PAISAJES MÍTICOS Y POLICÍAS PEREZOSOS
No es fácil para un occidental, en estos tiempos, entrar en Sudán, país que no sólo airea con altivez un rígido islamismo, sino que además ha creado una enredada red de dificultades burocráticas que complican hasta la exasperación el viaje de cualquier extranjero que pretenda moverse por su territorio. Si ya conseguir entrar en el país por avión es difícil y fatigoso, peor resulta intentarlo por una frontera terrestre. Y en mi caso, el asunto se complicaba más todavía, ya que trataba de cruzar por la pequeña localidad etíope de Bambudi, un minúsculo punto en el mapa por donde el Nilo Azul se desliza en tierras sudanesas llegando de Etiopía.
He contado al principio del libro que mi plan era seguir el curso del río, viajando todo lo cerca que pudiera de sus aguas, desde su salida del lago Tana, en la ciudad de Bahr Dar, hasta el remoto Cairo. Tenía noticia de que, en muchas ocasiones, tendría que alejarme del cauce, porque el Azul, a poco de nacer, se vuelve algo loco y viaja dislocado, en su descenso hacia las planicies, virando de sur a norte, de norte a este, de este a sur y de sur a oeste, como si se persignara.
Por ello, yo sabía que es imposible para un viajero común recorrer los parajes por donde el Nilo desciende trazando curvas desconcertantes a partir de las cataratas de Tis Isat, situadas a algo más de treinta kilómetros de Bahr Dar. Desde los saltos de Tis Isat, el río se despeña en hondas barrancadas en donde ni siquiera hay sendas, por quebradas que apenas son capaces de atravesar las mulas. Los felinos salvajes, los cocodrilos, las boas y los hipopótamos son los señores de aquellos infranqueables parajes. Y también el mosquito anofeles, transmisor de la malaria. Tan sólo dos expediciones americanas han logrado seguir ese tramo del río que lleva desde el lago Tana a la frontera de Sudán. Lo hicieron en los años sesenta y en los años noventa del siglo recién concluido. Y sólo a base de gastar una verdadera fortuna en dólares para organizar imponentes caravanas dotadas de todos los medios, como dos ejércitos contratados por Steven Spielberg.
De modo que mi ruta no podía ser otra que seguir la pista que lleva a Bambudi, parte de ella bastante alejada del río. Pero ahí surgían nuevos problemas. Tenía autobús hasta Chagní, a mitad de camino. Y a partir de Chagní debería arreglármelas como pudiera. Además de eso, todavía en territorio etíope, existía otra dificultad que podríamos calificar de tipo sexual: los shankiüa. Según había leído en la crónica de un periodista americano, los shankiüa forman una etnia, no sólo famosa por su secular afición al robo, sino también por una tradición muy peculiar: los hombres, para ganar crédito ante sus mujeres, les ofrecen como presente los genitales de los extranjeros a los que sorprenden en sus tierras. Y el orgullo de una mujer shankilla, frente a otras de su aldea, es mostrarles las paredes de su hogar decoradas con un buen número de penes y testículos cumplidamente disecados. Añadía el cronista yanqui que los genitales de hombre blanco tienen un valor especial entre las féminas de esta etnia.
La verdad es que yo no le daba mucho crédito a esas historias, ya que hay mucha fantasía en la literatura viajera de consumo. Me preocupaban otras cuestiones y, sobre todo, pensar en lo que sucedería cuando alcanzase Bambudi y tratase de entrar en Sudán. Aquellos territorios del sudeste sudanés llevan años en guerra. Son tierras sin dueño, en donde los árabes de Jartum organizan frecuentes batidas para capturar esclavos negros y en donde ha surgido hace décadas una guerrilla cristiana que intenta alcanzar la independencia del sur sudanés, librándolo del dominio de los musulmanes del norte. De modo que, cuando un occidental viaja por aquellas regiones, nunca sabe si va a encontrarlas en paz o en guerra. Y nadie te informa con certeza de lo que sucede hasta que has llegado al lugar.
Luego estaba la cuestión del permiso de entrada por una frontera terrestre. Y aquí es donde debo contar la historia del cantamañanas a que hacía referencia al comienzo del libro.
Desde meses antes de iniciar mi viaje, comencé a buscar la forma de obtener en España visado para Sudán y permiso de entrada por la frontera del Nilo Azul. Sudán no tiene relaciones diplomáticas directas con España, pero tirando de amigos, me informé de que había un tipo que representaba en Madrid los intereses sudaneses con la categoría de cónsul honorario. Era, al parecer, un hombre de negocios que había organizado una compañía llamada algo así como Sociedad de Amistad Hispano-Sudanesa, dedicada a impulsar proyectos de desarrollo industrial y turístico en el país africano, una de esas empresas que gestionan el negocio, a veces lucrativo y a veces ruinoso, de buscar, por una parte, a uno que construye y, por otra, a alguien que paga, para quedarse con comisiones por los dos lados. Creo que a esa actividad la llaman pomposamente, y siempre en inglés, Business Management, y es un negocio para el que tan sólo se requiere saber idiomas y tener la jeta de un caballo.
Indagué entre mis amigos del Ministerio de Exteriores español y, al parecer, el referido personaje no contaba con el placet de Madrid para desempeñar cargo de cónsul de nadie, en tanto que su prestigio, entre quienes habían oído hablar de él o le conocían algo, no era precisamente deslumbrante. Con toda la información que poseía, y desde luego no sin desconfianza, decidí buscar al tipo.
Cuando le conocí, mi recelo aumentó. Prefiero no recordar ahora su nombre y olvidar así mis instintos, que me piden actuar con él como se supone que haría un shankilla etíope con los extranjeros que osan pisar sus territorios. Era alto, grueso y solemnemente cursi. Durante casi una hora estuvo hablando con premiosidad sin que yo pudiera meter baza. Me explicó la historia de África, y como era riojano, también sus muchos conocimientos sobre Gonzalo de Berceo, y el carácter del arte románico en su tierra, y el ritmo de los cantos gregorianos de Silos y el retrogusto especial de su vino tinto de la Rioja Alta. Finalmente, generoso él, me informó de que, por supuesto, no había problema ninguno en extenderme un visado. Más aún: añadió que, dada mi categoría de escritor, él se ocuparía de que una patrulla armada sudanesa, con un vehículo todoterreno, fuese a buscarme a la frontera de Bambudi y, recorriendo el Nilo, a veces en el jeep y otras en lanchas, me depositara sano y salvo en Jartum.
Con ese gesto de protección afectuosa de quien se sabe superior al resto de la humanidad, el cantamañanas me puso la mano en el hombro y añadió:
—Yo estaré esperándole en el puerto de Jartum. Haré que entre en la ciudad en barco y que sea recibido con todos los honores, como fue recibido Lawrence de Arabia cuando llegó allí un siglo antes que usted.
Aburrido ante tanto vano parloteo, salí de su oficina dispuesto a no volver a verle y buscarme el visado de Sudán por algún otro medio. ¿Qué podía esperar de alguien que comparaba mi viaje con el de Lawrence de Arabia, habida cuenta de que Lawrence de Arabia no pisó Jartum en toda su vida, y de que, entre mis propósitos, no se contaba el de entrar con el aura de un héroe de Hollywood en una ciudad africana? Quien sí que entró en barco en la capital sudanesa fue lord Kitchener, tras derrotar a los derviches del Mahdi en un par de feroces batallas. Y por supuesto que aquel cruel general británico nada tenía que ver con el inteligente y sutil autor de Los siete pilares de la sabiduría: los dos sirvieron a la misma causa, el Imperio inglés; pero mientras Lawrence nos legó un hermoso libro como resultado de su épica aventura, lord Kitchener tan sólo dejó a su paso un reguero de cadáveres pudriéndose bajo el sol del desierto.
Para mi sorpresa, unas semanas más tarde el tipo me telefoneó y me invitó a cenar con el ministro de Exteriores sudanés, que se encontraba en visita oficial en Madrid. Y me encontré una noche en un lujoso restaurante madrileño sentado al lado de un hombre joven, avispado y simpático, que me ofrecía todas las facilidades para entrar en su país. El cantamañanas sonreía ufano cuando el ministro señaló a uno de los hombres de su séquito y dijo: «Al llegar a Sudán, el general Masud se ocupará personalmente de usted. Podrá ir allá donde desee: será un honor para nosotros recibirle».
