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ALICIA EN ÁFRICA

Regreso de un largo viaje por África, me siento a escribir las primeras páginas de un nuevo libro y el desierto parece aguardarme al otro lado de la puerta, mientras mi corazón quiere volver a los paisajes y las voces que quedaron atrás, como si el alma añorara revolcarse solitaria, otra vez, en el polvo de los caminos africanos. Y mi yo parece desintegrarse igual que en los días de Wadi Halfa, aquel atardecer en que, subido en una loma, contemplaba el Nilo deslizar su lengua desde Sudán a Egipto: un violento hachazo azul que hería los arenales amarillos de las tierras de Nubia. Sentí que no era nadie. Porque el desierto te disuelve, deshace tu identidad, te sumerge en el vacío sideral de territorios sin apariencia de vida y carentes de alegría, y allí sientes que eres poco más que un humilde grano de arena o un pedrusco sin aliento. Y quizá por ello, aquel día volví el cuerpo hacia una pared de roca enrojecida por el sol bravo y fotografié mi sombra sobre la piedra. «Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre —escribió el poeta José Ángel Valente—. El corazón tiene la sequedad de la piedra y los estallidos nocturnos de su materia o de su nada».

Sí, el viento aulla ahora al otro lado de mi puerta, como golpeaba las paredes de uralita del galpón donde dormía en Wadi Halfa. Grita de nuevo la lechuza en la hora de su gloria y ladra su rencor el chacal solitario. Y creo oler el polvo seco de los senderos recorridos. Y otra vez me veo en la cubierta del cochambroso transbordador que cruzaba el lago Tana, bailando junto a los pasajeros que se ríen de mi torpeza. Y el suelo, bajo la confortable silla de mi despacho, parece moverse y me agita como en los destartalados camiones, atestados de gente, mercancías y animales, donde mi cuerpo sudaba junto a otros cuerpos de hombres y mujeres desconocidos, marchando hacia la frontera de Etiopía con Sudán. Y oigo las voces de los amigos que hice. Y las invisibles montañas de la noche arrojan vaharadas de aire fresco y dulce sobre mis hombros. Y un océano de estrellas corona mi cabeza como si yo fuera de pronto un héroe de antaño perdido en tierras de desolación.

Si me esforzara, podría quizá ver las cucarachas y los ratones, iluminados mezquinamente por la luz de una vela, moviéndose a los pies de mi camastro en la humilde pensión de Metema. Humean ante mi mirada las cataratas de Tis Isat y escucho luego las voces de los niños de Qunzla, que me siguen por decenas desde el puerto a la taberna y corean mi nombre dando palmas: «¡Martin, Martin, Martin!». Vuelve a mi boca el sabor ácido del injera que tomé en el mercado de Addis Abeba y que me desató una colitis de mil demonios. Mis ojos lloran, escocidos por el líquido desinfectante con que un empleado ha fumigado el interior del autobús que viaja, de Bahr Dar hacia Guba, en busca de las riberas del Nilo Azul. Otra vez estoy en el camino, tomando notas en pequeños cuadernos de hojas cuadriculadas. Cantan los muhecines de Jartum y, bajo el puente que cruza hacia Omdurman, el Nilo Azul se traga al Blanco y, fundidos en un solo río, descienden hacia el norte. Y el desierto de Nubia se tiende ahora delante de mí bajo un sol felino que araña sus arenas cobrizas. Una vez más me llamo Martin, mi nombre de viaje, y no soy nadie mientras me río de mí mismo al verme subido en la caja de una camioneta, entre Abrí y Wadi Halfa, azotado por el aire cargado de chinarros invisibles, envuelto el rostro y la cabeza por un turbante que debería protegerme del polvo del desierto, y compartiendo con una cabra, que viaja a mi lado con las patas atadas, un menú de gruesas cebolletas que sin pudor robamos al dueño del vehículo.

Soy de nuevo ese pájaro libre sin identidad precisa que es cualquier viajero, alguien que se asombra ante todo cuanto acontece a su alrededor. Ahora es turquesa y manso el Nilo cuando lame las orillas ocres y grises de la isla de Elefantina y es pardo más tarde, la mañana en que viajo junto a su curso en un tren que me lleva hasta al-Qahira: El Cairo, la Ciudad Victoriosa. Y la urbe bulle y me abraza como a un huérfano adoptado con ternura por una hembra cálida. Y no deseo volver a mi patria y quiero seguir siendo nadie, llamarme Martin el resto de mis días y regresar a las tierras recorridas meses atrás, como quien rebobina una película varias veces vista y siempre nueva.

Así lo siento en este instante, al iniciar el libro y recuperar el sabor del viaje, mientras las imágenes del camino se agolpan en desorden en mi memoria y piden saltar al papel. Porque viajar y escribir son en cierto modo una misma cosa: estar solo y vivir libre, no deberte a nadie salvo a tu suerte y a tu coraje, intentar vanamente trazar en el vacío una pincelada de eternidad, echarte la melancolía a la espalda y no saber muy bien quién eres.

«Me llamo Nadie», gritó Ulises al cíclope Polifemo. El suyo fue el primer gran aullido de la literatura. Quien no haya sentido alguna vez ese estallido del no-ser en el alma ni es viajero ni es escritor.

Después de publicar dos libros sobre mis viajes por África, pensé en hacer uno más que completase una suerte de trilogía, y en el invierno del año 2000 tomé la mochila y me puse en marcha. No es mal pretexto, en ningún caso, pensar en escribir un libro con tal de regresar a África.

Mi plan era llegar al lago Tana, en el corazón de Etiopía, y viajar siguiendo el curso del Nilo Azul hasta Jartum, donde el Nilo Blanco, viniendo desde Uganda, se une a su hermano para formar el Gran Nilo rumbo al Mediterráneo. Pretendía alcanzar El Cairo, desde el Tana, sin tomar un solo avión y utilizar únicamente trenes, autobuses, camiones y barcos en los tramos navegables del río. Por supuesto que no tenía intención alguna de hacer rafting, ya que no practico ningún deporte que se escriba en gerundio inglés salvo drinking. La intención final era escribir a la vuelta un libro para hablar de tres países que, en cierto modo, son tres empresas históricas perdidas: Etiopía, por su aislamiento de siglos; Sudán, por el satanismo que pesa sobre sus hombros, y Egipto, por su sueño siempre fracasado de convertirse en un imperio. Pensaba en el Nilo como una suerte de hilo conductor, y porque este río es esencial en la vida y en la historia de los tres países.

Pero los planes siempre se truncan en África —así me ha sucedido una vez tras otra— y a la postre no eres tú quien decides el libro que vas a hacer, sino que es África quien te dicta el libro que debes escribir. «Guardar el camino principal es fácil —dice un proverbio chino—, pero a la gente le gusta desviarse». Así que, con un plan en la cabeza, ya sabía de antemano que todo sería diferente a cómo lo había previsto. Por culpa de África y por mi propia culpa. Y también por culpa de un cantamañanas de quien hablaré más adelante. Pese a ello, que todo resulte al fin distinto a cómo lo imaginaste es la salsa de los viajes y de la escritura. Y al fin, incluso tengo que estarle agradecido al susodicho cantamañanas el haber andado dando tumbos durante más de quince días por los fatigosos caminos perdidos de África que casi nunca pisan los viajeros occidentales. Viajar no es programar una ruta y seguirla a rajatabla, ni tampoco la aventura supone jugarte el pellejo en lugares donde asoma el peligro. La aventura de viajar es algo casi sensorial y, sobre todo, consiste en ser capaz de vivir como un evento extraordinario la vida cotidiana de otras gentes en parajes lejanos a tu hogar.

