, lo que uno haga debe de tener un objetivo. Y el mío se diluía en ese momento en la nada, entre las tinieblas que rodeaban el vehículo.

Me di cuenta de que no viajaba hacia Bambudi por una razón concreta, sino simplemente por el placer de encontrar un lugar que había visto en un mapa. O ni siquiera eso: iba allí tan sólo porque hay que ir de cuando en cuando a alguna parte, a un destino que, si no alcanzas, no importa en absoluto. Y entonces supe que el sentido de mi tercer largo viaje por las tierras africanas no era otro que encontrar un pretexto para perderme en África una vez más. En las dos ocasiones anteriores, cuando viajé para escribir mis dos primeros libros africanos, si me extravié fue por accidente. Y ahora, sin haber pensado en ello, me apetecía equivocar el camino y llegar a quién sabe qué lugar para encontrar quién sabe qué. O más sencillo aún: para no llegar a ninguna parte. Era libre como pocas veces antes lo había sido en mi vida. Y sentí que vivía momentos alegres, a pesar de que el bebé que llevaba al lado comenzaba a berrear y a soltarme pataditas y la madre, impertérrita, ni siquiera se molestaba en darle teta para calmarle.

Amaneció. A mí me preocupaba la criatura que viajaba junto a mí, porque la madre, medio dormida, lo había arrimado a mi cuerpo y el niño, cuya mantilla se le había corrido hacia un lado, estaba desnudo de cintura para abajo y yo temía que, en cualquier momento, me soltara un chorro de orina. Y si le daba por defecar, incluso podía ser peor. Un bebé de tres o cuatro meses suele ser un animal más imprevisible que el león.

De modo que tosí, di un empellón leve en el codo de la mujer y moví el culo del niño hacia ella. Lo entendió. Cubrió al niño y lo recolocó sobre su regazo. En el curso del viaje, hube de hacer la misma operación unas cuantas veces, porque ella no paraba de cabecear y el niño de escurrirse con la colita dispuesta a hacer blanco en mis pantalones. Mi estrategia funcionó, en todo caso, y conseguí llegar a Pawe con la ropa seca.

Amanecía alrededor del vehículo, que brincaba en la pista de suelo irregular como si viajara sobre barbechos. El camino era bonito ahora, cercado de bosquecillos y ocasionales riachuelos que atravesábamos sobre frágiles puentes. Veíamos a veces, surgiendo entre la fronda, pequeñas aldeas de cabañas con techos cónicos de paja. Y pozos de agua donde las mujeres formaban cola para llenar sus bidones de plástico. Un soldado solitario, armado de kaláshnikov, hizo señas en un cruce de caminos y Paulus detuvo el coche y le indicó que subiera detrás. Las tórtolas, siempre en pareja, huían a nuestro paso de las orillas de la pista.

Más adelante, el bosque se cerró y desaparecieron las aldeas. Al doblar una curva, un grupo de hombres, cuatro o cinco, armados con viejas escopetas, nos pidió plaza en el pick-up, invadiendo un lado de la pista. Paulus los esquivó con presteza y aceleró, dejándolos envueltos en una nube de polvo.

—Son shankillas —dijo con gesto grave.

¿Shankillas malos o shankillas arrepentidos? —pregunté.

—Mejor es no detenerse a averiguarlo. No tengo ganas de arriesgar las pelotas.

De cuando en cuando, nuevos grupos de hombres, algunos armados con arcos y flechas, hacían autoestop a nuestro paso. Paulus repetía la operación: esquivaba y pisaba el acelerador.

—¿Buenos o malos? —le preguntaba en cada ocasión.

No le hacía gracia la broma y no respondía. Ni me miraba siquiera, como si no me hubiese oído. Al fin, a la cuarta o quinta vez que repetí la pregunta, Paulus me respondió terminante:

—Mire, esta no es zona segura…, y no se lo digo por asustarle. ¿Por qué cree que paré al soldado y lo dejé subir al coche?

La respuesta del chófer me hizo sentirme ridículo y decidí callarme. Ahí va una lección para viajeros: no es oportuno hacerse el chistoso en territorios que no conoces ante la gente que sí los conoce. Porque se les puede quitar la gana de protegerte.