Pensé entonces que no es bueno juzgar a los hombres por la impresión que te causan en el primer encuentro. Y cierto es que, unos días antes de emprender mi viaje a África, tenía en mi poder un salvoconducto para entrar en Sudán por la frontera que quisiera, sellado por el Ministerio del Interior, y la promesa del cantamañanas de que habría un vehículo esperándome en el lado sudanés del río, junto a Bambudi. Acordé con él una fecha para el encuentro, con una variación de días no superior a una semana. «Le esperarán a usted lo que sea necesario, quince o veinte días si es preciso», afirmó el tipo con gesto de seguridad.
Antes de despedirnos, el cantamañanas, junto con el documento, me pasó un horrible libro de poemas escrito de su puño y letra y un par de capítulos de un espantoso libro de viajes que comenzaba a redactar en esas fechas. Quedamos en que, a mi regreso, intentaría ayudarle a publicarlos, y yo pensé, en buena lógica, que ya conocía el precio del salvoconducto y de la escolta para mi viaje por el Nilo sudanés. Unas horas antes de emprender viaje, recibí una llamada del tipo: me pedía opinión sobre sus textos. Le dije que eran fantásticos, imposibles de mejorar. Y me calcé las botas y me eché la mochila al hombro.
De vuelta a casa, casi tres meses después, mi familia y mis amigos se burlaron, y aún se burlan, de la ingenuidad con que tan a menudo juzgo a la gente. Creo que puede ser cierto que el primer encuentro es a veces el que mejor te habla de un tipo sobre el que nada sabes. Porque aquel cantamañanas, a la postre, convirtió mi viaje hacia Sudán en una especie de pesadilla. Pero en el fondo debo estarle agradecido: más de dos semanas dando vueltas como una peonza por los caminos más ignorados y remotos de África me dejaron ver rostros y me permitieron escuchar voces de aquel continente que, de otro modo, nunca habría encontrado en mi camino.
Bahr Dar, tendida en las orillas del sur del lago Tana, más que una ciudad parece un jardín, y pese a la miseria que atenaza los barrios del interior de la urbe, pese a las legiones de hambrientos y limosneros que se hacen allí inevitables como en cualquier otro rincón de Etiopía, resulta, en cierto modo, una ciudad altiva, a causa tal vez de la hermosura que le concede una naturaleza portentosa. Su nombre significa en amárico «cerca del mar» y no tiene más historia que la que le brinda el lago, esto es: la leyenda que puede corresponder a un regalo de la geografía. En su extremo oriental brota el Nilo Azul, que cruza luego bajo un puente de construcción moderna y, mientras avanza hacia el sur como una lengua sinuosa y sensual, pinta de verdor los campos circundantes y forma islotes que parecen pequeñas esmeraldas bajo el fuego de los atardeceres. Tener una de las fuentes del Nilo al lado de tu casa es algo que les sucede a pocas personas en el mundo, aunque aquellos a los que les ocurre les importe un comino y piensen que lo esencial no es habitar en las orillas de un mito, sino ganarse la supervivencia del día a día. Así es la vida.
Junto al lago, corre la arteria principal de Bahr Dar, una ancha avenida sombreada de rumbosas palmeras. Apenas hay tráfico y los taxis son muy escasos. La mayoría de los habitantes de la ciudad se desplazan a pie, o en minibuses públicos y, sobre todo, en bicicleta. A unos mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, la fresca brisa de Bahr se empapa durante las noches con los olores de las flores del frangipani, una especie de magnolio tropical.
Mi hotel, el Ghion, nombre con el que el Nilo aparece en la Biblia, era exactamente el tipo de hospedaje que uno espera encontrar siempre en África. No resultaba demasiado barato para Etiopía, unos doce euros por noche; pero tenía ese sello que mezcla el fuerte sabor local con un relajado carácter cosmopolita. Ocupaba una ancha extensión ajardinada, de una media hectárea aproximadamente, en la orilla misma del lago. Allí crecían altos flamboyanes, y jacarandas de flores moradas, palmeras, mangos y frangipanis. Durante la mayor parte del día, centenares de aves poblaban las ramas de los árboles: estorninos pardos, tórtolas grises, buitres y milanos reales de plumaje oscuro, palomas azuladas, cornejas negras, tucanes de pico amarillo, y multitud de pequeños pájaros cantores de nombres desconocidos para mí. Sobre un islote frente a las aguas quietas del embarcadero, donde se mecían un par de lanchones, sesteaban durante las horas de calor los miembros de un numeroso bando de pelícanos blancos. Todos los días, al atardecer, un águila pescadora, de cabeza alba, planeaba gritando sobre las copas de los árboles del jardín, y el resto de las aves huían espantadas, para regresar de nuevo al acomodo de las ramas cuando el águila se iba. Nunca atacaba a ningún pájaro y, tal vez, su vuelo y sus gritos no eran más que una forma de afirmar su reinado indiscutible en los aires del Tana. El ocaso sumía los jardines del hotel en un concierto disonante de estridentes graznidos y dulces cantos, e inundaba la brisa con el perfume carnoso de las flores. A la noche, ululaban las lechuzas.
El hotel tenía un edificio central de una sola planta destinado a la administración, a las cocinas y a los dos restaurantes, uno de ellos al aire libre. En una de las alas del caserón se extendía una terraza cercada por balaustrada que ofrecía servicio de bar en pequeñas mesas, a las que se arrimaban grandes sillones forrados de plástico. En el interior del espacioso jardín se alineaban los bungalows con aire de cuartel. Eran, en realidad, casitas de material prefabricado y techadas de latón, siempre de una sola planta. El interior de cada una de ellas correspondía a un amplio cuarto, amueblado sobriamente, que contaba con lavabo, váter y ducha, aparato de aire acondicionado que rugía como un avión al despegar, y luz muy escasa. Los apagones eran frecuentes durante las primeras horas de la noche, quizá porque el generador del hotel era un trasto demasiado viejo para hacer bien su trabajo, y entonces el bar y las cabañas se transformaban en sombras tenebrosas bajo la luz de las velas.
Durante los días que pasé en Ghion encontré allí cooperantes europeos, jóvenes viajeros occidentales y un grupo de militares rusos que ejercían como instructores de las tropas etíopes estacionadas en Bahr Dar. A cualquier hora del día, decenas de jóvenes africanos poblaban el bar y los jardines. Casi todos desempeñaban algún cometido en el hotel, desde barquero a mozo para las maletas. Y otros simplemente deambulaban por el bar ofreciéndose a los blancos como expertos guías para cualquier tipo de servicio imaginable e, incluso, inimaginable. Por las noches, una lluvia de muchachas, bellas y esbeltas en su mayoría, se derramaba sobre los sillones del bar y los bancos de los jardines. Cuando había apagón, no era extraño que alguna cruzara a tu lado y te dejase una caricia sobre el hombro. Y cualquiera de ellas, sin excepción, te devolvía una sonrisa y te invitaba a sentarte en su mesa si retenías tu mirada en su figura durante unos instantes.
El reyezuelo de aquel universo amable, variopinto y vivo era mister Bisrat, hijo del dueño del hotel y encargado de su gestión. Rondaría los treinta y cinco años de edad y a toda hora estaba en el establecimiento, siempre ocupado en cien asuntos, por lo general nervioso y a menudo colgado de su teléfono móvil. Recio de cuerpo y enérgico de movimientos, manejaba una legión de empleados que mezclaba conductores, camareros, cocineros, recepcionistas, la señora de la caja, los chicos de los recados o simplemente amiguetes suyos que pasaban el día vagueando en el Ghion y a la caza de chicas occidentales. Bisrat era un tipo servicial y supongo que eficaz. Hablaba un inglés endemoniado y yo apenas alcanzaba a entender la mitad de lo que quería decirme. Y no era fácil tampoco mantener una conversación con él: atendía a ratos, otros quedaba ensimismado y con frecuencia se largaba con la música a otra parte dejándote con la palabra en la boca. Como yo precisaba de bastante información para mi viaje, me pasaba el día persiguiéndole. Pero fijarle más de tres minutos a tu lado era toda una hazaña. Nunca estabas seguro de que había entendido lo que querías decirle ni tampoco de haber comprendido tú lo que él trataba de explicarte a ti.
El día que llegué, y puesto que venía de parte de su amigo Teddy Milash, mister Bisrat me condujo hasta mi bungalow, el que mostraba sobre la puerta el número 8. «Es el mejor», me dijo. Y yo miré hacia los otros y no vi diferencia alguna.
