UN HÉROE VILLANO
Era el domingo siguiente a la Epifanía y, en el mausoleo de Menelik II, en las alturas de Addis, se celebraba un oficio religioso en memoria de los reyes. Etiopía es un extraño país que nunca acabas de comprender del todo: la dinastía salomónida, tiránica y cruel durante siglos, derrocada en 1974, después de tres mil años de historia fraudulenta, merced a un golpe de Estado dirigido por militares comunistas, sigue siendo venerada por la Iglesia del país y por no pocos etíopes, sobre todo por los más viejos. Y al Estado no le queda otro remedio que respetar su memoria con un cierto fastidio.
En el mausoleo de Menelik, también conocido como iglesia de Ba’ata Mariam Geda, reposaban provisionalmente los restos de Haile Selassie, en tanto se le preparaba al sur de la ciudad un mausoleo para él solo, en la catedral de la Trinidad, un gran templo que, como todos los edificios mastodónticos de Addis, no parecía terminar de construirse nunca. Cuando visité el país, a comienzos del año 2000, aún quedaban unos cuantos meses por delante para la conclusión de los trabajos, y eso que la catedral había comenzado a levantarse casi veinte años atrás. La obra destinada a guardar los huesos del último León de Judá, costeada por las arcas de la Iglesia etíope, ha supuesto un gasto brutal para un país que tiene una de las rentas per cápita más bajas del mundo y que, además, se gobierna por un sistema de república federal. ¿Quién puede comprender semejante absurdo?
Tefari me recogió en el hotel a primera hora de la mañana y ascendimos en su decrépito Toyota hacia el norte de la ciudad. El mausoleo de Menelik se halla enclavado en una colina boscosa, vallada en sus laderas por altos muros de piedra y con jardines a su alrededor que cubren una extensión de un par de hectáreas. En el mismo recinto se alza también, a unos cientos de metros del mausoleo, la iglesia de San Gabriel, uno de los templos más venerados por los cristianos de Addis.
Tefari aparcó el coche abajo de la loma, cerca de una garita donde dos indolentes soldados, armados de fusiles de asalto, montaban guardia. Ascendimos por un caminito asfaltado y rodeado de césped, entre los olorosos eucaliptos teñidos de un verdor pálido. Era una cuesta empinada por la que trepaban con fatiga, a nuestro lado, decenas de hombres y mujeres cubiertos con sus chemmas de impoluto color blanco, gentes muy pobres, descalzas en su mayoría, en cuyos labios temblaba una oración por lo general inaudible. ¿Rezaban por sus reyes muertos, rezaban por ellos mismos y por su orgullo pisoteado durante siglos? Pensé, al contemplar los rostros de aquellas gentes flacas y de miradas desoladas, que la fe es en casi todas partes el mejor antídoto para olvidar el hambre y la miseria.
—¿Rezan, Tefari? —pregunté.
—Supongo, mister Martin. O tal vez hablan solos… De todas formas, viene a ser lo mismo, con la ventaja de que, cuando rezas, dices algo que no entiendes y no te cuentas tus problemas una vez detrás de otra.
Haile Selassie, el Rey de Reyes y León de Judá, entre otros muy pomposos títulos, emperador número doscientos veinticinco de la dinastía Salomónida, fundada por Menelik I, hijo de Salomón y la reina de Saba, nació el 23 de julio de 1892 en Giarsagoro, un pequeño poblado situado a unos 40 kilómetros de Harer, capital de la provincia de Harergue, en el Oriente de Etiopía. Era sobrino segundo de Menelik II, el rey que unificó los territorios etíopes y que derrotó a los italianos en Adua cuando intentaron por primera vez ocupar el país. Selassie fue bautizado como Tafari, que en amárico quiere decir «Será Temido». Cuando ocupó el trono en 1930, cambió su nombre por el de Haile Selassie, que significa «Fuerza de la Trinidad». No obstante, y pese al abandono de su antiguo nombre, siguió siendo temido hasta su derrocamiento.
Su padre se llamaba Makonnen y ocupaba el cargo de «ras», o gobernador, de Harergue. Makonnen era uno de los generales de mayor confianza de su primo el emperador Menelik II, y había participado heroicamente en la batalla de Adua, venciendo con su caballería a las tropas del general italiano Baritieri. Cuando Tafari cumplió los trece años, su padre le nombró «ras» de Garamullata y en 1910 pasó a administrar la región de Harer. Ese nombre con que entonces era conocido, Ras Tafari, sería el que más tarde adoptarían para nombrarse a sí mismos los integrantes de una secta jamaicano-etíope que reivindica la divinidad de Haile Selassie y que anuncia su resurrección y regreso al trono: los rastafaris, marihuaneros y creadores del reggae, cuyo más famoso representante ha sido el cantante jamaicano Bob Marley. El centro de acción de esta secta, en Etiopía, se encuentra en la ciudad de Shashemene, al sur de Addis.
Menelik II murió en 1913 víctima de una apoplejía y le sucedió Ligg Jasu. Pero tres años después, los nobles y clérigos de la corte depusieron a Ligg y emplazaron en el trono, como emperatriz, a su hermana Zauditu. Estalló la guerra civil, pero el joven Tafari derrotó al ejército de Ligg en octubre de 1916 y fue nombrado sucesor de Zauditu. A finales de ese año ya ejercía como regente.
Su habilidad diplomática y un cierto nivel cultural, sobre todo en el dominio de las lenguas occidentales, le granjearon pronto las simpatías de las potencias coloniales europeas. Con la complicidad de las cancillerías del Viejo Continente fue escribiendo para sí mismo, al paso de los años, una biografía intachable, basada sobre todo en su espíritu modernizador. «Mi país es como el palacio de la Bella Durmiente —dijo entonces—: Todo se mantiene tal y como estaba hace dos mil años».
Durante su regencia, abrió escuelas públicas, envió jóvenes etíopes a estudiar a Europa, construyó hospitales, creó una banca nacional, amplió la pobre red telefónica de sus territorios, hizo instalar la primera imprenta del país y el telégrafo y la radio nacional, construyó carreteras y llevó a Etiopía los primeros coches y aviones. También prohibió el tráfico de esclavos y estableció el año 1950 como fecha tope para la total erradicación de la esclavitud de su reino. Y además de eso, promulgó en 1930, poco antes de acceder al trono, el primer Código Penal etíope, con el que se suprimían las ejecuciones públicas, los tribunales populares para juzgar a supuestos delincuentes, y prácticas habituales como los linchamientos y la amputación de manos y pies por delitos de robo. Acabó también con sistemas tradicionales de persecución del crimen tan brutales como el «afarsata». Este método era de uso común en el país por parte de la policía: cuando se cometía un crimen en una aldea, los agentes la rodeaban para privar de comida a sus habitantes hasta que alguno de ellos denunciaba al criminal; y con frecuencia lo que sucedía es que nadie acusaba a nadie, por miedo a las consecuencias de la delación, y el pueblo entero se moría de hambre.
En 1923, Selassie solicitó el ingreso de su país en la Sociedad de Naciones y un año después hizo un largo recorrido de aprendizaje por Europa, donde fue recibido, sobre todo en Inglaterra, como un gran señor africano al que convenía mimar. En 1928, la emperatriz Zauditu le concedió el título de Negus: rey.
