HIENAS GENTILES Y POETAS DESDICHADOS
La visita a la ciudad de Harer no se incluía en la ruta de viaje que había trazado en Madrid. Fue un capricho del camino, una idea que se me antojó apetecible mientras volaba desde Frankfurt a Addis Abeba y leía, para matar las horas bobas del avión, el texto de Richard Burton donde hablaba de sus días en Harer. También sabía, y eran otras dos buenas razones para animarme a ir, que el poeta Arthur Rimbaud había vivido diez años en la lejana ciudad y que el turismo que se acercaba hasta allí era muy escaso.
No tuve muchas dudas a la hora de pedirle a Teddy que me buscase un billete de avión hasta Diré Dawa, la ciudad con aeropuerto más cercana a Harer, que se encuentra a cincuenta y cuatro kilómetros de distancia. Es posible ir hasta Diré en el tren que viaja entre Addis y Djibouti, construido por los franceses a comienzos de siglo y único tendido ferroviario que hay en el país, pero yo tenía algo de prisa porque había gastado más tiempo del que había previsto en Addis antes de dirigirme al lago Tana, que era el objetivo primero de mi viaje. En cuanto a la carretera, más valía no pensar en ella: simplemente porque no hay tal, salvo en unos doscientos kilómetros, y el resto del camino, alrededor de otros doscientos, no es sino una pista infernal que, en época de lluvias, se vuelve impracticable, y en época seca, guarda abiertas las cicatrices de las avenidas de agua, en ocasiones profundos hoyos que podrían tragarse a un autobús entero. Para recorrer caminos infernales ya tendría tiempo en las siguientes semanas.
Así que llevaba de viaje unos cuantos días y, en cierto sentido, el viaje no había comenzado, por lo menos según mis planes originales. Pero es una sensación estupenda estar ya en camino y pensar que el viaje te espera todavía delante: igual que tener hambre y ver cómo te sirven una comida estupenda y dar unos sorbos de vino sin hincar el diente todavía. Algo así como pisar un espacio tendido entre la nada que te abraza y tus deseos que sin duda acabarán por cumplirse.
Volando bajo la campana nítida del cielo africano y sobre las sierras inclementes de las tierras oromas, el viejo Fokker cumplió con su deber y depositó en Diré Dawa, sanos y salvos, a los cuarenta pasajeros que ocupábamos al completo sus asientos. En el camino, un refresco de naranja y un bizcocho, gentileza de Ethiopian Airlines, me distrajeron de una hora sin tabaco. Allá en la pista del pequeño aeropuerto, corría un aire salvaje, tan cruel como un cuchillo caliente.
Diré Dawa nació como un apeadero más en la línea ferroviaria que une Djibouti, junto a las aguas del mar Rojo, con Addis Abeba. El tendido de este ferrocarril, que cubre 785 kilómetros, fue planeado por un ingeniero suizo, Alfred Lis, que viajó al Oriente de Etiopía como consejero de Menelik II. Eran días de guerra los que soplaban sobre el país, algo por otra parte nada extraordinario, pues Etiopía ha pasado buena parte de su historia revolcándose en sangre. Menelik era amo y señor del Oriente etíope, rival y vasallo al mismo tiempo del emperador Yohannes IV, que dominaba en el norte y centro del país. Los dos se reclamaban descendientes de Salomón, y ninguno de ellos lo era. La sangre de Menelik brotaba del corazón de una familia noble de las tierras del Shoa, en tanto que Yohannes era oriundo de Tigray, en los territorios al sur de Eritrea. Yohannes era más poderoso militarmente que Menelik, pero el de Shoa era un soberano bastante más moderno e inteligente. Yohannes se proclamaba emperador de Etiopía, Rey de Reyes, pero permitía a Menelik que ostentase el título de rey en sus tierras, siempre que aceptase ser su servidor. Y Menelik le rendía vasallaje, evitando entrar en guerra, en tanto aguardaba una oportunidad para hacerse con todo el imperio.
Los dos monarcas no tenían más remedio que soportarse el uno al otro, pues contaban con sobrados enemigos en sus territorios. Los italianos amenazaban con extender su imperio desde Eritrea, en contra de los intereses de ambos soberanos, y por otra parte, a Yohannes le acosaban los derviches sudaneses por el oeste, mientras que Menelik debía guerrear sin descanso con las tribus gallas originarias de Somalia, tribus que hoy se conocen como oromas. No había un mes sin batallas en aquella Etiopía del último cuarto del siglo XIX y la sangre corría como un río desbordado sobre los campos del país.
Menelik se enriquecía con el tráfico de esclavos y precisaba de mejores medios de transporte en su reino para expandir al otro lado del mar sus ambiciones comerciales. Así, sobre los planos del suizo Lis, las obras del ferrocarril comenzaron desde Djibouti en 1897, cuando ya el rey había logrado derrotar a los italianos en Adua, sometido definitivamente a los gallas y, tras la muerte de Yohannes IV en 1889, conseguido también el trono imperial de Etiopía entera.
La obra resultaba extremadamente cara, y no sólo por lo escarpado del terreno, sino porque las termitas se comían las traviesas de madera y era necesario el uso del acero. Eso producía enormes retrasos y mucho mayores costos de los previstos para las arcas de Menelik. Al fin, Francia pasó a ocuparse de las obras en 1908, y sus ingenieros dieron por concluida la línea hasta Addis Abeba en 1917, cuando ya Menelik había muerto y Haile Selassie ocupaba la regencia.
Los franceses, al tomar la dirección del proyecto, desecharon la idea de hacer pasar el tren por Harer, el más importante centro comercial de la región en aquellos años, debido a lo escabroso del terreno, en las duras estribaciones de la cordillera de Tchercher. Y el pequeño apeadero de Diré Dawa, construido en 1902, a cincuenta y cuatro kilómetros de Harer, se transformó en el nuevo corazón mercantil de la región. Hoy, Diré Dawa es la segunda ciudad del país en número de habitantes, por detrás de la capital, Addis Abeba. Su riqueza se basa ahora en el contrabando y, por medio del tren, llegan allí desde Djibouti tabaco, licores y manufacturas occidentales. Y desde Diré parten, hacia Djibouti, por tren, por carretera, y también en un avión diario, los cargamentos de chat, una planta cuyas hojas, al masticarlas, producen una cierta sensación euforizante, como las hojas de la coca andina. El chat es muy apreciado, no sólo en la mayor parte de Etiopía, sino también en las costas del mar Rojo. Debe masticarse fresco, antes de que las hojas comiencen a marchitarse, de ahí que la velocidad en su transporte resulte esencial. Por ello, la carretera entre Diré y Djibouti es una de las más peligrosas de África, constantemente transitada por furgonetas de carga lanzadas a toda marcha y con un saldo de muertos que crece escandalosamente cada año. Los beneficios que el chat reporta a Etiopía se cifran en casi cien millones de dólares anuales. Y el viejo apeadero de Diré es el corazón que bombea esa riqueza.
Cuando los franceses llegaron, apenas se habían dejado ver europeos por aquellas aisladas regiones del país. Y de la expresión franjáis, o french, se derivó el término farangi (se pronuncia faranyi), que define en Etiopía a los hombres blancos. En algunas regiones del extenso territorio etíope la expresión se transforma enfarango (faranyo).
Incluso hoy, los franceses consideran Djibouti y las tierras que se extienden alrededor de la cordillera de Tchercher como un territorio casi propio. Tuvieron un breve dominio sobre aquellas regiones e impulsaron el comercio en la zona. Por allí anduvo, alrededor de 1911 y, en un segundo viaje, en 1933, un escritor aventurero muy reputado en Francia: Henri de Monfreid. El tipo, que comerciaba con hachís, fue conocido en su tiempo como «el escritor corsario» y escribió más de setenta libros, entre novelas y libros de viajes. No alcanzó, sin embargo, la talla literaria de otro escritor aventurero también venido de Francia, a quien el Parnaso literario le ha hecho un lugar de honor: Arthur Rimbaud.