Algo fuerte debí de haber cenado la última noche de Harer, porque la colitis se me repitió al llegar a Bahr Dar. Comí un plato de arroz blanco en el restaurante del hotel, tras acomodar mis cosas en la cabaña, y luego decidí dar una vuelta por los alrededores. Era un día luminoso y agradable, pero bajo los efectos de los antidiarreicos me sentía como un boxeador algo sonado después de un guantazo.
Faltaba poco para que el sol se retirase y en la iglesia de Saint George, no muy lejos del hotel, oficiaban una misa. Había leído que, al lado del templo, había un torreón construido por los portugueses en el siglo XVI, sobre planos que algunos estudiosos atribuyen al jesuita español Pedro Páez, y decidí acercarme a tirar algunas fotos.
Normalmente, cuando viajo llevo todo mi dinero encima, oculto en diversos bolsillos interiores y en el cinturón. Suelo dejarme algo de moneda local en los bolsillos delanteros del pantalón, para ir pagando lo que consumo e, incluso, en previsión de un atraco. Esta vez, algo anonadado por los fármacos, llevaba unos sesenta euros en birrs, metidos en el bolso de la cámara fotográfica y no me acordé, al salir del hotel, de cambiarlos de sitio.
La explanada que rodeaba el templo de Saint George hervía de chavales, de tullidos y de mendigos. Los críos me rodearon al entrar, y siguieron mis pasos como una legión de fans tras un cantante de moda. Me pedían bolígrafos y monedas: «bic, bic…, money, money…». Y contemplaban con asombro y admiración mi cámara cuando me detenía a hacer fotos ante el templo de Saint George y el ruinoso torreón portugués. Noté al poco que alguien me rozaba el hombro derecho. Cuando volví el rostro, vi a un chaval vestido con camisa oscura alejarse entre el grupo de chicos. Me palpé el bolsillo trasero del pantalón: habían soltado el botón, pero mi cartera con las tarjetas y el pasaporte seguían en su sitio. Lo abroché y continué haciendo fotos.
Un rato después, de nuevo me rozaron, esta vez en el hombro izquierdo. Me giré y vi al mismo chico alejarse. El bolsillo trasero seguía cerrado. Y entonces sentí que me tocaban en el lado contrario y, al girarme, vi a otro crío marcharse a toda prisa. Parecían insistentes, me dije sin darle mucha importancia al asunto. Y continué con mis fotos, ahora vigilante con el rabillo del ojo libre.
Fue entonces cuando recordé que llevaba dinero en la bolsa. La descolgué del hombro y busqué en su interior: el fajo de billetes de birrs había desaparecido. Miré hacia todos lados. Los niños sonreían y me pedían dinero y bolígrafos y no había rastro del muchacho de la camisa oscura. «Me han robado», dije. Nadie parecía querer entenderme. Repetí varias veces la frase mientras guardaba mi cámara y cerraba la bolsa.
Y entonces un chico de cara angelical se acercó a mí y dijo en inglés: «¿Puedo ayudarle?». «Me acaban de robar», repetí. «No hay problema, no hay problema… —dijo el chaval—. Yo le ayudaré. Venga conmigo». Y tiró de mi mano y me abrió paso hacia la calle, entre la legión de críos que continuaban repitiendo la murga de «bic, bic…, money, money».
Así conocí al pequeño Natnael Amare, el mismo día en que llegué a Bahr Dar. Y tan sólo instantes después comenzaron mis intensas e insólitas relaciones con la policía etíope.
Era la primera ocasión en mi vida que me robaban y me consolé pensando que alguna vez tenía que sucederme. En cualquier caso, la cantidad no era excesiva para mi economía, aunque supusiera una verdadera fortuna para el hábil carterista etíope, y podía incluirla en mi presupuesto para timos, equivocaciones y robos del camino. A la vista de todo lo que sucedió luego y desde el punto de vista de escritor, pienso que no resultó mala inversión la pérdida de aquel dinero.
Natnael me guiaba hacia el interior de la ciudad sin cesar de repetirme «no problem, no problem». Reparé en que otros dos críos se habían unido a él: una chica de unos trece años y un niño que no pasaría de los diez. Pasamos junto a la destartalada estación de autobuses de Bahr y, un poco más adelante, desembocamos en la puerta de un cuartel de policía. Había un par de vacas echadas al lado de la entrada, junto a los restos de un coche destrozado.
Natnael intercambió unas palabras con el vigilante y el agente nos abrió paso, después de echarme un vistazo de arriba abajo con una mirada en la que creí leer la palabra estúpido. Los otros dos niños entraron pegados casi a mi cuerpo.
Era un lugar desastroso aquella dependencia policial. La estación policial la formaban tres barracones, levantados con barro relleno de paja y cubiertos por techos de latón. Había un par de guardias en el estrecho patio, junto a un árbol de mango, y un grupo de mujeres con aire de soldaderas de Pancho Villa.
Natnael, siempre precediéndome, me hizo entrar en uno de los barracones. Dos mujeres esperaban sentadas en un banco, frente a la puerta abierta de un despacho. Por allí asomó la cabeza de un policía alto y delgado, vestido de caqui, que miró a las mujeres, luego a nosotros y, con un gesto, indicó a mi grupo que entrásemos primero.
Me senté en un banco frente a la mesa de quien supuse era un oficial, pues lucía un par de entorchados en las hombreras. Natnael y los otros dos niños se acomodaron a mi lado. Y mi pequeño ángel guardián comenzó a ejercer de traductor.
Primero entregué el pasaporte y el policía me pidió prestado el bolígrafo y tomó nota de mis datos en una cuartilla. Luego solicitó información sobre el hotel donde me encontraba, de dónde venía, hacia dónde me dirigía y cuál era le motivo de mi viaje a su país. Tras ello, me pidió el relato de los hechos y Natnael fue traduciendo mis palabras.
Luego declaró Natnael y declararon los otros niños. El oficial tomaba nota sin descanso mientras mis pequeños testigos hablaban. En la penumbra de la cochambrosa habitación, con apariencia de haber sido amueblada con los restos de algún bombardeo, me veía a mí mismo como el protagonista de una historia de ficción que, sin lugar a dudas, no iba a llegar a ninguna parte.
Concluidas las declaraciones, el oficial se puso en pie, nosotros le imitamos, y lanzó una perorata con voz sonora. Natnael tradujo:
—Dice que van a investigar y que harán todo lo posible por localizar a los ladrones. Dice que cree que pueden localizarlos y que en poco tiempo recuperará su dinero. Si hay noticias, irán a buscarle a su hotel.
Salimos a la calle y los otros dos niños se esfumaron, sin darme tiempo a que les hiciera un pequeño regalo. Reparé en que el policía se había quedado con mi bolígrafo de usar y tirar. Yo estaba completamente seguro de que no recuperaría jamás el dinero.
Natnael esperaba a que yo decidiera qué debía hacer. Era un chaval delgado y alto, de unos quince años, bello, aseado, de rostro tranquilo y dulce. Tenía una mirada cándida y un punto melancólica.
—¿Quieres tomar un refresco en mi hotel? —le pregunté.
Aceptó sonriente.
Mister Bisrat ya sabía lo que me había sucedido. No sólo él, sino toda su corte de amigos. «Relájese —me decían—: Los ladrones están localizados, recuperará su dinero». La verdad es que yo estaba tan relajado como seguro de que no recobraría un solo birr. Pero la situación me divertía, sobre todo porque a cada rato se iba complicando más y más.
—He avisado a la oficina de Turismo —me informó Bisrat— y vendrán a verle para que exponga los hechos. Tiene que decirles que es escritor y que necesita el dinero para seguir viajando, porque de otro modo no aparecerá.
Invité a cenar a Natnael, que devoró sin inmutarse dos platos de injera. Yo tomé una cerveza mirando con asco aquella infernal comida. El chico me contó que era el mayor de una familia de seis hermanos y que estudiaba en la escuela secundaria.
—Mi padre tiene cincuenta y cinco años y está enfermo del estómago. Apenas puede trabajar y gana muy poco dinero. Mi madre trabaja en una fábrica y su pequeño sueldo es lo único que entra en casa.
—Hablas bien inglés, Natnael.
—No tanto como me gustaría. En clase de inglés somos sesenta alumnos y el profesor no puede enseñarnos bien. Yo tengo un diccionario de inglés-amárico y me aprendo palabras nuevas todas las noches. Pero es un diccionario malo. Me harían falta libros de gramática.
Movió la cabeza entristecido.