Durante los años de su regencia, comenzó la política de expansionismo italiano por el Oriente de África, según el diseño imperialista de Benito Mussolini, aquel vesánico dictador que exigía a sus fieles tres principios: «creer, obedecer, combatir». Tropas italianas se internaron unos cientos de kilómetros en territorio etíope, viniendo desde el norte y el este, y cortaron las salidas del país al mar Rojo. Luego, los ejércitos de Roma, apoyados por etnias hostiles al poder etíope, forzaron un pacto de amistad con la emperatriz y su sucesor en 1928, que dejó a Etiopía tan sólo una salida al mar, en el puerto de Assad. A comienzos de 1930, Tafari hubo de ponerse al frente de sus tropas para derrotar una revuelta interna alentada por los italianos.
De modo que, cuando la emperatriz Zauditu murió, en marzo de 1930, Tafari se encontraba gobernando un país inestable, enredado en luchas intestinas y con la amenaza de una potencia europea en expansión colonial, la Italia de Mussolini.
El 3 noviembre de ese mismo año, festividad de San Jorge, el Consejo de la Corona le proclamó emperador, con el nuevo nombre de Haile Selassie. La celebración de su acceso al trono se prolongó durante seis días; y para recibir a los ilustres visitantes europeos que acudirían a la coronación, se construyeron avenidas, se derribaron barrios enteros de chabolas, se prepararon arcos del triunfo y miles de mendigos fueron obligados a salir de la ciudad. El nuevo Rey de Reyes compró una carroza en Alemania que había pertenecido al kaiser Guillermo II y de la que tirarían seis caballos blancos de raza española criados en la Escuela de Equitación de Viena. Las coronas, de oro y piedras preciosas, fueron encargadas a un famoso orfebre de la londinense Regent Street. El caviar y los vinos de los banquetes se importaron directamente desde Europa.
Entre los enviados especiales de los periódicos europeos que se desplazaron al país para escribir sobre el evento, se encontraba el novelista inglés Evelyn Waugh, que trazó un magnífico retrato de la Etiopía de la época. El escritor anotaba en sus crónicas múltiples aspectos curiosos de la vida en Addis Abeba, como por ejemplo el hecho de que fueran muchos los hombres que iban armados por la calle, bien con daga o bien con fusil y el pecho cruzado con cananas repletas de balas. Y luego se extendía en detalles sobre la ceremonia de la coronación, que duró varias horas. En su reportaje puede verse hasta qué punto la Iglesia etíope fue protagonista de la larga celebración y cómo Haile Selassie cumplió con los más antiguos ritos coptos, vigilia nocturna e interminable misa incluidas, para afirmar su carácter de rey escogido por Dios. La manera de vestir aquel día del emperador y la emperatriz Menen, coronados y ataviados con mantos bordados en oro, le recordaba a Waugh a «las estatuas procesionales de Sevilla». Las salvas de fusiles y cañonería, los desfiles militares, los vuelos de aeroplanos formando círculos sobre el carruaje de los reyes, que recorrían una y otra vez Addis para saludar a la multitud enfebrecida; las fiestas y banquetes, para honrar a los notables del reino y a los ilustres invitados extranjeros, se prolongaron durante seis días. Y al fino observador que era el novelista inglés no se le escapó ese elemento esencial que aún hoy marca el carácter etíope: lo imprevisible. «Pero todo el catálogo de acontecimientos no puede transmitir una idea real de aquellos pasmosos días, de una atmósfera totalmente única, fortuita e inolvidable, si no ponemos énfasis en la irregularidad de los procedimientos, en su impuntualidad, en sus fallos ocasionales, que eran parte esencial de su carácter y encanto. En Addis Abeba cualquier cosa era fortuita e incongruente; uno aprendía a esperar en cualquier momento lo inusual y, a pesar de ello, seguía sorprendiéndose».
Unos meses después de la coronación, en julio de 1931, Halle Selassie promulgó su Constitución, compuesta de cincuenta y cinco artículos. En uno de ellos, se calificaba de «sagrada» a su persona y, en otro, se definía su poder como «indiscutible». También la Carta Magna recogía el hecho de que la sangre del monarca llegaba desde las lejanas venas de Salomón y la reina de Saba. No se creaban cámaras parlamentarias, sino dos «consejos consultivos». Pero el absolutismo pleno con que se investía el nuevo soberano y las fantasías sobre su origen no empañaron su relación con la mayoría de las naciones europeas, que siguieron siendo cómplices del perfil modernizador y civilizado que Haile Selassie diseñaba para su persona.
A poco de acceder al poder, una revuelta de notables intentó deponerle y colocar de nuevo en el trono a Ligg Jasu. Los italianos pagaron grandes cantidades de dinero a algunos «ras» provinciales para que apoyaran la rebelión. No obstante, Selassie logró a duras penas vencer a los sublevados y ahorcó a un buen número de ellos en los bosques de las afueras de Addis. Luego, dejó sus cadáveres para pasto de las hienas, tan abundantes entonces como ahora mismo en los alrededores de la capital etíope.
La iglesia de Ba’ata Mariam Geda, o mausoleo de Menelik II, era un sólido edificio de planta cuadrangular, alzado en piedra parda y desprovisto de gracia. Cuatro torres punteaban sus ángulos y una cúpula barrigona crecía en el centro del techo. A las cuatro puertas que se abrían en las fachadas se llegaba por anchas escalinatas, y a los pies de cada una de ellas montaban guardia dos leones imponentes de bronce, tumbados y con la orgullosa cabeza enhiesta, vigilando el sueño eterno de los últimos emperadores. Multitudes de fieles y mendigos deambulaban por los jardines circundantes y algunos subían las escaleras y, llegados arriba, de rodillas, apoyaban la frente contra los muros de la iglesia para susurrar sus rezos.
Clérigos y autoridades eclesiásticas entraban al templo por la puerta del lado norte y podían escucharse los cánticos que llegaban desde el interior a través de altavoces colocados en las copas de varios árboles del jardín. El pueblo llano tenía prohibido el acceso y unas cuantas decenas de creyentes, arrimados a la escalinata, se contentaban con oír los himnos y tararearlos, sumisos y reverentes.
—¿Cree que podremos entrar usted y yo, Tefari? —pregunté a mi chófer.
—Lo intentaré, conozco a uno de los guardias. Pero le costará dinero: un donativo, como lo llaman los sacerdotes. Luego, a saber quién se lo queda. Cuando se trata de la Iglesia, siempre hay que echar mano al bolsillo. ¿Sucede lo mismo en su país?
—Más o menos, Tefari. Prometer el Paraíso es un negocio muy rentable en cualquier rincón de la Tierra.