Por tres dólares, supongo que una cantidad de dinero exagerada para los bolsillos etíopes, un taxi cochambroso me trasladó del aeropuerto a la estación de autobuses de Diré, no muy lejos de la ancha plaza donde se alza la del ferrocarril, un bonito edificio decimonónico de fachada color crema. Era un lugar muy vivo y a la vez muy triste aquella explanada de formas irregulares y rodeada de edificios decrépitos donde aparcaban las viejas furgonetas para el transporte público. Niños mendigos, ciegos pedigüeños, limosneros comidos por la lepra o la malaria, casi todo el catálogo, en suma, de las miserias humanas, se mezclaba en la plaza de tierra con vendedores de chicle y botellines de agua, mujeres que cargaban sus bebés a las espaldas sujetos con un pañolón y chicos que se peleaban por llevarte a su furgoneta y lograr una moneda del dueño del vehículo si conseguían convencerte. Acepté subir al que vi más lleno de pasajeros, porque ya sé desde hace tiempo que, en África, la salida de los transportes públicos no la fija un horario, sino el momento en que el coche se halla repleto. El coste del billete eran siete birrs, el equivalente a setenta y cinco céntimos de euro.
En las azoteas de las casas que cercaban la plaza se alineaban las oscuras figuras de grandes buitres. Otros muchos planeaban sobre el cielo de Diré. Los alegres gharis, cochecitos-taxi tirados por pequeños caballos, entraban en la explanada haciendo sonar sus campanillas y dejando nuevos pasajeros que iban llenando las furgonetas. Casi nadie portaba maletas, sino grandes bolsas de plástico que a duras penas lograban acomodar en los vehículos atestados de gente.
Acerté con el coche y salimos hacia Harer tan sólo un cuarto de hora después de mi llegada, íbamos once pasajeros más el conductor, en una furgoneta con capacidad para nueve incluido el chófer. Las bolsas se distribuían en espacios insólitos, tapando las ventanillas del vehículo y el cristal trasero, y el interior del trasto me recordaba al camarote famoso de los hermanos Marx en Sopa de ganso. Por suerte, yo ocupaba el asiento delantero de la derecha, con otro pasajero entre mi cuerpo y el del conductor. Podía respirar el aire seco que entraba por la ventanilla, lo cual suponía una enorme ventaja en el agobiado vehículo, a pesar de que mi rodilla izquierda viajaba aplastada contra la derecha de mi vecino, corrido hacia mi asiento para permitir al chófer manipular la palanca de cambio de marchas.
Salimos de Diré Dawa cruzando un puente sobre el cauce seco de un río, donde las cabras olisqueaban en busca de yerba en los resquicios de la costra de barro endurecido. Un primer control policial nos detuvo durante unos pocos minutos y entramos luego en una carretera estrecha y sinuosa, de constantes subidas y bajadas, pero por lo general trazada con buen firme. Tierras pardas y dormidas, serranías rugosas, árboles escuálidos, barrancadas y esbeltas plantas de pita corrían al lado de la furgoneta, lanzada a una velocidad más que imprudente. El chófer y mi vecino no cesaban de charlar, y se reían al verme tomar notas en el pequeño cuaderno.
—¿Qué escribe? —me preguntó al fin, en un inglés macarrónico, mi compañero de asiento.
—Lo que veo —respondí señalando el paisaje.
Paseó la vista por los campos que nos rodeaban:
—Yo no veo aquí nada interesante —concluyó. Y dijo algo en amárico al conductor y los dos rieron con ganas.
Sorteábamos hatos de burros que cargaban leña o bidones de plástico azules y amarillos. También mujeres solitarias que portaban leña sobre la cabeza. Apretaba el calor según avanzaba la mañana. Un burro se apartó de su fila, y a punto estuvimos de atropellarlo y salimos de la carretera. Otras furgonetas nos adelantaban furiosas. Algunos vehículos pesados, viniendo en dirección contraria, ocupaban todo el ancho de la vía, embistiendo como rinocerontes ciegos, y solamente en el último instante se echaban a un lado para dejarnos un breve espacio por donde pasar. Dentro del coche, nadie parecía inmutarse por aquella suerte de «rally» enloquecido. Probé mi cinturón de seguridad y no funcionaba. Empecé a arrepentirme de viajar en la delantera de la furgoneta, temiendo que en cualquier momento un camión-rinoceronte chocase de frente contra nosotros.
Ahora se veían también rebaños de cebúes de altas chepas en las veredas del camino, y sobre una rambla desolada marchaba una pequeña caravana de camellos. Las hoscas sierras de Tchercher punteaban el paisaje y, en ocasiones, cruzábamos junto a poblados de chozas de adobe y techo de latón. Recordé lo que escribió Arthur Rimbaud en una carta a su madre fechada en Harer: «Caminos terribles que recuerdan el horror que se presume a los paisajes lunares. Y un clima atroz».
Al subir las cuestas, el coche perdía velocidad y olía a goma quemada. Como el cuentakilómetros y el marcador de revoluciones del cuadro de mandos no funcionaban, no podía hacerme idea de la velocidad a que viajábamos y cuál era el riesgo de que el motor ardiera. Con frecuencia, en las cuestas abajo, el chófer cerraba el encendido para ahorrar gasolina. Yo sentía, en esas ocasiones, que las ruedas del vehículo se despegaban del asfalto y planeábamos, durante un rato, unos centímetros por encima del suelo. Aquel conductor etíope, que no cesaba de hablar y de reír, había inventado, quizá sin apreciar en toda su dimensión la calidad de su logro, el coche volador.
Los pedruscos trepaban hacia los calvos cerros que sobrevolaban bandas de cuervos y milanos. A veces, podían verse pequeños cultivos ordenados en bancales que descendían de las colinas. Más adelante, el paisaje se dulcificó con la vista de una ancha laguna de aguas claras, cercada en su lado norte por montículos amarillos. El aire traía el aroma de los eucaliptus que flanqueaban la carretera. Vi restos de varios tanques soviéticos T-55, reliquias de la guerra de 1977 entre Etiopía y Somalia. Las llanuras de verdor hiriente se extendían alrededor de las aguas del lago. Una furgoneta nos adelantó como un rayo y el camión que venía de frente se salió a medias de la carretera y casi atropelló a dos peatones. Pero la gente debía de estar acostumbrada a este tipo de aventuras en aquellas tierras, porque los dos saltaron justo a tiempo y lograron apartarse del mastodonte que les acometía. El conductor y mi vecino brincaban en sus asientos en un estruendo de carcajadas.
Una hora después entrábamos en Harer, entre un grupo de jacarandas en flor que alegraban la vista y el corazón, como si te asegurasen con sus restallantes colores que acababas de volver a la vida tras una temporada en el infierno.
Cruzamos la ciudad nueva por una larga y ancha avenida. En una glorieta, bordeamos la estatua ecuestre del Ras Makonnen, padre de Haile Selassie, que fuera gobernador o «ras» de Harer durante varios años, cuando la ciudad ya había sido sometida por Menelik II al imperio etíope. Luego, ascendimos una cuesta empinada, bajamos al otro lado y allá estaban los mutos grises y ocres de la vieja Harer. Delante de la puerta de Shoa, arrimados a las murallas, se apretaban los tenderetes del mercado cristiano.
Me despedí del chófer y de mi compañero de asiento. Ellos, señalando mi libreta de notas, volvieron a reír con estrépito.