—Es muy difícil estudiar en Etiopía. Además, el año que viene, cuando termine la secundaria, la escuela ya no es gratis y mis padres no podrán pagármela. Me gustaría ser médico, pero para eso hay que ir a la Universidad de Addis y pagar mucho dinero por aprender.
—Pregunta en la librería cuánto cuestan un buen diccionario y una gramática de inglés. Me traes los precios mañana y yo te daré el dinero para que los compres.
Su rostro se encendió en una sonrisa ancha. Terminó su cena. Y quedamos en que vendría al hotel a las seis de la tarde del siguiente día.
Mister Bisrat apareció poco después con un empleado de la oficina de Turismo, que me saludó con solemnidad.
—Es escritor y necesita el dinero para poder seguir viajando, es muy importante —le dijo Bisrat en inglés.
Rellené una hoja de papel con mis datos y la exposición de los hechos.
—El dinero será recuperado, no lo dude —dijo el funcionario—; pero tal vez la policía tarde unos días, porque los ladrones han huido de la ciudad. Hay que capturarlos. Luego, le enviaremos el dinero a la dirección que nos diga. Y por favor, no escriba nada malo sobre Etiopía, estas cosas suceden en todas partes.
—No se preocupe, en mi país también roban —respondí estrechando su mano.
—Debe volver a la policía —añadió Bisrat cuando nos quedamos a solas—, hay que recordarles siempre lo del robo, porque si no se olvidan. Insista en que es escritor y que necesita el dinero para seguir viajando.
Me llevó en su automóvil a la estación de policía. Había caído la noche. Ahora el oficial era una mujer. De nuevo redactó un informe en una cuartilla con mi bolígrafo. «Estamos investigando», concluyó con aire profesional. Le pedí el bolígrafo antes de salir.
En los jardines del hotel cantaban los grillos bajo la noche olorosa y el alto cielo vibraba cercado de estrellas violentamente luminosas. Un grupo de muchachos europeos cenaban en la terraza. En otra mesa, dos chicas occidentales compartían mesa con media docena de africanos. Por todas partes había muchachas etíopes y Bisrat comenzó a presentarme a cuantas encontraba a su paso, algunas de ellas muy hermosas. Yo saludaba cortés y me retiraba.
—¿Por qué no se queda con alguna? —me preguntó intrigado Bisrat.
—No me apetece, gracias.
—¿Es por el robo o es que no le gustan las mujeres?
—Es porque tengo diarrea, mister Bisrat.
—Ah, ya entiendo. ¿Mañana entonces?
—Tal vez.
Me senté a tomar una cerveza en una mesa libre. En los altavoces del bar sonaba fuerte un ritmo de música africana. Al poco, un hombre blanco se acercó a mi mesa y me pidió permiso para ocupar el sillón libre. Me tendió luego la mano. Se llamaba Hans, tenía sesenta y siete años y era alemán, médico y profesor ya jubilado en la Universidad de Heidelberg.
—Vengo a África a menudo, contratado para tareas de investigación —me explicó— hay enfermedades nuevas que debemos estudiar, en África siempre surgen enfermedades nuevas. ¿Y usted?
—Soy escritor.
—Yo vine por primera vez en el año 62. Y África me capturó para siempre. Ahora sólo quiero viajar aquí, el resto del mundo no me interesa. Mi vida es ahora mejor que nunca, porque hago lo que me gusta y vengo a los lugares que me gustan. Y Etiopía es un país fascinante, un caso único en África.
—¿Casado?
—Sí, pero a mi mujer no le importa que venga solo aquí de cuando en cuando. Comprende que mi vida está en África. En el 62 me alojé en este hotel y hasta ahora no había vuelto. Está igual que entonces, nada ha cambiado, como si el tiempo no corriera. Y eso me hace sentirme joven. ¿No siente usted que es más joven al viajar por África?
—Ahora que lo dice, creo que sí.
—Hemingway escribió una vez algo muy bonito y muy exacto. Lo conozco de memoria: «África transforma a todos los hombres en niños. Y tener un corazón de niño no es una desgracia, es un honor». ¿Lo conocía?
—No; pero lo apunto.
Aquella mi primera noche en Ghion me dormí con la sensación de que llevaba al menos una semana en Bahr Dar.
Muy temprano, antes de que saliera el sol, me despertaron los arrulladores cantos de los pájaros y los berridos rompetímpanos de los pajarracos. Recordé el día anterior y pensé que, en cierto modo, estaba disfrutando África con el corazón de un niño: me alojaba al lado de un río legendario, de esos que llenan nuestros sueños infantiles cuando imaginamos emocionantes aventuras, y andaba metido en un juego divertido por el asunto del robo. No podía pedirle más a Bahr Dar.
Mister Bisrat apareció en la terraza mientras desayunaba. Apenas terminé el café, un empleado suyo me subió a un coche y me llevó derecho a la estación de policía. «Insista en que es escritor», me dijo Bisrat al partir. Pero allí no había nadie más que un guardia y el tipo se encogió de hombros cuando mi acompañante le explicó el motivo de mi visita. «Dice que los jefes vendrán más tarde, que es demasiado temprano», tradujo el empleado del hotel. Y nos volvimos al Ghion.
—Humm… —Bisrat movía la barbilla con gesto de enfado—. Los policías son unos vagos. Hay que estar encima de ellos a toda hora si quieres resolver los problemas. Luego irá otra vez. De momento…, ¿qué le parece dar un paseo por el lago?
—Me gustaría ver el lugar por donde sale el Nilo.
—De acuerdo, pero antes irá a ver el monasterio de Kebrane-Gabriel. Está cerca, en la isla de ahí enfrente.
Y señaló a sus espaldas sin volver la vista.
—Me da lo mismo ir al monasterio o no —dije.
—Todos los extranjeros van a visitarlo. Es importante.
—¿Por qué es importante? —pregunté.
—Porque viene en todas las guías de turismo europeas. ¿Es que no las ha leído?
Así que, cosa de media hora más tarde, estaba a bordo de una pequeña lancha a motor, sentado junto a Johannes, que gobernaba el timón. Era un tipo parlanchín. Mientras entrábamos en las aguas del lago, dejando atrás el embarcadero, me contaba que tenía treinta y cinco años, que era soltero y que su ilusión era sacarse el carnet de conducir automóviles y camiones, para labrarse un porvenir estable.
Lucía el Tana verde azulado y sus aguas apenas se levantaban en pequeñas ondas empujadas por la brisa. Sobre la barca volaban bandos de gaviotas y cormoranes. Pronto vimos las primeras tankwas, especie de canoas construidas con largas hojas de junco y que se fabrican hoy de la misma manera que se hacían hace al menos cinco siglos. Pedro Páez, el jesuita español que evangelizó Etiopía a comienzos del siglo XVII, y que fue el primer europeo en avistar las fuentes del Nilo Azul, ya hablaba con precisión, en su libro Historia de Etiopía, sobre los tankwas. Al verlos ahora, me parecía un milagro que tan frágiles barquitos no naufragaran, cargados como iban de grandes hatos de leña, hasta el punto de que su borda se hundía bajo la superficie del agua. Los remeros nos saludaban y, al verme tirar fotos, me hacían señas pidiendo dinero.
Las islas se dibujaban, como macetas que flotaran en el agua, en la lejanía del gran lago, el mayor de Etiopía, con 85 kilómetros de largo y 65 de ancho. El Tana cubre una extensión de unos tres mil kilómetros cuadrados, más o menos las medidas de la isla de Mallorca. Hay treinta y siete islas en su interior y veinte de ellas tienen su monasterio, en donde viven grupos de monjes coptos. Algunas de estas comunidades levantaron los primeros templos en el siglo XIII, y todavía hoy se conservan edificaciones alzadas en el siglo XVII.
Volaban ahora a ras de agua bandos de pelícanos y solitarias golondrinas marinas. Nos acercábamos a la isla de Kebrane-Gabriel, que crecía como una chepa alta y boscosa sobre la superficie quieta del Tana, ceñida por un cinturón de manglares. Arriba, entre las cabelleras ceñudas de los árboles, asomaba el vientre orondo de una cúpula.
—Aquí viven entre cuarenta y cincuenta monjes —me explicaba Johannes—, y está prohibido que entren mujeres y niños.
—¿Sucede lo mismo en todos los monasterios?
—Cada comunidad tiene sus normas. En algunos pueden entrar las mujeres. Y hay una isla, más al norte, donde viven tan sólo dos monjas. Y allí no pueden entrar los hombres.
