Luna llena

Eriko murió a finales de otoño.

Un loco la acosaba, y acabó asesinándola. Aquel hombre vio a Eriko por primera vez en la calle, le gustó y la siguió y, así, supo que ella trabajaba en un bar gay. Luego le escribió una larga carta diciéndole que había sido un golpe para él que ella, una mujer tan hermosa, fuese un hombre, pero empezó a frecuentar el local. Cuanto más a menudo iba, más frías se mostraban Eriko y las chicas del bar, y, una noche, él gritó que lo habían puesto en ridículo y se abalanzó sobre Eriko con un cuchillo. Eriko, a pesar de estar desangrándose, asió con las dos manos una pesa de adorno que había sobre la barra y mató a golpes a su agresor.

Dicen que éstas fueron sus últimas palabras:

«… Ha sido en defensa propia, así que estamos en paz, ¿no?».

Cuando yo, Mikage Sakurai, me enteré de esto ya era invierno. Yūichi me llamó, al fin, mucho tiempo después de que todo hubiera terminado.

—Murió luchando —dijo Yūichi de repente. Era la una de la madrugada. Yo, que me había despertado con un sobresalto al sonar el teléfono en la oscuridad, descolgué y no entendía nada. Mi cabeza medio dormida imaginaba alguna escena de una película bélica.

—¿Yūichi? ¿Qué? ¿De qué me hablas? —repetí la pregunta.

Yūichi, tras un silencio, dijo:

—Mi madre…, bueno, tendría que decir mi padre…, lo han asesinado.

Yo no comprendía nada. Nada en absoluto. En realidad, Yūichi no parecía tener muchas ganas de hablar, pero poco a poco fue contándome la muerte de Eriko mientras yo enmudecía conteniendo el aliento. Me costaba creerlo, cada vez más. Mis pupilas se quedaron inmóviles y el auricular del teléfono se alejó un instante.

—Eso… ¿cuándo ha sucedido? ¿Hace poco?

Se lo pregunté sin saber ni de dónde salía mi voz ni lo que decía.

—… No, hace ya mucho tiempo. Hice un funeral sencillo sólo con la gente del bar… Perdóname, me fue imposible avisarte.

Sentí como si me arrancasen el corazón. «Entonces, ella ya no está. Ya no está en ninguna parte».

—Lo siento, lo siento de veras —repitió Yūichi.

El teléfono no transmite nada. No podía ver la cara de Yūichi, no sabía si él quería llorar, reír a carcajadas, hablar a solas conmigo tranquilamente, o estar solo.

—Yūichi, voy ahora mismo, ¿te importa? Me gustaría verte y hablar contigo —dije.

—Ven, y luego te acompaño a casa.

Por su manera de asentir fui incapaz de interpretar sus sentimientos.

—Hasta ahora —y colgué.

¿Cuándo la vi por última vez? ¿Nos despedimos con una sonrisa? La cabeza me daba vueltas. A principios de otoño dejé la universidad y empecé a trabajar como ayudante de una profesora de cocina. Poco tiempo después me fui de casa de los Tanabe. Había vivido medio año en aquella casa con Yūichi y su madre, que era un hombre, después de quedarme sola tras la muerte de mi abuela… Cuando volví a mudarme, ¿fue ésa la última vez en que la vi?, Eriko lloró un poco y me dijo que, como iba a vivir cerca de su casa, la visitara algunos fines de semana… No. La vi a finales del mes pasado. Sí, aquella vez, de noche. Sí, fue aquella noche.

No podía dormir y salí a comprar unos flanes al Family Mart[5]. Eriko estaba en la puerta, comiendo oden y bebiendo café en un vaso con las chicas de su bar, que en realidad eran hombres, después del trabajo. Cuando la llamé: «Eriko», me cogió las manos y dijo sonriendo: «Pero, oye, si has adelgazado mucho desde que no estás en casa». Llevaba un traje azul de una pieza.

Cuando salí de la tienda, después de comprar los flanes, Eriko, con el vaso en la mano, estaba mirando con ojos duros la calle que brillaba en la oscuridad. Le dije bromeando:

—Eriko, tienes cara de hombre.

Ella se rio y dijo:

—Cállate. Tengo una hija que no hace más que decir cosas desagradables. Deben de ser tonterías de adolescente.

Le dije:

—Ya soy adulta —y las chicas del bar se rieron.

—Nos visitarás, ¿verdad? Me he alegrado mucho de verte.

Nos despedimos con una sonrisa. Fue la última vez.

¿Cuántos minutos tardé en encontrar el pequeño juego de cepillo de dientes para viaje y la toallita? No hice más que cosas incoherentes: abrir y cerrar los cajones y la puerta del lavabo, tirar un jarrón y secar el suelo, dar vueltas por la habitación… y, al darme cuenta de que no tenía nada en las manos, me reí un poco, con toda la razón, y me dije cerrando los ojos: «Cálmate».

Metí el cepillo de dientes y la toalla en el bolso, comprobé varias veces si el gas estaba cerrado y el contestador automático puesto, y salí del apartamento tambaleándome.

Y, poco después, advertí que estaba ya andando por las calles en la noche de invierno, de camino a casa de los Tanabe. Caminaba bajo el cielo estrellado haciendo tintinear las llaves cuando empecé a derramar lágrimas, una tras otra. La calle, mis pies y la hilera de casas se veían cálidamente distorsionados. Pronto me quedé sin aliento, casi me muero. Intenté desesperadamente aspirar el aire frío, pero tuve la sensación de que entraba muy poco en mi pecho. Sentía que algo punzante, oculto en el fondo de mis pupilas, iba enfriándose deprisa al ser expuesto al viento.

No podía ver con claridad ni los postes eléctricos ni las farolas ni los coches aparcados ni el cielo negro que se presentaban siempre ante mis ojos. Todo brillaba irrealmente, bonito y deformado, como una ilusión, y se acercaba a mis ojos con rapidez. Sentí que, sin poder evitarlo, la energía salía a raudales de mi cuerpo y desaparecía con un silbido en la oscuridad.

Cuando murieron mis padres, yo era todavía una niña. Cuando murió mi abuelo, estaba enamorada. Y, ahora, siento la soledad mucho más aún que cuando murió mi abuela y me dejó sola.

Desde el fondo de mi corazón quería renunciar a la vida, a seguir adelante. Sin falta, llegará mañana, y pasado mañana, y, pronto, la semana que viene. Nunca había pensado que esto pudiera ser tan fastidioso. Seguramente, mi estado de ánimo, también en aquel momento, era triste y oscuro, y esto me desagradó de veras. Mi imagen, andando sin ánimo por la calle oscura con una tormenta en el corazón, era patética.

Quería poner punto final a todo aquello: «Cuando vea a Yūichi», pensé, «y me lo cuente todo detalladamente…». Pero ¿y qué?, ¿de qué serviría? Era como si una lluvia fría cesara en la oscuridad. No era una esperanza. Era una corriente pequeña y oscura que desembocaba en una desesperación aún mayor.

Llamé al timbre de casa de los Tanabe sumida en un cúmulo de sensaciones y jadeando, ya que había subido a pie hasta la décima planta sin darme cuenta de lo que hacía.

Oí que Yūichi se acercaba a la puerta con el sonido inolvidable de sus pasos. Cuando vivía en esta casa, a menudo salía sin llaves, y acostumbraba a llamar al timbre a medianoche. Siempre se levantaba Yūichi, y yo oía cómo él quitaba la cadena.

Se abrió la puerta y Yūichi, un poco más delgado, se asomó.

—Hola —dijo.

—Cuánto tiempo sin verte —y me alegré de que viera mi rostro sonriente. Mi corazón estaba realmente contento de verlo—. ¿Puedo pasar?

Al oírme, Yūichi, que estaba perplejo, reaccionó, sonrió débilmente y dijo:

—Sí, claro. Me has sorprendido porque creía que estarías muy enfadada. Perdona, pasa.

—Yo —dije— no me enfado por esas cosas. Ya lo sabes.

Yūichi me mostró, esforzándose, la cara sonriente de siempre y dijo:

—Sí.

Yo le devolví la sonrisa y me quité los zapatos.

Al principio, la habitación donde había vivido hasta poco antes se me hizo extraña, pero pronto me acostumbré a su olor y me llenó de gratos recuerdos. Mientras pensaba todo esto, hundida en el sofá, Yūichi trajo café.

—Me da la sensación de no haber entrado en esta casa desde hace mucho tiempo —dije.

—Y es verdad. Estabas muy ocupada. ¿Cómo va el trabajo? ¿Es interesante? —dijo Yūichi, sereno.

—Sí, de momento todo me lo parece. Incluso disfruto pelando patatas. Estoy en esta fase —contesté sonriendo.

Entonces Yūichi dejó la taza y abordó el tema:

—Esta noche, por primera vez, he pensado con claridad. Me he dicho: «No puedo seguir sin avisar a Mikage, tengo que hacerlo ahora mismo», y te he llamado.

Yo lo escuchaba inclinada hacia él y lo miré fijamente. Yūichi empezó a hablar:

—Hasta el entierro, estuve muy aturdido. Tenía la mente en blanco y a mi alrededor todo estaba oscuro. Ella era la única persona que había vivido conmigo desde que tengo uso de razón, y me quedé más confuso de lo que jamás pude imaginar. Tenía que hacer muchas cosas y pasaron los días, uno tras otro, sin saber cómo. Como ves, no fue una muerte natural, lo que es muy propio de ella, sino un asesinato, un caso criminal. Tuve que ver a la mujer y a los hijos del asesino. Las chicas del bar estaban histéricas y, si no llego a comportarme como el hijo mayor, la situación no se hubiera solucionado. Siempre te tenía en mi mente. De verdad. Siempre pensaba en ti. Pero me sentía incapaz de llamarte. Tenía miedo de que, en cuanto te lo dijera, todo se hiciese real. Tenía miedo de haberme quedado completamente solo al morir de aquella forma mi padre, que era mi madre. De todas formas, ahora me doy cuenta de que es imperdonable no haberte avisado antes, siendo como era también para ti una persona tan querida, ¿verdad? Seguramente perdí la razón —dijo Yūichi mirando el vaso que tenía en la mano.

—Parece como si, a nuestro alrededor —éstas fueron las palabras que salieron de mis labios—, siempre estuviera lleno de muerte. Mis padres, mi abuelo, mi abuela…, la madre que te dio a luz y, además, Eriko. Es horrible. No creo que haya, en todo el universo, nadie como nosotros dos. Si fuese casualidad que nos lleváramos bien, sería una casualidad extraordinaria… La muerte, la muerte.

—Sí —sonrió Yūichi—. Seguramente podríamos hacer un buen negocio viviendo junto a alguien de quien se desea la muerte. Seríamos unos asesinos pasivos.

Mostraba un rostro sonriente, triste y luminoso al tiempo, como si esparciera luz. La noche se hacía más y más profunda. Me di la vuelta y contemplé el parpadeo del hermoso paisaje nocturno al otro lado de la ventana. Las calles que se veían desde lo alto estaban bordeadas por pequeñas luces e hileras de coches que corrían por la noche como ríos de luz.