Tefari regresó al poco y me condujo hasta la entrada. Descalzos, traspasarnos el umbral. Varias decenas de sacerdotes y acólitos entonaban cánticos y letanías sin cuento, apretados en el estrecho espacio del interior, apenas un pasillo circular de unos cuatro metros de anchura que rodeaba un templete cubierto por cortinajes: el lugar destinado a ocultar el tabot sagrado. Pagué como donativo el equivalente a dos euros y medio a un monje que se acercó solícito y que me indicó por señas que podía hacer fotos si era mi deseo. Nadie se inmutaba ante la luz del flash. Vidrieras de vivos colores se abrían en los muros y frescos con diversos motivos míticos e históricos decoraban la bóveda: Salomón junto a la reina de Saba, Menelik II coronado en las colinas de Entoto, Menelik II derrotando a los italianos en Adua y Haile Selassie armado con escudo y lanza.
—¿Dónde están enterrados los emperadores? —pregunté al oído a Tefari.
—En la cripta. Podemos bajar si quiere, pero le costará otro donativo.
—Diga al monje que no hay problema. ¿En honor de quién es la ceremonia?
—De Haile Selassie: este año hace veinticinco que murió. Y hay misas en su memoria todos los domingos.
La primera gran prueba de fuego del reinado de Selassie iba a producirse poco después de su acceso al trono. Los italianos controlaban los pozos de petróleo del norte, unos ciento cincuenta kilómetros en el interior de Etiopía, y el emperador desplegó sus tropas para recuperarlos en diciembre de 1934. Era el pretexto que Mussolini precisaba para invadir el país y acrecentar su gloria. Y así, el Duce movilizó su ejército, desde las colonias de Eritrea y Somalia, a la conquista de Abisinia, el otro nombre con que se conoce a Etiopía y que era el preferido de los fascistas italianos. El folclore heroico del fascio tiene un buen puñado de canciones dedicada a las hazañas de los soldados mussolinianos en Abisinia. De un disco compacto comprado en Roma rescato algunos títulos: «África Nostra», «Canzone di Addis Abeba», «Canzone di África», «In África si va», «Povero Selassie», «Etiopía», «Cera una volta il Negus» y «Ti saluto vado in Abissinia». Dice así una letra: «Parto hacia el África Oriental, hacia el horizonte de la guerra, con la bayoneta y el puñal, a conquistar toda la Tierra».
Haile Selassie pidió ayuda a Francia e Inglaterra para preservar la independencia de su reino, pero París y Londres se rindieron a las exigencias del Duce en enero de 1935. Y el León de Judá se quedó solo y comenzó a organizar su frágil ejército para enfrentarse a lo que se le venía encima. Su única ventaja consistía en que todo su pueblo formó piña a su alrededor, dispuesto a impedir que Etiopía, nunca conquistada por los extranjeros en tres mil años de historia, fuese incorporada como colonia al Imperio que soñaba Benito Mussolini.
En ese año de 1935 comenzaba uno de los períodos más brutales de la Etiopía moderna, como si el Arca oculta en Axum hubiera desatado todos sus poderes devastadores en un territorio donde no se cumplían las leyes de un Dios iracundo, como si el «pueblo elegido» hubiera pecado contra la voluntad divina.
De aquel sanguinario conflicto, el canijo rey etíope saldría transformado en un héroe, tanto para su pueblo como para los aliados vencedores de la cercana Segunda Guerra Mundial.
Selassie, antes de la invasión italiana de 1935, era un soberano de corta estatura que cabalgaba un trono inestable en un rincón perdido de África Oriental, un reino peculiar que, en aquellos años, muy poco le importaba a nadie en una Europa que corría derecha a su particular orgía de sangre. Pero la irrupción en sus territorios de las tropas del imperial e histriónico Mussolini convirtió al Negus, de la noche a la mañana, en un héroe ante los ojos de su pueblo y ante los de los países europeos que comenzaban a perfilar su alianza contra la Italia fascista y la Alemania nazi.
Mussolini había organizado uno de los más poderosos ejércitos del mundo y se disponía a poner en marcha un proyecto imperial equiparable al de los días gloriosos de la antigua Roma. Nunca desde los días del Imperio romano había sido Italia tan poderosa. Conquistar Abisinia era una aventura que ni pintada para comenzar la gesta soñada por el Duce: sólo tenía enfrente un ejército de desharrapados dirigido por un rey primitivo. Y había una vergüenza histórica que vengar y que aún escocía en el corazón de toda Italia: la derrota de Adua de 1896. Así escribía el poeta fascista D’Annunzio en 1935: «Todavía siento en mis espaldas la vergonzosa cicatriz de Adua».
Muchos jóvenes intelectuales italianos, insuflados de fe fascista, se alistaron voluntarios para la «gloriosa» campaña de África. Entre ellos, un muchacho de veinticinco años llamado Indro Montanelli, que sirvió como oficial en Eritrea, al mando de un contingente de tropas indígenas, entre 1935 y 1937. Años después, recordando la guerra de Abisinia, escribiría que se enganchó al ejército pensando que en la guerra adquiriría «conciencia de hombre». Pero la incompetencia de los mandos militares italianos, su obsesión por ganar promoción y medallas sin mérito para ello, fueron apartándole del fascismo. «Recuerdo el día de mi partida hacia África —declaró más tarde en una entrevista— como el más bello de mi vida. Creía que iba al encuentro de una gran aventura, a contribuir a un gran acontecimiento. La desilusión fue profundísima». Montanelli dejó escritos un par de libros sobre sus experiencias en Eritrea, uno de ellos hoy casi inencontrable: XX Batallón de Eritrea.
En 1937, de regreso de África, viajó como enviado especial a España y fue testigo de la batalla de Santander. Contó en sus crónicas lo que vio sobre el comportamiento de los militares italianos, que se atribuían gloriosos hechos de armas que no eran tales, y fue obligado a regresar a Roma, donde se le expulsó de la asociación de periodistas. Desde ese momento, se apartó definitivamente del fascismo.
Mussolini, cuando ordenó la invasión, tal vez ignoraba algunos datos de la historia etíope. El principal, que se trataba de un pueblo que llevaba siglos guerreando. El segundo, que Etiopía no se parecía a ningún otro país de África, pues poseía un sentido secular de nación y el orgullo de creerse el «pueblo elegido». Y el tercero, que tan sólo dos ejércitos invasores en casi tres mil años de historia habían logrado derrotar a los etíopes: los musulmanes de Gragn en 1535 y una expedición británica de castigo en 1869. Pero los invasores, al fin, fueron vencidos en el primer caso y volvieron grupas en el segundo, y Etiopía continuó siendo independiente.
La invasión italiana de 1935 logró, a la postre y tras cinco años de luchas, que aquel emperador chiquitín pasara a convertirse en un heroico gigante, que David se engrandeciera delante de Goliat, que la cría de felino se alzara con la melena al viento travestido en León de Judá.
Desde mucho antes de 1934, Italia tenía planes para invadir Etiopía, pero necesitaba un pretexto para iniciar la guerra. Lo encontró cuando, en diciembre de 1934, Selassie decidió enviar sus tropas para recuperar los pozos de petróleo del norte que los italianos habían ocupado unos años antes. Inglaterra apoyaba las pretensiones de Selassie. Sin embargo, Londres decidió la neutralidad cuando Roma lanzó sus tropas contra el ejército de Selassie, desplegado cerca de las explotaciones de crudo. Fue una masacre. Con sus aviones y vehículos blindados, los italianos destrozaron en dos días de combates al frágil ejército etíope. Miles de soldados de Selassie murieron en los enfrentamientos y los supervivientes se retiraron en desbandada. En Roma sonaron las campanas para celebrar la primera de las venganzas por la humillación de Adua.
