UN ARCA PERDIDA Y UN LEÓN CANIJO
La Epifanía, o Timket en lengua amárica, es la gran fiesta religiosa de Etiopía y se celebra todos los 20 de enero, según nuestro calendario gregoriano, día equivalente al 11 de enero del calendario juliano por el que se rigen los etíopes, tan peculiares en todo. Mientras en el universo católico la Epifanía es una fiesta que conmemora la Adoración de los Reyes, y se establece todos los 6 de enero, en Etiopía se da el mismo nombre a la festividad que celebra el bautismo de Cristo. La ocasión sirve para que todos los fieles vuelvan a confirmarse en el bautismo, de modo que tal vez el nombre más adecuado para la ocasión sería el de Rebautismo.
En realidad, todo el ceremonial comienza el día anterior, la noche del 19, o noche del Ketera (víspera del Timket), cuando los fieles acompañan la salida en procesión de los tabots (réplicas del Arca de la Alianza) de cada iglesia parroquial del país, tabots que son llevados hasta un lugar cercano a una corriente de agua. Allí se oficia misa a la una de la mañana y los fieles velan en las puertas de una gran tienda de lona donde se coloca la réplica del Arca. Las congregaciones de jóvenes, los liqawent, rezan y cantan a Cristo desde el atardecer del 19 al amanecer del 20. Y luego acompañan con sus danzas y sus cantos a los sacerdotes que salen de nuevo en procesión hacia un lugar donde habrán de encontrarse con las procesiones de otras parroquias, cada una de ellas con su propio tabot. A la fiesta se unen los Shissheba, grupos de baile religioso formados por clérigos, que interpretan canciones que se remontan al siglo VI y que fueron compuestas por el santo Yared, el padre de la zema, la música sacra etíope, sobre textos de los Evangelios. Las letras de estos himnos se cantan en gue’ez, la lengua primitiva del país, previa al amárico, una especie de latín etíope en el que están escritos los antiguos códices religiosos y las crónicas reales.
El tabot es el protagonista indiscutible de la Epifanía. Cada parroquia de Etiopía guarda un tabot en su templo, copia de la auténtica Arca de la Alianza, supuestamente conservada en una iglesia de Axum, como dije antes. Los tabots nunca salen de los templos ni pueden ser vistos por los fieles durante ningún día del año, salvo en las procesiones de la Epifanía. En cuanto al Arca original, no se puede ver ni siquiera ese día y permanece encerrada en Axum, vigilada por un celoso guardián. El mismísimo patriarca de Etiopía tampoco puede verla. El Arca invisible, desde su cárcel de Axum, es capaz de operar grandes milagros, y también los tabots, aunque en mucha menor medida.
En las ciudades como Addis Abeba o Gondar, las procesiones de las diversas parroquias confluyen en un mismo lugar donde hay piscinas de agua que los sacerdotes han bendecido previamente. Entre danzas y cantos, la mayoría de los fieles se bañan en las piscinas para renovar el bautismo y, al resto, los clérigos los riegan con mangueras de agua bendita. El que no se empape ese día, que se las entienda con Dios. Las mujeres estériles buscan cada año la fertilidad en el bautismo, una creencia popular muy arraigada desde hace siglos.
Algunas parroquias prolongan la festividad velando una noche más junto a un riachuelo y cerrando la Epifanía con otra procesión en la mañana del 21, que concluye encerrando de nuevo el tabot en su iglesia hasta el año siguiente.
Ningún creyente copto falta ese día al gran acontecimiento religioso. Todos visten chemmas blancas, túnicas de algodón que cubren la cabeza y los hombros. Tan imprescindible es el blanco en ese día que, incluso las gorras de béisbol marca Adidas que lucen algunos hombres, tienen que ser de ese color. Y las ciudades se inundan de hombres y mujeres que marchan como una fila de hormigas blancas y rostros oscuros hacia el lugar del bautismo. El aire de toda Etiopía se llena de himnos seculares, al ritmo de los violines (massinko), las liras (krar), las flautas (washint) y el trueno incesante de los diversos tipos de tambores (negarxt, kebero o atamo).
«Tetemke Semayawi, Beide Meretawi», reza la letra de uno de los antiguos cantos compuestos por el santo Yared. Sencillamente quiere decir: «El Celestial (Cristo) es bautizado por la mano del Terrestre (Juan el Bautista)».