—Me he quedado solo, al fin —dijo Yūichi.

—Para mí es ya la segunda vez. Y no es que me sienta orgullosa de ello.

Lo dije riendo y, de repente, de los ojos de Yūichi cayeron lágrimas.

—Echaba de menos tus bromas —dijo secándose los ojos con el brazo—. De veras, tenía muchas ganas de oírlas.

Alargué los brazos, le abracé fuerte la cabeza, y dije:

—Gracias por llamarme.

Me quedé el jersey rojo de Eriko como recuerdo. Porque recordaba que una noche me lo hizo probar y dijo: «Te sienta mejor que a mí. Qué rabia, y mira que me ha costado caro».

Luego, Yūichi me dio el testamento de ella, que estaba en un cajón del tocador. Dijo:

—Buenas noches —y se fue a su habitación.

Lo leí sola.

«Querido Yūichi:

»Es una sensación rarísima estar escribiendo esta carta a mi propio hijo, pero últimamente siento que mi vida peligra. Por eso, pensando en lo peor, te escribo. Bueno, es una broma. Tal vez algún día leamos juntos la carta y nos riamos.

«Pero, imagínate, si yo muriera te quedarías solo. Igual que Mikage, ¿no? Ya no podrías burlarte de ella. No tenemos parientes. Cuando me casé con tu madre, ellos rompieron el vínculo familiar y, al convertirme en mujer, según me dijeron, me maldecían. Así que ni en sueños pienses en ponerte en contacto con tus abuelos, ¿comprendes?

»Escucha, Yūichi. Hay diferentes tipos de personas en este mundo, ¿verdad? A algunos me resulta difícil comprenderlos. Hay personas que viven en la sordidez más absoluta. Otras intentan llamar la atención de los demás haciendo a sabiendas lo que les repugna, hasta que se encuentran acorraladas. Yo no entiendo esta manera de proceder. Aunque sufran, no hay motivo para compadecerlas. Yo me arriesgo y vivo con alegría. Soy hermosa. Yo brillo. Ya me he hecho a la idea de que por atraer a los demás, aunque sientas por ellos poco interés, hay que pagar un tributo. Por eso, en el caso de que sea asesinada, piensa que ha sido un accidente. No imagines cosas extrañas. Confía en mí, que vivía contigo.

»He intentado escribir esta carta en tono masculino. Me he esforzado, pero me resulta extraño. Me da vergüenza y no puedo seguir. Hace mucho tiempo que me convertí en una mujer, pero estaba convencida de que, en algún lugar dentro de mí, existía un yo masculino, mi verdadero yo, y de que estaba desempeñando simplemente el papel de mujer. Pero soy mujer en cuerpo y alma. Soy realmente tu madre, ¿verdad? Me estoy riendo.

»Yo amo la vida. Era un hombre y me casé con tu madre; después de su muerte he vivido como una mujer, te he criado y educado, hemos vivido juntos y nos lo hemos pasado muy bien… ¡Ah!, y hemos adoptado a Mikage. Ha sido divertidísimo, ¿verdad? No sé por qué, pero me gustaría muchísimo verla. Ella también es mi hija querida.

»Me siento muy sentimental.

»Dale recuerdos a Mikage. Y dile que no se decolore los pelos de las piernas delante de los chicos. No es decoroso, ¿no te parece?

»Te dejo todo lo que tengo. Ponte en contacto con mi abogado, tú solo no te aclararías con los papeles. De todos modos, todo es tuyo excepto el bar. ¡Qué bien, ser hijo único!

»Eriko».

Terminé de leerla y la doblé tal como estaba antes. Olía ligeramente al perfume de Eriko y sentí una punzada en el corazón. También este aroma desaparecerá algún día, y ya no olerá por más que se abra la carta. Creo que estas cosas son las más dolorosas.

Me acosté en el sofá, mi cama cuando vivía en esta casa, y me evocó unos recuerdos tan gratos que me llenaron el pecho.

La noche visitó, igual que antes, la misma habitación, y la silueta de las plantas de la ventana miraba las calles en la noche. Pero, por mucho que la esperemos, ella no volverá.

Cuando se acercaba el amanecer, se oían su tarareo y sus tacones, que se aproximaban, y abría la puerta con la llave. Al volver del bar… siempre estaba un poco ebria. Yo entreabría los párpados. Oía los ruidos de la ducha, de las zapatillas, del calentador de agua…, me tranquilizaba y volvía a dormirme. Siempre era así. Es inolvidable. La echo tanto, tanto de menos.

Yūichi, que duerme en la habitación de enfrente, ¿habrá oído mi sollozo? ¿Estará inmerso en un sueño doloroso y pesado?

Esta pequeña historia empieza aquella noche triste.

Al día siguiente, nos despertamos los dos por la tarde, a una hora bastante avanzada. Yo tenía el día libre. Leía el periódico con desgana, comiendo pan, cuando Yūichi salió de su habitación. Se lavó la cara y se sentó a mi lado:

—A ver, quizá me pase un rato por la universidad —dijo bebiéndose un vaso de leche.

—Vaya con los estudiantes. Hacéis lo que queréis —dije.

Le di la mitad del pan. Yūichi lo cogió, dijo:

—Gracias —y se lo comió.

Estábamos así, inclinados delante de la tele, y entonces tuve una sensación extraña, la de ser una verdadera huérfana.

—Mikage, ¿vuelves esta noche a tu casa? —me dijo Yūichi levantándose.

—A ver… —pensé—, me iré después de la cena.

—Caramba. Una cena hecha por una profesional —dijo Yūichi.

Me pareció una idea muy alegre y me lo tomé muy en serio:

—De acuerdo. Lo haremos a lo grande. Ya verás, cocinaré hasta morir.

Planeé con entusiasmo un gran banquete, apunté en un papel todos los ingredientes y le ordené que fuera a comprarlos:

—Coge el coche. Y cómpralo todo. Son las cosas que más te gustan, así que vuelve pronto, contento y con la idea de comértelo todo hasta reventar.

—¡Bah! Hablas como una esposa —y se marchó protestando.

En cuanto se cerró la puerta y me quedé sola, me di cuenta de que estaba muy cansada. La habitación estaba tan silenciosa que no se sentía el tiempo que marcaban los segundos. Reinaba una atmósfera inmóvil que me hacía sentir culpable de que sólo yo viviera y me moviese.

Una habitación siempre es así después de que alguien haya muerto.

Hundida en el sofá, miraba distraídamente cómo el gris de principios de invierno cubría las calles al otro lado del ventanal.

Pensé que no podía soportar el aire frío y pesado del invierno que se filtraba como una niebla por parques y calles, por todos los lugares de aquel pequeño barrio. Me sentía aplastada. No podía respirar.

Los grandes hombres, sólo con existir, emiten una luz que ilumina a quienes están a su alrededor. Y cuando esta luz se apaga proyecta una sombra pesada, irremediable. Quizá fuera una grandeza pequeña, pero Eriko estuvo aquí y luego desapareció.

Al tenderme en el sofá, recordé lánguidamente que el techo blanco me había salvado. Justo después de morir mi abuela, lo contemplaba a menudo por las tardes, cuando no estaban ni Yūichi ni Eriko.

Sí, mi abuela murió, perdí a la única persona de mi sangre y pensé que no tenía sentido. Estaba convencida de que no podía haber cosa más absurda que ésa, pero sucedió algo aún peor. Eriko fue para mí un ser gigantesco.

Aunque sea cierto que la buena y la mala suerte existen, depender de ellas es una actitud muy cómoda. Sin embargo, aunque pensara así, mi dolor no disminuiría. Desde que me di cuenta de esto, me convertí en una adulta repugnante capaz de compaginar las cosas más absurdas con las de todos los días. Pero me hizo la vida más fácil.

Justamente por eso me pesaba tanto el corazón.

Empezaron a extenderse unas nubes sombrías que se teñían ligeramente de naranja. Pronto, poco a poco, iría cayendo, fría, la noche. Y penetraría en el hueco de mi corazón.

Me entró sueño, pero dije:

—Si me duermo ahora, tendré una pesadilla.

Y me levanté. Luego, entré en la cocina de los Tanabe por primera vez después de mucho tiempo. Por un instante, apareció la cara sonriente de Eriko y me dolió el corazón. Pero tenía ganas de moverme. Parecía que últimamente no habían usado aquella cocina. Estaba ligeramente sucia y opaca. Empecé a limpiarla. Froté la cocina de gas y el fregadero con el estropajo. Lavé la fuente del horno y afilé los cuchillos. Lavé todos los paños de cocina hasta que quedaron muy blancos y sentí que, realmente, mi corazón recobraba el ánimo.

¿Por qué amo tanto las cosas de la cocina? Es extraño. Las quiero como un anhelo lejano grabado en la memoria de la mente. Cuando estoy aquí, todo regresa al punto de partida y hay algo que vuelve a mí.

Aquel verano había estudiado cocina, concentrando todos mis esfuerzos y sin profesor.

Es difícil olvidar aquella sensación, como si vibraran todas las células de mi cabeza.

Compré tres libros: introducción, teoría y práctica, y cociné todos los platos que había. Leí el libro de teoría en el autobús, en mi cama del sofá, y memoricé las calorías, las temperaturas, los ingredientes… Aproveché todo el tiempo libre para cocinar allí. Todavía tengo a mano, guardados como una joya, los tres libros completamente manoseados. Tengo cada una de las páginas ilustradas grabadas en la cabeza como los cuentos que amaba cuando era niña.

Yūichi y Eriko me decían a menudo: «Mikage, estás loca. Sí, lo estás». Y, realmente, como una loca, cociné, cociné y cociné todo el verano con fervor. Invertí todo el dinero que ganaba con mi trabajo de estudiante, y cuando fracasaba lo repetía todo, en un arrebato de ira, nerviosa; o por el contrario, con amor, hasta que saliera bien.

Recuerdo que, gracias a esas prácticas, comimos a menudo los tres juntos. Fue un verano estupendo.

La brisa del atardecer entraba por la ventana con tela metálica, y contemplando el cielo que se extendía azul con los últimos restos del calor, comíamos carne de cerdo hervida, fideos chinos fritos, ensalada de sandía… Cociné para ella, que se ponía contentísima con cualquier cosa que preparaba, y para él, que glotoneaba en silencio.

Tardé bastante tiempo en saber preparar algunos platos como tempura, tortillas con muchos ingredientes o platos con una presentación complicada… Los puntos flacos de mi carácter son la impaciencia y el descuido, pero nunca había imaginado que eso repercutiera de tal modo en la cocina. Era incapaz de esperar a que subiera suficientemente la temperatura, empezaba a cocinar sin que se escurriese bien… Me sorprendió que esas cosas tan triviales se reflejaran, sin fallar, en la presentación de la comida. Así, aunque fuera capaz de hacer la cena de un ama de casa, nunca haría los platos fotografiados en las páginas de un libro de cocina.