Llegamos a Pawe poco antes de las nueve. Paulus me dejó en un hotel que se llamaba Bale, un destartalado galpón cuya sala de entrada parecía ser un restaurante.

—Puede desayunar algo —me dijo mientras me invitaba a sentarme en una de las mesas—. Yo tengo que llevar a la mujer y el niño al médico y no sé cuánto tardaremos. Vendrá a buscarle un amigo mío. Se llama Assfaw, habla inglés y conoce a las autoridades de Pawe. Él le llevará al gobierno regional a pedir permiso para seguir hasta Bambudi. Yo le recogeré allí más tarde.

Y se largó después de dejar mi bolsa de viaje junto a la mesa. Temí que no volviese, enfadado tal vez por mis tontas bromas. Pero me tranquilicé al recordar que no le había pagado un solo dólar de lo acordado hasta el momento.

Tomé dos vasos de té y unos plátanos, la única comida que servían en el hotel, aparte del horrible kifto con injera. Assfaw apareció unos minutos después. Era un hombre joven y delgado.

—Puede dejar aquí la bolsa —dijo—. Este lugar es seguro.

—No me importa cargarla, pesa poco.

Pawe era un pueblo extenso, hundido entre las arboledas, de edificios construidos con material prefabricado que se levantaban sobre grandes pilares de cemento, como los palafitos, lo que me hizo suponer que, en la época húmeda, caían sobre el lugar lluvias torrenciales.

—Pawe parece un cuartel —le dije a Assfaw mientras caminábamos por la vereda abierta entre los árboles.

—Puede ser. Todos estos edificios los hizo una compañía italiana de explotación de madera en los años setenta. Pawe era rico entonces. Pero cuando la guerra del 91, los italianos se marcharon. Y no han querido volver después. La guerra lo mata todo, no sólo a los hombres.

La más grande de todas aquellas feotas edificaciones tenía dos plantas y, alzada también sobre enormes pilastras, albergaba las oficinas del gobierno regional. Hombres armados de fusiles, sin uniforme, guardaban las puertas.

El chairman del gobierno, mister Gao Ganae, era un tipo grande y fuerte, de rostro fiero, con tatuajes grabados a fuego en las mejillas. Me recibió frío y cortés. Le expuse mis intenciones de llegar a Bambudi y luego le mostré el salvoconducto de entrada en Sudán que me había facilitado en Madrid el cónsul cantamañanas. Ni mister Ganae ni yo entendíamos nada del documento, escrito como estaba en caracteres árabes, salvo mi nombre. Ganae lo miró del revés y del derecho, y se encogió de hombros.

—¿Qué dice? —me preguntó.

—Que puedo entrar en Sudán por la frontera que desee —aventuré—. Y he escogido la de Bambudi.

—¿No sabe que allí hay guerra?

—Los sudaneses me han asegurado que me esperan con una patrulla militar al otro lado de la frontera para llevarme a Jartum sano y salvo.

—¿Sano y salvo en Sudán? —Me miraba clavando sus ojos feroces en los míos.

—¿Está seguro, chairman, de que aquella zona se encuentra ahora mismo en guerra? —pregunté.

—El sur de Sudán está siempre en guerra, señor.

—En todo caso, en Addis me dijeron que un turista puede viajar libremente por todo el territorio etíope si tiene visado. Y yo lo tengo.

Le mostré mi pasaporte con el sello de entrada. Mister Ganae echó una mirada distraída al documento, me lo devolvió, llamó a una secretaria y le dijo algo en amárico.

Al poco, Paulus y otro hombre entraron en el despacho.

—¿Va bien todo? —preguntó el chófer después de saludar respetuoso al chairman y sentarse a mi lado.

—No lo sé.

Los tres hablaban ahora en amárico. El nuevo hombre era también recio y grande, pero mostraba un rostro simpático y bonachón, al contrario que el chairman. Mister Ganae le tendió el salvoconducto sudanés y el otro comenzó a leerlo.

—Se llama mister Essa —me explicó Paulus bajando el tono de su voz— y sabe árabe, porque estudió varios años en Sudán.