Tefari conducía su cansino Toyota sorteando ríos de creyentes, buscando callejuelas por donde esquivar mejor las procesiones. Ascendíamos hacia las alturas de Addis en una mañana luminosa y de viento alegre perfumado por los eucaliptos. Las túnicas de los fieles revoloteaban como mariposas blancas a nuestro paso. Y el ritmo del pertinaz «Macarena» de mi taxi se mezclaba con los cantos de las congregaciones.
Jan Meda, arriba de la ciudad, es una extensión vallada con bloques de hormigón que ocupa unas siete hectáreas. Normalmente, se utiliza como un espacio para que los muchachos etíopes jueguen al fútbol o troten durante horas soñando que algún día lograrán una medalla olímpica en carreras de fondo. Ahora, en el verano de Addis, la yerba seca cubría la ancha llanura batida por el sol, bajo las colinas de Entoto, hacia donde trepaban los bosques de eucaliptos. Hay tantos de estos árboles de origen australiano en la ciudad, fruto de sucesivas repoblaciones, que un viajero bautizó la urbe años atrás con el nombre de Eucaliptolis, sin duda con fortuna. Las calles y las plazas de Addis, cuando corre el aire con vigor, quedan abrazadas por el aroma del eucalipto, un olor que recuerda a la menta y a la orina de gato.
Junto a las puertas que se abrían en diversos lugares del vallado, se apretujaban decenas de mendigos en demanda de limosna. Era el mejor día del año para su negocio y, en apenas unos pocos minutos, llenaban sus cacillos con monedas. Además de eso, algunas cocinas preparaban para la hora del almuerzo guisos de wot o de kifto y la tradicional torta de injera, como donativo de la Iglesia etíope para los menesterosos en tan señalada festividad.
No creo que haya en muchos lugares del mundo celebraciones religiosas de tanta vistosidad como las de la Epifanía etíope. Llegaban las procesiones entrando por las diversas puertas del vallado y la desolada extensión de Jan Meda se convertía en una algarabía de himnos y de resonar de tambores. Precedidos de grupos de clérigos que danzaban y cantaban agitando largos bastones, en la cabeza de cada procesión marchaban los sacerdotes principales de la parroquia, diez o doce por lo general, engalanados con casullas de vivos colores y ricos bordados de hilo de oro. Caminaban formando un arco y, en el centro, el sacerdote de mayor rango portaba el sagrado tabot, bajo un palio también bordado que sostenían varios acólitos. Los otros principales se protegían del sol con sombrillas profusamente adornadas y que portaban clérigos de inferior categoría.
Tras ellos, cantaban y danzaban nuevos grupos de religiosos, contagiados por una especie de misticismo entre la alegría y la ebriedad. Supongo que se sentían los protagonistas de una gran ocasión y disfrutaban del asunto como un joven gato con un ovillo de lana. A continuación, marchaban las congregaciones de jóvenes de ambos sexos. Mientras que los miles de fieles vestían invariablemente de blanco, los congregantes iban uniformados con largos mantos de colores diversos, que distinguían a unas parroquias de las otras: amarillos, verdes, morados, azules…, una sencilla cruz blanca bordada en el pecho constituía el único adorno, y se cubrían las cabezas con un bonete de cuatro picos. Desfilaban danzando en ingeniosas coreografías y cantaban melódicos himnos con voces aniñadas. Y lo cierto es que lo hacían muy bien, con bastante más armonía que los grupos de baile y canto de los clérigos. Por cientos y formados en filas irregulares, con sus livianas chemmas agitadas por el aire, los fieles de la parroquia seguían a las congregaciones.
En el centro de Jan Meda, la policía había acotado un recinto de media hectárea de extensión con un cercado de cuerdas y estacas. En aquel espacio tan sólo podían entrar las autoridades religiosas y políticas del país, los representantes del cuerpo diplomático extranjero acreditado en Addis, los sacerdotes y clérigos de las parroquias, las congregaciones de jóvenes, los periodistas locales y los escasos turistas, apenas una docena y en su mayoría japoneses, que nos habíamos dejado caer por allí aquella mañana. Numerosos agentes de a pie y unos cuantos a caballo protegían el recinto y no dudaban en emplear las porras y las fustas, e incluso en echar los cuadrúpedos contra la multitud cuando esta amenazaba con saltar el cercado.
Tefari hubo de quedarse fuera del recinto, mientras a mí, amablemente, un policía me abrió paso, amenazando con el bastón a los que querían colarse siguiéndome.