Y, qué remedio, me propuse hacerlo todo con minuciosidad. Secaba bien los boles, cerraba la tapa del bote de las especies cada vez que las usaba y pensaba detenidamente qué debía hacer a continuación. Cuando estaba a punto de estallar de nervios, respiraba hondo y me relajaba. Al principio estaba loca de impaciencia, pero cuando todo empezó a ir bien, pensé: «Parece que se ha arreglado todo, incluso mi carácter…». Pero era falso.

En realidad, convertirme en ayudante de la profesora de cocina, con la que ahora estoy, me pareció increíble. La profesora es una mujer famosa que no sólo da clases, sino que presenta muchos trabajos destacados en la televisión y en las revistas. Por esta razón dicen que había muchas aspirantes en el examen que aprobé. Me enteré de esto más tarde. Pensé que había tenido una suerte extraordinaria al haber podido entrar en un lugar así, habiendo estudiado sólo un verano y con tan poca experiencia, y estaba contentísima, pero me bastó mirar a las mujeres que iban a aprender cocina a la escuela para convencerme. Su mentalidad era totalmente distinta a la mía.

Llevaban una vida feliz. Estaban educadas para no salir de este ámbito de felicidad por mucho que aprendieran. Quizá por tener unos padres cariñosos. Pero no conocían la verdadera alegría. Las personas no pueden elegir lo que es mejor. Cada uno está hecho para vivir su propia vida. La felicidad es vivir sintiendo, lo menos posible, que el hombre, en realidad, está solo.

Pero yo también creo que eso está bien. Sonreirán como una flor con el delantal puesto, aprenderán a cocinar, se enamorarán, atormentándose o desorientándose, y se casarán. Eso, creo que es magnífico. Es bonito y dulce. A mí me repugna mi vida, mi nacimiento, el ambiente en el que he crecido, todo, en especial cuando estoy muy cansada, cuando me salen granos en la cara o me siento sola, o cuando llamo a mis amigos y no están. Acabo arrepintiéndome de todo.

Pero en la cocina, aquel verano tan, tan feliz…

No tenía ningún miedo de cortarme ni de quemarme, y no me importaba pasar la noche en vela.

Cada día temblaba de emoción al poder luchar de nuevo cuando llegara la luz. Un pedazo de mi alma quedó con aquel pastel de zanahoria que preparé tantas veces que casi aprendí a hacer de memoria, y hubiera arriesgado mi vida por conseguir aquellos tomates tan rojos que encontré en el supermercado.

Así conocí las cosas agradables y ya no pude volver atrás.

Quiero seguir sintiendo a toda costa que algún día he de morir. De otro modo, no sentiría que estoy viviendo. Por eso, mi vida es así.

Suspiro con alivio al salir a la carretera nacional después de andar por el borde de un precipicio en la oscuridad. Conozco la belleza del claro de luna que penetra en mi corazón, y contemplándola pienso: «Ya basta».

Cuando terminé de limpiar y de prepararlo todo, ya era de noche.

Al tiempo que sonó el timbre apareció Yūichi empujando la puerta con dificultad, con unas enormes bolsas de plástico entre los brazos. Fui hasta el recibidor, y:

—Es increíble —dijo Yūichi, y dejó las bolsas.

—¿Qué?

—He comprado todo lo que me has dicho pero, solo, no he podido traerlo todo hasta aquí.

—¡Ah!, claro.

Asentí con la cabeza y me hice la despistada, pero, como Yūichi puso cara de enfado, decidí bajar con él al parking.

Aún quedaban dos bolsas del supermercado, tan enormes que nos costó trabajo llevarlas a casa.

—Uff, también he comprado algunas cosas para mí —dijo Yūichi con la bolsa más pesada entre los brazos.

—¿Algunas cosas? —dije. Y vi, entre un champú y unas libretas, varios paquetes de comida precocinada Retort en la bolsa que yo llevaba, y, ¡claro!, vi lo que había estado comiendo estos días—. Entonces, puedes hacer varios viajes.

—Sí, pero si vienes tú, podremos traerlo todo de golpe. Mira, la luna está preciosa —y señaló la luna con la barbilla.

—Sí. Es verdad.

Lo dije con ironía, pero, cuando entramos en el vestíbulo, me volví a mirarla con cierta pena. Emitía una claridad extraordinaria y estaba casi llena. En el ascensor, mientras subíamos, Yūichi dijo:

—Debe de tener alguna relación, ¿no?

—¿El qué?

—Pues eso, que has visto una luna muy hermosa. Esto influirá de alguna manera en la cocina, ¿no? Y no me refiero al nombre, como preparar tsukimi udon[6].

El ascensor se detuvo y, por un instante, sentí un vacío en el corazón. Ya fuera, al andar, le dije:

—¿Quieres decir en esencia?

—Sí, sí. Humanamente.

—Sí. La hay. Una relación absoluta —dije al instante.

Si hubiera sido el concurso: «Hemos preguntado a cien personas», las voces habrían resonado, como un rugido, diciendo: «Hay, hay».

—Claro, eso es. Siempre he pensado que serías una artista y estoy convencido de que, para ti, la cocina es un arte. Ya entiendo. Mikage, a ti te gusta realmente la cocina. Está muy bien.

Yūichi se quedó muy convencido, asintiendo él solo con la cabeza varias veces. Hablaba en un tono que parecía un monólogo. Yo le dije:

—Pareces un niño.

Me reí. La sensación de vacío que tenía antes tomó forma de palabras, y pensé: «Si está Yūichi, no necesito nada».

Fue sólo un instante, pero estas palabras me trastornaron. Porque brillaron muy fuerte y me deslumbraron. Acabaron colmando mi corazón.

Tardé dos horas en preparar la cena. Mientras tanto, Yūichi miró la televisión y peló patatas. Es muy hábil.

Yo aún sentía la muerte de Eriko como algo lejano. No podía afrontarla. Era una verdad triste que iría acercándose poco a poco desde más allá del shock. Yūichi estaba abatido como un sauce azotado por la tormenta.

Y así, ahora, no había más remedio que estar los dos juntos evitando hablar de la muerte de Eriko y, con ello, notamos aún más la pérdida de la noción del tiempo y del espacio. Sentí que este lugar seguro era cálido pese a no tener continuidad. Sentí que algún día tendría que pagar esta deuda. Era un presentimiento enorme y terrible. Esta enormidad hacía resaltar a los dos huérfanos en la oscuridad solitaria.

Llegó una noche transparente, y empezamos a comer el banquete que yo había preparado: ensalada, empanadas, estofado, croquetas, agedashidōfu, ohitashi, harusame to tori no aemono, kiev, cerdo agridulce, shumai…, una mezcla de comidas de diferentes nacionalidades, pero no importaba. Cenamos sin prisa, bebimos vino y nos lo comimos todo.

Curiosamente, Yūichi parecía borracho. Pensé: «¡Qué raro! Pero si no ha bebido apenas», pero miré hacia el suelo y me llevé un susto. Había una botella de vino vacía. Debía de haber bebido mientras yo preparaba la cena. Así pues, era normal que se hubiera emborrachado. Le pregunté sorprendida:

—Yūichi, ¿te has bebido toda la botella?

—Sí —dijo mientras comía apio tumbado boca arriba en el sofá.

—Pues no te salen los colores.

Yūichi puso una cara muy triste. Pensé que era difícil tratar con un borracho.

—Pero ¿qué te pasa?

Yūichi se puso serio.

—Durante todo el mes me han estado diciendo lo mismo. Estas palabras me llegan al corazón —dijo.

—¿Te refieres a los compañeros de la universidad?

—Sí.

—¿No has dejado de beber en todo el mes?

—No.

—Entonces es normal que no tuvieras ganas de llamarme —reí.

—El teléfono brillaba —dijo riéndose él también—. Cuando vuelvo a casa borracho, por la calle, de noche, la cabina de teléfonos está iluminada. Se ve muy bien, de lejos, en la calle oscura. Pienso: «Tengo que llegar hasta allí y llamar a Mikage. El número es el…». Busco la tarjeta y entro en la cabina, pero al pensar dónde estoy y lo que tengo que decirte se me quitan las ganas de llamar. Al llegar a casa, me tumbo en la cama y sueño que Mikage llora, enfadada conmigo.

—Pero era en tu imaginación donde lloraba de rabia, ¿no? El miedo hace que las hormigas parezcan elefantes.

—Sí. Ahora me siento feliz.

Creo que ni él mismo sabía lo que estaba diciendo, y continuó con voz soñolienta:

—Mikage, mi madre ha muerto, pero tú has venido y ahora estás conmigo. Ya me había hecho a la idea de que, aunque te enfadaras y no quisieras volver a dirigirme la palabra, lo comprendería muy bien. Recordar la época en que los tres vivíamos aquí era demasiado doloroso y creía que no nos veríamos nunca más. Desde niño me ha gustado que alguien durmiera en el sofá de los invitados. Las sábanas blancas me daban la sensación de que estaba de viaje, aunque estuviera en mi casa… Estos días no he comido nada decente. Pensé varias veces en hacerme algo, pero también la comida emite luz. Y al comerla se apaga, ¿verdad? No quería que sucediera, así que sólo bebía. Pensaba: «Quizá, si se lo explico bien, Mikage se quede aquí. Al menos, me escuchará». Tenía miedo de hacerme falsas ilusiones esperando una felicidad tan grande. Mucho miedo: «A pesar de mis esperanzas, si Mikage se enfureciera, me hundiría hasta el fondo». No tenía ni confianza ni paciencia para explicarte mis sentimientos.

—Sí, muy propio de ti.

Mi tono era severo, pero mis ojos se compadecían de él. Habíamos vivido juntos mucho tiempo y al instante brotaba una comprensión profunda entre los dos, casi telepática.

Me pareció que mis sentimientos complejos llegaban a aquel borracho. Yūichi dijo:

—Me gustaría que hoy el día no terminase. Espero que esta noche dure siempre. Que te quedes aquí para siempre, Mikage.

—Pero si no me importa quedarme —le dije cariñosamente, pensando que, al fin, eran disparates de borracho—. Pero Eriko ya no está. Y eso de vivir los dos…, ¿como mujer o como amiga?

—¿Vendemos el sofá y compramos una cama doble? —se rio, y luego dijo con bastante sinceridad—: Ni yo mismo lo sé. —Al contrario de lo que podía parecer, su franqueza me emocionó. Continuó—: Ahora soy incapaz de pensar en nada. ¿Qué significas en mi vida? ¿Qué haré a partir de ahora? ¿Qué ha cambiado? No comprendo absolutamente nada. Podría intentar pensar, pero no puedo decidir nada en esta situación. Sólo sacaría conclusiones tontas. Tengo que salir de este agujero. Tengo que salir pronto. Ahora no puedo mezclarte en esto. Aunque estemos juntos los dos, no podrías estar contenta en el mismísimo centro de la muerte… Tal vez nunca puedas estarlo mientras estemos juntos.

—Yūichi, no pienses todo al mismo tiempo. Las cosas van siguiendo su curso natural —dije a punto de llorar.

—Sí. Seguramente, cuando me despierte mañana, ya habré olvidado todo. Últimamente siempre es así. No hay nada que continúe al día siguiente.

Y después, Yūichi, tendido boca arriba en el sofá, dijo:

—Qué situación.