Pero el Duce quería mucho más. Alentaba un vesánico sueño imperial en territorios africanos que otras potencias europeas, como Alemania, Francia e Inglaterra, habían logrado en la conferencia de Berlín en 1894-1895 y que Italia había visto frustrarse en buena parte a causa de la derrota de Adua de 1896. Al mismo tiempo, Italia padecía de una crónica escasez de materias primas y Etiopía asomaba en el horizonte como una verdadera mina de oro con la que remediar las necesidades de Roma. Conquistar y colonizar Abisinia no sólo era una empresa militar y política gloriosa, sino además un buen negocio.
En septiembre de 1935, Mussolini tenía emplazados cuatrocientos mil hombres en el Cuerno de África y otros ciento cuarenta mil en la reserva. Selassie llamó a levas y requisó para su ejército cuantas armas pudo encontrar en el país. En vísperas del estallido del conflicto, sumaba trescientos mil hombres dispuestos a la lucha, pero eran soldados muy mal entrenados y todo su arsenal consistía en 16 000 fusiles y 600 ametralladoras. La escasez de armas de fuego tan sólo podía cubrirse con arcos, flechas y lanzas. Además de eso, los etíopes no contaban con aeroplanos ni carros de combate.
A las cinco de la mañana del 3 de octubre de 1935, cien mil italianos, bajo el mando del general Emilio de Bono, cruzaban la frontera de la región de Tigray, al norte de Etiopía. Los etíopes se replegaron al principio, sin oponer resistencia seria, y tres días después del inicio de la guerra las tropas del Duce conquistaban Adua, el campo de batalla donde habían sido humillados por Menelik II en 1896. El día 15 entraban en Axum, la antigua capital imperial, ciudad símbolo del orgullo ancestral de los etíopes. En esos días, viniendo desde Somalia, otro ejército italiano, al mando del general Rodolfo Graziani, invadía el país desde el este. Haile Selassie denunció la agresión en la Sociedad de Naciones, y pese a que la invasión fue condenada por la mayoría de los países miembros, no se votaron sanciones políticas ni económicas contra Roma. Mussolini tenía las manos libres en «su» Abisinia y sus tropas siguieron penetrando en el interior del país del «Negus».
Pero en noviembre comenzó la resistencia etíope y las tropas italianas sufrieron algunos descalabros contra un ejército mucho peor armado. Enfadado por la lentitud del avance, Mussolini cesó fulminantemente a De Bono y colocó en su lugar al mariscal Pietro Badoglio. No sirvió de mucho, más bien al contrario: en diciembre, Haile Selassie ordenó el contraataque y el ímpetu de su ofensiva hizo retroceder a los italianos de nuevo hasta Adua y Axum. La guerra de Abisinia no era un paseo militar para la altivez fascista.
Badoglio decidió entonces poner en marcha otro tipo de guerra. Con el visto bueno de Mussolini, inició los bombardeos químicos sobre la población civil y el ejército etíope, una sucia guerra cuyos métodos habían sido prohibidos por los países de la Sociedad de Naciones al fin de la Primera Guerra Mundial. Sólo entre el 22 de diciembre de 1935 y el 18 de enero del año siguiente, los aviones italianos arrojaron en el norte de Etiopía cien mil kilos de bombas químicas, entre gases sofocantes, gases paralizantes, gases lacrimógenos y gas tóxico (benzol). A lo largo del conflicto, Italia utilizaría alrededor de trescientos mil kilos de estos gases contra las tropas de Selassie y los poblados etíopes.
«Temerosos de una derrota —contaba el propio Negus—, los italianos instalaron difusores en los aviones de forma que vaporizaran, sobre vastas extensiones de terreno, una tenue lluvia mortal. En grupos de nueve, de quince, de dieciocho, los aviones se sucedían, de manera que la niebla lanzada por cada uno formaba un toldo continuo. De este modo, a partir de finales de enero de 1936, los soldados, las mujeres, los niños, los animales, los lagos, los ríos y los pastos fueron rociados continuamente con esta lluvia mortal. Para matar de una manera sistemática a todo ser viviente, para envenenar con seguridad las aguas y los pastos, el mando italiano hizo que los aviones realizaran continuas pasadas. Este fue su principal método de guerra».
El avance etíope se detuvo y Badoglio pasó al ataque. A finales de marzo de 1936, el Negus ordenó presentar batalla en Mai Ceu y sus hombres resistieron las embestidas de los aviones y de los doscientos mil soldados italianos durante trece horas. El propio Selassie combatió en una de las ametralladoras. Pero hubo de ordenar el repliegue dejando detrás numerosas bajas.
La más cruenta batalla se produciría unos días después, el 4 de abril, en las orillas del lago Ascianghi. El propio monarca lo contaba así: «Fue una carnicería, como pocas en esta guerra que en tantos sentidos careció de misericordia. Hombres, mujeres, bestias de carga caían por tierra, abatidos por las explosiones de las bombas o mortalmente quemados. Los heridos aullaban de dolor. Los que lograban escapar a aquella matanza eran alcanzados, antes o después, por la tenue lluvia que difundían los aviones. Lo que la explosión de una bomba había iniciado era completado por el veneno. Todo intento de defender el cuerpo contra el líquido corrosivo era inútil. La ropa de algodón quedaba empapada inmediatamente. Y cuando sobre el terreno sólo quedaron cuerpos inmóviles, los aviones se atrevieron a descender más para ametrallar a cuantos les quedara soplo de vida».
El 30 de abril, el ejército destrozado de Haile Selassie regresaba a Addis Abeba, tras una retirada de más de seiscientos kilómetros. Y el día 2 de mayo, el emperador abandonaba la capital, viajaba en tren hasta Djibouti y embarcaba en el Enterprise, un barco de pabellón británico, rumbo a su exilio en Inglaterra. El general Badoglio entraba con sus tropas en Addis el día 6. En Roma, el rey se proclamó emperador de Etiopía y concedió a Mussolini el título de príncipe. El Duce se autocondecoró además con la Orden de Saboya, por haber «preparado, conducido y ganado la más grande guerra colonial que el mundo recuerda».
Pero el mismo día que Badoglio entraba victorioso en Addis Abeba comenzaba la guerra de guerrillas en todo el país. Etiopía no se rendía a la humillación y todo hombre capaz de empuñar un arma tomó su escopeta o su puñal. Antes incluso de que Selassie lograra organizar un pequeño ejército de liberación en Sudán, con la ayuda de los ingleses, las guerrillas ya actuaban en el interior de Etiopía hostigando a las tropas de ocupación del Duce.