—Le espero por aquí, tarde lo que quiera —me dijo Tefari con su eterna sonrisa clavada en la boca.
—Hay mucha gente.
—No se preocupe, no le perderé de vista. Me tiene que pagar, ¿no?
Junto a un pequeño pinar y sobre un leve repecho del terreno que formaba una suerte de estrado, las autoridades se sentaban en hilera en confortables sillones y protegidos del sol por las sombrillas y las ramas de los árboles. En el centro se acomodaba el abuna Paulus, patriarca de la Iglesia de Etiopía, un hombre grueso, de barba canosa, engalanado con una casulla que refulgía en dorados. A su izquierda se alineaban los representantes de las iglesias católica, protestante y ortodoxa griega, en tanto que el asiento de su derecha lo ocupaba el Imán supremo del Islam en el país. Otros clérigos de alto rango, algunos ministros del gobierno y unos cuantos embajadores ocupaban el resto de los sillones destinados a los ilustres.
Frente al abuna y las otras autoridades, dos filas de clérigos, en formación militar, dejaban entre ellas un ancho pasillo donde se sucedían las actuaciones de grupos de danzantes y cantores, tanto clérigos como jóvenes congregantes. Ondeaban en los aires las banderas etíopes y los estandartes religiosos. Algunos sacerdotes se acercaban a besar la mano del patriarca y él los bendecía dibujando con los dedos la señal de la cruz. Los turistas podíamos acercarnos hasta las mismas barbas del abuna, y tirarle fotos sin que nadie nos importunara. Al otro lado del pasillo, los principales de las parroquias de Addis se alineaban bajo los palios en posición de firmes, sosteniendo sus tabots sagrados. El aire vibraba al son de los tambores y de los coros que alababan el bautismo de Cristo el Celestial.
Detrás del repecho, a espalda del abuna y los ilustres, un altarcillo del que brotaban varios caños de agua se alzaba sobre una piscina de alrededor de cien metros cuadrados y medio metro de profundidad. Clérigos, congregantes, y en ocasiones incluso policías, se bañaban en las aguas benditas del estanque, por lo general en calzoncillos, pero a menudo sin quitarse la ropa. Una mujer de edad media y de carnes generosas, imagino que estéril, se había quedado en bragas, metida en la piscina hasta la cintura, y su marido le vaciaba baldes de agua sobre la cabeza y los pechos, soñando quizá que lo que no podía lograr su virilidad tal vez lo conseguiría el agua milagrosa. Algunos clérigos tomaban largas mangueras y rociaban al gentío que se apretaba al otro lado del cercado y que recibía, con gritos de júbilo, los chorros de lluvia celestial.
Permanecí en la zona algo más de dos horas. Los jóvenes congregantes se acercaban a pedirme que los fotografiara y agoté tres carretes.
—¿Qué le parece nuestra Epifanía? —me preguntó un chico que dijo llamarse David.
—Es una fiesta muy bonita y vosotros sois muy piadosos.
—Nosotros somos un pueblo muy religioso. En China, en la India, en Turquía y en otros pueblos desarrollados se está perdiendo la fe, pero en Etiopía no. ¿Cuál es su religión?
—Católica.
—Ah, tenemos el mismo Dios. Pero el nuestro es un poco más antiguo.
Antes de salir del recinto, admiré durante un rato la belleza de los tabots, las réplicas de un Arca de la Alianza que guarda la ley de Dios para un pueblo encerrado en sí mismo y perdido para el resto del mundo en las inmensas soledades de África.
Pasé al otro lado del cercado y me enterré entre el gentío de fieles ardorosos. No mucho después, sentí un golpe en el hombro. Antes de volver el rostro, ya sabía que me esperaba la sonrisa de Tefari.
—¿Cómo ha logrado dar conmigo? Hay miles de personas aquí.
—Es fácil encontrar en la Epifanía a un blanco que no viste de blanco. ¿Le ha gustado la fiesta?
—Es un buen día para la religión.
—Desde luego… Pero vigile su bolsillo: con tanta gente, también es un buen día para los ladrones.
Las leyendas de Salomón y la reina de Saba, el mito de Menelik y la supuesta presencia del Arca de la Alianza en el país constituyen la raíz misma de la historia y de la religión en Etiopía. Pero es la epopeya del Arca, sobre todo, el motivo por el que los etíopes se sienten «pueblo elegido por Dios» y por el que sus monarcas, hasta Haile Selassie, se consideraron siempre Rey de Reyes, Elegido de Dios, León de Judá y otros títulos de parecido jaez. La dinastía Salomónida siempre supo arreglárselas para que el pueblo identificase a sus soberanos con el Cielo.