Me alojé en un modesto hotel de extramuros, muy cercano a la puerta de Shoa, una de las entradas de la ciudad vieja, y junto al mercado cristiano. Desde la terraza de mi sencilla habitación, podía ver una vez más, aquella mi primera mañana en Harer, hasta qué punto el comercio es uno de los elementos que constituyen la esencia del alma musulmana. Parecería que, en el universo islámico, todo es comercio, y que cualquier relación social se estableciera sobre una razón mercantil, desde un acuerdo matrimonial a los costos de un entierro. Y así, la vida en las ciudades musulmanas, tanto en Zanzíbar como en Marraquesh, en Damasco y Harer, en El Cairo y Teherán, vibra y bulle en la calle. Porque la calle es el espacio natural donde se desarrollan las transacciones comerciales. Por otra parte, los mercados de las ciudades de todo el Islam no son sólo lugares de compra y venta, sino que van más allá: son lugares de encuentro, de convivencia, el espacio donde el hombre peca y se redime, donde gana su fama o labra su desdicha. Las mezquitas se esconden entre las callejuelas de los mercados, junto a los cafetines que huelen a té de menta y a aromas de pipas de agua. Allí los hombres disfrutan de la tertulia, en el frescor de los patios y las calles estrechas, y juegan al dominó o al backgammon, mientras las mujeres realizan sus compras y los niños juegan cuando han terminado su horario de escuela. El mercado parece una suerte de vivienda colectiva y sus recoletas galerías son como los pasillos de una enorme y anárquica mansión, aromatizada por el olor de las especias, de las alcantarillas y de los guisos de cordero. El Islam nace, muere y vive en los espacios donde se comercia. De manera que los mercados componen el más exacto retrato de la vida musulmana.
En Harer hay varios mercados. El cristiano queda fuera de los muros, quizá como un recordatorio de que, después de todo, los habitantes del exterior de la ciudad vieja, unos ochenta mil, son infieles coptos, en tanto que los del interior, algo más de treinta mil, afirman con orgullo su creencia en la verdad coránica. El mayor de los mercados de intramuros es el Madde Dudó, más o menos localizado en el centro de la urbe, pero también tiene mucha actividad el Oroma, situado en las cercanías de la puerta de Erer. Hay, además, numerosos mercadillos; en realidad, áreas donde se concentran los artesanos y comerciantes en función de los gremios.
Mayoritariamente, la población de la ciudad vieja la integran gentes de las etnias harari, oroma y somalí, pueblos todos ellos musulmanes. Son las mujeres quienes marcan las diferencias de origen, en los velos, el diseño de la ropa y los colores de sus vestidos. Las oromas llevan dos faldas superpuestas que dejan las pantorrillas al aire, mientras que las hararis visten falda sobre pantalón largo y las somalíes tan sólo una falda que baja hasta cubrirles los pies.
En el interior de Harer hay 99 mezquitas, la mayor de ellas conocida como Jamii Mosqué, Mezquita del Viernes, que puede acoger a unos dos mil quinientos fieles. Las otras son muy pequeñas, por lo general con capacidad para no más de veinte o treinta personas, y parece que quisieran ocultarse en la selva de callejones del trazado urbano, apenas asomando su corto minarete sobre los tejados de las viviendas de una o dos plantas. Las calles estrechas conforman la mayor parte del paisaje interior de Harer y se dice que alcanzan la cifra de 314, la más angosta de todas ellas bautizada, curiosamente, como calle de la Reconciliación, un pasadizo en el que no hay espacio para que caminen dos personas la una al lado de la otra.
Hay en intramuros, por lo demás, una iglesia católica, algo mayor que muchas de las mezquitas, pero que nunca alcanza a llenarse por falta de clientela. Y un templo copto-ortodoxo que levantó el rey cristiano Menelik II, después de conquistar la ciudad en 1887, sobre los cimientos de una antigua gran mezquita que ordenó destruir. La leyenda afirma que, el día en que Menelik entró con sus tropas en Harer, lo primero que hizo fue subirse al minarete de la desaparecida mezquita y orinar sobre la cúpula. Luego, le prendió fuego.
La ciudad, rodeada por altos muros, tiene cinco viejas puertas y una de más reciente construcción. Hasta hace no muchos años, todas ellas se cerraban al anochecer, y no sólo en previsión de ataques enemigos, sino como protección contra los leones, leopardos y hienas que abundaban tiempo atrás en la región y que se cobraban un importante tributo anual entre los habitantes de la urbe.
Bajo la apariencia de un dédalo tortuoso cuyo trazado resulta a primera vista imposible de comprender, la vieja Harer tiene una estructura que esconde una enorme racionalidad, sin por ello perder ese caótico aire de humanidad dislocada y solidaria, de anárquica vivienda común, que impregna el alma de las ciudades musulmanas. Y uno acaba, al cabo de pocos días, por aprender a no perderse en sus callejones y a disfrutar de sus secretos.
Claro está que, al principio, se precisa de un guía. Y el mío se llamaba Abdul. Era un hombre de unos treinta años, muy oscuro de tez aunque de rasgos árabes; recio, grueso, de barriga prominente, barbado y con ojos saltones como los de un pez de las simas marinas. Caminaba sin prisas, con aire de aburrimiento supremo, y vestía unos matusalénicos jeans, sujetos con un viejo cinturón que se abrochaba bajo el estómago, y cuyos bajos caían sobre las sucias zapatillas deportivas como dos acordeones. Tipo listo, sin duda, comprobé al poco, y además con dominio del inglés, francés, árabe, oroma y, por supuesto, amárico. Noté enseguida que amaba su ciudad. Era el mejor guía de Harer y mantenía excelentes relaciones con los empleados de los hoteles, por lo que casi todos los turistas que se acercaban a la ciudad acababan por caer en sus manos. A los más ingenuos, o a los procedentes de los países ricos de Occidente, les cobraba una fortuna para un país como Etiopía: a diez dólares la hora, según me contó un escandalizado turista inglés que encontré en el vestíbulo de mi albergue. Para mí, como venía recomendado por su amigo Teddy desde Addis, la tarifa quedó en veinte dólares por día y medio de trabajo.
Siguiendo los pasos cansinos de Abdul, di una vuelta por el mercado cristiano antes de entrar en la ciudad vieja. Todo el mundo le saludaba y él respondía con sonrisas beatíficas. Los niños me gritaban «farangi, farangi!» y me pedían el bolígrafo: «bic, bic».
Eran las primeras horas de la tarde cuando cruzamos la puerta de Shoa y entramos en el viejo Harer, descendiendo una cuesta empedrada entre casas de adobe de dos plantas. Y entonces me pareció que saltaba, a través de una suerte de túnel del tiempo, unos cuantos siglos hacia atrás.
Hileras de borricos cargados de leña y pequeños rebaños de cabras oscuras y sucias trepaban hacia la salida de la ciudad, rumbo al mercado cristiano. Abdul se detuvo ante unas mujeres que preparaban injera en el portal de una vivienda. En anchas sartenes colocadas sobre brasas de carbón, extendían el tef molido —un tipo de cereal muy apreciado en Etiopía—, para que se cociera hasta formar una especie de torta verdosa. Luego, las retiraban del fuego y cuajaban la pasta tapándolas con un capuchón de paja sobre el que colocaban una capa de estiércol fresco para acelerar la fermentación.
—Los turistas que ven cómo preparamos el injera ya no quieren probarlo: por el estiércol. ¿Lo probará usted? —me preguntó burlón mi guía.
—Lo probé en Addis hace unos días.
—¿Y qué le pareció?
—Me desató una imponente diarrea. No volveré a tomarlo.
Abdul rió con fuerza y me golpeó el hombro con gesto conmiserativo. Creo que fue en ese momento cuando decidió que yo era un tipo simpático.