—¿De qué viven estas comunidades, Johannes?
—De limosnas. Y también venden madera y café.
Atracamos en una playita de la isla, veinte minutos después de abandonar el embarcadero del hotel. Johannes amarró el cabo de proa al tronco de un manglar y comenzamos a subir la empinada cuesta rodeada de bosque. Un monje surgió de la espesura, junto a la senda, y nos hizo un saludo reverente. Grupos de palomas echaban a volar a nuestro paso y se escuchaba su zureo entre los árboles. Cruzamos junto a miserables casuchas, las viviendas de los monjes, pero no vimos ningún otro durante la ascensión.
—¿Dónde se esconde tanto monje? —pregunté a Johannes.
—Se pasan el día en el bosque, rezando. Tienen un trabajo cómodo.
—¿Qué hay que hacer para ser monje?
—Saber rezar en la lengua antigua y conseguir que te admitan en una comunidad. No es fácil: hay bastante demanda. A muchos etíopes les gustaría ser monjes, porque la comida es gratis y nunca falta.
Llegamos a lo alto. Allí se alzaba la iglesia, de planta circular y rodeada por una columnata que formaba arcos de medio punto. Johannes me contó que la construcción de Kebrane-Gabriel era la más antigua del Tana, del siglo XIII, aunque el templo se había reformado en el siglo XVII.
Un monje asomó a nuestro lado, casi como una aparición, silencioso y discreto. Me pidió quince birrs por la visita a la iglesia y nos abrió el portón. Luego, me mostró las llaves:
—La cerradura y las llaves vienen de Jerusalén —me dijo orgulloso el fraile.
Dentro, alrededor del templete central donde se guardaba el tabot —la réplica del Arca de la Alianza—, los muros aparecían decorados al completo por pinturas de colores muy vivos. Vi el retrato del Diablo más temible que jamás haya contemplado: dientes puntiagudos y mirada de león asesino, y por supuesto negro, pues Satanás es siempre negro en el arte sacro de Etiopía. Allí andaba también Herodes degollando a san Jorge. Herodes aparecía pintado de perfil, como todos los villanos de la iconografía etíope, mientras que san Jorge nos miraba de frente, como todos los santos. Era una pintura singular, pues san Jorge siempre anda por todas las iglesias coptas del país montando un brioso caballo y alanceando dragones, en tanto que en Kebrane-Gabriel le tocaba a él ser decapitado. También asomaban en los muros vírgenes, santos, profetas, ángeles, arcángeles y un buen puñado de Cristos.
El monje nos condujo luego a otro pequeño edificio, anejo a la iglesia, y que servía como museo de la comunidad. Se excusó por su torpe inglés, afirmando que seguía estudiándolo para mejorarlo, y luego me mostró antiguas coronas de los reyes, cruces coptas de los pasados siglos, reliquias, trípticos y un Evangelio escrito en la antigua lengua gue’ez, el latín de los etíopes, e ilustrado con hermosos grabados decorados con láminas de oro.
No vimos ningún otro monje en el camino de regreso a la barca. Le pedí a Johannes que me llevara al lugar donde brotaba el Nilo, en el lado oriental de Bahr Dar. Ahora había tankwas dedicados a la pesca. Lo hacían en solitario, con una pequeña red de cerco. Y el barquero golpeaba con un largo palo el agua para atraer a los peces. Recordé que, unos meses antes, había visto en el Amazonas peruano pescar de manera muy semejante.
Años antes, yo había visitado el lugar donde nace el Nilo Blanco, en las orillas ugandesas del Victoria, y recordaba que el río brotaba del lago dando un pequeño salto, como si el borde de una gran vasija llena de líquido a rebosar se hubiera roto y por allí escapase su contenido. En el Nilo Azul, aquí en Bahr, era diferente: el agua salía, derramándose en el cauce del río, con suavidad, discreta, en forma casi imperceptible, como si huyera de una prisión sigilosamente. La superficie del Nilo no se alteraba lo más mínimo, era tan plácida como la del Tana, y sus aguas lucían el mismo color verde azulado que las del lago. Escapaba el río con timidez y sin prisas. Ya tendría tiempo, después de las cataratas de Tis Isat, de volverse bronco y rebelde, de correr entre las gargantas profundas como un animal desbocado.
Para un empedernido enamorado de la literatura y de la historia, como es mi caso, estar allí me parecía un privilegio único: era el mismo lugar que navegaron y luego describieron los jesuitas Pedro Páez y Jerónimo Lobo, y más tarde el egocéntrico escocés James Bruce… Mi mística particular para estos casos me pedía el silencio, escuchar tan sólo el leve sonido de las ondas del lago, oír el grito del águila pescadora que se encaramaba en el árbol seco de un islote, contemplar mudo el vuelo garboso de los cormoranes, oler a juncos mojados por el río, imaginar el lugar como fuera siglos antes… Pero Johannes se empeñaba en aguarme la fiesta. Insistía en su voluntad de conseguir el carnet de conducir camiones y luego se enredaba en el asunto de la guerra con Eritrea:
—La guerra es miseria y hambre. Mi familia y yo no hemos ganado nunca nada con la guerra, aunque las guerras las ganase Etiopía.
De regreso al embarcadero del hotel, mister Bisrat me estaba esperando a pie de muelle.
—Tiene que volver con la policía, no les podemos dejar que se duerman. Y esta vez le enviaré a ver al comisioner.
Del mito al juego: como los niños.
Me acompañó a la estación un joven empleado de mister Bisrat que no cesaba de masticar chat y reír. «No se apure por el dinero», me dijo; «si lo necesita, yo se lo presto y luego me lo envía desde España».
El comisioner era un hombre fuerte, de rudo mostacho, y mirada de sabueso avezado en casos criminales de toda índole. Hablaba inglés y, durante los pocos minutos que permanecí frente a él, no cesó de dedicarme sonrisas irónicas. Pensé que trataba de indicarme que yo despertaba sus sospechas de experimentado policía. Hizo un par de llamadas a quién sabe quién. Y concluyó:
—Los ladrones están controlados. Pero seguimos investigando. Cuando haya resultados, le avisaremos. Vuelva a su hotel.
«Muy vagos, muy vagos», comentó de regreso mi acompañante sin cesar de masticar hojas de chat.
Comí algo ligero y, mientras cerraba el almuerzo con una taza de té caliente, asomó Bisrat. Ya me había organizado la tarde. Iría a ver las cataratas de Tis Isat acompañado de un guía que se llamaba Luí.
A bordo del todoterreno, Luí me iba contando que era natural de Axum, la antigua capital imperial, y que una española de Vitoria le había ayudado desde España, pagándole los estudios, y que a ella le debía todo.
—Me gano la vida como free lance con los turistas. Sé inglés, italiano y francés. Me gradué en literatura inglesa y mi tesis doctoral la hice sobre la novela Por quién doblan las campanas, de Hemingway. ¿La ha leído? Transcurre en su país. Me hubiera gustado trabajar enseñando literatura inglesa. ¿Pero a quién puede interesarle la literatura inglesa en Etiopía?
Tomamos una pista polvorienta a la salida de Bahr Dar. Al poco, dos policías nos hicieron señas y Luí detuvo el coche a su altura. Uno de ellos se acercó a mi ventanilla y me habló en inglés:
—Seguimos investigando el robo de su dinero —dijo a sopetón y para mi sorpresa—. ¿Puede llevar a mi compañero durante ocho kilómetros? Es que no hay autobús a estas horas y tendría que irse andando hasta casa.
Continuamos viaje con el policía a bordo, despatarrado en el asiento trasero y con el fusil AK-47 colocado en horizontal sobre sus rodillas. En las llanuras áridas, crecían algunos baobabs solitarios, como estrafalarios reyes sentados en un pobre trono, y altas serranías calvas cerraban el horizonte. Luí charlaba en amárico con el policía. Cuando este se apeó en el pueblo de Andassa, echó una parrafada señalándome con el dedo antes de alejarse.
—Ha dicho que no se preocupe, que los ladrones están ya rodeados y que pronto tendrá su dinero —tradujo Luí al arrancar el vehículo.
—No me cabe la menor duda.
Media hora más tarde alcanzábamos el pueblo de Tis Abay, que significa «el humo del Nilo», ya que Abay es el nombre que dan al río los etíopes. Tis Isat, como llaman a las cataratas en amárico, se traduce como «el humo sin fuego».