¿Hasta qué punto la leyenda del Arca es en alguna medida verdadera? Según el bíblico Éxodo, Yahvé-Dios dio instrucciones a Moisés, después de entregarle las Tablas de la Ley en piedra en el monte Sinaí, sobre cómo debería ser la caja que habría de albergarlas. Y así, los hijos de Israel la fabricaron en madera de acacia, adornada con incrustaciones de oro por dentro y por fuera y con las figuras de dos querubines alados sobre la cabecera de la tapa. Medía dos codos y medio de longitud, un codo y medio de ancho y otro codo y medio de alto. Teniendo en cuenta que la antigua medida del codo equivale a cuarenta y dos centímetros, las medidas del Arca, según la Biblia, serían noventa y cinco centímetros de longitud y cincuenta y tres de anchura y altura. También se añadieron a la base de la sagrada caja cuatro arandelas de oro para transportarla con dos barras de madera de acacia. El artesano encargado de su fabricación se llamaba Besalel, elegido por Yahvé para el trabajo y reputado en todo Israel por su destreza en el oficio. Después, se construyeron una mesa sobre la que sostenerla, un altar donde adorarla y un tabernáculo para protegerla. La Biblia se extiende en muy precisos detalles sobre el costo de la obra y el proceso artesanal que Moisés ordenó llevar a cabo en honra de las Tablas de la Ley y del Arca que las contenía.
Por otro lado, el Arca sería el símbolo del «pueblo elegido», en alianza indisoluble con Dios, y tendría un poder devastador cuando los hombres no se comportasen según la ley dictada en las sagradas tablas, con capacidad para provocar terremotos, tempestades, plagas y toda clase de desastres naturales. Siempre, desde entonces hasta ahora, vivió el pueblo judío ligado a las hecatombes e inserto en un destino entre orgulloso, elitista, transgresor, violento y trágico. Como si el Arca devastadora hubiera de ser el eterno sello y signo del contrato con el colérico Yahvé.
A comienzos del siglo X antes de Cristo, el rey Salomón hizo construir en Jerusalén un gran templo para guardarla. Pero las referencias de los textos antiguos al Arca se esfumaron en el siglo VI antes de Cristo, para no volver a aparecer más hasta el siglo XVI después de Cristo, en los textos sagrados etíopes, que recogían el mito del robo de Menelik. Luego, en 1981, Indiana Jones la robó a su vez, por orden de Steven Spielberg, que envió a Harrison Ford a caballo del celuloide En busca del arca perdida.
Lo cierto es que los historiadores que han investigado el asunto piensan que lo más probable es que el Arca ardiera en la destrucción del templo de Jerusalén por los ejércitos babilonios de Nabucodonosor, en el 587 antes de Cristo. Y a partir de ahí, su leyenda se desvaneció en la Historia.
Un escritor inglés, Graham Hancock, no sé si un tipo genial o un individuo medio chiflado, quedó fascinado con la película de Spielberg y se lanzó a investigar todo cuanto había sobre el Arca e, incluso, viajó a Etiopía para intentar encontrarla. En 1992 publicó su libro El signo y el sello (una búsqueda del arca perdida), que se convirtió de inmediato en un best seller internacional. En las quinientas quince páginas de su relato, en letra pequeñita, Hancock va siguiendo el viaje del Arca a lo largo de los siglos, a caballo de la historia y la leyenda, y concluye que, en su opinión, el Arca se guarda en verdad en la iglesia de Santa María de Sión, en Axum.
Para Hancock, ningún Menelik la robó de Jerusalén ni tampoco se quemó en el templo cuando lo destruyeron los babilonios. Según el escritor británico, fueron sacerdotes israelitas, descontentos con las actitudes sacrílegas del rey Manasseh —que reinó en Jerusalén entre los años 687 y 642 antes de Cristo—, quienes la hurtaron del templo de Salomón y la llevaron Nilo arriba, hasta la isla de Elefantina, en el actual Asuán, donde levantaron un nuevo santuario para cobijarla y fundaron una comunidad religiosa hebrea encargada de su custodia. En el año 410 antes de Cristo, los egipcios destruyeron el templo de Elefantina, y los sacerdotes judíos huyeron de nuevo con el Arca, esta vez a Etiopía. Allí, en una isla del norte del lago Tana, donde hoy se encuentra el monasterio de Tana Kirkos, la ocultaron en un sencillo tabernáculo durante casi ocho siglos, y prosiguieron con su religión y con sus ritos. La realidad de esa tesis, para Hancock, la avalarían dos hechos: que en esa isla se han encontrado restos de dos altares muy antiguos en el estilo del ritual judío, y que una comunidad de etíopes practicantes del judaismo, los falachas, ha sobrevivido hasta nuestros días en las riberas del lago Tana.