En el mercado principal, el Madde Dudó, los buitres, los milanos y los cuervos formaban sombrías hileras sobre los pretiles de las azoteas, aguardando la hora en que los vendedores levantaran sus tiendas y dejasen tras de sí un rastro ingente de desperdicios. Olía a especias y alcantarillas en los callejones. En una empinada calle cercana al mercado, los cosedores se ocupaban febriles, a la puerta de sus comercios, en confeccionar trajes y vestidos para la nutrida clientela. Eran todos hombres, sin excepción, y el ruido de las máquinas de coser justificaba el nombre popular de la vía: «Makina Guirguir».
—¿No oye cómo suenan? —me explicó Abdul—: Guirguir, guirguir, guirguir…
Me guió luego hacia una vivienda tradicional harari, que en la ciudad se conocen con el nombre de gegar. En la bonita y sencilla sala, trazada en dos niveles, las alfombras y cojines de alegres colores cubrían por completo el suelo. Las paredes abrían huecos irregulares donde se alineaban cazuelas y ollas de cobre, jarros, copas, cucharones y cuchillos de cocina, los platos de la vajilla… Acomodada entre los almohadones, una mujer anciana tomaba té de menta. Y en el nivel más alto de la estancia, indolentemente recostada sobre la alfombra, una muchacha guapa y un punto descarada fumaba una pipa de agua, una geie, como las llaman en Harer. Olía a tabaco rudo y a dulzor de manzanas.
Me ofrecieron té y, tras servírmelo, la anciana desplegó delante de mí una caótica colección de chucherías: monedas, dagas, sortijas, grilletes de esclavos, collares de ámbar, pulseras de plata… Abdul exaltaba la belleza y antigüedad de las piezas. Imaginé que llevaba un tanto por ciento de las ventas.
—Lo siento —me excusé después de negarme a comprar—, me queda un largo viaje por delante, no puedo cargarme demasiado.
—Bueno, pues invítenos a una coca-cola —dijo la muchacha componiendo un gesto de coquetería.
Pagué unos pocos birrs por los refrescos que la vieja sacó de un pequeño refrigerador. La muchacha se llamaba Hamina y tenía veinticinco años. Me dejó fotografiarla en un par de ocasiones y luego ocultó el rostro cuando intenté la tercera foto. Después habló y Abdul tradujo:
—Me gustaría ir a vivir a Europa.
—No creas que es un lugar mucho mejor que Harer.
—Podría trabajar para ti, soy muy buena chica. ¿No me encuentras hermosa?
—No tengo sitio en la mochila para llevarte —respondí.
Se rió y se concentró en su pipa de agua. Ni siquiera me respondió cuando me despedí.
Abdul me condujo hacia el este de la ciudad, al mercado oroma que se extiende junto a la puerta de Harer. En el camino, me mostró un antiguo y humilde edificio de dos pisos, cerrado por una puerta de color azul.
—En esta casa vivió Richard Burton cuando visitó Harer el siglo pasado. Hoy parece una casa pobre, pero entonces era uno de los palacetes del emir. Se lo prestó a Burton. Ya ve: las viviendas pobres de hoy fueron palacios ricos ayer. Creo que quieren hacer aquí un museo, pero lleva años cerrada.
Llegamos a la puerta de Erer, en el extremo oriental de la ciudad. El mercado oroma bullía en el atardecer. Casi todos los productos se ofrecían sobre mantas tendidas en el suelo: por lo general, frutas, legumbres y verduras, a veces en cantidad muy escasa.
Abdul me señaló los portones y la torre de vigilancia de la puerta:
—Por aquí entró Richard Burton con su caravana.
Burton visitó la ciudad en enero de 1855 y permaneció durante diez días como huésped del emir Abd al-Shakur, al que describe como «un pequeño príncipe que tiene la costumbre de matar o encerrar en prisión a todos aquellos que son sospechosos de aspirar al trono». Burton se ocupó de trazar un relato de tonos algo épicos en la narración de su aventura harari, que incluyó en su libro Primeros pasos en el este de África. Pero también es cierto que, como fino observador que era, escribió páginas muy precisas, casi periodísticas, sobre la vida en aquella perdida isla musulmana del oriente etíope.
No le gustó mucho Harer: «Hay pocos árboles en la ciudad —escribía— y no tiene ninguno de esos jardines que dan a las villas orientales esa placentera vista del poblado y el campo combinados. Las calles son estrechos pasadizos y la ciudad abunda en mezquitas, edificios de una planta sin minaretes y sus patios repletos de tumbas». Y añadía: «Mis días en Harer fueron monótonos». No obstante, unas líneas después, el explorador agregaba que las mujeres de la ciudad eran muy hermosas, y dejaba entrever que disfrutó de algún que otro lance amoroso: «Los dos sexos (en la villa) son famosos por la laxitud de la moral», señalaba.
Los párrafos más espeluznantes que Burton pinta en su retrato de Harer son los que se refieren a la administración de la justicia: «El asesino es llevado al mercado, se le arrancan los ojos y se le mutilan manos y pies. Luego, se le corta la nariz con un cuchillo de carnicero, se le mata y su cuerpo se entrega a los parientes para que lo entierren. Al ladrón se le amputa la mano».
Abdul me iba hablando de Burton mientras seguíamos paseando por la ciudad. Como hombre orgulloso de su trabajo, había leído el texto del viajero inglés sobre Harer, y me señalaba lugares citados por Burton, como las tumbas de algunos santones del sur de la villa. Recordé que, en un texto posterior a sus Primeros pasos, el explorador escandalizó a la puritana Inglaterra de su tiempo cuando relató sus investigaciones sexuales durante su viaje por la geografía del Oriente africano: «Las mujeres viciosas —decía— prefieren a los negros a causa del tamaño de su órgano sexual. Medí el de un hombre en territorio somalí que, en reposo, alcanzaba cerca de quince centímetros. Es esta una característica de la raza negra y de los animales africanos, mientras que el árabe puro, tanto el hombre como el animal, está por debajo de la media europea […] Es más, estos enormes órganos no aumentan de modo proporcional durante la erección; y en consecuencia, el acto sexual se prolonga mucho más y crece en gran medida el placer de la mujer».
Le comenté a Abdul el asunto y él me miró perplejo.
—¿Así que medía penes en reposo y en erección? ¡Vaya con Burton! —exclamó—. ¡Yo jamás le mediría el pene a un hombre, ni en reposo ni mucho menos en erección!
—Dicen que Burton era bisexual.
—A mí me parece que también era un racista… Los africanos tenemos penes de todos los tamaños, como los blancos y los árabes.
—No corra la voz, Abdul: se perdería alguna posible aventura con turistas curiosas.
Rió con fuerza, me dio un palmetazo en las espalda y noté que le caía más simpático aún. Las bromas sexuales masculinas tienen un carácter universal; y digan lo que digan los antropólogos, vuelan por encima de casi todas las etnias y los credos. Gastarlas mundo adelante, aunque las encuentres vulgares, es una manera de ganar amigos.
Abdul me guió luego hacia lo que los hararis consideran los dos monumentos más importantes de su ciudad: el palacio de Haile Selassie y la casa de Rimbaud. Abdul era realista y no se cortó un pelo al señalarme el cochambroso palacio de madera, alzado en dos plantas, donde vivió su juventud el último emperador etíope:
—Si a esto le llaman monumento, que venga el Diablo y lo vea. Ahora lo habitan varias familias pobres y nadie se ocupa de reparar nada. Cualquier día se derrumba.
Me asomé a la planta baja. La antigua sala de recepciones se destinaba ahora a la consulta de un curandero, que en el cartel de la puerta se anunciaba como «Jeque-médico Mohammed Haji Bushra». La lista de sus especialidades curativas haría enrojecer de envidia a cualquier galeno occidental: «diarreas, gastritis, dolores genitales, enfermedades venéreas, enfermedades mentales y cualquier tipo de cáncer».
—Algo exagerado, ¿no le parece, Abdul? —pregunté a mi guía.
Se encogió de hombros.