Pasado el pueblo, distinguí a la izquierda las obras de una gigantesca presa hidráulica. Luí me dijo:
—Cuando esté concluida, las cataratas ya no serán iguales: se volverán mucho más pequeñas.
—¿Y cuándo será eso?
—No sé: las obras están paradas desde hace tiempo por falta de dinero.
La pista terminaba en una cerca y un guardián nos cobró el peaje de entrada: quince birrs. Aparcamos el vehículo en una pequeña explanada y al instante nos rodeó un grupo de chavales.
—Se ofrecen a acompañarle en la subida —me informó Luí—. Son diez birrs y le llevarán al punto desde donde mejor se contemplan las cataratas. Si no le importa, yo no subiré: he estado muchas veces y la cuesta es empinada.
—¿Están lejos?
—Un par de kilómetros.
Descendí siguiendo una estrecha senda, entre varios chavales que se situaban delante y detrás de mí. Al llegar al borde del barranco, pude ver el Nilo Azul, marchando violento, con color de barro oscuro, en una garganta que se iba hundiendo más y más hacia el sudeste. No era muy ancho allí el cauce del río, no más de siete u ocho metros, pero el ruido del agua era bronco, como si corriera sobre profundas hondonadas, y levantaba un eco sonoro en el desfiladero.
Cruzamos al otro lado atravesando un hermoso puente de piedra, construido por los portugueses en el siglo XVII y que mantenía un asombroso estado de solidez. Luego, iniciamos el ascenso en dirección noroeste. Entre los chavales, llevaba la voz cantante Mikael, que tendría unos dieciséis años y que, en un inglés algo borrascoso, me iba dando información sobre la historia de los portugueses en Etiopía. Debía tener el chico una portentosa imaginación, porque no había un solo dato que fuese cierto en su relato; pero yo asentía componiendo gestos de interés. Otro de los críos, vestido con una pobre túnica, sandalias y boina azul, tocaba la flauta a mi lado con una melodía estridente y de ritmo imposible de equiparar a ninguno que yo hubiese oído en mi vida. Cuatro niñas seguían mis pasos, cargando bolsas con refrescos. La subida se hacía fatigosa.
Mikael señaló a las chicas:
—Aquí las llamamos pepsi-girls. Luego le venderán bebidas.
—¿Y si no quiero beber?
—Beberá. Todos los turistas están gordos y, al llegar arriba, tienen sed. Las pepsi-girls saben bien lo que hacen.
En el camino, cruzábamos algunos pequeños grupos de chozas de paja habitadas por gentes miserables. Las mujeres trataban de venderme paños bordados y cáscaras de calabazas decoradas. Y nuevos niños se iban uniendo al grupo, con más bebidas y más flautas. Conté quince chavales poco antes de llegar a lo alto de la cuesta, toda una señora caravana para tan humilde epopeya.
Bramaban frente a mí los saltos de Tis Isat, al otro lado del gran barranco por donde discurría el río tras formar un ancho estanque de aguas verdosas, y el «humo sin fuego» que levantaba el agua de la catarata al caer sobre el estanque llegaba hasta nosotros y nos mojaba el rostro y la ropa. Era época seca, en pleno verano etíope de finales de enero, el momento en el que el río lleva menos caudal y, pese a ello, la visión de las primeras cataratas del Nilo Azul resultaba conmovedora. Recordé las descripciones del lugar de Páez, de Lobo y de Bruce, tantos siglos atrás, y me emocionó pensar en todo lo que de perdurable hay en la naturaleza. Quisiéramos ser como ella, largos en el tiempo, en lugar de esos frágiles animales que somos, cuya existencia transcurre como un soplo. La visión de la naturaleza en estado salvaje me produce siempre una misma sensación de melancolía, una cierta tristeza que me recuerda el carácter volátil de mi vida. Por otro lado, es una emoción contradictoria, pues de alguna manera reconcilia con la idea de la muerte, esa muerte invisible que cabalga a toda hora a nuestro lado y a la que volvemos la espalda cada día, inmersos en una esperanza tan vana como banal. Pensaba también que, quizá, el empeño del hombre por transformar la naturaleza, por domeñarla, responde a un escondido deseo de vengarse de aquello que es más perdurable. Y tal vez esa presa que algún día terminarán los etíopes no sea, en el fondo, más que una imponente revancha, para hurtar a los hombres del futuro la visión duradera de un hermoso lugar del mundo.
—¿No quiere un refresco? —me preguntó Mikael.
—No tengo sed. Tomadlos vosotros, yo los pago.
Repartí algunas pequeñas propinas y regresé, acompañado de horrendas melodías de flauta, al encuentro de Luí. Cuando salimos, el guardián de Tis Isat me entregó un formulario destinado a los turistas. Sólo había una pregunta: «¿Qué considera que es mejor: hacer una presa para que la gente tenga más agua o conservar las cataratas como están para el turismo?». Escribí: «Una presa».
Natnael me estaba esperando en el jardín del hotel. Traía los precios de los libros, que en total sumaban ochenta y seis birrs, por un diccionario, una gramática y dos libros de conversación.
—El más caro es el diccionario, que vale cincuenta birrs —dijo el chico—. Si quiere, sólo compro los otros, porque diccionario tengo uno, aunque es muy malo.
Le di cien birrs, el equivalente a doce euros.
—Cómpralos todos y mañana me los traes para que los vea. Y aprende todo lo que puedas, chico.
Se le veía feliz.
—Los traeré mañana, se lo prometo.
Se alejó. Confieso que pensé en ese momento que nunca volvería a verle. En muchos países de África, los chavales usan el truco de pedir para libros y ganarse así algo de dinero con que poder comer durante unos días. No me importaba que Natnael no regresara: después de todo era un chico amable y había intentado ayudarme en un trance incómodo.
Cayó la noche sobre los jardines del Ghion, cayó la lluvia de muchachas, cayeron los apagones y cayó a mi lado, mientras cenaba, un muchacho de aire espabilado que dijo llamarse Daniel y que hablaba buen inglés. Se sentó junto a mí con el pretexto de que tenía información sobre el robo de mi dinero. Todo el mundo en Bahr Dar sabía del robo.
—He hablado con un amigo policía y me ha dicho que han recuperado la mitad del dinero y que mañana se lo darán.
—¿Tú crees?
—Seguro, ya lo verá. Y por cierto, soy un buen guía. ¿Necesita un guía para mañana?
—No creo. Voy a pasear en bicicleta.
—Puedo acompañarle, no es bueno andar solo por la ciudad.
—Ya veremos.
—Soy guía de turismo porque no me queda más remedio. Lo que me gustaría es estudiar biología en Addis. Pero mi familia es pobre y yo soy el mayor de seis hermanos y tengo que ayudar en casa.
—Da la impresión de que todos los chicos que conozco en Bahr Dar sois el mayor de seis hermanos y queréis estudiar en Addis.
—Es cierto, se lo aseguro… Verá, mi padre se ha hecho monje ortodoxo y no ayuda a la casa. Y yo tengo que trabajar en lo que puedo para echar una mano.
—Mal padre.
—No, buen padre. Porque cuando estaba en casa andaba todo el día preocupado por Dios, no trabajaba en nada y encima había que darle de comer. Mejor está allí. Mi madre hace horas en una fábrica de cervezas, y con lo que yo ayudo podemos más o menos comer. Mi padre sería una carga. Que le den de comer en el monasterio.
—¿Y cuál es tu religión, Daniel?
—Con un padre que es ortodoxo, mi madre musulmana, una hermana que se ha hecho protestante y a otra a la que le ha dado por el budismo, a mí sólo me ha quedado el paganismo. Soy pagano.
—Es una buena solución.
—¿No necesita un guía para mañana?
—Ya veremos.
—Estaré por aquí temprano. ¿No quiere una chica para esta noche? Hay amigas mías muy hermosas por aquí.
—No me apetece.
—Si prefiere muchachos, también tengo amigos guapos. Si es por eso, no se preocupe: he visto películas norteamericanas y europeas y respeto las costumbres de sus países.
—No me gustan los chicos, Daniel: tengo diarrea.
—Ah, entiendo. ¿Querrá chicas mañana?
—Ya veremos.
Si le das cuerda a un africano, se hace inevitable en tu vida. Por pura ley de supervivencia. Y Daniel me esperaba con dos bicicletas al lado de la terraza cuando salí a desayunar.
—Todavía no he decidido si iré —dije.