Siguiendo el argumento de Hancock, en el siglo IV de nuestra era el rey Ezana se convirtió al cristianismo y confiscó a los judíos el Arca, que fue trasladada a Axum, donde se construyó una iglesia para albergarla, el antiguo templo de Santa María Madre de Cristo, en el año 372. Allí permaneció hasta el siglo XVI. Fue entonces cuando un caudillo musulmán, Ahmed ibn Ibrahim, alias Gragn (el Zurdo), oriundo del oriente de Etiopía, se alzó en rebelión contra los reyes etíopes y arrasó el país, quemando iglesias y decapitando a cuanto cristiano encontraba en su camino. Axum cayó en 1535 y la iglesia de Santa María Madre de Dios fue saqueada e incendiada. Pero los monjes que custodiaban el Arca, advertidos del avance musulmán, lograron sacarla a tiempo del templo y la trasladaron de nuevo a un lugar escondido de la región del lago Tana. Unas décadas después de que Gragn fuera derrotado por los etíopes con la ayuda de una expedición militar portuguesa, el rey Fasilides ordenó construir en el año 1600 un nuevo templo en Axum, la iglesia de Santa María de Sión, adonde viajó de nuevo el Arca. Y allí sigue, según Hancock, y según creen a pies juntillas la absoluta mayoría de los fieles de la Iglesia copta de Etiopía.
Es cierto que la mayoría de los nacionalismos radicales, incluso los de nuestra culta Europa, viajan sobre mitos en su mayoría falsificados. Pero no hay ningún orgulloso nacionalismo de nuestros días, por lo que yo sé, que dependa tanto de una reliquia como el etíope. Si algún día se descubriese que no hay tal Arca en Axum y que todo es mero cuento, la historia de Etiopía, sus credos y su mundo de valores quedarían devorados por el fuego. Más les vale a los etíopes que no entre nadie, salvo su guardián, en los altares secretos de la iglesia de Santa María de Sión, ni siquiera el patriarca Paulus.
Por lo que a la capacidad destructora del Arca se refiere, debe de ser muy poderosa, tal y como señala la Biblia. A Hancock, según cuenta él mismo en el prólogo de su trabajo, las largas investigaciones sobre el Arca y sus viajes a Etiopía le costaron el divorcio: «Nuestro matrimonio no sobrevivió a este libro», se lamenta el autor de El signo y el sello recordando a la mujer que perdió.
Comí con Teddy Milash en un restaurante turco y luego descansé un rato en mi hotel. A la tarde, ya de anochecida, Tefari me recogió de nuevo y dimos una vuelta por Addis. Me llevó a ver el exterior del Sheraton, en la parte alta de la ciudad. El hotel tenía el aspecto de una ciudadela, vallada con alambradas y protegida por guardias armados, que arrojaba sus luces insultantes sobre los miserables barrios de chabolas de los alrededores. Me pareció un pretencioso trasatlántico, como un Titanic dispuesto a domeñar los océanos y los mares. Quizá algún día hundan al Sheraton de Addis las aguas desbocadas de la rebeldía del hambre. Y me dio por imaginar al joven Salomón dando vueltas por los alrededores, con las dos putitas contratadas por sesenta dólares, y esperando dar con mister Martin, el fantasmal huésped de la habitación 612. Las pequeñas venganzas saben dulce.