Me gustaría que este libro que inicio tuviera una cierta unidad con los dos anteriores que publiqué sobre África. Pero al mismo tiempo quisiera también que, en su hondura, fuese distinto de los otros. Escribí El sueño de África y Vagabundo en África dotándolos de una estructura exterior parecida, pero en su esencia eran muy diferentes. Repetirse no es sólo una falacia para con el lector, sino que además resulta bastante aburrido para el propio escritor. Decía Picasso que imitarse a sí mismo es mezquino y yo suscribo ese criterio.

Concebí El sueño con el propósito de descubrir el África de mis lecturas infantiles y cumplir mi anhelo de viajar a un continente que tenía clavado en el alma, para escribir sobre ello a mi regreso. En cierto modo, era un libro lírico. Volví unos años después con la idea de navegar el río Congo, siguiendo la estela de Joseph Conrad y su magnífico El corazón de las tinieblas. Al regreso, escribí Vagabundo, que yo contemplo, de alguna manera, como un libro sobre la pasión literaria. Ahora, en mi tercer largo viaje africano, me di cuenta ya en el camino, y mucho más ahora al recordarlo en estas páginas, de que el Nilo Azul era sólo un pretexto y que no tenía una idea muy concreta de lo que quería hacer: simplemente deseaba volver a África, perderme en sus caminos y escribir a la vuelta lo que saliera. Y así ha sido.

De modo que cerré la bolsa y me eché al sendero. Y ahora, al papel. Mi Estrella Polar siempre me dirige al sur.

Me gusta escribir sobre los otros, tratar de comprenderlos, quizá porque cuando escribo sobre los demás siento que, en cierta forma, escribo sobre mí mismo y puedo alcanzar a comprenderme algo mejor. Las primeras personas que conocí en Addis Abeba, capital de Etiopía, fueron un joven empresario que se llamaba Teddy y un taxista de nombre Tefari, y muy pronto me hice buen amigo de los dos. Teddy Milash dirigía una pequeña empresa de turismo y yo había conectado con él desde Madrid para que me resolviera algunos trámites burocráticos y organizase ciertos aspectos del principio de mi viaje. Era un tipo emprendedor, había estudiado durante diecisiete años en Cuba, becado por el entonces gobierno comunista de Addis, y hablaba un excelente español con deje caribeño. Su nombre de pila era el diminutivo de Tewodros, o Teodoro, que es como se llamaba un antiguo rey etíope convertido en héroe por la mitología popular. Al paso de las semanas, me daría cuenta de que muchos etíopes se llaman Teddy y que, si gritas ese nombre en una calle de Addis, un buen puñado de hombres se vuelven a mirarte. Alguna vez hice la prueba con éxito ante las risas de mi amigo.

El taxista Tefari era un muchacho de fuerte complexión, alegre y reidor, con buen dominio del inglés. Tenía un viejo Toyota que alquilaba a dos euros y medio la hora y conocía palmo a palmo su ciudad. La chapa de su coche y parte del parabrisas la adornaba con numerosas pegatinas, la mayoría de ellas con las siglas de Radio Nacional de España, regalo de un periodista madrileño que había visitado Etiopía un par de años antes. Lo tomé a mi servicio el segundo día de mi estancia en Addis y comprobé que era un excelente cicerone. Así que seguí con él los días posteriores, y no sólo porque fuese un buen guía a un precio más que razonable, sino porque, además, se reía en casi todo momento y yo me siento siempre bien con la gente que gusta de reír. Cada vez que me subía a su automóvil y ocupaba el asiento al lado del suyo, ponía en su magnetófono una casete en mi honor con la canción «Macarena». Así recorrí y conocí Addis: dando alegría a tu cuerpo, Macarena, aaay, Macarena.

Addis Abeba es un disloque, un desatino urbano. Cuando el novelista inglés Evelyn Waugh lo visitó en 1930, para escribir una serie de crónicas periodísticas sobre la coronación del emperador Haile Selassie, describió así la urbe:

De hecho, es hacia Alicia en el País de las Maravillas adonde recurren mis pensamientos buscando algún paralelo histórico para la vida en Addis Abeba. Únicamente en Alicia es donde uno encuentra el sabor particular de la realidad transformada, donde los animales llevan relojes en los bolsillos de sus chalecos […] ¿Cómo recapturar, cómo retener, el loco encanto de aquellos días etíopes? […] Addis Abeba es una ciudad nueva; tan nueva, en verdad, que ni una sola pieza de la ciudad parece realmente terminada […] Parecía que sólo ahora se hubieran puesto a construir la ciudad. En cada esquina había un edificio a medio terminar. Algunos ya estaban abandonados y en otros trabajaban unos cuantos puñados de desharrapados indígenas.

En 1963, transcurridas más de tres décadas desde la visita de Waugh, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski llegó a la ciudad para escribir sobre la celebración en Addis de una cumbre de la Organización para la Unidad Africana. Se asombró ante lo que vio y, en 1978, regresó para recoger los materiales con que escribiría su espléndido libro El emperador. El reportero recordaba en este libro su primera visita y recogía las impresiones de Evelyn Waugh, para añadir luego:

En aquella ocasión [era en su primer viaje de 1963], reinaba una gran actividad en las calles principales. Por sus bordes rodaban pesadamente gigantescos bulldozers arrasando las casuchas de barro más próximas a la calzada, abandonadas ya, pues el día anterior la policía había expulsado de la ciudad a sus moradores. Luego, unas brigadas de albañiles habían levantado un muro alto con el objeto de tapar las demás chabolas. Otras brigadas habían pintado el muro con motivos nacionales. La ciudad olía a hormigón y a pintura fresca, a asfalto recién puesto y al aroma de las hojas de palma con que habían adornado los arcos de bienvenida […] En el césped de la calle principal, Churchill Road, pastaban rebaños de cabras y vacas y los coches debían detenerse cada vez que los nómadas cruzaban la calzada con sus numerosos y asustados camellos. Llovía. En los callejones adyacentes los coches se atascaban en el barro pegajoso y pardo, hundiéndose en él más y más hasta formar, finalmente, una columna de vehículos inmóviles con las ruedas enterradas.

¿Cómo era el Addis que me recibió a comienzos del año 2000, setenta años después de la visita de Waugh, casi cuarenta desde la primera de Kapuscinski y un cuarto de siglo más tarde del derrocamiento del emperador Haile Selassie? Una ciudad sin terminar, repleta de edificios a medio construir, con los hierros de sujeción del hormigón al aire y sin obreros a la vista. Los destartalados camiones y los viejos autobuses de colores rojo y naranja se abrían camino, con furor, entre los rebaños de cebúes y de cabras que invadían las avenidas principales. Hileras de burros de corta alzada, cargados de sacos de paja o hatos de leña, trotaban a paso veloz sorteando taxis, furgonetas y minibuses. De cuando en cuando, un vehículo averiado paraba el tráfico y Addis quedaba paralizada en un endemoniado atasco, sumida en una escandalera de cláxones, rebuznos, balidos y mugidos, a la que se unían las estridentes músicas surgidas de los casetes de los automóviles. Olía a gasolina y a estiércol de cuadra. Y el eco de la algarabía trepaba ciudad arriba, hacia los altos de Entoto, hacia las lomas desforestadas y pintadas por un mortecino verdor de desesperanza. Sobre el cielo de Addis planeaban los milanos.