—Las bicicletas son baratas: cuatro birrs por dos horas —insistió Daniel—. Y a mí me basta con que me dé la propina que le parezca bien. Hágame caso: si va solo, se perderá. Yo le puedo llevar a los sitios que quiera, conozco bien la ciudad. Y a lo mejor intentan robarle otra vez…
—Ayer dijiste que habían recuperado la mitad de mi dinero y que hoy me lo darían. ¿Me lo traerá alguien?
—Es que hoy es sábado y la policía no trabaja los week-end. Lo tendrá el lunes.
—Me voy mañana.
—Pues se lo enviarán a la dirección que usted les deje.
—Ya.
—Entonces…, ¿le acompaño?
—No hay forma de regatearte, Daniel. Supongo que juegas al fútbol y eres un defensa magnífico.
—¿Cómo lo ha sabido?
Era delicioso pasear en bicicleta aquella fresca mañana de Bahr Dar. Fuimos hasta un embarcadero, en el extremo oriental de la ciudad, donde Daniel me dijo que se fabricaban los tankwas. Y en efecto, allí estaban los astilleros de las frágiles barcas construidas con juncos. Resultaban verdaderas piezas de artesanía, vistas allí, sobre la tierra, con su complicado y firme tejido de hojas y de ramas asegurado con cuerdas no muy gruesas. Regresaban en ese momento a puerto un par de ellas, con pescadores, y pronto las tilapias, los peces gato y las percas coleteaban sobre la playa de arenas sucias. Sin dilación, un par de mujeres, armadas de grandes cuchillos, comenzaron a limpiar los peces, desprendiéndoles las escamas y las tripas. Olía fuerte a pescado viejo en la zona del embarcadero. Por el camino polvoriento que llegaba desde el este, nutridos grupos de gente, hatos de burros y rebaños de cabras y de vacas entraban en la ciudad viniendo desde las colinas cercanas y los campos próximos. Nadie iba sin portar algo: uno, varias gallinas bocabajo atadas por las patas; otro, un cajón de frutas; aquel, un cesto de huevos; y sobre los lomos de los pequeños borricos viajaban enormes cargamentos de leños que amenazaban con partirles el espinazo. También desembocaban en Bahr Dar viejos camiones y furgonetas atestados de gente. Parecía que un ejército de refugiados hubiera decidido ocupar la ciudad.
—Vienen al mercado del sábado —me explicó Daniel—. Algunos caminan más de veinte kilómetros. Hay muchos que traen tan sólo un pollo. Lo venden por quince birrs y se toman tres cervezas. Es una forma de entretenerse por lo menos un día a la semana. Si traen dos pollos, se toman seis cervezas. Y si son tres, pues nueve. Los de nueve, duermen la borrachera en Dar y regresan a su casa el domingo: sin pollos, sin dinero y con resaca.
Más allá, se tendía el puente bajo el que discurría manso el Nilo Azul. Algunos islotes tachonaban de verdor, cauce abajo, el agua azulada, y en uno de ellos un grupo de muchachos pescaba con red desde la orilla. Señalé a un montículo que se alzaba al otro lado del río, en cuya cima se distinguía la estructura de un sólido edificio.
—¿Qué es aquello, Daniel?
—Un palacio que perteneció a Haile Selassie.
—Imagino que desde allá arriba se podrán ver muy bien el lago y el nacimiento del río. Podemos subir…
—Uf, es muy empinada la cuesta, señor. Mejor es que suba otro día en taxi.
—Quédate abajo, yo subo.
—Le acompaño. Un guía debe estar listo para todo lo que desee su cliente.
Era en verdad fatigosa la ascensión y la mayor parte hubimos de realizarla a pie. Pero valía la pena. El horizonte del Tana se punteaba de islas allá delante y el Nilo surgía como una gran serpiente para abrirse camino entre las tierras pardas y verdes. Agradecí a Daniel que se alejara unos pasos y me dejase disfrutar a solas de la visión del mito.
De regreso, reparé en que los grupos de gente que entraban en la ciudad aumentaban en número. El ejército de ocupación crecía sin cesar y, siguiendo la marea humana, Daniel y yo tomamos la dirección del mercado, hacia el extremo sur de la ciudad. Era enorme, de grandes puestos fabricados con troncos y techados de plástico o de tela de saco. El calor apretaba y el polvo inundaba el espacio del mercado. La ancha explanada mostraba un cierto orden, con cada zona dedicada a una especialidad en la venta: legumbres y verduras, frutas, carne, pescado, grano, especias, gallos y gallinas, burros y vacas, plásticos, bolsas de piel de cabra, tejidos y sandalias fabricadas con goma de neumático… En los humildes comedores se fermentaba tef para preparar injera y el área de cosedores se poblaba de mujeres que hacían cola ante las viejas máquinas de coser, sin excepción manejadas por hombres. Los niños me asaltaban a cada paso, pidiéndome money y bic. En lugar de llamarme farangi, en Bahr Dar me nominaban you-you, por el pronombre inglés.
Me abordó un tipo cuya cara se me hacía conocida. Resultó ser el empleado de la oficina de Turismo que me había visitado la tarde del robo.
—Los ladrones han huido de Bahr, pero la policía les busca y puede que sean detenidos. Eran niños no controlados y, en todo caso, no será fácil dar con ellos. Pero si los cogen y usted no está en Bahr, le enviaremos el dinero a su embajada en Addis. Y por favor, no hable mal de Etiopía.
—¿No decías que habían recuperado la mitad del dinero? —le pregunté a Daniel cuando el funcionario se alejó.
Me guiñó el ojo:
—No haga caso. Esos de Turismo nunca saben qué es lo que sucede. Y yo tengo buenos contactos con la policía. Lo que busca ese hombre es una propina; pero no se la dé, porque no le servirá de nada.
Invité al chico a almorzar en un hotel de la avenida principal donde anunciaban comida italiana. Nunca había tomado una lasaña que se pareciera menos a una lasaña. Pero el lugar era fresco y agradable, sentados junto a un ventanal que daba a un jardín sombreado de palmeras.
—¿Adónde piensa dirigirse desde Bahr, señor? —preguntó Daniel después de rebañar su plato y dejarlo más brillante que el mejor lavavajillas.
Le conté mis planes de ir a Bambudi, en la frontera con Sudán.
—Es una zona peligrosa. Allí están los shankilla. ¿Ha oído hablar de ellos? Atacan a los extranjeros para cortarles sus genitales. Si quiere, yo puedo acompañarle para protegerle. Por cien dólares y la manutención me voy con usted.
—¿Y cómo protegerás tus genitales?
—Por cien dólares protejo lo que haga falta, señor. ¿Hecho?
—Soy farangi, Daniel; no tonto.
—¿Cincuenta dólares?
Me cargaba ya el muchacho.
—Voy solo.
—Se jugará la vida. ¿En qué piensa viajar hasta allí?
—En autobús.
—Tengo un tío que puede llevarle en su Land Rover. Le costaría doscientos dólares.
—En autobús te digo.
—¿Ciento cincuenta?
—Se me ha acabado el hilo contigo, chico. Tan duro eres como defensa que acabas de ganarte la tarjeta roja.
Le pagué el alquiler de las bicicletas, le di una propina y regresé andando al hotel.
Mister Bisrat estaba sentado en la terraza. Al verme llegar, movió la cabeza hacía los lados:
—No recuperará su dinero, no lo recuperará. Y es porque no ha insistido en que era escritor y que tenía el dinero justo para viajar.
—Creo que en ningún caso lo hubiera recuperado, mister Bisrat.
—¿Quiere ir otra vez a la policía? Puedo llevarle ahora.
—Déjelo, hoy es week-end y no trabajan.
—Tiene razón, lo había olvidado… Pero venga, le presentaré a un amigo que le interesa.
Me llevó a su despacho. Mister Jaye era un hombre de edad madura, bien trajeado y se manejaba mejor que bien en inglés. Bisrat le contó mis planes para viajar a Bambudi.
—Ha dado con el hombre justo, señor —dijo el otro—. Mi hermana, que se llama Mrs. Tanagne, tiene un hotel en Chagní, el hotel Balas. Vaya usted hasta Chagní en autobús, son dos horas y media. Y búsquela: ella le dirá cómo llegar a Guba y desde allí podrá viajar a Bambudi sin problemas, está cerca. ¿Cuándo se va?
—Mañana temprano.
—No deje de buscar a mi hermana en Chagní, aquella es tierra peligrosa: hay shankillas. ¿Ha oído hablar de ellos?