El mariscal Badoglio fue nombrado primer virrey de Etiopía por Mussolini, pero a poco de conquistar Addis renunciaba a su cargo y se embarcaba en mayo de 1936 de regreso a Italia, convertido en un héroe popular y con las arcas llenas del botín que se había apropiado, según una norma tan vieja como la guerra por la cual «al vencedor le pertenecen los despojos». En total, se hizo con la mitad de las reservas de oro y plata del Banco de Etiopía y, ya en Roma, se construyó una suntuosa villa que decoró con las riquezas conquistadas, para cuyo transporte en el buque Arbórea fueron necesarias trescientas cajas.
A Badoglio le sucedió en el virreinato, en junio de 1936, el general Rodolfo Graziani. En su hoja de servicios figuraba una sangrienta represión contra los árabes cuando era vicegobernador en la colonia de Cirenaica, en Libia: en 1930, para sofocar una rebelión armada, encerró a la población civil en campos de concentración y el saldo de su actuación dejó sesenta mil muertos. A su forma de combatir la rebeldía la llamó el propio Graziani «un ejemplo romano de rigor rápido e inflexible». En esos primeros meses de ocupación, comenzaron a llegar por miles a Etiopía los colonos italianos, atraídos por las riquezas del país y dispuestos a esquilmarlo.
Los dieciocho meses del virreinato de Graziani no constituyen más que un catálogo de brutalidades, un verdadero reino del terror. No sólo puso en marcha una política de trato a los etíopes que, en su médula, era sencillamente un sistema semejante al del apartheid surafricano, sino que llevó a cabo numerosas acciones armadas contra la población civil, algunas de las cuales han sido definidas como un verdadero pogromo. La historia del primer año y medio de ocupación fascista de Abisinia constituye el capítulo más vergonzoso en la historia del colonialismo italiano.
Por mucho que repitiera Mussolini que «los imperios se conquistan con las armas y se conservan con el prestigio», lo cierto es que las normas aplicadas por Graziani en Etiopía tuvieron un sentido muy diferente: todos los etíopes debían saludar respetuosamente a los italianos cuando se cruzaban con ellos, so pena de ser castigados a golpe de bastón; si un italiano era detenido por la policía mientras robaba, debía ser de inmediato puesto en libertad, para que no se resintiera el prestigio de la «raza romana»; en todos los lugares públicos, había una zona para blancos y otra para negros, y las penas para los etíopes que incumplían la norma podía alcanzar los seis meses de prisión; las películas y obras de teatro eran censuradas para los etíopes; y en fin, los italianos no podían trabajar en empleos de baja condición, como limpiabotas o portero, ni en ningún caso servir en los comercios, en los bares y restaurantes e, incluso, en los taxis, a la clientela local.
En el campo militar, la represión era implacable. Cualquier guerrillero capturado debía ser fusilado al instante, y allá donde se produjeran acciones militares del enemigo, las aldeas de los alrededores eran arrasadas en un área de varios kilómetros cuadrados. Los bombardeos químicos continuaban en aquellas zonas donde se sospechaban concentraciones guerrilleras, sin reparar en las masacres que producían entre la población civil. Un buen número de «ras», nobles locales que dirigían grupos de resistencia, fueron ejecutados por los generales italianos; entre ellos, el famoso Desta Damtu, fusilado después de que cuatro mil de sus hombres perdieran la vida en el campo de batalla, en enero de 1937, y de que mil seiscientos de sus guerrilleros capturados junto a él fuesen pasados por las armas. La brillante victoria se completó con un bombardeo químico de más de veinte toneladas de benzol, llevado a cabo por cincuenta aviones, sobre las aldeas de la región ocupadas sólo por civiles. En el poblado de Gojetti, todos los jóvenes mayores de dieciocho años fueron ejecutados sumariamente.
Pero el reinado del terror de Graziani llegó todavía más lejos. En febrero de 1937, el virrey ofrecía una recepción en su palacio de Addis para celebrar el cumpleaños del príncipe de Nápoles, a la que había invitado a representantes de la nobleza local y para la que había concentrado a unos tres mil mendigos, a quienes iba a entregar una limosna en nombre de su gobierno. Dos activistas eritreos arrojaron siete granadas contra Graziani cuando se encontraba en la escalinata de entrada y la tercera de ellas le alcanzó, produciéndole 350 heridas de metralla. Un general italiano perdió un ojo y una pierna, otros cincuenta oficiales recibieron heridas y tres soldados murieron. Graziani fue transportado con rapidez al hospital, donde se logró contener la tremenda hemorragia de sus heridas y salvar su vida, aunque permaneció varios días en estado crítico.
En el palacio se desató la histeria cuando las explosiones de las granadas cesaron. Los oficiales y soldados italianos comenzaron a disparar contra cualquier etíope que encontraran frente a su punto de mira, fuesen nobles, mendigos o tullidos. En pocos momentos, cerca de trescientos cuerpos yacieron ensangrentados en los alrededores del palacio. «Los camisas negras corrían de un lado a otro de la explanada —relató un médico húngaro, testigo de la masacre—, buscando etíopes todavía vivos, disparando sobre cualquiera que respirase aún».
Los «camisas negras» votaron en su sede el pogromo aquella misma noche y las matanzas se propagaron por todo Addis durante dos días y medio, con los italianos, fuesen civiles y militares, borrachos de sangre. Fueron quemados barrios enteros, el pillaje se extendió por toda la ciudad, ardían los cañones de los fusiles fascistas, tronaban las ametralladoras a toda hora y cualquier etíope era susceptible de ser blanco de los disparos de colonos y soldados. Se arrojaban vivas familias enteras al vacío desde los puentes de la ciudad, se violaba a las mujeres y los niños eran acuchillados con las gloriosas bayonetas del imperio. La catedral de San Jorge fue volada y Graziani, en sus momentos de lucidez, exigía desde su lecho que toda Addis Abeba debía ser destruida. El mismo médico húngaro antes citado seguía relatando: «Ningún hombre decente podría contar estas cosas sin avergonzarse al señalar que fueron hechas por hombres blancos como es uno mismo […]. Tuve muchos italianos en mi clínica que me contaban con gran orgullo cuántos negros habían matado. Uno de ellos, más modesto, había matado sólo dos. Otros habían matado, o pretendían haber matado, ochenta o cien. Los oí vanagloriarse de haber robado cuatrocientos o quinientos thalers (dólares) en una sola noche». Los cálculos de aquellos dos días y medio de crimen y saqueo elevan las víctimas mortales a casi treinta mil, entre los que fueron cazados a tiros en las calles y los ejecutados sumariamente.
Y Graziani, ya recuperado, no se detuvo con la masacre de Addis. Considerando cómplices del complot a los miembros de la Iglesia etíope, ordenó fusilar al abuna Petrus y acabar con lo que calificó como «principal foco de rebelión espiritual» del país, el monasterio de Debra Líbanos, uno de los más importantes centros del culto y de la fe en Etiopía. Doscientos noventa y siete monjes fueron ejecutados, junto con veintitrés supuestos cómplices, el 21 de mayo de 1937, y unos días después, los italianos también pasaron por las armas a los diáconos y profesores del monasterio.
La «pax romana» parecía sellada. Y la vergüenza de la derrota de Adua de 1896 quedaba rematada. No está de más recordar, por otra parte, el trato que los cientos de soldados italianos apresados en Adua recibieron por parte de los soldados de Menelik II: se les amputó el pie izquierdo y la mano derecha. Muchos murieron desangrados. Y los que lograron salvarse fue porque ellos mismos cauterizaron sus heridas en el fuego para cortar las terribles hemorragias.