Me parecía que toda la estancia estaba escuchándolo, sumergida en la noche sin palabras. Sentía que incluso la habitación estaba desconcertada por la ausencia de Eriko. La noche avanzaba e iba aplastándonos. Nos hizo sentir que no había nada que compartir.

Yūichi y yo subíamos a veces hasta lo alto de una escalera estrecha en la oscuridad negra y brillante, y mirábamos juntos el fuego del infierno. Con el reflejo en la cara de ese calor que casi nos hacía desmayar, contemplábamos cómo hervía a borbotones un mar de fuego que espumeaba al rojo vivo. La persona que estaba a mi lado era, ciertamente, mi único amigo, y estaba más cerca de mí que nadie en el mundo, pero, sin embargo, no nos cogíamos la mano. Nos sentimos muy solos, pero somos demasiado independientes. Y yo, mirando su perfil ansioso iluminado por el fuego, pensé que, a lo mejor, ésta sí era la verdad. No éramos un hombre y una mujer en el sentido convencional, pero éramos los verdaderos hombre y mujer, los primigenios. De todos modos, el lugar era horrible. No era un sitio donde dos personas pudiesen jurarse la paz.

—… No soy adivina. —Había estado tomándome estas imaginaciones en serio y acabé burlándome de mí misma.

Veía a un hombre y a una mujer que intentaban suicidarse, mirando el fuego del infierno. Por lo tanto, su amor iría a parar allí. No podía dejar de reír, me sonaba que alguna historia parecida había ocurrido en los tiempos antiguos.

Yūichi se quedó profundamente dormido en el sofá. Tenía el rostro feliz por haber podido dormirse antes que yo. Cuando lo tapé con el futon, no se movió ni un ápice. Mientras fregaba los platos intentando hacer el menor ruido posible, derramé muchas lágrimas.

No por tener que fregar tantos platos yo sola, por supuesto, sino porque me habían abandonado en una noche muy fría que me paralizaba.

Al día siguiente, a mediodía, tenía que ir a trabajar. Por eso creí que sonaba el despertador, pero cuando alargué la mano… era el teléfono. Ya tenía el auricular en la mano.

—¿Diga? —Recordé al mismo tiempo que no era mi casa, y añadí apresuradamente—: Diga, es la casa de la familia Tanabe. —Entonces se oyó un «clic». Habían cortado.

Medio dormida, pensé que a lo mejor había llamado alguna chica y me supo mal. Miré a Yūichi. Todavía dormía profundamente. Pensé: «Qué le vamos a hacer», me arreglé, salí sin hacer ruido y me fui al trabajo. Pensé que ya decidiría aquella tarde si dormir o no allí por la noche.

Llegué al trabajo.

Las oficinas de la profesora ocupaban toda la planta de un gran edificio. Había una cocina para las clases y un estudio fotográfico. La profesora estaba revisando algunos artículos en su despacho. Era una mujer afable, todavía joven, que cocinaba maravillosamente y tenía muy buen gusto. Al verme, se quitó las gafas y empezó a darme indicaciones sobre lo que tenía que hacer.

Dijo que, como había mucho trabajo en la preparación de las clases, bastaba con que ayudara hasta tenerlo todo listo. Otra persona haría de ayudante principal. De modo que, entonces, mi trabajo terminaría antes del anochecer…

Me quedé desconcertada, pero me salvó una pregunta muy oportuna:

—Señorita Sakurai, tengo que ir a la zona de Izu a recoger algunos datos. Es un viaje de cuatro días. ¿Podría venir conmigo? Me sabe mal pedírselo tan de repente.

—¿Izu? ¿Es un trabajo para una revista? —dije sorprendida.

—Sí… A las otras chicas no les va bien. Es un proyecto que consiste en presentar platos famosos de varios hoteles y explicar cómo se preparan, ¿qué le parece? Nos alojaremos en hoteles de lujo. Pediré habitaciones individuales. Pero tendría que contestarme cuanto antes, a ser posible antes de esta noche.

Respondí antes de que terminara de hablar:

—De acuerdo —acepté de buena gana.

—Me ha salvado —dijo la profesora sonriendo.

Yendo hacia la cocina, de repente, mi corazón se aligeró. Me parecía buena idea estar unos días fuera de Tokyo y separarme de Yūichi.

Cuando abrí la puerta, Nori-chan y Kuri-chan, dos ayudantes que llevaban un año más que yo en el trabajo, estaban haciendo ya los preparativos.

—Mikage, ¿te ha hablado del viaje a Izu? —dijo Kuri-chan al verme.

—¡Qué bien! Dice que hay cocina francesa. También comerás mucho marisco y pescado. —Nori-chan sonrió.

—A propósito, ¿cómo es que voy a ir yo? —pregunté.

—Lo siento. Nosotras no podemos ir porque nos apuntamos a unas clases de golf. Pero si te va mal, una de las dos puede dejarlo, ¿no, Kuri-chan?

—Sí, claro. Dínoslo con franqueza —me dijeron las dos amablemente.

Yo sonreí.

—No, no es ningún problema, en absoluto.

Dicen que las dos entraron en la escuela por recomendación, cuando se licenciaron en la misma universidad. Naturalmente, habían estudiado cocina cuatro años y eran profesionales.

Kuri-chan era alegre y muy mona, y Nori-chan era guapa y tenía aspecto de ser de buena familia. Las dos se llevaban muy bien. Siempre vestían ropas sorprendentemente elegantes y de buen gusto, e iban siempre muy bien arregladas. Eran modestas, amables y pacientes. Destacaban incluso entre las chicas de buena familia, que no eran pocas en el mundo de la cocina.

De vez en cuando la madre de Nori-chan telefoneaba. Su manera de hablar era tan dulce y amable que me hacía sentir incómoda. Me sorprendía que supiera tan puntualmente lo que pensaba hacer Nori-chan durante el día. Es posible que las madres, en general, sean así.

Nori-chan, sujetando su cabello largo y suave con una mano, hablaba sonriendo con su madre por teléfono, con una voz que parecía un cascabel.

Me gustaban las dos a pesar de ser tan distintas a mí.

Ellas sonreían: «Muchas gracias», con sólo pasarles un cucharón. Cuando estaba resfriada, se preocupaban por mí y me preguntaban enseguida: «¿Cómo te encuentras?». Cuando se reían con el delantal blanco, bajo la luz, me sentía tan feliz que casi me entraban ganas de llorar. Trabajar con ellas me hacía sentir dichosa y sosegada.

Había trabajo hasta las tres: distribuir los ingredientes en los boles para las alumnas, calentar grandes cantidades de agua, pesar…, bastantes trabajos pequeños.

La sala, con sus grandes ventanales por los que entraba la luz, con sus mesas, hornos y cocina de gas, me recordaba el aula de las clases de Hogar.

Trabajábamos alegremente, chismorreando. Eran más de las dos. De repente, alguien llamó fuerte a la puerta.

—Será la profesora —dijo Nori-chan ladeando la cabeza. Y contestó con voz suave—: Pase.

Yo estaba en cuclillas buscando el quitaesmalte dentro de mi bolso porque Kuri-chan había gritado: «¡Oh!, no me he quitado la laca de las uñas». Al abrirse la puerta, se oyó una voz femenina:

—¿Está la señorita Mikage Sakurai?

Al oír mi nombre me levanté sorprendida. No conocía a la chica que estaba en la puerta. Todavía conservaba algo infantil en sus facciones, posiblemente fuera más joven que yo. Era baja y tenía los ojos redondos, pero la expresión era dura. Estaba de pie, firme sobre sus escarpines color beige. Llevaba un jersey fino, amarillo, y una gabardina ocre. Sus piernas eran gruesas, pero daban la impresión de ser atractivas. Todo el cuerpo era redondo. Tenía el ceño fruncido y el flequillo cuidadosamente marcado. En su cara, regordeta, había un mohín de enfado en los labios rojos.

«No es que me disguste, pero…», pensé con apuro. Era grave que, al mirarla bien, no pudiese recordar quién era.

Nori-chan y Kuri-chan se quedaron perplejas y la miraban por encima de mi hombro. No podía hacer otra cosa, y dije:

—Perdone, ¿quién es usted?

—Me llamo Okuno. He venido para hablar contigo —dijo con voz aguda y ronca.

—Lo siento, pero ahora estoy trabajando. ¿No podrías llamarme a casa esta noche?

Y cuando terminé de decirlo:

—¿Te refieres a casa de Yūichi? —dijo en un tono duro.

Comprendí, al fin. Sin duda, ella era la persona que había llamado por la mañana. Estaba segura.

—No, te equivocas —dije.

Kuri-chan dijo:

—Mikage, ya puedes irte. Le diremos a la profesora que has ido a comprar algunas cosas para el viaje.

—No hace falta. Terminaré enseguida —dijo ella entonces.

—¿Eres amiga de Yūichi? —pregunté con calma.

—Sí, soy una compañera de la universidad… He venido a pedirte un favor. Te lo diré claramente: No te ocupes más de Yūichi —dijo ella.

—Esto tiene que decidirlo él —dije—. Creo que no puedes decidirlo tú, ni en el caso de que fueras su novia.

Ella se puso roja de ira, y dijo:

—Pero ¿no te parece contradictorio? Dices que no eres su novia, pero vas a su casa, duermes allí y haces lo que se te antoja. Esto es mucho peor que vivir juntos —dijo a punto de llorar—. Yo, seguramente, comparándome contigo que vives con él, lo conozco poco, sólo soy una compañera de clase. Pero siempre he estado junto a él y le quiero. Ahora ha perdido a su madre y está destrozado. Hace tiempo le confesé lo que sentía por él. Entonces dijo: «Sí, pero Mikage…». Le pregunté si erais novios y dijo: «No, no», ladeó la cabeza y me pidió que dejáramos el tema para otra ocasión. Cuando ya todo el mundo en la universidad supo que vivía con una mujer, desistí…

—Ya no vivo allí —dije.

Ella interrumpió mis palabras, que la habían cortado, y prosiguió:

—Pero tú rehuyes todas las responsabilidades de una novia. Saboreas cómodamente la parte divertida del amor y dejas a Yūichi en una situación ambigua. Y cada vez se siente más inseguro porque coqueteas con él con esos brazos y piernas delgados y con tu pelo largo. Es muy cómodo estar siempre en esta situación, nunca demasiado cerca, nunca demasiado lejos. El amor, ¿no es algo más serio, cuidarse el uno al otro? Tú eludes esa carga con toda frescura, con aire de entenderlo todo… Deja a Yūichi. Por favor. Yūichi no hará nada mientras estés tú.

Sus palabras eran bastante subjetivas e interesadas, pero su agresividad era certera y me hirió. Intentó seguir, abrió la boca para hablar, y le dije:

—¡Basta ya!

Ella se asustó y se calló.

—Comprendo lo que sientes, pero todos vivimos cuidando nuestros propios sentimientos. Y tú en ningún momento te has referido a los míos. ¿Cómo puedes saber que yo no pienso nada, si es la primera vez que me ves?