Sí, Alicia en el corazón del África Oriental, como sintió el perspicaz Waugh. No me hubiera resultado en absoluto extraño, aquella mi primera mañana en la ciudad, ver a un conejo blanco galopando, con un reloj de cadena en la mano y gritándose a sí mismo aquello de Oh, dear, oh dear, I shall he too late!

Mi hotel, el Awaris, que quiere decir rinoceronte en amárico, era un lugar limpio y amable, en el barrio de Megenagna, al sudeste de la ciudad y no muy lejos de Asmara Road, una de las principales arterias de Addis. El dueño era un tipo orondo y simpático y, todos los días que permanecí como huésped en el hotel, me preguntaba si estaba contento, me entregaba su tarjeta de visita e insistía en que recomendara su establecimiento a mis amigos cuando regresara a España. La habitación me costaba alrededor de dieciocho euros, desayuno aparte; y un gintonic en el bar, algo más de un euro.

Las chicas que cumplían los turnos en la recepción eran un grupo de serviciales mozas ahmaras, de largas piernas, cuello esbelto y rasgos de una hermosura de corte antiguo. La clientela cambiaba casi a diario, como si el Awaris fuese una estación más que un hospedaje. Pero había dos hombres alojados en el hotel que me fascinaban: nunca se movían del vestíbulo, sentados desde por la mañana hasta la noche ante la televisión, y tragándose todo lo que aparecía en pantalla: open de tenis de Australia a primera hora, «zapeo» frenético después y copa de fútbol de África al atardecer.

Uno era noruego, según supe por el director del establecimiento, y el otro chino. El europeo, siempre con chaqueta y corbata, bebía cerveza por las mañanas y whiskies innumerables por las tardes, mientras que el chino, ataviado a toda hora con un chándal, le daba al té sin tregua. Yo trataba de imaginar sus vidas, como hago a menudo con la gente que veo en los lugares públicos y sobre las que no sé nada. Pensaba que el noruego, un hombre fuerte de unos sesenta años, de pelo blanco y nariz gruesa parecida a una patata colorada, podía ser uno de esos tipos que se pasan la vida recorriendo mundo, emprendiendo negocios diversos y soñando siempre con que un día acertarán y se harán ricos, conscientes al tiempo en su fuero interno de que nunca se harán ricos y de que durante toda su existencia serán nómadas. El chino se me despistaba, tal vez porque jamás he sido capaz de penetrar en la psicología de los hombres de Oriente, frente a los que me encuentro siempre como si fuera un marciano.

Me fascinaban sus conversaciones ante el televisor. Bueno, no eran exactamente conversaciones, porque el chino casi nunca hablaba. Las cosas sucedían más o menos así:

Por las mañanas, en los partidos de tenis, el noruego y el chino aullan ante cada jugada y aplauden a rabiar. Nada de conversación, y sí constantes exclamaciones de júbilo, porque los dos parecen ser partidarios de todos y cada uno de los tenistas, gane quien gane.

A la tarde, llega el turno del «zapeo». Aparece un programa sobre naturaleza en la pantalla y dice el noruego:

—Prefiero los animales a las personas. Hay pocos seres humanos simples, mientras que todos los animales son simples: comen, follan y duermen, con eso les basta. Y todo animal es comido al final por otro animal, que es lo mejor.

Risas sonoras del chino y cambio de canal. Ahora asoma en el televisor un programa de gastronomía y comenta el noruego:

—Las ostras son buenas para el amor. Una vez, estando en Bangkok cenando con una chica, ella me preguntó: «¿Por qué comes ostras?». Yo contesté: «Luego te lo diré». Hicimos el amor esa noche y, ¡uf!, estuve estupendo. Y ella al final gritaba: «¡Ostras, ostras, ostras!». Y yo dije: «¿Ves por qué comía ostras?».

Carcajadas soberanas del chino, cambio de programa y de nuevo animales. Y dice el noruego:

—El animal con más suerte es el perro. A ese no se lo comen otros animales porque siempre está en casa.

Y el chino, por una vez, comenta:

—A mí me gusta el bulldog. No hace daño a nadie, pero asusta a todos los hombres. Y eso me divierte.

Risotadas de los dos, brindis con whisky y té y el noruego que concluye:

—De todas formas, el mejor animal es la oveja porque es el más simple de los animales.

Así transcurrían mis desayunos matinales y mis veladas con copas en el Awaris de Addis, casi como si viviera dentro de un relato de Lewis Carroll.

Addis Abeba, que quiere decir «Flor Nueva» en lengua amárica, es una de las capitales más altas del mundo, la tercera para ser exactos, con más de dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Aquella mi primera mañana en la ciudad mediaba enero, que en Etiopía es pleno verano, y el aire que descendía de las colinas de Entoto era fresco y afilado: podría decirse que la ciudad disfrutaba en esa hora de una temperatura idónea para los humanos, con sol vigoroso y brisa dulce.

Pese a la hora algo temprana, los cinco millones de habitantes de Addis parecían haberse puesto de acuerdo para echarse todos al mismo tiempo a la calle y el tráfico de animales y vehículos de motor resultaba apabullante. Caminé a pie hasta Asmara Road, donde desembocaban multitudes de callejones vomitando coches y rebaños, aprendiendo a moverme como peatón en la ciudad desconocida. No resulta difícil conseguirlo si conoces algo África, un continente en cuyas urbes todo el mundo da por sabido que el automóvil siempre tiene preferencia sobre el viandante. Después de todo, ¿no vale más un vehículo de motor que la vida de una persona?, ¿no hay que trabajar media vida para comprar un auto mientras que echar alguien al mundo es sólo cosa de un ratito y luego cualquier enfermedad, o una hambruna, o una guerra, te matan en un pis pas? Hay otras dos normas imprescindibles que debes aprender sobre los conductores de las ciudades africanas: el radiocasete va siempre encendido porque para eso te ha costado dinero; y con las luces largas sucede lo mismo, ya que te han costado también dinero y son mejores que las otras porque alumbran mucho más.

Los taxis colectivos, que en Addis son viejas furgonetas a las que llaman «minibuses», viajaban a marcha lenta, repletos de gente, con los cobradores gritando sus destinos a los peatones y deteniéndose al lado de cualquiera que les hiciera una seña. Ya en Asmara Road, busqué plaza en uno de ellos, rumbo a Piassa, el barrio considerado el centro de la ciudad y que conserva su nombre desde los días de la ocupación italiana durante la Segunda Guerra Mundial: Piazza la bautizaron las autoridades fascistas y como Piassa ha quedado para los etíopes. El minibús trepaba con fatiga la avenida entre centenares de vehículos decrépitos, sorteando reatas de asnos, hatos de bovinos y vacadas de cebúes. Flanqueaban Asmara hileras de casas bajas, la mayoría de adobe, y ocasionales edificios de hormigón naturalmente sin terminar. Me llamó la atención la abundancia de establecimientos de peluquería.