«La guerra es bella —reza un proverbio italiano—, aunque incómoda».
Tanto Graziani como Mussolini creyeron que la dureza en la represión cerraba para siempre la resistencia etíope. Se equivocaron. En agosto del mismo año, la rebelión se extendía por diversas provincias del país. Y Haile Selassie, desde su exilio en Bath (Inglaterra), lograba al fin que Winston Churchill decidiera tomar partido por Etiopía en su lucha de liberación, cuando ya los aliados habían entrado en guerra con Italia y Alemania. El Negus proclamó a Etiopía aliada de las fuerzas que combatían a Hitler y Mussolini.
En julio de 1940, Selassie organizaba en las cercanías de Jartum una primera fuerza militar invasora, la Gideon Force, asistida por instructores británicos bajo el mando del comandante Charles Wingate, a quien años después se conocería como el Lawrence de Etiopía. Setenta oficiales ingleses y dos mil soldados etíopes y sudaneses comenzaron a penetrar en el territorio etíope por el Oeste a partir de 1940, para combatir a un ejército italiano más de cien veces superior en efectivos y mucho mejor armado. Entretanto el coronel Cunningham, con tropas inglesas y surafricanas, entraba por el Oriente.
Selassie envió protestas a la Sociedad de Naciones, publicó proclamas de liberación que sus hombres lograron infiltrar en Etiopía y su figura se encarnó ante su pueblo como la de un héroe de leyenda, el gran León de Judá que podía liberar a los etíopes de la opresión y la crueldad coloniales.
Mussolini cesó a Graziani como virrey en noviembre de 1937, tras el escándalo que en todo Occidente y en la propia Italia produjeron sus matanzas. Para sustituirle, fue nombrado el duque Amadeo de Aosta, hombre más hábil en cuestiones diplomáticas que su predecesor. El cambio no sirvió de mucho, porque el daño ya estaba hecho y Etiopía se alzaba en armas aún con más determinación que al principio de la ocupación. Como escribe Alberto Sbacchi en su preciso libro Ethiopia under Mussolini [Etiopia bajo Mussolini], de donde he tomado una parte de los datos que aquí incluyo, Graziani demostró «cuan precario es el método de pacificación basado tan sólo en el terror».
Los «camisas negras» fascistas probaron ser mejores pistoleros en las calles de Addis que soldados en los frentes de batalla. En cosa de ocho meses, la guerrilla etíope, la pequeña tropa militar de Selassie y los aliados ingleses derrotaban a los italianos en cuantas batallas libraron. La estrategia aliada era muy sencilla: cercar las guarniciones italianas hasta rendirlas, siempre con muchos menos soldados sitiadores que soldados asediados. Y a tal punto fue ridícula la resistencia italiana ante la fuerza militar anglo-etíope, muy inferior en número de soldados y en medios, que en la conquista de Debre Markos, capital de la provincia de Gojam, trescientos fieles a Selassie rindieron a catorce mil hombres de Mussolini. «Cuando entraron en Gojam, en enero de 1941 —escribe Harold G. Marcus en su Historia de Etiopía—, el emperador y Wingate encontraron un enemigo ya derrotado por su propia masiva paranoia […]. Los más famosos escenarios de la guerra (Keren, Debre Markos, Mega, Dembidolo y Ambalage) no representan batallas ganadas, sino fuertes rendidos».
El 5 de mayo de 1941, el canijo león entraba en Addis Abeba como un dragón liberador, cinco años después de que la capital etíope fuese ocupada por el mariscal Badoglio. Selassie desfiló entre banderas y vítores por las calles de su capital, y un batallón de los británicos, el King’s African Rifles del coronel Cunningham, que unos días antes había tomado la ciudad, le rindió honores. En su primera proclama, Selassie pidió a su pueblo el perdón para los italianos y anunció la liberación de la patria. Y Etiopía aclamó a su más grande héroe desde los días de Menelik II, vencedor en Adua.
Haile Selassie, quizá movido por el ejemplo italiano y aprovechando la simpatía que despertaba entre los países europeos vencedores de la guerra mundial, decidió construirse su propio imperio africano y en 1952 ocupó Eritrea, que había sido colonia de Italia. Intentó la misma jugada en Somalia, cosa que no logró. De todas formas, el imperio etíope era ya más extenso de lo que en toda su historia había sido.
Promulgó una nueva Constitución, en la que mantenía su poder absoluto, y ofreció Addis Abeba como sede permanente para la Organización de la Unidad Africana. Y siguió adelante con la construcción de una imagen modernizadora que asombraba a Occidente, haciéndose escribir una autobiografía que tituló Mi vida y el progreso de Etiopía. Todo iba bien en apariencia para el León de Judá, aunque la gran mayoría de los etíopes seguían muertos de hambre, como lo habían estado durante toda la historia del reino de los salomónidas. Desde fuera, el país que gobernaba Selassie parecía una nación ejemplar dirigida por un rey sensato; dentro, no era más que una dictadura controlada por la Policía Política Imperial y el ejército, donde florecía la corrupción mientras el pueblo no tenía ni para comer. Encerrado en su palacio y rodeado por una corte de aduladores, el emperador disfrutaba de todos los lujos y ejercía su poder en una forma que sólo podría entenderse desde la lógica del paroxismo y del surrealismo, como tan bien ha contado Ryszard Kapuscinski en su magnífico libro El emperador. Entre otras cosas, ni leía ni escribía nada, sino que dictaba órdenes ambiguas a un llamado Ministro de la Pluma, su único intérprete. Además de eso, Selassie había organizado una especie de servicio de delaciones, y casi nadie, ni sus más allegados, podía escapar a la sospecha. Sus perros deambulaban a sus anchas por los pasillos de palacio y uno de ellos tomó la costumbre de orinar a los notables cuando llegaban a presentar sus respetos al emperador. Lo cuenta así Kapuscinski en boca de un sirviente de Selassie: «Era un perrito muy pequeño de raza japonesa. Se llamaba Lulú. Disfrutaba del privilegio de dormir en el lecho imperial. A veces, en el curso de alguna ceremonia, saltaba de las rodillas del emperador y se hacía pipí en los zapatos de los dignatarios. A estos les estaba prohibido mostrar, con una mueca o un gesto, molestia alguna cuando notaban humedecidos los pies. Mis funciones consistían en ir de un dignatario a otro limpiándoles los orines. Para ello utilizaba un trapito de raso».
El canijo emperador que admiraban los occidentales era, en sus ocultas estancias palaciegas, un despótico loco. Cuando en cierta ocasión la periodista Oriana Fallacci le preguntó en una entrevista qué podía decir sobre la miseria que atenazaba al país, la respuesta del León de Judá tuvo una lógica aplastante: «Siempre ha habido en la Historia ricos y pobres, ¿o no?».