Ganae y Essa intercambiaron luego algunas frases entre ellos, señalando a Paulus, que sonreía, y al fin el chairman se dirigió a mí:

—Su salvoconducto está bien. Pero no sabemos ahora mismo si hay guerra al otro lado. Se lo dirán en Mankush. Por nuestra parte, puede seguir hasta allí.

—¿Podrían darme un documento con su autorización para viajar hasta Bambudi?

—Lo siento, señor, pero la zona de Bambudi no es de nuestra jurisdicción. Tendrá que pedirlo a la policía de Mankush. Nuestro permiso es oral y sólo alcanza hasta Mankush.

Se levantó y me tendió la mano. La estreché con temor de que me la rompiera y salí al pasillo. El chairman, Essa y Paulus se quedaron unos instantes charlando. Me miraban de cuando en cuando. Y yo tuve la impresión de que nunca llegaría a Bambudi.

—Tenía un aspecto bastante duro el chairman —le dije a Paulus cuando abandonamos el edificio de gobierno.

—Es un gumz, o sea: un antiguo shankilla. Pero no se le puede hablar nada sobre eso, se enfurecería.

—Bueno, Paulus, ¿seguimos viaje? —pregunté.

—Vamos antes a comer algo al hotel. Tenemos ciento treinta kilómetros por delante y el camino no es bueno.

—Ya he comido algunos plátanos.

—Mejor le vendría un plato de kifto, no estaremos en Mankush hasta la noche y no sé si a esa hora encontraremos comida.

—No quiero kifto.

—Es nuestro plato nacional, no lo encontrará en otro lugar fuera de Etiopía. Aproveche para probarlo mientras esté en mi país. ¿O es que no le gusta?

—Claro que me gusta, es buenísimo. Pero estoy a dieta, quiero perder algunos kilos.

—No diga eso en Etiopía, señor: la dieta es aquí obligatoria para la mayoría de la gente…, por el hambre —añadió Paulus mirando hacia mi estómago.

Definitivamente, no acertaba una con aquel hombre.

Salimos alrededor de las once de la mañana. La mujer seguía sentada entre Paulus y yo, pero ahora se ocupaba del bebé y le daba pecho.

Los hombres que viajaban atrás al salir de Chagní se habían quedado en Pawe. Y en la caja había mucha más carga: botellas de agua y de refrescos, bidones de gasóleo y media docena de ruedas de automóvil. Nunca he visto en África un vehículo en el que un solo centímetro cuadrado del espacio de carga y de pasajeros esté sin ocupar. Y sin duda Paulus aprovechaba mi viaje para hacer otros negocios.

—¿No dijo que la mujer se quedaba en el médico aquí en Pawe? —pregunté.

—El médico ya ha visto al niño y le ha dado unas pastillas. Pero la mujer tiene familiares en Mankush y quiere aprovechar para verlos. ¿Le importa?

—¿Arreglaría algo que me importase, Paulus?

La calima cercaba las montañas de la lejanía y, en el territorio que ahora recorríamos, a menudo cruzábamos junto a campos de cereal y otros quemados para abrir futuros sembrados. A las tres de la tarde llegábamos a Gublak, una aldeúcha de cabañas raquíticas levantadas con madera y paja. Paulus detuvo el coche junto a un chamizo y me dijo que, en los cien kilómetros que quedaban desde allí a Mankush, ya no había más aldeas junto a la pista.

—Sólo algunos poblados en el interior del bosque…, de shankillas —añadió—. Así que descansaremos aquí un rato y luego seguiremos sin detenernos.

Esta vez contuve mi afición a hacerme el gracioso y no le pregunté si eran shankillas buenos o los malos.

La cabaña era algo mayor que las otras y tenía una especie de terraza, cubierta por un techado de paja, en la que se extendían varias mesas y sillas de madera. Sin preguntarme, una mujer me puso delante un vasito de té muy caliente y una botella de Pepsi-Cola. Algunas muchachas ocupaban las otras mesas: me miraban con fijeza sin decir nada.

—Esto es un bula-beit, una especie de bar de carretera —explicaba Paulus mientras bebía su té con sonoros sorbos—. Hay muchos iguales en todos los caminos del país. Y esas chicas son jóvenes que se han ido de sus casas y viajan hacia las grandes ciudades en busca de una vida mejor. Mientras marchan, se van deteniendo en los bula-beit, ganan un poco de dinero y siguen viaje. ¿Quiere estar con una de ellas un rato? A los nacionales nos cobran cinco birrs, pero a los extranjeros blancos les cuesta diez. Para usted es barato.