—¿Cómo puedes hablar tan fríamente? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. Con esa actitud, ¿dices que quieres a Yūichi? No puedo creerlo. Has ido a dormir a su casa aprovechando la muerte de su madre. Es una jugada sucia.

Mi corazón estaba lleno de tristeza y repulsión. Ella no quería saber si mi relación con Yūichi era frágil o complicada, ni cuál era mi estado cuando me recogieron en su casa, ni si la madre de Yūichi era un hombre. Sólo había venido a moralizar. Después de llamar esta mañana, había hecho averiguaciones sobre mí, se había enterado del lugar donde trabajaba, apuntado mi dirección, había venido en tren desde lejos, y todo a pesar de no poder satisfacer su amor. Qué trabajo más triste y miserable. Al imaginar sus sentimientos de todos los días y su manera de pensar, y al recordar cómo había entrado en la sala incitada por la furia, realmente me dio pena.

—Yo también tengo sensibilidad —le dije—. Yo también acabo de perder a una persona querida, exactamente igual que él. Y éste es mi lugar de trabajo, si quieres decirme algo más… —La verdad es que pensaba decirle: «Llámame a casa», pero en lugar de eso acabé diciendo—: Lloraré y te clavaré un cuchillo, ¿te parece bien?

Pensé que eran unas palabras despiadadas. Ella me lanzó una mirada furiosa.

—He dicho todo lo que tenía que decir. Adiós —dijo con frialdad y se fue pisando con fuerza. Salió dando un portazo.

Aquella entrevista, en la que no había habido precisamente coincidencia de intereses, terminó dejándome un amargo sabor.

—Mikage, tú no has hecho nada malo, en absoluto —dijo Kuri-chan con aire preocupado, viniendo a mi lado.

Y Nori-chan dijo con dulzura mirándome fijamente:

—¡Qué chica tan rara! Creo que se ha vuelto loca de celos. Anímate, Mikage.

Y yo, sin moverme, me quedé de pie en la cocina donde penetraba la luz de la tarde y pensé que estaba en una situación lastimosa: ¡Ay, ay, ay!

Al salir no había cogido el cepillo de dientes y la toalla, así que volví a casa de los Tanabe. Yūichi había salido. A mi aire, me preparé curri y me lo comí. Yūichi llegó cuando estaba dando vueltas distraídamente a la respuesta que me había dado a mí misma: «Para mí, cocinar y comer aquí es lo más natural del mundo».

—Hola —dije.

Él no sabía nada, ni tampoco tenía culpa alguna, pero no pude mirarle a los ojos, no sé por qué.

—Yūichi, tengo que ir a Izu pasado mañana, por el trabajo. Así que me voy a casa. Quiero ordenarla antes de irme, cuando vine la dejé patas arriba. Ah, todavía queda curri, puedes comértelo.

—Ah, bien. Te llevo en coche —sonrió Yūichi.

El coche arranca. Las calles quedan atrás. En menos de cinco minutos estaré en mi apartamento.

—Yūichi —dije.

—¿Sí? —dijo con las manos en el volante.

—Té. Vayamos a tomar un té.

—Pero ¿no tenías prisa? ¿No tienes que hacer el equipaje? A mí me es completamente igual.

—No, tengo muchas ganas de tomar té.

—Bien, vamos. ¿Adónde quieres ir?

—Pues…, ¡ah sí!, vamos a aquella cafetería donde hacen té inglés, la que está encima del salón de belleza.

—Está en las afueras, está lejos…

—No importa, creo que es un buen lugar.

—Bien, vamos.

No sé la razón, pero Yūichi estaba muy amable. Como me sentía muy vulnerable, creo que si le hubiera dicho: «Vamos a ver la luna a Arabia», hubiese contestado: «Sí, vamos».

La pequeña cafetería de la segunda planta era clara y tranquila. Las paredes eran blancas y la calefacción estaba encendida. Fuimos hasta el fondo y nos sentamos uno frente a otro. No había nadie y sonaba suavemente la música de la banda sonora de una película.

—Yūichi, ahora que lo pienso, ¿te has dado cuenta de que es la primera vez que entramos juntos en una cafetería? Me parece rarísimo —dije.

Yūichi puso cara de asombro. Tomaba té Earl Grey, que a mí me desagradaba por su mal olor. Recordé que por las noches en su casa se percibía a menudo este olor, parecido al jabón. Cuando yo estaba mirando la televisión, con el volumen muy bajo en la medianoche silenciosa, Yūichi, muchas veces, salía de la habitación y preparaba té.

En el fluir muy incierto del sentimiento y del tiempo, tenía diferentes recuerdos grabados con los cinco sentidos. Y así reviví en aquella cafetería de invierno lo irremplazable, que por lo demás eran cosas muy triviales.

—Como siempre estamos tomando té juntos, parece increíble que sea la primera vez, pero, ahora que lo dices, es cierto.

—¿Verdad? Es extraño, ¿no? —sonreí.

—No sé por qué, pero no entiendo nada —dijo, mirando la lámpara con ojos duros—. Debo de estar muy cansado.

—Claro, es normal —dije un poco sorprendida.

—Tú también estabas muy cansada cuando murió tu abuela. Ahora lo recuerdo muy bien. A veces, cuando estabas viendo la televisión, yo te miraba. Estabas en el sofá como preguntándote: «¿Qué significa eso?», con cara distraída, de no estar pensando en nada. Ahora puedo comprenderlo muy bien.

—Yūichi —dije—, estoy muy contenta de que estés hablando conmigo tan tranquilo, de que seas fuerte. Estoy orgullosa de ti.

—Tal como hablas, parece que traduces del inglés.

Yūichi sonrió iluminado por la lámpara. Agitó los hombros bajo el jersey azul marino.

—Pues, dime si…

Quería decirle que, si podía hacer algo por él, me lo pidiera, pero me callé. Sólo deseaba que le sirviera de algo el recuerdo brillante de haber estado juntos, sentados uno frente a otro en un sitio tan claro como aquél, tomando un té bueno y caliente.

Las palabras son siempre demasiado explícitas y apagan del todo el valor de una luz tenue como aquélla.

Cuando salimos había caído ya la noche azul transparente. Refrescaba, parecía que fuera a helar.

Al subir al coche siempre me abría la portezuela. Después de subir yo, se sentaba en el asiento del conductor.

El coche se puso en marcha y dije:

—Ahora hay pocos hombres que abran la puerta a las mujeres. Queda muy bien.

—Eriko me lo enseñó —dijo riendo—. Si no lo hacía, se enfadaba, y no entraba en el coche hasta que le abría la portezuela.

—A pesar de ser un hombre.

Y también yo me reí.

—Eso, eso. A pesar de ser un hombre.

Cayó el silencio con un ruido seco, como un telón. En las calles ya era de noche. Las personas que iban pasando delante del parabrisas del coche, empleados, mujeres, jóvenes y viejos, parecían radiantes y hermosos mientras esperaban ante los semáforos. Era la hora en que todo el mundo, envuelto en el jersey o el abrigo, se dirigía a algún lugar cálido a través del velo silencioso y frío de la noche.

Pero cuando Yūichi me había abierto la portezuela del coche, había pensado que también se la habría abierto alguna vez a la chica terrible de antes y sentí que el cinturón de seguridad me apretaba, no sé por qué. Me quedé atónita al darme cuenta de que… tenía celos. Estaba aprendiendo a conocer esta sensación como un niño aprende a conocer el dolor. Perdimos a Eriko y, los dos, que flotando por el espacio oscuro seguimos fluyendo dentro de un río de luces, estábamos a punto de llegar a un desenlace.

Lo sabía por el color del aire, por la forma de la luna y por la negrura del cielo nocturno en aquel momento. Lo sabía. Los edificios y los faroles brillaban afligidos.

El coche paró delante de mi casa.

—Entonces, esperaré a que me traigas un regalo —dijo Yūichi.

Después regresaría, solo, a aquel piso. Seguramente, nada más llegar, regaría las plantas.

—Sí, una tarta de anguilas, por supuesto —dije riendo.

La luz del farol dibujaba tenuemente el perfil de Yūichi.

—¿Tarta de anguilas, dices? También la venden en los kioskos de la estación de Tokyo.

—Entonces, querrás té, claro.

—Pues… ¿Y wasabizuke?

—¿Eh? ¿Es bueno? A mí no me gusta.

—A mí tampoco. Sólo me gusta el de huevas de arenque.

—Bien, entonces te compraré ése.

Sonreí y abrí la portezuela.

Un viento helado entró de golpe en el cálido interior del coche.

—¡Qué frío! —grité—. ¡Yūichi! Tengo frío, frío, frío.

Me abracé a Yūichi muy fuerte y hundí mi rostro en su brazo. El jersey olía a hojas secas y sentí el calor de su cuerpo.

—Hará menos frío en Izu.

Al decirlo, Yūichi abrazó, como en un acto reflejo, mi cabeza con el otro brazo.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —dijo apretando mi cabeza. Oí la vibración de su voz directamente desde el pecho.

—Cuatro días —dije apartándome suavemente de él.

—Me parece que cuando vuelvas ya estaré mejor, entonces saldremos otra vez a tomar té.

Yūichi, mirándome, sonrió. Dije:

—Sí. —Bajé del coche y agité la mano.

«De momento, haré como si hoy no hubiese sucedido esa cosa tan desagradable», pensé, mientras seguía el coche con la mirada.

Nadie podría decir quién de nosotras dos había ganado o perdido, ni quién estaba en la mejor posición, hasta que llegáramos a la final. Además, en este mundo no existe para esto un criterio de valoración, y sobre todo yo no podía saberlo en una noche tan fría como aquélla. En absoluto. No podía ni imaginarlo.

Los recuerdos de Eriko. El recuerdo más triste.

Ella, que tenía muchas plantas en la ventana y las cuidaba, dijo un día que la primera que compró fue una palmera.

«Era pleno invierno, ¿sabes?», dijo Eriko. «Mikage, entonces yo todavía era un hombre. Era guapo, pero tenía los ojos rasgados y la nariz chata. Antes de hacerme la cirugía estética. Ya no puedo recordar bien mi cara de entonces».

Era un amanecer de verano un poco fresco. Yūichi no estaba, dormía fuera. Eriko volvió del bar con unos bollos de carne que le había regalado un cliente. Yo, como siempre, estaba tomando apuntes de un programa de cocina que había grabado con el vídeo aquel día. El cielo del amanecer empezaba a clarear en el este.

«Ya que me los han regalado, ¿nos los comemos?».

Eriko empezó, a contármelo inesperadamente mientras preparaba té de jazmín en la cocina de gas.

Me sorprendió un poco, pero pensé que le habría sucedido algo desagradable en el bar y la escuché medio dormida. Sentí que su voz resonaba en el sueño.

«Hace mucho tiempo, ¿sabes? Fue cuando murió la madre de Yūichi. No yo, sino la que le dio a luz, mi esposa, cuando yo era un hombre. Ella tenía cáncer. En esa época empeoró muy deprisa. Nos queríamos mucho. Cada día dejaba a Yūichi, a la fuerza, con los vecinos, e iba a verla. Como trabajaba en una empresa, estaba con ella antes y después del trabajo. Los domingos, Yūichi también venía conmigo, pero era tan pequeño que no se enteraba de nada. Estoy convencida de que podía llamarse desesperación a cualquier esperanza, por pequeña que fuera, de las que tenía entonces. Fueron unos días oscuros. En aquel momento, no me daba cuenta, pero quizás esto sea aún más trágico».