Sin embargo, entre los jóvenes oficiales del ejército, el descontento comenzó a cuajar. Selassie se sentía tranquilo, protegido en su imponente palacio por sus leones y por una Guardia Imperial de cuya fidelidad no dudaba en absoluto. Pero fue precisamente esta guardia pretoriana quien, por sorpresa, dio el primer golpe al poder omnímodo de Selassie. Durante meses, dirigidos por el general Mengistu Neway, comandante en jefe de la guardia personal del emperador, los veinticuatro miembros del clandestino Consejo Revolucionario urdieron su plan para deponer al Negus. Y en diciembre de 1960, aprovechando que Selassie se encontraba en viaje oficial a Brasil, ocuparon el palacio, tomaron como rehenes a los consejeros, ministros y hombres de confianza del emperador, y anunciaron que el León de Judá había sido apeado del trono. Ingenuamente, esperaban que se produjera un estallido de júbilo popular en toda Etiopía, algo que no sucedió.
La mayor parte del ejército cerró filas en torno al monarca. Mientras Selassie anunciaba la suspensión de su viaje y emprendía el regreso desde Brasil, las tropas leales cercaron el palacio, apoyadas por las multitudes harapientas de Etiopía, que clamaban venganza contra los rebeldes y gritaban enfebrecidos a favor de su rey, el hijo escogido por Dios para gobernar los destinos de Etiopía.
Las luchas duraron tres días. Al fin, después de un intenso bombardeo, el ejército leal a Selassie logró entrar en el palacio, disparando contra todo lo que se moviera, incluidos los rehenes, dieciocho de los cuales murieron. Una buena parte de la guardia sublevada y algunos de los líderes, entre ellos Mengistu, lograron escapar en el curso del asalto y huyeron a las montañas de Entoto, en los altos de Addis. Selassie, ya en la capital, lanzó la orden de captura y ofreció una recompensa de cinco mil dólares por cada uno de los tres principales dirigentes de la revuelta. No sólo las tropas del ejército, sino también miles de paisanos, treparon a las sierras de Entoto sedientos de sangre y de dinero. Los huidos, sin apenas comida, fueron cazados en pequeños grupos y ajusticiados sobre el terreno. Los cadáveres de muchos de ellos fueron transportados a Addis y allí se les colgó en las plazas públicas, donde permanecieron durante días. Otros eran abandonados a las hienas y los chacales, que gozaron de un inesperado y abundante festín. Unos cinco mil rebeldes murieron en aquellos días de violencia incontrolada.
Mengistu y otros dos dirigentes de la revuelta lograron burlar durante un breve tiempo a sus perseguidores y se dirigieron hacia el sur, en busca de la frontera de Kenia. Pero una semana después del fracaso del golpe, un grupo de campesinos los encontró escondidos en la espesura, hambrientos y muy débiles, y los rodeó para intentar apresarlos y cobrar la recompensa. Cerníame Neway, lugarteniente y hermano de Mengistu, disparó su pistola contra sus dos compañeros de fuga y luego contra él mismo.
A pesar del disparo que le atravesó la cabeza entrando por un ojo, Mengistu sobrevivió, en tanto los otros dos morían. Conducido a Addis, fue juzgado bajo la acusación de alta traición. En su libro sobre el Negus, Kapuscinski relata así el fin de Mengistu: «Dijo (durante el juicio) que no temía a la muerte porque, desde el momento en que había decidido enfrentarse a la justicia y participar en el complot, sabía que se exponía a morir. Añadió que había querido hacer una revolución y también que él no la vería, pero que entregaba su sangre para que de ella naciera el árbol frondoso de la justicia. Lo ahorcaron el 30 de marzo, al amanecer, en la plaza del mercado. Junto con él ahorcaron a otros seis oficiales de la guardia. Estaba irreconocible. El disparo de su hermano le había arrancado un ojo y desfigurado toda la cara, que ahora se veía cubierta por una barba negra y descuidada. El ojo restante, bajo la presión de la soga, colgaba fuera de la órbita».
El árbol frondoso que anunciaba Mengistu ante el tribunal que le condenó a muerte fructificó al fin catorce años después del primer golpe, con el levantamiento comunista que derrocó a Selassie. No sería, sin embargo, un árbol de justicia, sino que desataría a la postre un nuevo período de terror, en este caso un terror de color rojo. Para entonces, para el año 1974, las potencias europeas ya tenían otra imagen del Rey de Reyes. El año anterior la BBC había emitido un reportaje filmado por el periodista Jonathan Dimbleby, bajo el título El hambre oculta. Las imágenes mostraban los campos desolados del norte donde los etíopes morían de hambre y de sed, alternadas con escenas donde Selassie aparecía disfrutando de grandes banquetes; y secuencias donde los caminos asomaban llenos de miserables moribundos junto a aviones que descargaban en el aeropuerto de Addis cajas de champán y de caviar. Toda Europa se quedó pasmada y, al parecer, algunas copias del programa entraron clandestinamente en Etiopía. La cifra de víctimas de aquella hambruna denunciada por Dimbleby se estima hoy en medio millón de personas. Selassie perdió la confianza de sus aliados occidentales.
Por otra parte, Eritrea se había levantado en armas en 1962 y las tropas etíopes reprimían sin descanso ni piedad a los alzados. En la Universidad crecía el descontento y el marxismo se extendía en las aulas y en los cuarteles. Se sucedían los motines, las huelgas y la Policía Política Imperial no daba abasto para apagar tanto fuego de rebeldía. El 12 de septiembre de 1974, un grupo de jóvenes oficiales dirigidos por el comandante Mengistu Haile-Mariam asestó el golpe definitivo a la dinastía Salomónida, después de tres mil años de historia. Fue un golpe casi incruento y el emperador quedó confinado en palacio. Poco a poco se le fue aislando del mundo. Mengistu, consciente de lo que había sucedido en 1960, cuando las masas etíopes apoyaron a Selassie, teniéndolo aún por un ser emparentado con Dios, trenzó un plan sutil: primero hizo olvidar al monarca entre su pueblo; luego, el 27 de agosto de 1975, casi un año después del golpe, lo asesinó, según dicen estrangulándolo con sus propias manos, y la prensa oficial anunció su muerte señalando que era consecuencia de una obstrucción de las vías respiratorias provocada por una trombosis. El cadáver del Rey de Reyes fue disuelto en ácido sulfúrico en una bañera de palacio y sus huesos, por orden de Mengistu, se enterraron bajo la taza del váter del despacho del nuevo hombre fuerte del país.
Así se desvaneció en la Historia el emperador número doscientos veinticinco de los supuestos descendientes de Salomón y la reina de Saba. Y durante diecisiete años, hasta que Mengistu fue depuesto por un nuevo golpe militar, la mierda y el orín regaron los huesos del León de Judá: el Más Extraordinario, Venerable, Bondadoso, Excelso y Misericordioso Señor; el Más Amable de los Señores; el Distinguido Monarca; Nuestro Bienhechor; su Sacra, Real, Magnánima, Sublime, Prudente, Serena y Precavida Majestad; el Rey de Reyes y Elegido de Dios.