—Las gentes incultas de la ciudad acuden por centenares cada semana. Yo creo que este jeque ha matado más personas sanas en unos pocos años que todos los criminales a los que ejecutaron durante siglos los emires.
La casa de Rimbaud se encontraba en los últimos trabajos de rehabilitación, a punto ya de abrirse al público como museo, y era un edificio notable, de estilo indio, alzado en tres plantas, las dos superiores construidas en madera, y con bellas ventanas de cristales pintados en colores vivos.
—Parece una mansión demasiado lujosa para alguien que vivió tan pobremente como Rimbaud —le comenté a Abdul.
—A usted puedo decírselo: no es la casa de Rimbaud. Nadie sabe cuál fue la que habitó, quizá vivió en varias. Pero el Ministerio de Cultura francés ha decidido financiar el museo y compró el edificio más suntuoso que encontró en la ciudad. A mí me parece estupendo: cuando vengan franceses a verlo, estarán encantados de que les enseñe un lugar tan bonito. Y yo he leído todo lo que hay que saber del Harer de Rimbaud, incluso he aprendido de memoria y en francés algunos de sus versos. ¿Quiere escuchar uno? Ahí va: «¿Y esos despertares francos, claros, rientes, hacia la aventura?». Bonito, ¿no?
—Asombroso, Abdul.
—Me caerán buenas propinas: ya sabe usted cómo son los franceses…
—¿Cómo son, Abdul?
—Presuntuosos… Y un presuntuoso siempre afloja el bolsillo cuando se le cultiva el ego.
La vida de Arthur Rimbaud en Harer, donde vivió un total de cinco años durante diversos períodos, entre 1880 y 1891, es una historia desdichada y triste. Cuando tenía veinticinco años, en pleno cénit de su gloria literaria, el precoz autor de Una temporada en el Infierno y Las Iluminaciones, decidió dejar de escribir y largarse de París para no volver en todo el resto de su vida. «Ya no pienso nunca en la literatura», escribió en una carta. Y el 20 de octubre de 1879, dejando atrás una juventud apasionada y tumultuosa, «a las once de la noche se despidió de sus amigos —cuenta su biógrafo Enid Starkie— y ninguno de ellos volvió jamás a verlo». Paul Verlaine, que fue su amante durante un tiempo, escribió más tarde: «Después ya no hizo nada más que viajar terriblemente y morir muy joven». En una carta a su familia, fechada en 1883, el propio Rimbaud decía: «Cada día que pasa me atraen menos el clima, la forma de vivir e incluso la lengua de Europa. Me enviáis las últimas noticias políticas. ¡Si supierais lo poco que me importan ahora! Hace más de dos años que no he abierto ni un solo periódico».
Rimbaud quería hacerse rico, labrarse una fortuna lejos de Francia, y esa fue, según los estudiosos de su vida, la causa principal que le impulsó a marcharse. Pero quizá le sucedía algo más profundo, algo que es común a cierto tipo de poetas dotados de un genio natural muy poco corriente: tal vez su alma había enloquecido, ya que no su mente. En Una temporada en el Infierno había dejado escrito: «Aquellos con los que me crucé tal vez no me vieron». Puede que quisiera, al dejar París, abandonar también su propia sombra. «¡Vamos —clamó en otro verso—: La marcha, la carga, el desierto, el hastío y la rabia!».
En julio de 1880 alcanzó el mar Rojo y se instaló en Aden, Yemen, en busca de trabajo. Y entró al servicio de un francés exportador de café llamado Pierre Bardey. Contrajo allí sus primeras fiebres palúdicas y quizá por ello, en una carta, describió Aden como «una roca espantosa».
Unos meses más tarde, a finales del mismo año y después de atravesar a caballo durante veinte días el feroz desierto de Somalia, llegó a Harer, como agente de la compañía de Bardey, con salario, comida y alojamiento pagados y una comisión de un dos por ciento en los beneficios del comercio de café, pieles, caucho, marfil y almizcle. La compañía tenía sus oficinas en la plaza del mercado central y allí vivió el poeta los primeros meses. Cuando llegó, Rimbaud era el único francés en la ciudad. Tiempo después se instalarían allí Alfred Bardey, hermano de Pierre, y dos sacerdotes católicos también franceses: Taurín-Cahagne y Jéróme Jarosseau. Este último, miembro de la Compañía de Jesús, alcanzaría a ser más tarde obispo de Harer y profesor de francés de Haile Selassie, el hijo del gobernador de la región, del «ras» Makonnen, súbdito de Menelik II. Al producirse la invasión italiana de 1935, Jarosseau, ya muy viejo, hubo de exiliarse a Djibouti, y regresó a Etiopía en 1942, poco antes de morir, acompañando a las tropas victoriosas de Selassie.
Cuando Rimbaud entró en Harer, la región donde se encuentra la ciudad estaba en poder de Egipto. El jedive (sátrapa) Ismael gobernaba desde El Cairo un extraño imperio: teóricamente incluido en los dominios del Imperio otomano, el Egipto de Ismael era un país que gozaba en la práctica de una independencia plena, con la aquiescencia y el apoyo militar de Inglaterra. En 1875, Ismael controlaba el Sudán y quería extender su poder hasta el Oriente de África. Sus ambiciones le impulsaban a conquistar el Cuerno de África para controlar desde allí las costas africanas del índico. De modo que envió una fuerte expedición militar, equipada con moderno armamento inglés, destinada a someter a Etiopía. Sus planes se truncaron en el norte y el sur del país, donde sus tropas fueron derrotadas por el emperador Yohannes IV. Pero logró hacerse con el dominio de las costas del mar Rojo, las de Somalia y la región de Harer. Hasta que Egipto abandonó aquellas tierras y costas, en 1885, los europeos de Harer pudieron gozar de cierta seguridad en la ciudad y comerciar libremente en regiones en otro tiempo muy peligrosas. Ese Harer fue el que recibió al poeta en diciembre de 1880.
Rimbaud no ganaba todo el dinero que había esperado y vivía en la ciudad en condiciones muy modestas. La villa no le gustaba nada: «Este clima atroz —escribía a su madre— […] Vivo de la manera más aburrida y sin provecho: no cabe imaginar otra vida más aburrida que esta». Harer era, además, una ciudad poco común en otros aspectos: por las noches, las hienas y los leones rodeaban sus muros y, si lograban penetrar en el recinto de la villa, atacaban y devoraban a todos los que encontraban en las calles. No eran pocos los hararis de entonces que abandonaban a los enfermos desahuciados en las callejuelas de la urbe para que calmaran el hambre y la ferocidad de las fieras.
El poeta pensaba en irse de Etiopía y viajar a Panamá en busca de fortuna, pero sus planes se torcieron al contraer la sífilis. Según su biógrafo Enid Starkie, de donde extraigo la mayoría de los datos sobre la estancia de Rimbaud en Harer, el poeta había abandonado todo tipo de relaciones homosexuales y tan sólo practicaba el sexo con mujeres.
Regresó a Aden para curarse, un año después de iniciar su estancia en Harer, y con la idea de no regresar jamás a Etiopía. También pensó en dedicarse a la exploración por otras latitudes africanas, y en ese sentido envió cartas a la Société de Géographie, que desdeñó su oferta. Al fin, aceptó seguir trabajando con Bardey y volvió a Harer con un contrato de dos años.