Luego, siempre a bordo del Toyota y dándole alegría al cuerpo de Macarena, Tefari me mostró sobre el terreno el diseño urbano planeado por Haile Selassie, el último emperador, el postrero Rey de Reyes, el León de Judá. El pequeño León —medía poco más del metro cuarenta— estableció como centro de Addis su propio palacio, hizo que se trazara una encrucijada de calles en las cercanías de sus puertas, de la que partía una ancha vía que se abría como un puñetazo entre los barrios de la caótica Addis, y llamó al lugar Kilómetro Cero. Luego, cada dos kilómetros, avenida adelante, ordenó trazar nuevas encrucijadas que iban llamándose Kilómetro Dos, Kilómetro Cuatro y, en fin, Kilómetro Seis, que ahí terminó la cosa. Su idea genial no sirvió de nada en el intento de acabar con el caos urbanístico de Addis, tal vez porque no todos los emperadores han nacido iluminados por Dios con el don de la sabiduría urbanística. El caso es que los habitantes de la ciudad, respetuosos al fin y al cabo con tan insigne Rey de Reyes, se tragaron el asunto sin dejar de pasear sus vacas por la avenida, siguieron a sus bocinazos y a su gusto por el caos de tráfico y bautizaron las encrucijadas como Kilo Cero, Kilo Dos, Kilo Cuatro y Kilo Seis, como si las calles y las plazas tuvieran peso en lugar de medidas de longitud. Y vaya si pesa sobre los nervios subirse a un coche y recorrer Addis a cualquier hora del día.
Invité a cenar a Tefari en el hotel Ras. El joven miraba al principio con cierto asombro, y quizá un punto de desconfianza, a aquel farangi que no sentía ningún reparo a compartir cena con un taxista etíope. En las otras mesas del decrépito bar de aire británico, se sentaban algunos europeos en grupo u hombres de negocios de Addis con recursos suficientes como para pagarse una hamburguesa pasada de plancha.
Tefari me habló por primera vez sobre sí mismo. Empezó con cierta timidez, pero a la segunda cerveza Castel ya me contaba que su vida era dura y, en cierto modo, algo triste. Nadie lo diría viendo su clara sonrisa. Estaba casado y tenía dos hijos. Su mujer vivía en Abu Dabi, en los Emiratos Árabes, donde había encontrado un buen trabajo. Desde allí enviaba dinero para ayudar a sus padres, a sus hermanos y al propio Tefari.
—La mayoría de los etíopes con sueldo fijo ganan alrededor de ciento treinta birrs al mes y los más afortunados cuatrocientos. Pero los que tienen sueldo fijo no llegan a ser el diez por ciento de la población. ¿Se imagina? Yo casi ningún mes alcanzo los ciento cincuenta, y eso que trabajo día y noche. Es muy cansada mi profesión y da poco dinero.
Mientras Tefari me hablaba, yo hacía los cálculos monetarios: en los días en que viajé por Etiopía, un birr equivalía a unos doce céntimos de euro. Así que eche cuentas el lector.
—Si mi mujer no estuviera en Abu Dabi, mis hijos no podrían estudiar. Ahorramos para que puedan hacerlo cuando crezcan.
Sacó las llaves del coche del bolsillo y me mostró el llavero. La fotografía de una muchacha muy hermosa asomaba entre dos láminas de plástico transparente.
—Es mi mujer, ¿qué le parece?
—Muy guapa.
—Sí que lo es.
Besó el llavero y volvió a guardarlo en el bolsillo.
Regresamos al hotel por la avenida de Jomo Kenyata. Tefari comenzó a practicar un juego peculiar: cuando veía una muchacha solitaria caminando en la acera, acercaba el coche y pitaba una vez. A la cuarta ocasión en que lo hizo, la muchacha de turno se detuvo y se volvió a mirar. Tefari arrimó el vehículo, ella se acercó a la ventanilla e intercambiaron unas cuantas frases en su lengua. Después seguimos viaje.
—Ya veo que ha ligado, Tefari.
—Es mi sistema. Pito una vez: si se vuelven, ya está. He quedado con ella en un bar dentro de un rato.
—Podía haberla subido con nosotros, se ahorraba el regreso.
—No está bien mezclar el trabajo con el placer. ¿Quiere que le busque una chica?
—Otro día. ¿No decía que su trabajo era muy cansado?
—Hoy he ganado buen dinero con usted, voy a celebrarlo. Además, todavía soy joven y tengo que aprovechar mis fuerzas.
Tefari exhibía hondas ojeras cuando vino a recogerme la mañana siguiente. Le noté algo mohíno.
—¿Muchas cervezas anoche, Tefari? —pregunté.
—Humm…, creo que cinco, o quizá alguna más.
—¿Qué tal la chica?
—Tenía un cuerpo estupendo. Y también tenía estupendas las manos: cuando me quedé dormido, cogió mi dinero y se largó.