Guardo la impresión, desde que dejé Etiopía, de que las más importantes ceremonias religiosas de aquel país no concluyen nunca, quizá porque son la mejor ocasión para que se luzcan y disfruten monjes y sacerdotes, la mayor parte del año dedicados a no hacer nada, a vivir en la meditación y alimentarse del dinero fácil que entregan los fieles miserables y desesperanzados. Por lo menos, aquella ceremonia en recuerdo de Haile Selassie se hacía interminable. Harto de hacer fotos y sordo por los cánticos, indiqué a Tefari con un gesto que se acercara.
—¿Podemos bajar ahora a la cripta? —susurré a su oído.
—Cuando usted diga, ya está negociado.
Un monje nos condujo a un extremo de la capilla y abrió en el suelo una trampa de madera. Descendimos por una angosta escalera hasta una sala de proporciones regulares, de unos cincuenta metros cuadrados, iluminada por una tenue luz. Percibí un leve olor a rosas muertas. En tan estrecho espacio, se agolpaban cuatro grandes sepulcros de mármol labrado. Uno contenía los restos de Menelik II y los otros tres los de su esposa, su hija y la hija de Haile Selassie. Los huesos del último emperador se guardaban en un pequeño cofre, encerrado en una vitrina de cristal que presidía un retrato del León de Judá, ataviado con uniforme militar. No pude evitar acordarme del retrete de Mengistu en instante tan solemne.
Sonriendo, el monje me tendía la palma de la mano abierta. Le di veinte birrs, el equivalente a dos euros y medio.
—Nosotros somos los guardianes de los restos de los emperadores —dijo el clérigo en más que correcto inglés, con voz trémula, mientras se guardaba el dinero bajo la casulla—. Eran tiempos gloriosos aquellos, los jóvenes de hoy están perdiendo la memoria de nuestro brillante pasado.
—¿Cree que sus reyes eran descendientes de Salomón? —me atreví a preguntar.
—Desde luego, señor. —Alzó algo la voz—. De otra forma, no podríamos ser el pueblo elegido de Dios, y sin duda lo somos.
—¿Regresará al trono un nuevo descendiente de Salomón?
—Por supuesto —guiñó el ojo el fraile—. Y aquí estaremos para recibirle como merece su sagrada persona.
Mengistu nacionalizó todas las industrias y tierras del país, encerró en las cárceles a miles de sospechosos, fusiló a treinta mil adversarios políticos, continuó la sangrienta guerra de Eritrea, elevó a los altares etíopes la fe marxista y, con la ayuda soviética y cubana, puso en pie el ejército más poderoso de África, pertrechado de misiles y armas químicas. Un déspota sucedía a otro déspota, y la miseria continuaba en los campos etíopes. Durante los últimos años de Selassie y los primeros de gobierno de Mengistu, más de un millón de personas murieron de hambre. Como escribe en Ébano Kapuscinski, a los dos hombres «los separaba la lucha por el poder y los unía la mentira». También recuerda el periodista polaco que, a finales de la década de los setenta, «cuando se recorría Addis Abeba por la mañana, se veían en las calles los cadáveres de los asesinados, cosecha de cada noche». Por su parte, Graham Hancock relata que los familiares de las víctimas de los escuadrones de la muerte, al servicio de Mengistu, debían pagar el costo de las balas empleadas para matar a los suyos si querían recuperar sus cuerpos y proceder a enterrarlos.
La ferocidad de su dictadura, las hambrunas, la crisis económica y las costosas guerras emprendidas contra los rebeldes eritreos y otros focos de resistencia regional, minaron poco a poco el poder de Mengistu. En los años ochenta, los movimientos guerrilleros de Eritrea y Tigray, en el norte, y los de Oromo, en el sur, comenzaron a infligir severas derrotas al ejército etíope.
En abril de 1991, la federación de tropas puesta en pie por los enemigos de Mengistu había logrado rodear Addis Abeba, a pesar de contar con un armamento muy inferior al de las fuerzas gubernamentales. El 21 de mayo, Mengistu tomó un avión y escapó a Zimbabwe, donde el presidente Mugabe le ofreció asilo político. Las tropas rebeldes entraron en la capital el día 28, sin encontrar resistencia ninguna. «Al enterarse de la huida de su líder —volvemos a Kapuscinski en Ébano—, aquel ejército poderoso y armado hasta los dientes se desmoronó en pocas horas. Los soldados, hambrientos y desmoralizados, se convirtieron en un instante en mendigos, ante los ojos de los atónitos habitantes de la ciudad. Con un kaláshnikov en la mano, extendían la otra pidiendo para comer». Eritrea ganó su independencia y en Etiopía se instaló un régimen federal que hoy todavía mantiene el poder.
Pero la hambruna continúa, la miseria crece y la guerra de Eritrea, que enfrenta una y otra vez a los antiguos aliados de la lucha contra Mengistu, se ha convertido en un conflicto endémico que devora la exigua economía del país.
Podría pensarse que el Arca de la Alianza, guardada en el templo de Santa María de Sión, en Axum, envía sin cesar su poder devastador sobre la pobre Etiopía, a pesar de permanecer encerrada tras pesadas puertas de bronce y gruesos muros de piedra. ¿Es el etíope, acaso, un pueblo elegido por Dios tan sólo para el hambre y la muerte? ¿Sigue el colérico Yahvé campando por la triste Abisinia y enviando sobre sus tierras mortíferas plagas y sequías?
Invité a cenar a Tefari y Teddy en la que suponía iba a ser mi última noche en Addis. Fuimos a un extraño lugar, un café-bar de nombre My Pub, en Jomo Kenyata Avenue, donde servían sandwiches y hamburguesas, regados por cerveza de barril inglesa, y donde podía jugarse al billar americano. En la pantalla de un televisor cantaban en un vídeo los Rolling Stones y la clientela era una mezcolanza de blancos residentes en la ciudad y negros acomodados: una isla de Occidente en una de las ciudades más pobres de la tierra. Ya digo que era un lugar extraño, pero hacía tiempo que me había acostumbrado a convivir con lo insólito en Etiopía.
Jugamos al billar, Tefari y yo formando equipo contra Teddy, y ganó Teddy con facilidad, en tanto que Tefari estuvo en un par de ocasiones a punto de rasgar el tapete con sus feroces golpes a la bola. Bebimos más cerveza de la cuenta y creo que el último tramo de la noche lo dedicamos a aprender: ellos, español, y yo amárico. Hoy no recuerdo ni una sola palabra de tan complicado idioma, y supongo que a mis amigos, allá en la lejana Addis, les sucederá lo mismo con el español. Me contaron que, en los arrabales de Addis, era peligroso caminar durante las noches a causa de las hienas, que atacaban sobre todo a los niños y a los borrachos. Todos los meses se producían algunas muertes, pese a las batidas de caza que ocasionalmente llevaban a cabo la policía y el ejército.
Al día siguiente tomé temprano el avión a Diré Dawa. Tefari me llevó al aeropuerto y, convencidos los dos de que sería la última vez que nos veríamos, me abrazó, me besó en las mejillas y vi un rastro de lágrimas en sus ojos. Por mi parte, me consolé de la melancolía del adiós pensando que ya no volvería a escuchar «Macarena» en muchas semanas o meses. O nunca, a ser posible.