Paseé luego por los alrededores de Piassa. La venta callejera abarrotaba las plazas y las avenidas: ropa interior, zapatos y zapatillas, plantillas, refuerzos de metal para las suelas del calzado, neumáticos usados y sobre todo leña, mucha leña. Niños miserables, viejos tullidos, mujeres limosneras y ciegos con sus lazarillos me cerraban una y otra vez el paso pidiéndome unas monedas. Creo que pocas veces he visto una ciudad con tanto mendigo como Addis. Junto a un largo vallado de chapa ondulada y azul, que ocultaba la vergüenza de un descampado repleto de basuras, decenas de limpiabotas se sentaban en el suelo, las espaldas apoyadas contra la chapa y las toscas cajas de madera con sus utensilios de trabajo ante sus pies. Algunos, los más afortunados, lavaban con agua y jabón las zapatillas deportivas de un cliente, mientras los otros seguían el caminar de mis pies con miradas sometidas y se ofrecían a lustrar mi calzado. A ellos les escuché, por primera vez, una expresión que, en el curso de las semanas que pasé en Etiopía, oiría centenares de veces: farangi, que equivale a la de muzungu en swahili y a mondele en lingala, palabras todas que nominan al extranjero blanco. Los primeros europeos que, tras siglos de aislamiento del país, se dejaron ver por Etiopía, fueron los ingenieros franceses que construyeron el ferrocarril que une la capital de Etiopía con las orillas del mar Rojo, en Djibouti. Eran los franjáis, término que acabó por transformarse, tras sucesivos saltos de pronunciación, en farangi. De modo que aquella primera mañana ya supe que, si en Tanzania fui un muzungu y en el Congo un mondele, en Etiopía iba a ser un farangi.

Shining, farangi? (¿Le doy brillo a los zapatos, extranjero?) —suplicaban a mi paso, con miradas dormidas, los entristecidos limpiabotas de Piassa.

En el centro de la ciudad, las chabolas y los descampados alternaban con los desportillados caserones italianos de los días de la ocupación y nuevos edificios sin concluir. Uno podía imaginar un tímido intento original de trazado urbanístico, al modo inglés, con avenidas surgiendo como aspas de una plaza principal, al modo de las líneas de la Union Jack. Pero aquella voluntad de urbanización había sido devorada por el chabolismo y los desmontes. Entré en una farmacia y comprobé que había más clientes que medicamentos. En el Ethiopia Cinema anunciaban, en cuatro sesiones, de diez de la mañana a ocho de la tarde, Waterworld, del valiente Kevin Costner, y The Hitman, del temible vengador Chuck Norris. El semáforo de la esquina de Mahatma Gandhi Road no funcionaba y era como un árbol quemado por un rayo. De nuevo me pregunté por qué en la mayoría de las ciudades de África hay siempre una calle para Gandhi, aquel tenaz defensor de los derechos de los indios en Suráfrica y al tiempo un hombre desdeñoso de los sufrimientos de la población negra. Algo más allá de Mahatma Gandhi Road se alzaba el monumento al abuna Petras, el patriarca ortodoxo que apoyó a los etíopes en su lucha de liberación contra Mussolini y que fue fusilado por los fascistas italianos durante la feroz represión desatada en 1937 en Addis por el sangriento virrey Graziani.

Seguí hacia el norte, camino de la catedral de San Jorge, el más importante templo de Addis. La iglesia permanecía cerrada hasta la tarde, pero multitud de mendigos llenaban el jardín que la rodea y numerosos fieles se arrimaban a rezar a sus puertas. Junto a la entrada principal del recinto, se abría la ancha plaza del mismo nombre. Y allí se alzaba, teñida de un color terroso, la estatua ecuestre de Menelik II, el rey que fundó Addis Abeba, que unificó los territorios del país a finales del pasado siglo y que derrotó a los invasores italianos en la batalla de Adua en el año 1896.

Adua sigue siendo hoy el evento que encarna mejor que ningún otro el orgullo etíope. Cuando los italianos, bajo el régimen de Mussolini, regresaron a ocupar Etiopía en 1935, derribaron la estatua de Menelik y la hicieron añicos, para vengar la humillación de Adua. Pero los etíopes, después de expulsarlos otra vez de sus territorios cinco años más tarde, levantaron una nueva, réplica exacta de la anterior.

Así que Menelik II seguía reinando en los corazones etíopes doblado ya el cabo del siglo XX, símbolo permanente de un país que —caso único en África— nunca ha sido colonizado por los europeos, símbolo de una nación que no se parece a ninguna otra del mundo ni en su organización social, ni en su religión, ni en su lengua, ni en su historia, ni en sus mitos.

La historia de Etiopía conforma una épica que se mueve a mitad de camino entre el orgullo y la falacia, la bravura y la sangre, la cólera y la fe, la realidad y el mito. Pese a los índices galopantes de miseria en que viven la mayoría de sus habitantes, pese al pavoroso nivel de analfabetismo que impulsa la pobreza generalizada, Etiopía es un país con cultura autóctona, con una lengua propia y una escritura con caracteres distintos a los de otros idiomas del mundo, con libros sagrados y crónicas reales que se remontan a siglos atrás. Aunque sea de oídas, cualquier etíope conoce a grandes rasgos la historia de su patria y puede enumerarte la gloria de sus emperadores y sus hazañas en los combates contra italianos y otras fuerzas invasoras. Todos los etíopes saben que nunca han sido conquistados. La mayor parte de ellos defienden su fe copta con la misma fuerza con que reivindican una historia en buena medida inventada. Y muchos todavía veneran el recuerdo de una dinastía tiránica, la Salomónida, que nace de una leyenda más que improbable. En Etiopía, la religión y la política navegaron durante centurias fundidas casi siempre en un mismo cuerpo. Y aún sigue siendo así en el fervor de muchos de sus altivos habitantes. Etiopía, en fin, es uno de los pocos países de África que posee un sentido de nación, al menos en la mayoría de sus territorios.

Todo se remonta a un mito que carece de cualquier rigor histórico, un mito del que ya he escrito extensamente en otro libro, Dios, el Diablo y la aventura, y del que tan sólo referiré aquí su argumento medular. Aislados durante cientos de años del contacto con otros pueblos, tanto musulmanes como cristianos, los etíopes observan modos de comportamiento muy diferentes a los de los habitantes de las demás naciones africanas. Son corteses, abiertos al extranjero, pero en el fondo nunca les ves venir del todo. En mi experiencia de varias semanas recorriendo las tierras del país, podría decir que valdría aplicarles el tópico con que en España definimos el carácter de los gallegos: cuando te encuentras a un etíope en el camino, nunca sabes si va en tu dirección o en la contraria. A mí, desde luego, me engañaron varias veces a lo largo de mi viaje y sólo me di cuenta del engaño días después.

El principal libro sagrado de los etíopes es el Kebra Neguest, que quiere decir «Gloria de Reyes», y que fue escrito en el siglo XIV, recogiendo remotas leyendas transmitidas oralmente, por un monje de la antigua capital de Axum llamado Isaac. Según el mito, la historia etíope comenzó con la reina de Saba, diez siglos antes de la venida de Cristo al mundo. La soberana, que dominaba extensos territorios y asentaba el centro de su poder en Etiopía, oyó hablar de un sabio monarca que reinaba en Israel: Salomón. Y movida por la curiosidad, viajó hasta Jerusalén para conocer al gran hombre.