Buscando nuevas materias primas para aumentar las exportaciones de la compañía, y con ello sus propios beneficios, exploró territorios de las provincias limítrofes que nunca había pisado otro europeo antes de él, burlando la malaria, los ataques de las fieras y la amenaza de los bandidos en territorios sin ley y sin dueño. En 1883, logró publicar un estudio sobre la región de Ogadén en el boletín de la Société de Géographie. Y cuando la Société se interesó por aquel francés perdido en África y le brindó su apoyo para futuras expediciones, Rimbaud volvió la espalda a la oferta. Tan sólo quería hacerse rico en el mundo del comercio y los negocios. De la misma manera que, años antes, había enmudecido como poeta para siempre, ahora cerraba la puerta a la posibilidad de ser un explorador famoso. Imagino que porque, tal vez, no hay hombre capaz de convertirse en leyenda en los dos grandes territorios de la aventura: la poesía y la exploración. También en aquel año recibió carta de Verlaine, animándole a regresar a París y restablecer su relación. Rimbaud no contestó.
Aquellos viajes le parecieron en un principio insufribles. «Caminos terribles —escribía a su familia— que recuerdan el horror que se supone a los paisajes lunares». Pero, quizá sin percibirlo entonces, en su sangre entró durante aquellos años el veneno del vagabundeo. En las últimas cartas que escribió antes de morir se leen frases como esta: «Seguir siempre en el mismo sitio me parecería una gran desgracia. Me gustaría recorrer el mundo entero, que bien mirado no es tan grande. Quizá entonces encontraría un sitio que me agradara lo bastante». O como esta otra, redactada tiempo después: «Vivir permanentemente en el mismo sitio es algo que siempre me parecerá muy triste… Si dispusiera de medios para viajar y no me viera forzado a instalarme en un lugar para ganarme la vida, no duraría más de dos meses en el mismo sitio».
Extrañas confesiones de un hombre, que, años antes, había desdeñado las ofertas de la Société de Géographie.
En 1885, los sueños imperiales de Egipto se disolvieron y sus soldados y funcionarios abandonaron Harer. El nuevo emir decidió cerrar la ciudad a los europeos y Pierre Bardey hubo de clausurar su negocio. A Rimbaud no le quedó otro remedio que regresar a Aden, adonde viajó acompañado de una muchacha harari, la única mujer con la que mantuvo una relación estable durante un cierto tiempo de su vida y cuyo nombre no aparece en ninguna parte.
Pero no duró mucho como empleado de Bardey. Se despidió de la compañía, después de cobrar tres meses de sueldo como indemnización, y decidió emprender negocios por su propia cuenta. Bardey escribiría años después sobre Rimbaud: «No pude retenerlo mucho más de lo que es posible retener a una estrella fugaz».
Ese año de 1885 la Historia comenzaba otra vez a dar un giro en Etiopía. Menelik, señor del oriente del país, se preparaba para acometer su suprema ambición: apear a Yohannes IV del trono del imperio etíope y proclamarse emperador. Para tal empresa, Menelik precisaba de armas modernas, ya que el ejército de su rival estaba mucho mejor equipado, con las armas inglesas capturadas a los egipcios. Menelik disponía de una enorme fortuna, acuñada con el tráfico de esclavos y de marfil. Y el excelso poeta francés vio la luz de salida del túnel de su mísera vida: el tráfico de armas. Despachó a la mujer harari, viajó a Tadjowa y gastó todos sus ahorros en modernos fusiles. Y en octubre de 1886 emprendió la marcha desde las costas somalíes hacia el interior de Etiopía, hacia las regiones de Shoa controladas por Menelik.
Fue un viaje épico del que apenas dejó escrito nada en sus cartas. Tardó cuatro meses en atravesar aquellas tierras peligrosas e inhóspitas y en febrero de 1887 estaba en el lago Assal. Poco después se encontró con Menelik. Pero otros traficantes habían llegado antes que él y los precios de las armas habían bajado sensiblemente. Menelik era un hábil negociador y Rimbaud un desastroso hombre de negocios. Tuvo que vender su cargamento por mucho menos precio del que esperaba y, como quien dice, se quedó lo comido por lo servido. Estaba casi arruinado y sus cartas enviadas a París en aquella época muestran la depresión que le invadía: «Nunca he hecho mal a nadie. Trato, en cambio, de hacer el poco bien que está a mi alcance y esa es, de hecho, mi única satisfacción», escribió a su madre.
Regresó a Aden y viajó a El Cairo poco después para reponerse de una recaída de sífilis. Y de nuevo, en mayo de 1888, con el poco dinero que había conseguido reunir, regresó a Harer para dedicarse otra vez al tráfico de armas, cuando ya Menelik había conquistado la ciudad. Tres años vivió comerciando desde allí, con frecuentes viajes a las costas del mar Rojo y del índico. Y no sólo probó con las armas, sino que se implicó también en el tráfico de esclavos. Pero seguía siendo un fatal hombre de negocios y vivía como un monje en Harer, en una humilde casa que se convirtió en ese tiempo en centro de reunión de los exploradores occidentales que recorrían aquellas apartadas regiones. Él y el jesuita Jarosseau eran, por entonces, los únicos europeos residentes en Harer. Aquel año, el poeta se hizo íntimo amigo del «ras» Makonnen, el gobernador nombrado por Menelik para la provincia de su reino en expansión y padre del futuro «Negus» Haile Selassie.
En 1889, al morir Yohannes IV en un enfrentamiento con los derviches sudaneses, que invadían el norte y el oeste de su reino, Menelik ocupó el trono imperial y unificó todo el territorio etíope. El negocio de las armas bajó de nuevo. Y la situación de Rimbaud se hizo aún más agobiante. No tenía casi ni para comer, su enfermedad empeoraba y la tristeza crecía en su ánimo. Sin embargo, ahora le gustaba Harer, ahora amaba Etiopía con todo su corazón.
En abril de 1891 enfermó muy gravemente y no le quedó otra opción que dejar la ciudad y tratar de llegar a Francia, en un último intento por salvarse. Logró cruzar al mar Rojo desde la costa etíope y, luchando entre la vida y la muerte, navegó hasta alcanzar el puerto de Marsella. Era demasiado tarde. Le amputaron una pierna, pero la enfermedad no se detuvo. Y el 10 de noviembre de 1891 fallecía, a los treinta y seis años de edad. Días antes de expirar, manifestó a su hermana que su único deseo era poder regresar a Etiopía.
Su antiguo jefe, Pierre Bardey, dijo de él: «Era la encarnación de la lealtad y la integridad. Nunca hacía nada que fuera contrario al honor». Y su amigo el «ras» Makonnen escribió esta nota de pésame a la hermana del poeta: «Estoy enfermo por la muerte de su hermano y me parece que mi alma me ha abandonado». El jesuita Jarosseau señaló años después: «Si adoptó aquel tipo de vida fue, sin duda, porque África le había puesto en contacto con los grandes contrastes de la naturaleza».
Tal vez, en su lecho de muerte, el desdichado Arthur Rimbaud recordó aquellos versos premonitorios de su juventud, cuando aún vivía en París, y que el guía Abdul me había recitado frente a la lujosa mansión-museo que nunca habitó el poeta: «¿Y esos despertares francos, claros, rientes, hacia la aventura?».
En la plaza principal las mujeres oromas vendían chat envuelto en hojas de banano, bajo un gran cartel que advertía de los riesgos del sida. Empezaba a caer la tarde y Abdul se despidió, quedando en pasar a recogerme a mi hotel, cuando la noche se cerrara, para ir a ver cenar a las hienas. Yo me senté en la terraza del bar Gunsun a tomar una cerveza y descansar del paseo. En la puerta del local, un par de guardias armados con porras ahuyentaban a los mendigos que intentaban acercarse a pedir limosna. Dentro, una nutrida clientela de hombres seguía, apasionada, la proyección de un vídeo en el que un grupo de muchachas europeas bailaban un ritmo de bakalao sobre las rubias arenas de una playa mediterránea y con sus esplendorosos encantos apenas cubiertos por mínimos biquinis. El insufrible ritmo de la música apagaba los cantos de los muhecines, que lanzaban su monótona copla vespertina desde los minaretes de la ciudad.