Eriko me lo contaba con los ojos entornados, como si sintiera nostalgia. En aquel ambiente azul, Eriko se veía tan hermosa que me hacía sentir escalofríos.

«“Quiero algo vivo en la habitación”, dijo un día mi esposa. “Algo que tenga vida, que tenga relación con el sol. Una planta… Sí, una planta. Cómprame una que no necesite muchos cuidados, con una maceta muy grande”. Mi esposa no pedía nunca nada, por eso me sentí muy contento de que se portara como una niña mimada, y fui corriendo a una floristería. Yo era un hombre típico. Todavía no conocía plantas como el ficus o la planta de Pascua, un cactus no me pareció apropiado y compré una palmera de pina. Tenía unos frutos pequeñitos y la reconocí inmediatamente. La llevé en brazos al hospital, y mi esposa estuvo tan contenta que me dijo “Gracias, gracias…” muchísimas veces. Cuando, al fin, la enfermedad entró en la fase terminal, tres días antes de entrar en coma, me dijo cuando yo estaba a punto de irme: “¿Por qué no te llevas la planta a casa?”. Aparentemente, no parecía estar tan enferma y, por supuesto, no le habíamos dicho que tenía cáncer, pero me lo susurró como si estuviera dictando su testamento. Yo me asusté muchísimo y le dije: “Déjala aquí, no importa que se marchite”. Pero mi esposa me pidió con lágrimas en los ojos: “No puedo regarla. Quiero que te lleves esta planta alegre que vino del sur antes de que le contagie la muerte”. Y, qué remedio, me la llevé.

»Con la planta entre los brazos, lloraba de tal modo que, siendo un hombre, no pude coger un taxi a pesar de que hacía un frío horrible. A lo mejor fue entonces cuando pensé por primera vez que no me gustaba ser hombre. Después, me sosegué un poco y me dirigí a la estación andando. Tomé unas copas en un bar, y decidí irme a casa en tren. Era de noche, soplaba un viento helado y el andén estaba desierto. Yo temblaba de frío abrazado a la planta, con sus hojas puntiagudas pinchándome la mejilla. Pensé, de todo corazón, que no existían en el mundo otros seres que pudieran comprenderse tan bien aquella noche como la palmera y yo. Con los ojos cerrados pensé: “Estas dos vidas expuestas al viento, y que se arriman por el frío, son patéticas”. La esposa con la que me compenetraba tanto intimó con la muerte más que conmigo o que con la planta.

»Poco después murió mi esposa y la palmera se marchitó. No sabía cómo cuidarla y la había regado demasiado. Dejé la planta en un rincón del jardín y comprendí una cosa a pesar de que no puedo expresarla bien. Es muy simple traducida en palabras: “El mundo no existe sólo para mí. El porcentaje de cosas amargas que me sucedan no variará. Yo no puedo decidirlo”. Por eso, comprendí que es mejor ser alegre… Después, como ves, me convertí en mujer».

Entonces pude entender el significado de aquellas palabras, pero no me convencieron. Recuerdo que simplemente pensé: «La alegría es eso». Pero ahora comprendo tan bien lo que quiso decirme que casi me dan ganas de vomitar.

¿Por qué las personas no podemos elegir? Aunque seamos derrotados como gusanos, hacemos la comida, comemos y dormimos. Todas las personas que amamos mueren una tras otra. Y, a pesar de ello, tenemos que seguir viviendo.

También esta noche la oscuridad es sombría y siento cierto ahogo. Es una noche en la que cada uno de nosotros lucha contra un sopor pesado y deprimente.

A la mañana siguiente el cielo estaba muy azul.

Mientras lavaba la ropa para el viaje, sonó el teléfono. ¿A las once y media? Una llamada a una hora extraña. Ladeé la cabeza y al cogerlo:

—¡Hola! ¿Mikage? ¡Cuánto tiempo sin vernos! —gritó una voz ronca.

—¡Chika-chan! —dije sorprendida.

Llamaba desde la calle y los coches hacían mucho ruido, pero su voz llegó claramente hasta mi oído y me evocó su imagen. Chika-chan era la encargada del bar de Eriko y, por supuesto, un travestí. Antes iba a dormir a menudo a casa de los Tanabe. Después de la muerte de Eriko ella se hizo cargo del bar.

He dicho «ella», pero Chika-chan, a diferencia de Eriko, la miraras por donde la miraras, no se podía negar que fuera un hombre. Sin embargo, cuando se maquillaba, tenía un rostro espléndido y era alta y delgada. Los trajes llamativos le sentaban bien y sus ademanes estaban llenos de dulzura. Era una persona sensible. Una vez, en el metro, unos estudiantes de primaria le levantaron la falda burlándose de ella, y luego no podía dejar de llorar. No me gusta reconocerlo, pero, cuando estábamos juntas, siempre me daba la sensación de ser yo mucho más viril que ella.

—Oye, estoy en la estación, ¿puedes salir un rato? Tengo que hablar contigo. ¿Has comido ya?

—Todavía no.

—Entonces ven al restaurante Sarashina ahora mismo.

Chika-chan habló deprisa y luego colgó. Como no me quedaba otro remedio, dejé la ropa a medio tender y salí apresuradamente.

Caminé deprisa por la calle de aquel mediodía soleado, sin sombra alguna, de invierno. Cuando entré en el lugar indicado, un restaurante de fideos que estaba en el centro comercial al lado de la estación, Chika-chan ya estaba allí esperándome, con uno de esos horribles chandals que parecen trajes folklóricos, y comiendo tanuki soba.

—Chika-chan.

—¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Qué femenina te has vuelto, me siento acomplejada —dijo en voz alta cuando me acerqué.

Sentí más nostalgia que vergüenza. No había visto en ningún otro lugar una cara tan sonriente y despreocupada como aquélla, una cara que no sentía vergüenza alguna allí donde se hallara.

Chika-chan me miraba sonriendo de oreja a oreja. Yo, un poco avergonzada, pedí en voz alta:

—Un torikishimen, por favor.

La dueña vino con aire atareado y me sirvió un vaso de agua.

—¿De qué querías hablarme? —fui directamente al grano, mientras comía el torikishimen.

Normalmente, cuando decía que teníamos que hablar, se trataba siempre de algunas consultas insignificantes, y pensé que también entonces sería algo parecido. Pero ella susurró como si se tratara de un asunto muy importante:

—De Yūichi.

Me dio un vuelco el corazón.

—Yūichi vino al bar ayer a medianoche y dijo: «Uff, no puedo dormir. No me encuentro bien, vamos a divertirnos a algún sitio». No pienses mal, lo conozco desde que era muy pequeño, es como si fuésemos de la familia, madre e hijo.

—Ya lo sé —dije sonriendo.

Chika-chan continuó:

—Me sorprendió. Soy una tonta y no comprendo los sentimientos de la gente, pero ese chico nunca muestra su debilidad a los demás, ¿verdad? Llora con facilidad, pero nunca pide ayuda. Sin embargo, me dijo insistentemente: «Vayamos a algún sitio». No sé por qué, pero me dio la sensación de que no se sentía bien, como si fuera a desvanecerse en el aire. La verdad es que quería acompañarlo, pero ahora estamos haciendo reformas y las chicas aún están algo nerviosas, no puedo dejarlas. Le dije: «Imposible», y entonces me dijo con aire triste: «Bueno, pues entonces iré solo a alguna parte». Yo le recomendé un hotel que conozco…

—Sí, sí…

—Bromeando, le dije: «Ve con Mikage». De verdad, era una broma. Entonces, Yūichi dijo con cara seria: «Va a Izu, a trabajar. Además, no quiero mezclarla más en mis asuntos familiares. Ahora a ella todo le va bien, y me sabe mal». Yo lo comprendí. Eso es amor, ¿no te parece? Yo creo que sí. Es amor, sin duda. Oye, tengo la dirección y el número de teléfono de su hotel. Mikage, síguele y acuéstate con él.

—Chika-chan —dije—, mañana salgo de viaje, por el trabajo.

Había recibido un golpe. Comprendía bien los sentimientos de Yūichi, tenía la sensación de que los había comprendido. Yūichi había sentido la necesidad de ir lejos, con un sentimiento cientos de veces más fuerte que el mío. Quería ir a algún lugar donde pudiera estar solo sin pensar en nada. Quizá tenía la intención de no volver en una temporada, de huir de todo, incluso de mí. No había duda. Estaba segura.

—¿Y qué importa el trabajo? —dijo Chika-chan inclinándose hacia mí—. Las mujeres, en estos casos, no podemos hacer más que una cosa. ¿No me digas que eres virgen? ¿O ya os habéis acostado?

—Chika-chan…

A pesar de todo, pensé por un momento que ojalá todo el mundo fuese como ella. Porque a los ojos de Chika-chan, Yūichi y yo parecíamos ser más felices de lo que éramos en realidad.

—A menudo pienso en ello —dije—. Pero acabo de enterarme de lo de Eriko, estoy muy confusa, y creo que Yūichi debe de estarlo aún más. Ahora no puedo entrometerme en sus asuntos.

Entonces Chika-chan se puso seria y levantó la cabeza.

—… Sí, tienes razón. Aquel día yo no había ido al bar y no vi cómo moría. Por eso, todavía no puedo creerlo… Conocía la cara de aquel hombre. Si Eriko me hubiera consultado, cuando aquel hombre frecuentaba el bar, aquello no habría sucedido. También Yūichi siente rencor. Él, que es tan dulce, mirando la noticia dijo: «Que mueran todos los asesinos». También Yūichi se ha quedado solo. Eriko tenía una manera de ser que siempre quería solucionarlo todo ella sola, y esto ha resultado ser negativo, ya ves.

Chika-chan tenía los ojos anegados en lágrimas. Mientras yo iba diciendo: «Claro, claro», empezó a sollozar, y la gente que había en el restaurante nos miró. Chika-chan sollozaba convulsivamente y las lágrimas iban cayendo en el caldo de soba.

—Mikage, me siento sola. ¿Por qué ha sucedido esto? ¿Acaso Dios no existe? Jamás volveré a ver a Eriko, no podré soportarlo.

Conduje fuera a Chika-chan, que no paraba de llorar y fuimos andando hasta la estación, sosteniéndola yo por el hombro alto.

—Lo siento —dijo.

Y, secándose las lágrimas con un pañuelo de encaje, me deslizó un papel en la mano con el teléfono y el plano del hotel donde se alojaba Yūichi.

«Con razón se dedica al “trato con el público”, sabe dar en el clavo», pensé con admiración mientras, angustiada, seguía con la mirada sus anchas espaldas.

La conocía bien: sus conclusiones precipitadas, su carácter enamoradizo e inconstante, sus emociones disparatadas, sabía que antes había sido vendedor y que no podía seguir el ritmo del trabajo. Lo sabía todo…, pero la hermosura de sus lágrimas era inolvidable. Me hizo sentir que había alhajas en el corazón de las personas.