Tanto impresionó a la de Saba el carácter y la prudencia de Salomón, que se convirtió a la religión judía. Cuando decidió regresar a su país, tras varios meses de estancia en Jerusalén, Salomón la sedujo mediante un ingenioso truco y la reina etíope quedó embarazada. Ya en su patria, la reina dio a luz un hijo varón a quien llamó Menelik, nombre que en amárico significa «hijo de un hombre sabio».

Convertido en un joven príncipe de veinte años de edad, Menelik viajó a su vez a Jerusalén para conocer a su augusto padre, quien le ofreció ser su sucesor en el trono de Israel. Menelik rechazó la oferta y Salomón le nombró, con su bendición, rey de Etiopía, e hizo que le acompañaran en su regreso a la patria los hijos primogénitos de varios notables de su corte, para que Etiopía fuese una nación en todo semejante a Israel. Al partir, Menelik y sus acompañantes robaron del templo de Jerusalén la más sagrada reliquia del pueblo judío: el Arca de la Alianza, donde se guardaban las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés en el monte Sinaí.

Y así, llegado a su país, el príncipe fue proclamado rey por su madre, con el nombre de Menelik I. El nuevo monarca, en su primer bando real, decretó que la línea sucesoria, a partir de él, sólo la integrarían varones, y que las mujeres únicamente podrían ocupar el cargo de regente cuando el sucesor al trono no hubiese cumplido la mayoría de edad. Menelik I, además, proclamó al etíope «pueblo elegido», ya que, «por decisión de Dios», el Arca de la Alianza quedaba guardada para siempre en Etiopía.

Y allí sigue, según afirman los más fervientes defensores de la leyenda, aunque permanece escondida en un templo de Axum y nadie puede verla salvo su guardián. Los italianos, durante la ocupación del país en los días de la Segunda Guerra Mundial, la buscaron sin éxito, pues los sacerdotes etíopes afirmaron que la habían cambiado de lugar y mantenido en secreto su ubicación. El único occidental que ha logrado robarla desde los días de Salomón fue un tal Indiana Jones, cuyas aventuras son tan verdaderas como la leyenda de la reina de Saba y la historia misma del Arca.

El primer europeo que tuvo acceso a los textos sagrados etíopes y a las crónicas reales fue el jesuita español Pedro Páez, que escribió un extenso libro de carácter histórico sobre Etiopía a comienzos del siglo XVII. Por supuesto que jamás logró ver la famosa Arca.

No obstante, algo de verdad ocultan siempre los mitos, y cierto es que en la religión etíope, obediente de la Iglesia copta de Alejandría, se contienen algunos elementos diferenciales de la religión coptoegipcia, todos ellos de influencia judía. Por ejemplo, la observancia del sábado como día festivo y la circuncisión. Hay también en la religión etíope algunas influencias de la musulmana, como la obligación para los fieles de entrar descalzos en los templos y el derecho a tener varias mujeres y concubinas. Pero en su conjunto, la etíope es una fe de rasgos peculiares muy acusados, marcados en buena parte por el judaismo.

Además de eso, sobrevive en el país, desde tiempo inmemorial, una comunidad de creyentes que profesan todavía la fe hebrea. Son los falachas, que se congregan principalmente en los territorios al norte del lago Tana. Apenas quedan en nuestros días unos pocos centenares, ya que miles de ellos fueron trasladados a Israel en 1991, para salvarles de la ferocidad de la guerra, en aviones fletados especialmente por el gobierno de Tel Aviv.

La mayoría de los especialistas occidentales en la historia de Etiopía niegan la verdad del mito de Salomón y la reina de Saba. Y para explicar la presencia del judaismo en el país, señalan que los etíopes son los descendientes de las tribus semitas que emigraron a Etiopía, viniendo desde la península Arábiga, en los siglos anteriores al nacimiento de Cristo. La leyenda de la reina de Saba viajó con ellos, no fue un mito crecido en Etiopía.

Aunque los libros sagrados etíopes recogen los nombres de todos los reyes que sucedieron a Menelik I y tenemos ya noticias de carácter histórico sobre los monarcas del país a partir del siglo XVI, lo cierto es que una nebulosa envuelve los siglos siguientes al reinado del hijo del rey de Israel. Se sucedieron dinastías diversas, y todas ellas sin excepción se proclamaron descendientes directas de Salomón y la reina de Saba. Parece probable, por otro lado, que la fe musulmana desplazase a la judía durante algunas centurias, y también podría resultar cierto que, en el siglo IV después de Cristo, dos monjes cristianos venidos de Siria convirtieran al cristianismo a un rey llamado Ezana. En los libros religiosos etíopes, uno de aquellos monjes, llamado Frumencio, es considerado el primer apóstol de Etiopía.

No está claro cuándo los reyes etíopes se decidieron por rendir obediencia a la Iglesia copta de Alejandría, pero ya desde mucho antes del siglo XVI la cabeza suprema de la Iglesia etíope era el patriarca alejandrino, quien delegaba sus poderes en un abuna, un obispo, enviado desde Alejandría y siempre de nacionalidad egipcia. Esta tradición duraría hasta bien entrado el siglo XX, cuando fue nombrado patriarca el primer religioso nacido en Etiopía, con lo que la iglesia etíope se convirtió definitivamente en iglesia nacional.

Entre los siglos XV y XIX, Etiopía fue un continuo baño de sangre provocado por incontables invasiones musulmanas y somalíes, desde el exterior, y constantes luchas sucesorias internas. Se sucedían los usurpadores en el trono, pero todos ellos se proclamaban sin excepción pertenecientes a la dinastía salomónida. Una expedición portuguesa vino en ayuda del rey etíope en el siglo XVI, para repeler una invasión musulmana que incendió y ensangrentó el país entre 1529 y 1543. Los portugueses permanecieron en Etiopía hasta bien entrado el siglo XVI, y dejaron su huella en algunas construcciones, como castillos y puentes. También, en un breve período, lograron, de la mano del jesuita español Pedro Páez, que dos emperadores aceptaran la obediencia a Roma y profesaran el catolicismo. Pero todo terminó cuando el rey Fasilides, a finales del primer tercio del siglo XVII, expulsó a los últimos lusos que quedaban en sus tierras y decapitó a todos los católicos del país, incluidos unos cuantos misioneros jesuitas portugueses, italianos y españoles, restableciendo como religión oficial el credo copto. Nunca, durante las décadas en que permanecieron en Etiopía, fueron los portugueses un ejército de ocupación, sino tropas aliadas de los etíopes, directamente a las órdenes del monarca, como una suerte de guardia pretoriana.

Tras Fasilides, durante varios siglos apenas entraron occidentales en el país, y Etiopía, cerrada al mundo exterior, continuó a solas la marcha de su historia, perdida en los meandros de su particular mitología y rodeada por territorios hostiles que profesaban la fe en el Islam. Siguieron nuevas y encarnizadas luchas sucesorias, y el país sufrió una expedición de castigo inglesa, ya en el XIX, dirigida por el general Napier, que provocó la muerte del emperador Tewodros, convertido hoy en un héroe popular por los etíopes. También a finales del siglo XIX, como antes señalé, los italianos, atacando desde sus posesiones en Eritrea y Somalia, intentaron apropiarse de Etiopía y convertirla en colonia. Pero fueron derrotados estrepitosamente en Adua por el rey Menelik II, que había logrado en los años anteriores unificar y pacificar su reino.