Harer es una ciudad cuya altitud sobre el nivel del mar alcanza más de los dos mil metros, y si en los días del verano el calor se hace seco y asfixiante, los atardeceres y las noches arrojan una brisa fresca y dulce desde las montañas, que exige un liviano jersey. Eran deliciosas aquellas noches de Harer.
Más tarde, acodado en la baranda de la terraza de mi hotel, veía pasar abajo algunos taxis renqueantes, pintados de blanco y azul, y gharis tirados por nerviosos caballitos. Las gentes comenzaban a retirarse de las calles y los comerciantes levantaban sus tenderetes del mercado cristiano. El aire se cargaba del inconfundible olor de África: ese perfume que nunca olvidas cuando lo has percibido una vez, ese aroma a piel humana y a basura, a yerba seca, a especias, a café recién hervido y a flores de madrugada, a cuadra y a ceniza, a vida sensual y a muerte que no cesa.
Pensaba que África siempre te penetra por los sentidos. No sólo por el olor, sino también por los ojos, cuando los dejas volar sobre horizontes que parecen no tener término porque los paisajes se superponen: ahí delante un bosquecillo de jacarandas en flor, luego una laguna de techos de latón que brillan dorados bajo la luz del ocaso y ocultan como un engañoso oropel la miseria de un barrio de humildes viviendas, y los minaretes de las mezquitas cosquilleando en la barriga del cielo, y más allá colinas secas y redondas que tapan la visión de los primeros valles, y remotas llanuras de color pardo, y todavía más lejos, hoscos montañones, y después una línea azul que parece el mar y que deja entrever las siluetas de extrañas formas móviles, y nuevas serranías y llanuras, y así, jamás el fin, como un espejismo de la eternidad.
Pero África es también el tacto áspero de los frutos y el calor húmedo de las manos que estrechas. Y es el sonido de músicas alegres, y de voces en idiomas que desconoces, y de lamentos y llantos, y salmodia de niños que te dicen farangi o muzungu o móndele. Y es el sabor de la canela, de la pimienta, del cardamomo y del mango.
¿Cómo explicarse África salvo a través de los sentidos?
La historia de las hienas de Harer es un hecho insólito en todo el continente africano. Durante siglos, manadas de estos carroñeros, así como numerosos leones y leopardos, cercaban la ciudad durante las noches, tratando de colarse en sus muros para atrapar a cualquier incauto ciudadano que se aventurase a abandonar su vivienda después del atardecer. No les resultaba muy fácil franquear las murallas, pero en ocasiones lo lograban y, en otras, los propios vigilantes dejaban que entrasen para que limpiaran de basuras la urbe y devorasen a los desdichados que, desahuciados a causa de una enfermedad incurable, habían sido arrojados de sus casas por sus familiares.
Con el tiempo, y cuando llegaron a Etiopía modernas armas de fuego, los leopardos y los leones desaparecieron de las inmediaciones de Harer. Pero las hienas se quedaron. Y entonces los hararis idearon un original sistema para burlar el peligro, como una suerte de exorcismo, decidiendo pagar una especie de tributo a este temible animal.
Cada año, desde hace siglos y durante una de las fiestas tradicionales del año, los habitantes de la ciudad preparan un guiso llamado ajá, cocinado a base de avena y carne de cordero. Pues bien: durante las fiestas, los hararis comenzaron a dejar extramuros una parte del ajá para que las hienas disfrutasen de una cena especial.
El tributo surtió su efecto y, durante unos cuantos días, después de que las hienas se atracasen de ajá, los hararis podían salir sin miedo más allá de los muros de la ciudad después del atardecer. En vista del éxito, unos años después el gobernador de Harer decidió que, cada noche, un empleado municipal debía situarse en el exterior de cada una de las cinco puertas de la villa para dar de comer despojos a las hienas. Y estas se acostumbraron a cenar de la mano de los hombres y dejaron de atacar a los seres humanos. Tiempo después, el gobernador ordenó que se abrieran en los muros de la ciudad una serie de pequeños huecos, de una anchura de medio metro y una altura de metro y veinte centímetros, para que las fieras pudieran entrar a comerse las basuras dejadas por los hararis. Todavía se llaman hoy «agujeros de hiena». Y las hienas de Harer, respondiendo educadamente a la cortesía humana, nunca desde entonces han vuelto a devorar a un enfermo abandonado.
Así que Harer tiene un servicio gratuito de basuras desde hace decenios y es el único lugar de África donde estos carroñeros no atacan nunca a los humanos. En la actualidad, tan sólo queda un hombre en el oficio de alimentador de hienas, que se sitúa cada noche afuera de la puerta de Sanga, en el lado sur de la ciudad. Por poco dinero, puedes acudir a presenciar la ceremonia de la cena de las hienas, darles de comer tú mismo si te animas a ello y tirar cuantas fotografías gustes. Sin duda se trata de una atracción turística única en el mundo y ciertamente original. Y uno descubre hasta qué punto un animal feroz e indomable puede convertirse en un gentil huésped de tu mesa.
Abdul vino a recogerme al hotel cuando la noche se cerró sobre Harer. Iríamos en taxi hasta la puerta de Sonda. No sólo por ahorrarnos una larga caminata por las calles entristecidas de la ciudad, sino para que los faros del vehículo nos permitieran contemplar con claridad el ceremonial de la cena.
La luna llena alumbraba el cielo, clara y rotunda, con su hierático rostro de bruja vieja y fea. El coche se detuvo, quedó al ralentí y, alumbrando con las luces largas, enfocó a un hombre que se sentaba sobre un taburete de madera, no muy lejos de un árbol, y a cuyos pies había dos grandes cubos metálicos repletos de despojos de carne de vaca. Abdul y yo bajamos del taxi y nos situamos a unos pocos pasos de donde el hombre se encontraba. Él ni siquiera se volvió para mirarnos: sus ojos estaban fijos en la noche. De cuando en cuando, arrojaba huesos a la oscuridad, mientras gritaba con voz firme algo así como «¡Yelah, Yelah…, Put, Put…!». Luego silbaba, encendía una linterna y buscaba con su luz mezquina en el campo de hierbas ralas que se tendía delante.
—¿Qué significan los gritos? —pregunté a mi guía.
—Son los nombres de las hienas. Las conoce a todas. Y ellas le conocen a él. Se llama Ahmed.
Pasaron los minutos y el silencio y la quietud poblaban la oscuridad, más allá del arco de luz que abrían las luces de los faros del automóvil. No había otros sonidos en el aire que las voces del hombre y el ronroneo quejoso del motor del taxi. La luna parecía haber empequeñecido, y apenas alumbraba una línea inmóvil de colinas bajo la noche. «Yelah…, Put», insistía el tipo. Y el eco de su voz se perdía entre las sombras. «A veces no vienen», se excusó Abdul, tal vez inquieto al pensar que yo iba a pagar unos cuantos dólares en vano.
Pero unos instantes más tarde, percibí que algo se movía en las cercanías del hombre. Y después, dos ojos amarillos brillaron en el vacío, como dos pequeñas lumbres móviles que reflejaban la luz de los faros del coche. La hiena apareció de súbito y se acercó a un par de metros de donde se sentaba Ahmed. La vimos claramente en el centro del arco de luz: grande, de cabeza gorda, cuerpo desangelado, baja de culo y piel moteada de color canela. Ahmed arrojó un hueso y el animal lo tomó con prisas y huyó a esconderse, temeroso, en la oscuridad. El hombre continuó con sus llamadas y siguió lanzando hacia las sombras despojos de vaca.
Nuevos pares de ojos surgieron al otro lado del haz de luz. Y las hienas comenzaron a acercarse a Ahmed. Apenas unos pocos minutos más tarde, conté hasta quince fieras. Ahora el hombre colocaba pequeños trozos de carne en el extremo de un palo y lo aproximaba a las hienas. Y los animales, siempre con miedo, llegaban hasta él, tomaban la comida y trotaban a esconderse entre la hierba. Yo no cesaba de hacer fotos.