Bajo el cielo azul transparente de invierno, pensé que ya no podría soportarlo más. Ni yo misma sabía qué camino seguir. El cielo era azul, azul. La silueta de los árboles secos se dibujaba nítidamente en el cielo y soplaba un viento frío.

«¿Acaso Dios no existe?».

Al día siguiente fui a Izu, tal como estaba previsto. Formábamos un pequeño grupo: la profesora, algunos de la revista, un fotógrafo y yo. Me pareció que el viaje sería alegre y armonioso. Además, no teníamos un programa muy apretado.

Tal como había pensado. Para mí sería un viaje de ensueño. Como caído del cielo. Tenía la impresión de que me liberaría de los últimos seis meses.

Los últimos seis meses… Desde que murió mi abuela hasta la muerte de Eriko. Yūichi y yo tuvimos siempre la sonrisa en los labios, pero nuestro interior había ido haciéndose más y más complejo. Las alegrías y tristezas habían sido demasiado grandes y no habíamos podido sostenerlas en nuestra vida cotidiana. Los dos, esforzándonos, habíamos seguido creando un espacio armonioso, y Eriko fue el sol que lo alumbraba.

Todo esto impregnó mi corazón y me hizo cambiar. Creo que aquella princesa mimada y ociosa había ido tan lejos que de ella sólo quedaba su imagen en el espejo.

Mientras contemplaba el paisaje despejado que desfilaba por la ventanilla del tren, respiré la distancia extraordinaria que nacía en mí.

También yo estaba agotada. También a mí me gustaría sentirme mejor lejos de Yūichi.

Era terriblemente triste, pero creo que así era.

Fue esa misma noche. En bata, me dirigí a la habitación de la profesora y le dije:

—Profesora, estoy muerta de hambre, ¿le importa que salga a comer algo?

Una mujer del grupo, algo mayor, que estaba con ella, dijo:

—Señorita Sakurai, usted no ha cenado nada, ¿verdad? —y se rio a carcajadas. Las dos estaban sentadas en el futon, en pijama, a punto de acostarse.

Yo realmente tenía hambre. A pesar de no ser caprichosa con la comida, casi no había cenado porque la especialidad del hotel eran todas las verduras de olor fuerte que no me gustaban.

La profesora me dio permiso sonriendo.

Ya eran más de las diez. Volví a mi habitación andando por el largo pasillo, me vestí y salí del hotel. Temí que cerraran antes de que volviese, así que, en secreto, dejé abierto el pestillo de la puerta de emergencia que estaba en la parte posterior del edificio.

Aquel día habíamos recogido datos sobre aquella horrible cocina, pero por la mañana iríamos en furgoneta a otro lugar. Bajo la claridad de la luna pensé, desde el fondo de mi corazón, que sería maravilloso vivir así, viajando. Si hubiese tenido una familia a la que volver, me habría sentido romántica, pero, como estaba realmente sola, me sentí terriblemente sola, y no es un juego de palabras. Sin embargo, me daba la sensación de que vivir de esta forma era, quizá, lo más adecuado para mí. En un viaje, de noche, el aire se vuelve transparente en el silencio y el corazón se vuelve diáfano. Pensé: «Si no tuviera identidad, si no perteneciese a ningún lugar, si pudiese llevar una vida tan serena…». Y acabé comprendiendo los sentimientos de Yūichi… «Qué aliviada me sentiría si no tuviera que volver a aquella ciudad».

Descendí por una calle donde, a ambos lados, se alineaban los hoteles. Las siluetas sombrías de las montañas contemplaban la calle, más negra que la oscuridad. Había muchos turistas borrachos con cara de frío, vestidos con yukata y tanzen[7] que iban y venían riéndose a carcajadas.

Yo me sentía extrañamente alegre e ilusionada.

Sola bajo las estrellas en un lugar desconocido.

Caminé sobre las sombras que crecían y se achicaban cada vez que pasaba una farola.

Evitaba los bares ruidosos que me daban miedo y, así, llegué hasta la estación. Mientras miraba el escaparate oscuro de una tienda de souvenirs, descubrí la luz de un restaurante todavía abierto. Al mirar a través del cristal opaco de la puerta corredera, vi que había una barra con un solo cliente. Me tranquilicé, y entré.

Me apetecía muchísimo comer algo sólido.

—Un katsudon, por favor —dije.

—¿No le importa esperar un poco? Es que tengo que rebozar la carne —dijo el dueño del restaurante.

Asentí con la cabeza. Aquel restaurante nuevo y bien cuidado que olía a madera blanca tenía un ambiente agradable. Además, en los sitios como aquél, normalmente se servía buena comida. Mientras esperaba, descubrí a mi lado un teléfono público de color rosado.

Alargué la mano, cogí el auricular, saqué la agenda con toda naturalidad y llamé al hotel donde estaba Yūichi.

Mientras la telefonista del hotel me pasaba la comunicación, pensé: «La inseguridad que he sentido hacia él desde que me llamó para decirme que Eriko había muerto tiene un nombre: “teléfono”». Y es que, desde entonces, aunque Yūichi estuviera ante mí, sentía que estaba en otro lugar, en un mundo al otro lado del teléfono. Y su mundo era parecido al fondo del mar, más azul que en el que vivía yo.

Yūichi se puso al teléfono:

—Diga.

—¿Yūichi? —dije con alivio.

—¿Mikage? ¿Cómo has sabido dónde…? Ah, claro, ¿Chika-chan?

Aquella voz pausada que estaba lejos vino corriendo hacia mí por la noche a través del hilo. Escuché la voz inolvidable de Yūichi con los ojos cerrados. Parecía el rumor de las olas solitarias.

—¿Y qué hay por ahí? —le pregunté.

—Danny’s[8]. ¡Qué va! Es mentira. Hay un templo en la montaña, puede que sea famoso. Sólo hay hoteles que sirven tōfu, cocina Gobo. Esta noche lo he comido, en la cena.

—¿Qué tipo de plato es? Debe de estar bien.

—Ah, ¿te interesa? Pues es de tōfu, nada más que tōfu. Es bueno, pero aquí todos los platos se hacen con tofu: chawanmushi, dengaku, ageda-shi, yuzu, goma… todos son de tōfu. Y no hace falta que te diga que en la sopa había un huevo con tōfu. Me apetecía algo sólido y esperaba que, al final de la cena, nos dieran arroz. Pero no, han servido chagayu. Tuve la sensación de ser un anciano.

—¡Qué casualidad! Yo también tengo hambre.

—Pero ¿cómo es eso? ¿No estás en un hotel famoso por la comida?

—La cena no me ha gustado.

—¿Que no te ha gustado? Ya es mala suerte, ¿eh? Tú comes de todo.

—No importa, mañana comeré mejor.

—¡Qué suerte! Yo ya puedo imaginar el desayuno… Seguramente yudōfu.

—Ese plato… se calienta en una pequeña cazuela con combustible sólido, ¿verdad? Sí, sin duda es ése.

—Sí. A Chika-chan le encanta el tōfu, por eso me recomendó este sitio. Es un buen hotel, desde luego. Tiene unos grandes ventanales y desde la habitación se ve algo parecido a una cascada. Pero yo, que estoy en pleno desarrollo, prefiero comer algo más sustancioso, con más calorías. ¡Qué curioso! Los dos tenemos hambre bajo el mismo cielo nocturno.

Yūichi se rio.

Es absurdo, pero en aquel momento no pude decirle con alegría que iba a comerme un katsudon, no sé por qué. Me pareció una traición. Quería estar hambrienta con él en su pensamiento.

Mi intuición era terriblemente aguda en aquel instante. Lo vi tan claro como si estuviera en mi propia mano.

El sentimiento de ambos iba deslizándose por una curva suave en la oscuridad envuelta en muerte, estrechamente cercanos el uno al otro. Pero, tras pasar la curva, nuestros caminos acabarían separándose. Y, tras superar ese punto, los dos nos convertiríamos en amigos eternos.

Lo sabía con certeza. Pero me sentía impotente.

Incluso me daba la sensación de que no me importaba que fuera así.

—¿Cuándo volverás? —dije.

Y Yūichi, tras un silencio:

—Pronto —dijo.

Yo pensé: «No sabe mentir». Seguramente huirá mientras le dure el dinero. Acabará por no telefonearme, aplastado por el mismo sentimiento de culpabilidad que tenía cuando tardó tanto en avisarme de la muerte de Eriko. Él era así.

—Hasta la vista, pues —dije.

—Sí, hasta pronto.

Probablemente ni él mismo sabía por qué huía.

—No se te ocurra cortarte las venas, ¿eh? —le dije riendo.

—¡Qué va!

Yūichi se rio, dijo «Adiós», y colgó.

Apenas dejé el teléfono, me asaltó una sensación de debilidad enorme. Me quedé abstraída, con la mirada fija en la puerta corredera de vidrio del restaurante, escuchando los ruidos del exterior mecido por el viento. La gente que pasaba decía: «¡Qué frío hace! ¡Qué frío!». También aquel día la noche había llegado e iba pasando. Al fin, me quedé verdaderamente sola en lo más hondo de una solitud profunda en la que no existía ningún contacto espiritual.

Pensé desde el fondo de mi corazón: «Las personas no se dejan vencer por las circunstancias o por fuerzas que vienen de fuera, sino por las que nacen en el interior de sí mismos». Precisamente, ante mis ojos estaba a punto de acabar algo de lo que no deseaba su fin. Pero no podía impacientarme o entristecerme. Sólo había una oscuridad sombría.

Pensé que me gustaría reflexionar con calma en algún lugar más claro donde hubiera flores. Pero, seguramente, cuando lo hiciera, sería ya demasiado tarde.

No tardaron en traerme el katsudon.

Recobré el ánimo, y separé los palillos. «Con hambre no se puede hacer nada», pensé. Por el aspecto, parecía bueno y, cuando lo probé, estaba realmente delicioso. Era riquísimo.

—Oiga, está buenísimo —dije en voz alta.

—¿Verdad que sí?

El dueño sonrió con orgullo.

Pese a estar hambrienta seguía siendo una profesional, y pensé que era una demostración de arte culinario que podía calificarse de encuentro inesperado. La comida no tenía ningún defecto: la calidad de la carne, el sabor del caldo, la cocción de los huevos y de las cebollas, el punto del arroz… Pensando en la comida, recordé que la profesora nos había hablado de este restaurante. Dijo: «Me gustaría recopilar algunos datos sobre ese restaurante». Tenía suerte. Y al pensar: «Si estuviese aquí Yūichi…», acabé diciendo impulsivamente:

—Disculpe, ¿hacen comida para llevar? ¿Puede prepararme uno?

Salí del restaurante a medianoche, con el estómago lleno, y me quedé sola en la calle sin saber qué hacer con un paquete todavía caliente de katsudon.

Mientras pensaba: «¿Qué se me habrá pasado por la cabeza?… ¿Qué hago yo ahora?», un taxi vino deslizándose ante mis ojos, creyendo equivocadamente que estaba esperando uno. Al ver las letras rojas de «libre», tomé una decisión.