Rechacé su oferta. Paulus decidió echarse una siesta y entró en una cabaña cercana al bula-beit, llevándose con él una muchacha.

Numerosos niños, sin excepción descalzos, se acercaban a mirarme con ojos de asombro. Los más pequeños iban desnudos de cintura para abajo y algunos mostraban llagas abiertas en el rostro y los labios, donde las moscas saciaban su apetito sin que ellos se molestaran en espantarlas. Gasté algunas bromas componiendo gestos de mimo y unos reían y otros escapaban asustados. Varios adultos se aproximaron también y rieron alborozados con mis muecas. Cuando los niños se atrevían a tocarme, los adultos les arrojaban chinarros para alejarlos, como a los perros.

Hacía mucho calor, quizá más de cuarenta grados. A la polvorienta aldea habían comenzado a llegar pequeños rebaños de corderos y cabras, e hileras de burros que cargaban grandes bidones con agua desde remotos pozos. Siempre me he preguntado por qué muchas aldeas africanas se levantan en terrenos baldíos, secos, alejados de los pozos. Quizá la razón estribe en que esos terrenos tuvieron en otro tiempo agua y ahora, agotada, hay que buscarla cada vez más lejos. En Gublak tenían suerte, porque contaban con burros. Pero en muchos otros lugares que he visto en mis viajes, las mujeres y los niños, a quienes corresponde siempre el trabajo de recoger el agua, deben recorrerse a diario un buen puñado de kilómetros para conseguirla. ¿No sería más sencillo trasladar la aldea? Después de todo, estos miserables poblados no parece que guarden nada que merezca la pena hacer perdurable. Y Gublak no era una excepción.

La chica salió de la cabaña diez minutos después de haber entrado con Paulus y el chófer aún permaneció una hora durmiendo. Cuando asomó, relajado y fresco, eran las cuatro y diez.

—Nos vamos —ordenó mientras abría la puerta del coche. Al arrancar, una veintena de niños corrieron tras nosotros, difuminándose entre la roja polvareda.

—Usted es el primer blanco que han visto en su vida la mayoría de ellos. Por aquí no vienen farangis

—Ya sé, Paulus —le interrumpí—: Aquí no hay monumentos, sólo miseria.

La pista se estrechaba y subía y bajaba entre montículos boscosos bajo el aire caliente. A veces, pasábamos junto a hileras de mujeres shankillas que cargaban pellejos de agua, con los pechos al aire y por lo general caídos y escuálidos, faldas de paja por toda vestimenta y abalorios en las orejas y la garganta. Se detenían a nuestro paso y nos miraban impávidas. Luego, sus sombras se esfumaban bajo el polvo.

—Se lo diré sin que me pregunte —señaló Paulus—: Son mujeres coleccionistas de genitales.

—¿Y los hombres?

—Nos vigilan, escondidos entre los árboles.

—Pues procure no pinchar.

Ahora la pista era de tierra oscura y corría recta delante de nosotros, como el tendido de un ferrocarril. El bosque se cerraba alrededor. Grupos de babuinos huían a nuestro paso, saltando del camino a la espesura, y también algún pequeño antílope, parejas de tórtolas, bandos de frangolines, familias de gallinas de Guinea y ardillas solitarias.

—¿Hay felinos en esta zona?

—Leones, no; sólo leopardos. Y también hienas. Esas son más peligrosas que los shankillas.

Se ponía el sol tras las sierras que rodeaban Mankush, o Guba según mi mapa. El cielo, desierto de nubes, se había limpiado de calima y lucía azul sobre las montañas negras. Era el paisaje como una pintura simple, sin pretensiones, directa, carente de gracia alguna.

La noche se había cerrado sobre el mundo cuando, poco después de las siete de la tarde, entramos en Mankush, una larga avenida con hileras de casas bajas de adobe, con sus interiores alumbrados por lánguidas lucecitas. A primera vista, parecía un pueblo algo más que pequeño que Chagní.