Los ejércitos italianos regresaron a Etiopía en 1935, insuflados por el credo imperialista de Mussolini, y la invadieron después de duras batallas y desatando una feroz represión. Durante cinco años ocuparon el país. Pero las guerrillas etíopes, apoyadas por Gran Bretaña, lograron al final expulsarlos, y Etiopía volvió a ser independiente. Su último rey, Haile Selassie, que fue coronado en 1930, se proclamó puro salomónida en el segundo artículo de la Constitución que «otorgó» a su pueblo. Pero lo cierto es que había nacido en un poblado cercano a la ciudad de Harer, en una región de fuerte presencia musulmana, y no había en su sangre ni una gota que proviniese de los reyes anteriores a Menelik II. Con el paréntesis que supuso su exilio durante los años de ocupación italiana, Haile Selassie, el León de Judá, reinó hasta 1974, cuando fue depuesto por un golpe militar de carácter comunista. En total, cuarenta y cuatro años.

Los salomónidas desaparecieron para siempre de la historia etíope el día de su derrocamiento, casi tres mil años después de que comenzara su leyenda. Una pequeña secta jamaicano-etíope, los rastafari, siguen confiando, al ritmo del reggae y envueltos por el humo de la marihuana, en que el último emperador regresará algún día a su trono, resucitado y enviado por Dios. Y los etíopes más viejos continúan creyendo a pies juntülas en el carácter divino de sus reyes, los descendientes de Menelik I, el hijo de la lejana aventura erótica entre Salomón y la reina de Saba.

Siempre llevo en los viajes una cierta cantidad de dinero que sé que voy a perder irremediablemente: por engaños, robos o errores propios. La primera vez que hube de echar mano en Etiopía del monedero de los timos previsibles fue aquella misma mañana, la primera en Addis.

Desde Piassa, descendí por Churchill Road camino de la estación de ferrocarril. Quería ver un par de estatuas del León de Judá alzadas en la avenida; también, la antigua sede del partido comunista, la propia estación y el hotel Ras, donde se alojaron Waugh y Kapuscinski durante sus días de Addis. Era mi particular recorrido turístico por la ciudad, un tour en cierto modo más histórico y literario que monumental. Pese a que el comunismo fue derrocado en el año 1991 por una alianza de guerrillas regionales, la gran estrella roja seguía clavada en lo alto del mamotrético edificio que fuera sede del Partido Comunista en Addis, ahora destinado a diversas dependencias estatales. Supuse que, en la Etiopía ahora ferozmente anticomunista y tan pobre como siempre, resultaba más barato dejar la estrella roja en su sitio original que correr con los gastos de derribarla.

La primera estatua del León de Judá, no muy lejos de la antigua sede del Partido Comunista, era un espantoso monumento de hierro fundido que producía mayor pavor que un verdadero león hambriento metido en tu dormitorio. Ideado por un escultor francés y construido en 1929, los italianos se lo llevaron durante los años de ocupación fascista, pero el gobierno de Addis logró que le fuera devuelto al finalizar la guerra. ¡Cuánto empeño por quedarse con semejante adefesio! La otra estatua, en la explanada de la estación, se alzaba en piedra sobre una columna y era algo más presentable. También hizo su viaje de ida y vuelta entre Addis y Roma. En cuanto a la estación, era sin duda la más bella construcción de la ciudad, con aire de amable apeadero trasplantado de la idílica campiña francesa a la dislocada ciudad africana.

El hotel Ras, un alojamiento de estilo colonial, sin duda hacía tiempo que había visto morir sus días de gloria, pese a que su bar, en el que me senté a tomar una cerveza Castel, conservaba todavía un cierto aire de nostalgia británica, no sé por qué razón. En la jaula del ascensor, que había desaparecido de su lugar años atrás, quizá trasladado a alguna oficina del Estado para subir y bajar funcionarios apáticos, se sentaba ahora un león disecado —eterno símbolo de Haile Selassie— con la piel comida por la polilla en una buena parte de su cuerpo y la rala melena devorada a trozos por la calvicie.

Cuando salí a la calle, me abordó Salomón.

Era un chico delgado, algo más alto que yo, de ojos grandes y saltones, y pelusa sobre el labio a modo de bigotillo, que se cubría con un sombrero de tela de color claro cuyas alas bajaban hasta taparle casi los ojos y las orejas. Vestía unos desgastados vaqueros y una vieja camisa. Desde el principio supe que buscaba dinero; no podía ser de otra manera. Pero le dejé pegar hebra y le seguí el rollo. Hablaba un buen inglés y me resultaba simpático.

—Soy estudiante y me llamo Salomón. Pero no soy en absoluto rey. ¿Necesita un guía? Conozco Addis como la palma de mi mano.

—Sólo estoy paseando.

—Pues paseo con usted, si no le importa; así practico inglés. ¿Italiano?

—No, español.

—Mejor, ustedes no nos invadieron. Mi abuelo murió cuando la ocupación, peleando contra Mussolini. Pero yo no guardo rencor a Italia; hace mucho de eso y además no conocí a mi abuelo. Y de todos modos, ¿de qué serviría que un chico como yo le guardase rencor a Italia? A nadie le importaría, ni siquiera a los italianos.

—Es una buena razón.

Caminábamos Churchill Road arriba. Salomón me dio un consejo:

—Tenga cuidado en esta zona, hay mucho carterista por aquí. Y un turista siempre lleva dinero encima, ¿no?

—He dejado casi todo en el hotel.

—¿Qué hotel?

—El Sheraton.

—Ah, ese es un buen hotel. Allí no dejan entrar a los etíopes si no van con un huésped americano o europeo. Me gustaría conocerlo, nunca he estado.

—Cualquier día le invita un italiano, no se preocupe.

Rió Salomón con ganas.

—Tiene usted buen humor, me agradan los españoles. Ya que no lleva dinero encima, ¿me permite que le invite a un té? Hay un sitio aquí cerca donde lo preparan muy bien. ¿Sabe que en Etiopía tenemos el mejor té del mundo? Lo mismo sucede con el café.

Acepté y me condujo a un local abundante en clientela. No había cerveza, así que me resigné a beber un té. Salomón comenzó a contarme su vida. Naturalmente era hijo de una familia numerosa y pobre y no tenía dinero para costearse los estudios. Naturalmente quería ser médico o, en todo caso, ingeniero. Naturalmente quería irse a vivir una temporada a Estados Unidos o Europa para aprender más y, a su regreso, poder ayudar a su pueblo. Supuse que, naturalmente, no tardaría en pedirme algunos dólares, aunque tuviera que venir conmigo hasta el Sheraton. Pero se negó con rotundidad a que yo pagase los dos tés.

—Era invitación mía —zanjó.

Se ofreció a contarme la historia de Etiopía y yo le dije que había leído bastante sobre el asunto. El chico buscaba toda suerte de posibilidades para encontrar la manera de meter mano en mi bolsillo.

—Mire, conozco una casa no muy lejos de aquí donde hay unas chicas que bailan y cantan folclore de distintas regiones de Etiopía. Son estudiantes, pero se ganan algo de dinero con eso. Unas artistas, ya verá. Y muy guapas. ¿Quiere que le lleve?

—¿Está lejos?

—Diez minutos en taxi.