—Leí algo en una revista y me pareció un poco exagerado.
—No se fíe. No hay tantos como antes, pero todavía quedan… En cualquier caso, y usted me perdonará, no entiendo qué puede habérsele perdido en Bambudi. Hay lugares mucho más hermosos en Etiopía: por ejemplo, Lalibela. Viene en todas las guías de turismo de Estados Unidos y de Europa. ¿No le interesa ir a ver los templos excavados en la roca?
—No me interesa mucho Lalibela.
Mister Jaye se encogió de hombros, miró a mister Bisrat y mister Bisrat respondió con un mismo gesto de incomprensión. Convenían, sin hablar, en que habían dado con un chiflado. Luego, el tipo me dio su tarjeta. Yo sentí cierta seguridad al recogerla. Una pequeña puerta de luz se abría en el horizonte. Al menos tenía alguien a quien recurrir en el camino, y es bueno siempre, cuando viajas, ir encontrando gente que se anima a proteger a un extranjero a quien consideran demente y que está empeñado en transitar por parajes que a nadie le interesan porque no aparecen en las guías de turismo de Europa y Estados Unidos.
Soplaba un viento fuerte sobre el Tana y las aguas agitadas se teñían de un tono mostaza. Me acerqué a las orillas del lago y me senté sobre las gruesas raíces de un alto flamboyán. Olía a yerba mojada y a flores, y los bandos de pelícanos y cormoranes iban y venían sobre las aguas rizadas, al parecer sin un objetivo preciso, como si tan sólo se entrenaran en el arte del vuelo. El águila pescadora dio dos pasadas sobre el jardín y provocó un griterío de aves espantadas. Delante de mí, un pequeño martín pescador se afanaba en conseguir su cena. Desde la altura, sosteniendo el vuelo, miraba las aguas con la cabecita inclinada sobre el pecho. Y luego caía veloz sobre la superficie del lago, adoptando la forma de un puñal. Calculé que acertaba una vez por cada seis o siete intentos. Capturaba peces del tamaño de su pico. En una ocasión, uno de ellos se escapó cuando el martín pescador ganaba altura con su presa coleando en el pico, pero el ave hizo un escorzo en el aire y lo recuperó con impecable agilidad. Cuando lograba hacerse con un pez, volaba hasta la orilla y allí lo engullía.
Pasaban unos minutos de las seis y Natnael no llegaba. Pensé que, al menos, mi dinero serviría para que una pobre familia tuviera para comer unos pocos días. Pero pocos minutos después le vi llegar. La esbelta figura del chaval se movía con timidez al fondo del jardín, buscándome con la mirada. Le hice señas y se acercó hasta mi mesa.
—Aquí están los libros —dijo ufano y sonriente, al tiempo que dejaba una bolsa delante de mí.
Luego me tendió un papel y unos cuantos birrs.
—Y esta es la factura y estas son las vueltas. Han sobrado catorce birrs.
Le invité a sentarse y él abrió la bolsa. Me fue mostrando los libros uno a uno: los tocaba con extremo cuidado, casi con mimo.
Y seguía mirándome con dulzura y timidez.
—Mis padres le dan las gracias y mi madre ha hecho esto para usted —añadió. Y me tendió un pequeño paño en el que había bordados, en hilos de colores, las figuras de una mujer y un hombre vestidos con trajes tradicionales etíopes. Yo no sabía qué decirle a Natnael.
—Dentro de unos meses sabré mucho más inglés que ahora —añadió el niño—. Si me da su dirección, podré escribirle para que vea mis progresos.
—Eres un buen chico, Natnael. Y honrado. Procura ser así siempre. De esa forma te ganarás bien la vida. Si no eres honesto, ganarás al principio, pero luego perderás.
Me sentía algo ridículo con mi charla. Pero él me miraba con los ojos muy abiertos, sin cesar de sonreír, asintiendo con la cabeza. Y yo pensaba que mis hijos, cuando alguna vez les hablé de manera parecida, nunca me miraron del mismo modo.
—¿Quieres cenar? —pregunté.
—No, gracias, tengo que ir a casa pronto, porque mañana madrugo para ir a la escuela, y debo andar cuarenta minutos desde aquí hasta casa.
—Quédate los catorce birrs que sobran y cómprate algo para comer por el camino.
Le escribí mi dirección en una hoja de mi libreta y él me escribió la suya. Luego se alejó: espigado, tímido y supongo que feliz.
Yo me quedé sentado, allí en el bar, delante de mi cerveza, sordo al griterío de los pájaros, insensible al perfume del jardín. Todavía no soy capaz de explicar con justeza lo que sentí en aquellos instantes. Pero pensé que debía volcar en Natnael mi hondo amor por África. Meses después, he recibido carta suya en Madrid. Tiene una letra muy correcta y su inglés es excelente, mejor que el que yo soy capaz de escribir. Me gustaría encontrar la manera de poder pagarle sus estudios universitarios. Y el paño bordado por su madre, aunque algo kitsch, cuelga en la pared de mi despacho.
Cené la que suponía iba a ser mi última noche en Bahr Dar en una mesa de la terraza, junto a un grupo de jóvenes blancos. Me invitaron a tomar una cerveza con ellos y charlamos durante algo más de una hora, cuando ya cantaban las lechuzas en los árboles invisibles. Dos de ellos, un chico y una chica, eran alemanes y se llamaban Dirk y Kiki. Llevaban un año viajando por África, a bordo de una camioneta habilitada como caravana. Pensaban que les gustaría ir algún día a viajar por España y les dejé mi dirección. Desde Bahr Dar se proponían viajar a Sudán, cruzando por la frontera norte, en Metema. «Es el paso mejor —dijo Dirk—, los otros suelen estar cerrados por la guerra». No dije nada sobre mi intención de cruzar por Bambudi.
Otro de los muchachos era brasileño y viajaba solo, sin un rumbo muy fijo. Tenía únicamente tres meses para su periplo y luego regresaría a Brasil. La otra pareja la formaban un surafricano y una japonesa. Vivían en Nueva York y él se llamaba Trevor y ella Niki. También llevaban a cabo un largo viaje en caravana y se dirigían a Metema, como Dirk y Kiki.
Trevor era el más hablador del grupo. De origen británico, sentía una enorme admiración por Nelson Mandela y odiaba a los racistas bóers de su patria. «En los días del apartheid —nos contaba— mi madre llamaba siempre a su sirviente boy. Y un día, cuando yo tenía unos diez años, reparé en que el boy era un hombre mayor, casi de la edad de mi madre. Cuando se lo expliqué a ella, me miró perpleja. En ese instante comencé a pensar sobre el racismo. Años después, me tocó hacer el servicio militar en Swazilandia, en un tiempo en el que había grupos guerrilleros que hostigaban a las tropas surafricanas desde aquel país. Yo estaba encargado de vigilar prisioneros rebeldes en los campos de internamiento. Recuerdo sus miradas: de miedo y de odio. Tenía orden de disparar a la menor sospecha. Y yo procuré no albergar nunca la menor sospecha y jamás disparé sobre ningún prisionero, pese al enorme temor que sentía».
Bisrat me buscó después:
—El autobús sale al amanecer. Yo le llevaré a la estación, es mejor que le acompañe porque hay muchos ladrones en la zona. Y no olvide tener cuidado con los shankilla.
—¿Usted los ha visto, mister Bisrat?
—No, pero he oído muchas cosas a los viajeros. Y en una guía turística americana se habla también de ellos.
—Si lo dicen en América, habrá que tener cuidado.
Cuando me retiraba hacia mi barracón, una mujer etíope me abordó:
—¿Te apetece estar un rato conmigo? —preguntó.
—No, muchas gracias.
—¿No te gustan las mujeres?
—Soy un hombre viejo.
—Yo puedo hacer que te sientas joven durante un rato.
—Tengo diarrea.
—Ah, lo siento.
Me dormí eufórico, pensando en el viaje hacia un territorio ignorado que comenzaba al día siguiente. Mientras intentaba conciliar el sueño, sentía algo parecido a aquello que el explorador Richard Burton explicó con tino, en su diario de 1856, cuando hablaba de un viaje a tierras desconocidas: «Al librarse con poderoso esfuerzo de los grilletes de la costumbre, del peso plúmbeo de la rutina, de la capa de muchas preocupaciones y la esclavitud del hogar, el hombre se siente nuevamente feliz. La sangre fluye con la rápida circulación de la infancia… De nuevo amanece la mañana de la vida».