Poco después, en el momento cumbre de su espectáculo, Ahmed se puso en pie, sujetó el palo con los dientes y se acercó a los animales. Uno de ellos, el más grande que había visto, saltó ágil y raudo, y robó la carne sin romper el palo.
—¿Quiere probar usted? —susurró Abdul en mi oído.
—¿Le importa hacerme unas fotos?
Me aproximé al escenario de la merienda y Ahmed me tendió el palo. Me puse en cuclillas y lo acerqué hacia un par de ojos que brillaban a unos cinco metros. Vi acercarse al feo carroñero. Cuando estaba a escasos centímetros, moví el palo. Y la hiena saltó hacia atrás y se alejó asustada.
Ahmed me sujetó la mano, haciéndome entender que debía mantenerla inmóvil. Esperé. Otra hiena se adelantó. Y ya confiada, tomó la comida. Lo hizo con tal delicadeza que apenas logré percibir cómo la retiraba. Ahmed siguió colocando pedazos de carne en el palo y las hienas continuaron comiendo de mi mano. Pensé, en aquellos momentos, que muchos mimados perros europeos deberían aprender los buenos modales en la mesa estudiando con las hienas salvajes de Harer.
Al bar de mi hotel apenas lo iluminaba una luz mezquina cuando entré a tomar la última copa antes de irme a dormir. Me acodé en el extremo del mostrador y pedí de beber al camarero. En el otro lado de la barra, un hombre blanco fumaba en pipa ante unas cuantas botellas vacías de cerveza. Me saludó con un gesto cuando le miré. Y unos instantes después, tomó su taburete y se acercó a sentarse a mi lado.
Se llamaba Claude y era belga. Gordo, de pelo escaso y liso, calzaba unas gafas de cristales muy gruesos para aliviar la miopía. Tenía ganas de hablar. A los pocos minutos de iniciar su charla, ya me había contado que tenía treinta y ocho años y que, desde los tres, había vivido en África, hasta que se trasladó a Bélgica para estudiar, en el año 1977.
—Mi padre era militar —decía— y vivíamos en Boma, en el antiguo Congo Belga. Nos alojábamos en barracones militares, sin ningún tipo de lujo; pero la comida era buena. Afuera sólo estaban la selva, el Atlántico y la desembocadura del río Congo. En el colegio solamente éramos seis o siete alumnos para un profesor y aprendíamos muy bien. Un día, cuando tenía ocho años, mi padre me llevó con una patrulla a la selva. Iba al mando de ochenta soldados y él y yo éramos los únicos blancos. Recuerdo que una noche nos detuvimos a cenar en una aldea y los soldados hicieron fuego. Luego, comenzaron a cantar y bailar. Se quitaron los uniformes y siguieron danzando sin cesar. Creo que entraron en una especie de trance. Aún tengo en mi memoria el ritmo de los tambores y los cantos de aquella noche. Y percibo todavía el olor de la leña quemada. Todo lo recuerdo como el día que lo viví. Y creo que aquel fue el momento en que África me penetró, que se metió en mi alma para siempre… No sé si para bien o para mal. ¿Quiere otra copa?
Acepté y Claude pidió una nueva cerveza para él. Luego, siguió con su monólogo:
—Imagine lo que significó para mí irme a Bruselas a estudiar cuando tenía quince años… En la clase éramos cuarenta alumnos. Y sólo veía calles y plazas y semáforos y automóviles. ¿Y dónde estaban la selva, el río y el océano? Por eso, cuando terminé los estudios en el 85, busqué un trabajo en África. Lo encontré en Centroáfrica, como empleado de la Cruz Roja. Y luego viví en Tanzania, en Angola y en Ruanda. Ahora en Etiopía. Nunca volveré a Europa.
—¿Cuándo estuvo en Ruanda?
—Ya, lo dice por el genocidio… Sí, fue entonces, en el 94. Todos mis vecinos eran tutsis y todos sin excepción murieron a machete. No puede imaginarse el horror de aquellos días. Y Europa fue cómplice del espanto, sobre todo Francia y mi propio país. Cuando oigo pronunciar el nombre de Mitterrand, siento ganas de vomitar. Lo que ha hecho Europa en África durante los últimos cuarenta años es peor que lo que hizo en la época colonial. Enviamos alimentos y medicinas, sí; pero frenamos el desarrollo para defender nuestros intereses comerciales. Y Estados Unidos es también cómplice. ¿Cree usted que el sida nació en África? Pues no es así: comenzó en Estados Unidos y fue a causa de la alteración de ciertos productos alimenticios. Una cuestión de piensos, algo parecido a lo de las vacas locas. Los occidentales somos los responsables del drama africano… Bueno, no diré somos, sino son. Yo me siento africano y no europeo. Estoy casado con una mujer etíope y tengo dos hijos nacidos en este país.
—¿Vive en Harer?
—No; vivo en Addis. Pero vengo a menudo; dirijo aquí un proyecto humanitario y de desarrollo.
—No me negará que en los últimos años ha crecido la solidaridad europea con África…, la cooperación y todo eso.
—Algo se hace, pero es insignificante. Yo no creo demasiado en la cooperación. ¿Y sabe?: nunca me relaciono con los europeos que viven en África. Son, son… ¿cómo decirle? Muchos se vinieron aquí cuando tenían veinte años y ahora, a los cuarenta y tantos, no se han casado, no han tenido hijos y ya no saben si volver a Europa o no. Me dan pena. No tienen raíces en África y han perdido las de Europa. Ya no son nada, no saben dónde habitan ni cuál es su vida. Son fantasmas de su pasado y carecen de futuro.
—¿Lo mismo que Arthur Rimbaud?
—Sí, como el poeta. Ya veo que conoce su historia. Pero es aún peor para las mujeres que para los hombres. Su desarraigo las lleva a la locura. Aquí vivió hasta el año pasado una italiana que se llamaba Andrea. ¿Sabe qué hacía? Todas las noches acudía a los tugurios de la ciudad nueva. En busca de hombres. Y en África nunca faltan hombres para la cama si una europea los quiere. Ni mujeres si un hombre lo desea. Y no importa la edad que tengas. ¿Sabe cómo llamaban en Harer a aquella italiana?: Andrea sin Fronteras. Tiene gracia, ¿no cree?
Me quedé dos días más en Harer, paseando sus callejones y disfrutando del viento del pasado y del perfume agrio y meloso de sus atardeceres. La última noche Claude me invitó a cenar en su hotel, un lujoso establecimiento situado en la ciudad nueva. Se extendió hablándome sobre las mujeres africanas:
—Entre la prostitución concebida a la europea y el encuentro directo, sin intercambio de dinero, hay decenas de estadios. No es fácil de entender para los blancos lo que el sexo significa en África. Cuando te casas con una africana, ella te exige que le des placer todos los días. Si no lo haces, piensa que eres débil o que ella no te gusta. Y se entristece o se va con otro. No es fácil estar casado con una africana. Y sé de lo que hablo.
Dejé atrás Harer una mañana de sol duro, a bordo de una furgoneta que corría dislocada hacia Diré Dawa. Desde Diré, viajé en avión hasta Addis Abeba y, tras dos horas de espera en el aeropuerto, emprendí vuelo rumbo a Bahr Dar, hacia las orillas meridionales del lago Tana, donde el Nilo Azul brota con mansedumbre para iniciar su largo descenso hacia Jartum. Ya he hablado antes sobre cuáles eran mis planes de viaje y de aquello sobre lo que pretendía escribir. Pero, una vez más, África decidió el rumbo que debía seguir, me llevó dando tumbos por sus caminos perdidos. Y me dictó su libro.