—¿Y cuánto cuesta la exhibición?

—Hum…, unos veinte dólares, con refrescos incluidos.

—¿Y sus servicios, Salomón?

—Oh, lo que quiera usted darme, ya somos amigos.

Siempre que alguien que acabas de conocer en una ciudad de África te dice que sois amigos, tienes que calcular que, al menos, el tipo está pensando en conseguir de ti cincuenta dólares, si eres europeo, y cien si eres americano o japonés.

—¿Diez dólares por sus servicios?

—Oh…, no se preocupe. Eso lo hablamos luego… Usted paga el taxi, de todas formas. Cuesta un par de dólares, no más.

—De acuerdo, Salomón, vamos allá.

—Ya verá qué muchachas tan guapas. Hay varias de Harer; musulmanas, ya sabe. Son las mejores de Etiopía: muy obedientes, no como las mujeres de Addis, que se han contaminado con las costumbres de las europeas por culpa de la televisión. Cuando tenga que casarme, me iré a Harer en busca de esposa.

—¿Y si después de casarse no le obedece?

—Son musulmanas: obedecen…, por lo menos fuera de casa. Porque dentro de la casa, según me han dicho todos los hombres casados que conozco, ninguna obedece, sea cristiana o sea musulmana. ¿Y en su país: obedecen?

—Obedecen los hombres, dentro y fuera de casa.

—Ya, como en Addis.

Los diez minutos de taxi resultaron ser media hora larga. Calculé que íbamos hacia el sur. Pero entrando y saliendo sin cesar de intrincadas callejuelas, la mayoría de ellas sin asfaltar y tendidas entre chabolas de adobe, acabé por perder el sentido de la orientación. Saqué dos dólares cuando el taxista se detuvo ante la puerta de una casita baja de apariencia algo más sólida que las casuchas de los alrededores y rodeada de un jardincillo donde crecían un par de mangos.

—Son cuatro dólares —me dijo Salomón con gesto de candidez.

—Habíamos dicho dos.

—El conductor ha tenido que dar muchas vueltas porque había exceso de tráfico en las calles principales. Ya sabe…, la gasolina cuesta cara.

Le di tres dólares, uno de ellos a cuenta de mi presupuesto para engaños previsibles.

Dos hombres jóvenes y fuertes nos saludaron con indiferencia en la entrada del jardín. Pasamos a una salita cuadrada y amueblada con sencillez. Una mujer de unos cincuenta años nos recibió reverenciosa, nos invitó a sentarnos en el sofá, desapareció unos instantes y regresó al poco con dos botellas de naranjada. Sólo habían transcurrido unos pocos minutos cuando ocho muchachas salieron de las habitaciones interiores, ataviadas con trajes tradicionales, colocaron una cinta en el radiocasete y comenzaron a bailar y cantar. Todas eran muy hermosas y varias de ellas exhibían pechos poderosos bajo los delgados shirits de algodón, el vestido femenino de la región de Harer. La danza era algo extraña, en nada parecida a los bailes que yo había visto en otros países africanos. Las chicas apenas movían los pies y las caderas, y sí los hombros y los senos. Sin duda era una danza muy sensual, marcadamente erótica.

Pero cada una tiraba por su lado, tanto en los pasos de baile como en los cantos, y tuve pronto la certeza de que aquello era un timo manifiesto, o tal vez un prostíbulo enmascarado para turistas ingenuos. Salomón daba palmas sentado a mi lado, sonreía feliz y me lanzaba miradas de entusiasta complicidad. Empecé a calcular a cuánto ascendería la factura con cargo a mi presupuesto de engaños.

Al tercer canto, una de las chicas me tomó de la mano y me invitó a bailar con todas ellas. Formaron corro a mi alrededor y yo me resigné a dar unos pasos y mover los hombros, componiendo mi mejor sonrisa de farangi imbécil. Ellas reían sin cesar, supongo que encantadas de comprobar mi manifiesta estupidez, mientras yo intentaba imitar sus movimientos, rodeado de tetas que brincaban como una tribu de ranas.

Cuando volví a mi asiento, Salomón, más risueño que nunca, acercó los labios a mi oído y susurró:

—Si le gusta alguna, no hay problema. Puede hacerlo ahora mismo con la que quiera en una habitación trasera, o con dos si lo prefiere. O también puedo ir al hotel esta tarde y llevarle la de su gusto. Cada una de ellas por treinta dólares, precio cerrado.

—Prefiero esta tarde —respondí.

—¿Cuál le gusta?

Señalé dos al azar.

—Ya —sonrió Salomón hasta casi romperse las comisuras de los labios—. Los españoles son bien fuertes, ¿eh?

La cuenta por la sesión folclórica no era de veinte dólares, como me había dicho Salomón, sino de cincuenta. Recordé a los jóvenes fuertes de la entrada y pagué sin rechistar. Pero lo cierto es que tenía un buen cabreo cuando gané la calle a paso rápido, seguido por un veloz Salomón.

—Le ha gustado, ¿verdad? —repetía trotando a mi lado. Pensé que el muchacho saltaba como un cuervo.

Había un taxi en una esquina y le hice señas.

—¿Le acompaño al hotel? —preguntó Salomón.

—No, ahora no. Le espero allí a las siete, con las dos chicas.

—Pero en el Sheraton no dejan entrar a los etíopes…

—Pregunte usted al guardia de la puerta por mister Martin, habitación 612.

Tenía ganas de mandarle al infierno, pero me contuve.

—¿Y no me paga por mis servicios?

—Me he quedado sin dinero. Esta tarde le daré cincuenta dólares.

—Déme veinte ahora.

—Pídale su comisión a las chicas.

Abrí la puerta del taxi.

—Oiga, no se vaya —insistía Salomón, tratando de impedir que cerrara.

Cerré con fuerza.

—Al hotel Sheraton —dije al taxista con la voz suficientemente alta como para que Salomón me oyera, tapando el sonido de la cásete de donde brotaba el canto de un coro de voces africanas.

—Serán dos dólares —dijo el conductor.

—Okey.

Arrancamos. Salomón quedó atrás, entre una nube de polvo amarillo, con la mirada perpleja del cazador al que se le ha escapado un conejo a cuatro metros de distancia sin atinarle con sus disparos.

Cuando doblamos la esquina, me dirigí de nuevo al taxista:

—En realidad voy al hotel Awaris, ¿lo conoce?

—Claro, está más cerca.

—Entonces será menos de dos dólares.

—¿Le parece bien un dólar?

—De acuerdo…, pero ¿será de verdad un dólar?

Me sonrió por el espejo retrovisor y me gustó su sonrisa.

—Por supuesto. En el Awaris me conocen y usted puede convertirse en un buen cliente. No siempre se hace negocio engañando. ¿Italiano?

—Español.

—Ah, muy bien —dijo alegre, y luego me señaló las pegatinas de Radio Nacional de España que adornaban la parte baja de su parabrisas—. ¿Conoce esto?

—Desde luego.

—Me las regaló un amigo español, un periodista. Y tengo algo mejor…

Sacó la cinta de música africana de la cásete y metió otra en su lugar. Y el ritmo de «Macarena» atronó en los aires de la caótica Addis Abeba.

Tefari me cobró un dólar exacto y me ofreció sus servicios para cuando lo necesitara, a veinte birrs por cada hora, el equivalente a dos euros y medio. Birr, la moneda etíope, significa «plata» en lengua amárica.