Ibamos a ver una nueva procesión, la de la parroquia de San Miguel, la única que se celebra en Addis el día siguiente a la Epifanía. Apartados de las avenidas principales, viajábamos por calles de aceras comidas por la hierba y asfalto borrado por la desidia, alfombrado de hondos socavones, con restos de pavimento que surgían de pronto como puntiagudas piedras amenazadoras a nuestro frente. Olía a alcantarillas de aguas fecales en los barrios de casuchas. Todas eran de una única planta, por lo general construidas con adobe, techo de latón, puerta de madera y una sola ventana. Los coches se embestían sin respetar la dirección correcta, como si en el tráfico de esa zona imperase la ley más eterna, la del más fuerte, y los automóviles parecían enfurecidos toros bravos que se amenazaban unos a otros lanzando sonoros mugidos, en este caso bocinazos. Los rebaños de animales levantaban espesos nubarrones de polvo rojo. Había carnicerías y fruterías abiertas a la calle, multitud de limpiabotas, mendigos moviéndose sin rumbo, como sombras que se escurrieran entre las mustias arboledas de eucaliptos, y de cuando en cuando, entre la polvareda, un golpe hiriente de color en el vestido de una mujer de origen somalí.
La procesión de San Miguel se celebraba en un desmonte donde abundaban las basuras y los restos de fogatas de la noche anterior. Era un ceremonial mucho más pobre que el de Jan Meda y los fieles tenían un aspecto tan humilde que podían ser confundidos con mendigos. ¿O era lo mismo, en aquel arrabal de Addis, ser creyente que mendigo? De nuevo asistí a las danzas y a los cantos, la salida del tabot de una gran tienda de lona y el desfile de sacerdotes principales, acólitos, clérigos, congregantes y fieles. Ululaban las mujeres de la parroquia al paso del tabot, con parecido sonido al que usan las mujeres del universo musulmán.
Yo era el único blanco en el ceremonial de aquel viernes y pronto me convertí en el centro de atención de los niños. Me rodeaban y practicaban conmigo los cortos diálogos que sabían mantener en inglés. Me harté de decir que me llamaba Martin ante tanta insistencia en el what is your name?
Uno de los chavales, que hablaba mejor inglés que los otros, me escribió su nombre y dirección en la libreta, pidiendo que le enviara la foto que le había tirado. Se llamaba Getachew, tendría unos doce años, y era bello, sonriente y simpático.
—¿Y dónde está España, cerca de Italia? —me preguntó.
—No mucho; está entre Francia y Portugal.
—Ah —señaló con rostro perplejo—. ¿Y en España hay universidad para estudiar medicina?
—Varias universidades.
—¿Cree que podría ir allí dentro de unos años? Yo quiero ser médico.
—No es fácil.
—Cuando llegue a su país, envíeme la foto y escriba diciendo qué tengo que hacer para ir a estudiar allí medicina. Yo hablaré con mis padres y ellos le escribirán luego una carta para ver cómo lo hacemos. ¿De acuerdo?
—No sé si será fácil —insistí.
—¿Cree que habrá gente que quiera ayudarme allí?
—No lo sé, Getachew.
Yendo y viniendo entre los grupos de gente, perdí a Tefari, que aquel día andaba algo torpe. Pero Getachew, que no se separaba de mi lado y no cesaba de hacer preguntas, tomó mi mano, me abrió paso entre la multitud y me condujo al fin junto al taxista. Le regalé un bolígrafo de usar y tirar.
—No olvide escribirme —dijo al despedirse.
Tefari tenía pocas ganas de hablar, despertando poco a poco de su noche de celebración y de chasco.
—Casi todos los niños de Etiopía quieren estudiar medicina en Europa —me explicó cuando le hablé de mi encuentro con Getachew—. No sé quién les meterá esa tonta idea en la cabeza, porque Europa está cerrada para los africanos.
—Parecía un chico listo.
—Todos los niños etíopes son inteligentes. Luego, al crecer, nos hacemos estúpidos, porque nuestra mente no aprende a trabajar. Y la inteligencia es como los músculos: si no la mueves, no se hace fuerte. Etiopía está llena de niños listos y de hombres tontos, yo entre ellos…, como se comprobó anoche.
—Pues procura no pitar a ninguna chica en todo el día.
—Es lo último que haría hoy.