Paulus acercó el vehículo a un edificio de proporciones más anchas que los otros y que contaba con un amplio patio en su lado izquierdo. La sombra de un hombre abrió la puerta de metal y el chófer condujo el coche al interior. Descendimos. Mi compañera de asiento bajó y se alejó sin decir nada, con el niño colgado en la espalda y una bolsa de plástico en cada mano, y se perdió en las sombras de la calle.

—El hotel —señaló Paulus a las cabañas que cercaban el patio—. La habitación número seis es la mejor.

Trajo el dueño del hospedaje mi llave y Paulus me indicó que le pagara dos birrs, veinticinco céntimos de euro al cambio, el precio de la habitación por una noche. Pensé que, al regresar a España, debía mandar una nota sobre el asunto al Libro Guinness de los récords.

—¿Quiere injera? —preguntó el chófer—, les queda un poco de mediodía.

—No, gracias, todavía tengo plátanos y galletas.

—Mañana iremos a ver a la policía. A estas horas ya está cerrado el cuartel.

—Pregunte al dueño si hay guerra al otro lado de Bambudi.

—Si empiezo a preguntar a la gente, unos dirán que sí y otros que no. Y se hará usted un lío. La policía nos lo dirá mañana. Aproveche para dormir, que hoy ya no tenemos nada que hacer. ¿Me paga ya, señor?

—Mañana hablamos de eso, Paulus: cuando sepamos si puedo llegar a Bambudi.

—Hemos llegado a Mankush, déme ahora la mitad.

—Le daré lo que es justo cuando vea cómo termina el viaje.

Dormí como un niño, despreocupado de cucarachas, pulgas, chinches, piojos, ácaros, arañas, mosquitos y ratones. En todos los viajes por los territorios de miseria, las pequeñas repugnancias y remilgos a que te ha acostumbrado la vida privilegiada del primer mundo se van diluyendo conforme avanzas y el tiempo corre. Llegas a aprender que son muy pocas las cosas que necesitas para vivir y comienzas a considerar los lujos como una circunstancia extraña que despierta tu perplejidad. Convives con naturalidad con lo imprescindible y sientes que es muy poco lo imprescindible, quizá únicamente la proximidad de un ser querido en las noches solitarias. Incluso aprendes a arreglártelas para buscar el mínimo necesario de higiene en situaciones donde la suciedad se impone a tu alrededor. La letrina del hotel de Mankush era una pequeña choza levantada con maderos y cubierta de paja, con una puerta de hojalata que no podía cerrarse y un agujero en medio de la estancia. Y como en muchas letrinas de las honduras de África, allí se demostraba de nuevo la poca puntería que tienen los africanos cuando van al servicio. No obstante, acaba uno entrenándose en el arte de sortear con pericia y esmero todos los apestosos obstáculos que hay en tu camino hasta el agujero.

Creo que me dormí feliz, arrullado por el canto de los grillos, extrañamente alegre de habitar un lugar del que no sabía cómo podría salir.

Pero al amanecer, cuando abandoné mi barraca, el rostro entristecido de Paulus, que me esperaba en el patio sentado en un taburete, presagiaba malas noticias.

—Señor, las tropas rebeldes de John Garang ocupan la orilla sudanesa del río. Llevan tres meses controlando toda la región y es imposible que nadie del gobierno de Jartum vaya a buscarle. Completamente imposible. Además, me temo que la policía de Mankush no va a dejarle seguir.

—¿Qué podemos hacer?

—Vamos al cuartel de la policía. Ellos nos dirán. Pero antes tome usted algo de kifto, quizá nos lleve varias horas la entrevista con el comisioner.

—Déjelo, Paulus: prefiero las malas noticias con el estómago vacío. Me comeré un plátano. ¿Sabe dónde podemos encontrar la clínica de Médicos Sin Fronteras?

—En Mankush no hay ninguna clínica.

—Pregunte usted si hay franceses en el pueblo.

—Aquí nadie ha visto un francés en su vida.

Subí al coche, mientras maldecía al cónsul cantamañanas que, menos de un mes antes en Madrid, me había prometido un coche y una patrulla para llevarme río arriba hasta Jartum desde Bambudi.