—Pone usted su reloj en hora y luego me paga según su cálculo. Ni un birr de más. Y podemos estar una hora, dos, las que quiera: trabajo día y noche.

—Me gustaría ir mañana a la ceremonia de la Epifanía.

—Se celebra en lo alto de la ciudad, en la explanada de Jan Meda. Le serviré como guía: va incluido en el precio del taxi. ¿Le recojo a las nueve?

—A las nueve.

Comí en el restaurante del Awaris un plato de kifto sobre torta de injera que me supo a rayos. Pedí una botella de vino etíope, pero lo deseché sin terminar el primer vaso. Etiopía es uno de los pocos países del África negra donde se producen caldos. Los jesuitas españoles y portugueses enseñaron a los etíopes, en el siglo XVII, cómo cultivar la uva y cómo crear el milagro del vino. Pero no debían ser aquellos sacerdotes ni unos extraordinarios enólogos ni hombres milagreros: el vino del hotel, al menos, sabía a petróleo.

En la sala contigua al comedor, el chino y el noruego continuaban pegados al televisor, en el mismo lugar en donde los dejé cuando salí del hotel temprano después del desayuno. Desde donde me encontraba, no podía distinguir lo que sucedía en la pantalla. Pero oí decir al europeo:

—Con el sexo de las mujeres sucede todo lo contrario que con el café: te duermes después de tomarlo en lugar de despertarte.

Y el chino se tronchaba el espinazo preso de un ataque de risa.

A la tarde me di una vuelta por el mercado de Addis, que los etíopes llaman «Markato», degeneración del italiano mercato. Los habitantes de la ciudad afirman que es el más grande de África entre El Cairo y Durban, y puede que no sea exagerada su afirmación. Más de un centenar de callejuelas, avenidas y plazas acogen los pequeños comercios donde puede adquirirse todo lo imaginable: desde un kilo de papayas a un automóvil Mercedes Benz último modelo. Por supuesto que, como en cualquier mercado de África, siempre se regatea, y se dice en Addis que en el Markato puede bajarse el precio de todo, incluso del alma. Era una tarde de sol pálido y la extensa zona comercial bullía en un tráfico mareante de gentes, animales y vehículos de motor. Legiones de mendigos llenaban las aceras y, a mi paso, puede que escuchase más de cien veces la misma frase: Farangi, money. Agoté mi calderilla en los primeros diez minutos. Olía a especias, pescado a medio pudrir y gasolina quemada.

Había quedado por la noche con Teddy Milash, el joven empresario de turismo con quien había conectado desde Madrid para que me resolviera algunas cuestiones antes de mi llegada. Me citó en el Havanna Club, un local de copas no muy alejado del hotel Awaris. Era un establecimiento pequeño, de no más de treinta metros cuadrados, iluminado mezquinamente por unas bombillas rojas.

Cuando entré, atronaba la música de salsa y en el Havanna parecía no caber ni una sola persona más. Yo era el único blanco, así que Teddy no tuvo ningún problema en reconocerme. Se acercó al poco de que entrase, estrechó mi mano con suavidad y me llevó hasta una mesa de un rincón. Casi a gritos, bajo el poderoso sonido de la música, me presentó a una chica que creí entender que se llamaba Magee. Y sin preguntarme, pidió al camarero unos mojitos cubanos.

Permanecimos cerca de una hora en el Havanna, apenas logrando entendernos en los espacios de silencio que quedaban entre canción y canción. Luego, Teddy se despidió de la chica, estrechó al menos las manos de veinte hombres y salimos a la calle, camino de mi hotel. Era una noche de luna casi llena y plagada de estrellas, una hermosa y limpia noche en las alturas de África, acariciada por un aire fresco y liviano.

—Es un curioso local —le dije—. La Habana en mitad de Etiopía.

Teddy hablaba un español perfecto.

—Aquí nos juntamos la colonia cubana de Addis y los etíopes que hemos vivido en Cuba. Yo estuve allí entre los ocho años y los veinticinco. Como quien dice, me crié en La Habana y Cuba es casi mi primera patria. Fuimos más de cinco mil chicos etíopes los que estudiamos allí becados por el gobierno de Fidel, cuando Etiopía era comunista.

—¿Te hiciste comunista?

—Mi padre era comunista. Y militar. Murió en la guerra contra los somalíes en el 77. Y yo, como huérfano de un héroe de la revolución, pude tener una beca y estudiar ingeniería industrial en Cuba. Fue una suerte, aquí no habría podido estudiar nunca porque mi madre se quedó sin apenas dinero al morir mi padre.

—¿Eres comunista? —repetí.

—No, aunque reconozco que el comunismo ha hecho cosas buenas: en Cuba, por ejemplo, hay sanidad y cultura. El único y gran fracaso de Castro se debe a que no hay comida para su pueblo. De todas formas, yo a Cuba le debo mucho, sobre todo mi mentalidad. Los etíopes, como casi todos los africanos, se resignan a su suerte y viven el día a día: logran comer hoy y ya pueden seguir vivos hasta el día siguiente. ¿Pero después qué? Yo aprendí en Cuba a luchar por mi futuro. Puedes caer muchas veces, eso es la vida, pero debes levantarte muchas más, siempre más de las que caes.

—¿Y te ha ido bien?

—Cuando regresé a Etiopía, lo primero que hice fue empezar a cambiar la mentalidad de mis hermanos. Somos cuatro: dos varones y dos hembras, y yo soy el mayor. Ahora ya piensan en su futuro, trabajan, no se resignan, y son incluso más valientes que yo. Tenemos ya dos empresas: la de turismo y una tienda. Y mi madre vive bien en su vejez.

Le conté el timo de la mañana con las muchachas danzarinas. Teddy se rió.

—Hay muchos trucos para sacar dinero a los turistas, pero ese no lo conocía. Eso sucede porque la mayor parte de la gente de mi país tiene esa mentalidad de resignación. ¿Cómo puede ser honrado un hombre que no piensa en el futuro? Vosotros los europeos vivís pensando en el futuro: si hoy ganas suficiente, mañana puedes ganar más y en el futuro tal vez mucho. La honradez vuestra viene de ahí. A mí me gusta esa mentalidad porque creo que un hombre debe arrancar en la vida sin mentir y construirse desde sí mismo.

—Te harás rico, Teddy; pero no pienses que todos los europeos son honrados.

Nos quedamos un rato en el hotel, tomando una copa en el mostrador del bar. Yo quería ir a Harer, la ciudad donde habían vivido Richard Burton y Arthur Rimbaud, antes de iniciar desde el lago Tana mi descenso por el Nilo Azul. Teddy me aconsejó viajar en avión hasta Diré Dawa y, desde allí, tomar un autobús a Harer. Quedó en sacarme el billete y en venir a buscarme al día siguiente para comer juntos.

Cuando me retiré a mi habitación, el chino ayudaba al noruego, borracho como una cuba y rojo como un carbón ardiente, a subir las escaleras camino de su cuarto. Supongo que era el ceremonial de todas las noches para aquellos dos peculiares amigos.

Antes de dormirme me atacó una fuerte colitis desatada por el plato de kifto del mediodía. Eché mano de mi pequeño botiquín y me juré no volver a probar aquel espantoso plato tradicional del que los etíopes se sienten tan orgullosos.