Quería ver el zoológico de la ciudad, que alberga tan sólo leones, los descendientes de las fieras que Haile Selassie guardaba en el zoo de su palacio: sus fieles, sus guardianes, los iguales al León de Judá. Tefari encaminó el coche al Kilo 6 y una hora más tarde, después de quedar atrapados en un par de imponentes atascos de tráfico, llegábamos a un recinto ajardinado en cuya puerta se alzaba una estatua en piedra del León de Judá, réplica en menor tamaño, pero igualmente fea, del mamotreto de hierro fundido de Churchill Road.
En el centro del jardín, las jaulas de las fieras, alrededor de una veintena, formaban un círculo, separado de los senderos del recinto por un espacio de seguridad que cerraba una alta verja.
Tefari habló con un guardián que parecía amigo suyo y el hombre nos condujo al interior de la zona de seguridad.
Había leonas y leones viejos, también jóvenes machos y hembras, y un par de crías. En total, según explicó el guardia y me tradujo Tefari, diecisiete animales, el más anciano de veinte años de edad. Teniendo en cuenta que Haile Selassie había perdido el poder, y su zoológico privado, en el año 1974, calculé que todos aquellos felinos, a excepción del más viejo, eran los nietos de las fieras del León de Judá.
El guardián se acercaba a las jaulas, provocaba a los animales para que rugieran y me invitaba a que me acercara más para fotografiarme junto a ellos. Por lo general eran muy bellos, sobre todo los machos, provistos de unas imponentes melenas negras. Rugían, enseñaban los dientes, exhibían las garras y lo cierto es que provocaba un cierto escalofrío imaginarlos fuera de la jaula. Yo, desde luego, nunca en mi vida había estado tan cerca de un león, y me resultaba excitante. En una ocasión, el guardián metió la mano entre los barrotes y acarició las melenas de un macho. Rió y con gestos me animó a imitarle.
—Dice que le acaricie —tradujo Tefari—, que es muy manso y no ataca.
—Dígale que lo siento: las manos son mi instrumento de trabajo y no puedo arriesgarlas.
Al salir pregunté a Tefari si nunca había habido otros animales en el zoo.
—Antes hubo una pantera negra. Pero se escapó y mató a dos personas. La policía tuvo que acabar con ella a tiros: ahí cerca, en el mismo centro del Kilo 6.
—¿Cuál cree que es la razón para tener en un zoo los descendientes de los leones del último emperador?
—Muchos etíopes piensan todavía que Selassie fue un gran rey. Los leones deben de estar aquí para recordarlo. Pero a mí me da rabia ver la cantidad de kilos de carne que les dan de comer al día, mientras que la mayor parte de los etíopes la tomamos en minúsculos pedacitos con el injera.
Los leones de Addis tienen su historia, o mejor: su historieta. En diciembre de 1960, se produjo el primer intento de golpe militar contra Haile Selassie, treinta años después de su acceso al poder. El golpe, encabezado por oficiales de su guardia personal, los militares de mayor confianza del emperador, fracasó en tres días, aunque los rebeldes lograron conquistar el palacio mientras el monarca se hallaba en viaje oficial en Brasil. La represión fue brutal y apenas quedó con vida nadie que hubiese tenido que ver con el levantamiento.
Vencidos sus enemigos, Haile Selassie ordenó que fuesen ejecutados a tiros todos los leones que guardaba en su zoo particular, considerándolos culpables de no haber defendido, frente a los militares traidores, la entrada de palacio. Tal vez creía el León de Judá que en su alma habitaba un verdadero león, o puede que el corazón de las fieras bombease sangre salomónida. Luego, renovó su zoológico con otros felinos, imaginando quizá que, escarmentados por lo que había sucedido con sus parientes, lucharían sin dudarlo por él hasta la muerte si era preciso.
Más tarde, cuando un nuevo alzamiento militar le apeó del trono en 1974, Haile Selassie fue confinado en su palacio y los felinos permanecieron días sin que nadie les diera de comer. Sus rugidos estremecían los corazones de las gentes que se acercaban a las cercanías del palacio. La mayoría de las fieras murieron en las semanas siguientes y sólo unos cuantos fueron trasladados al zoológico de Addis. Hoy, sus descendientes se hartan de comer, no muy lejos de la estatua en piedra del León de Judá.
Están gordos como cochinos y bostezan como príncipes aburridos. Tal vez intuyen que son gatazos salomónidas, aunque el amo y señor de sus abuelos fuese un león canijo.