Subí al taxi y dije:

—¿Puede llevarme a la ciudad I***?

—¿La ciudad I***? —repitió el taxista con voz estúpida, y me miró—. Por mí, muy bien, pero está lejos y le saldrá caro, ¿no le importa, señorita?

—No, es urgente. —Me sentía majestuosa, como Juana de Arco cuando se presentó ante el rey. Pensé que no me tomaría en serio, comportándome de aquel modo, y añadí—: Cuando lleguemos, le pagaré la tarifa hasta allí. Me gustaría que me esperara unos veinte minutos hasta que solucione un asunto y que luego me trajera otra vez de vuelta.

—Un asunto amoroso, ¿eh? —sonrió.

—Sí, más o menos.

Yo también sonreí.

—De acuerdo, vamos.

El taxi empezó a correr hacia la ciudad I*** a través de la oscuridad de la noche, llevándonos a mí y al katsudon.

Al principio, me adormecí por el cansancio, pero me desperté cuando corríamos por una carretera recta por la que no pasaba apenas ningún coche.

Aún tenía las manos y los pies adormecidos y calientes, pero mi conciencia se aclaró de golpe de una forma estimulante. Cuando me incorporé en el interior oscuro del coche y me senté recostada contra la ventanilla, el taxista dijo:

—La carretera está vacía. Llegaremos dentro de poco.

Yo dije:

—Sí —y levanté los ojos hacia el cielo.

La luna alta y clara cruzaba el cielo velando las estrellas. Había luna llena. Se escondía y volvía a aparecer. Dentro del coche hacía calor y los cristales se empañaron. La silueta de los árboles, de los campos y de las montañas iban quedando atrás como figuras recortables. De vez en cuando, un camión nos adelantaba con un ruido ensordecedor. Luego, quedaba el silencio. El asfalto brillaba reflejando la luna.

Finalmente el coche entró en la ciudad I***. Había muchos pequeños soportales de santuarios sintoístas sumergidos en la oscuridad y entremezclados con los tejados de las casas. Subimos rápidamente por una cuesta estrecha. El grueso cable del funicular que unía la ciudad con la montaña relucía en la oscuridad.

—Los hoteles de por aquí sirven tōfu cocinado de diversas formas. Es que, antiguamente, los bonzos prohibieron comer carne. Ahora lo han adaptado a la cocina moderna y es típico de este lugar. La próxima vez que venga de día, puede probarlo —dijo el taxista.

Miré el plano con los ojos entrecerrados.

—Pare en la siguiente esquina. Vuelvo enseguida.

—De acuerdo —dijo.

El coche se detuvo bruscamente.

Fuera hacía un frío que calaba hasta los huesos, y las manos y las mejillas se me quedaron congeladas inmediatamente. Saqué los guantes, rae los puse, y subí, con la mochila en la que llevaba el katsudon, por la cuesta bajo el claro de luna.

Mi presentimiento se hizo realidad.

El hotel donde se hospedaba Yūichi no era un local antiguo en los que se puede entrar y salir durante la noche. La entrada principal, una puerta de cristal automática, estaba cerrada con llave y también la puerta de la escalera de emergencia del exterior.

Tuve que volver a la carretera y llamar, pero nadie cogió el teléfono. Era lógico, a medianoche.

Pensé: «¿Qué hago aquí, viniendo de tan lejos?». A oscuras, ante el hotel, no sabía qué hacer.

No quería renunciar al objetivo de mi viaje, y fui hasta el jardín. Entré, y pasé por un callejón estrecho que estaba junto a la salida de emergencia. Realmente, tal como decía Yūichi, el hotel explotaba publicitariamente la cascada. Todas las ventanas daban al jardín para que pudieran verla. Todo estaba oscuro. Contemplé el jardín con un suspiro. Había una falsa barandilla, de imitación, sobre las rocas, y la estrecha cascada caía desde lo alto con estrépito sobre las rocas cubiertas de musgo. El agua pulverizada me pareció fría y se veía blanca en la oscuridad. Unas luces verdes iluminaban la cascada desde varios puntos y realzaban de forma poco natural el color de los árboles del jardín. Esa escena me recordó el decorado de «Crucero por la jungla», en Disneylandia. Pensé: «Este verde es un poco artificial», me volví, y miré de nuevo la hilera de ventanas oscuras. Entonces, sin motivo alguno, me convencí: «La habitación de este lado, la de la esquina, la que recibe el reflejo verdoso de la iluminación, es la de Yūichi», pensé.

Y me dio la sensación de que podría asomarme por la ventana al instante. Sin pensar lo que hacía, intenté encaramarme a las piedras amontonadas del jardín.

Entonces, vi muy cerca el alero del tejado falso, de adorno, que estaba entre la planta y el primer piso. Me pareció que, poniéndome de puntillas, podría alcanzarlo. Subí dos o tres piedras más, comprobando la estabilidad de aquellas piedras apiladas de forma poco natural, y el borde del tejado se me acercó aún más. Intenté alargar la mano hasta el canalón y, al final, pude cogerlo. Tomé impulso, di un salto y aferré el canalón con una mano. Luego, con fuerza, coloqué el otro brazo hasta el codo sobre el tejado falso y así una teja. De repente, la pared se me acercó perpendicularmente, y noté cómo se agarrotaban mis pequeños músculos desentrenados.

Estaba en una situación verdaderamente apurada, asida a una teja que sobresalía del tejado falso y sin otra alternativa que permanecer de puntillas. Tenía los brazos entumecidos por el frío y, lo peor, la mochila fue deslizándose y se me descolgó de un hombro.

¡Maldita sea! Había sido sólo el impulso de un instante y ahora estaba suspendida del tejado exhalando vaho blanco. Pensé: «Me rindo».

Al mirar abajo, el sitio donde poco antes había apoyado los pies se veía oscuro, lejano. El agua de la cascada rugía al caer. Y, qué remedio, concentrando toda la fuerza en los brazos, intenté quedarme en suspensión. Quería poner la parte superior de mi cuerpo sobre el tejado, y di una patada a la pared con todas mis fuerzas.

Oí el «frasss» de un roce y sentí un dolor que me abrasaba el brazo derecho. Logré ponerme de rodillas sobre el borde del tejado de hormigón, me deslicé rodando y acabé metiendo los pies en un charco sucio de agua de lluvia.

Uff, todavía tendida boca arriba, cuando miré el brazo y vi los rasguños teñidos en rojo que me acababa de hacer, creí que me desmayaba.

Me quité la mochila y la dejé a un lado, y así, tendida, alcé la vista hacia el tejado del hotel y me quedé contemplando las nubes y la luna brillante. Pensé: «Así es como salen las cosas». (Ahora me pregunto cómo podía pensar tal cosa en una situación como aquélla. Debía de estar desesperada. Me gustaría que me llamaran «filósofa de la acción»).

Las personas creen que hay muchos caminos y que pueden elegir el suyo libremente. Quizá fuese más acertado decir que sueñan con el momento de elegirlo. Yo también pensaba así. Pero en aquel instante pude comprenderlo. Lo supe, y tomó forma de palabras: «El camino está siempre marcado, pero no en un sentido fatalista. Cada instante, con la respiración, con la mirada, y con los días que se repiten, uno tras otro, se va decidiendo espontáneamente». Y, dependerá de cada uno, pero, yo, al darme cuenta de esto, no podía hacer otra cosa que quedarme tal como estaba, tendida boca arriba mirando el cielo de la noche, con el katsudon, en pleno invierno, dentro del charco, en el tejado de un lugar desconocido como si fuera lo más normal.

Oh, la luna está preciosa.

Me puse en pie, y golpeé con los nudillos la ventana de la habitación de Yūichi.

Sentí que tendría que esperar bastante. Cuando el viento se infiltraba ya en mis pies mojados, se encendió la luz y apareció Yūichi, con expresión asustada, desde el fondo de la habitación.

Al encontrarme a mí, con la parte superior del cuerpo visible a través de la ventana y de pie sobre el tejado, Yūichi desorbitó los ojos, y vi cómo sus labios articulaban:

—¿Mikage?

Asentí, golpeé la ventana de nuevo, y, entonces, me abrió apresuradamente. Yūichi tiró de la mano helada que le tendía y me hizo entrar.

Aquella repentina claridad me deslumbró. La habitación templada parecía otro mundo y me dio la sensación de que, por fin, se unían de nuevo mi cuerpo y mi alma.

—Te traigo un katsudon —dije—. ¿Sabes? Estaba tan bueno que era hacerte una mala pasada comérmelo yo sola.

Y saqué el paquete de la mochila.

La luz del fluorescente iluminaba el pálido tatami. La televisión se oía baja. El futon conservaba el hueco del cuerpo de Yūichi, tal como lo había dejado al levantarse.

—Antes también sucedió algo parecido, ¿no? —dijo Yūichi—. Hablamos en un sueño. ¿Ahora es también así?

—¿Cantamos los dos juntos?

Me reí. Apenas vi a Yūichi, incluso mi corazón perdió la noción de la realidad. Me pareció que todo había sido un sueño lejano: habernos conocido y haber convivido en la misma casa. Él no estaba en este mundo y sus ojos fríos me daban miedo.

—Yūichi, me sabe mal, pero ¿me das una taza de té? Tengo que irme dentro de poco.

Y añadí en mis pensamientos: «Aunque sea un sueño, no importa».

—Claro —dijo.

Trajo el pote y la tetera, y preparó un humeante té caliente. Lo tomé sosteniendo la taza con las dos manos. Sentí sosiego. Reviví.

Y sentí de nuevo el peso de la atmósfera de la habitación. Se podía pensar que, quizás, aquel lugar pertenecía realmente a la pesadilla de Yūichi. Cuanto más tiempo estuviera allí, más pasaría a ser parte del mal sueño y acabaría esfumándome en la oscuridad. Como una impresión borrosa, como una fatalidad…

Dije:

—Yūichi, en realidad no quieres volver, ¿no? Quieres olvidar completamente la extraña vida que has llevado hasta ahora y empezar de nuevo, ¿verdad? No me mientas. Yo lo sé. —Las palabras hablaban de desesperación, pero, sin embargo, yo estaba extrañamente tranquila—. Pero ahora, ante todo, el katsudon. Cómetelo.

Un silencio azul asfixiante fue acercándose hasta hacerme saltar las lágrimas. Yūichi cogió el katsudon con los ojos bajos y aspecto de estar sintiendo remordimientos. Dentro de esta atmósfera que carcomía la vida como un gusano, algo inesperado nos empujó por detrás.

—Mikage, ¿qué te has hecho en esta mano?

Yūichi se había dado cuenta del rasguño que tenía.

—No es nada. Cómetelo mientras esté caliente —sonreí, y se lo señalé con la mano.

Parecía que aún no estaba convencido.

—Sí…, parece bueno —dijo.

Abrió la tapa y empezó a comer el katsudon que había preparado cuidadosamente el dueño del restaurante.

Al verlo me animé.

Me pareció que había hecho todo lo posible.

Lo sé. La cristalización brillante de aquellos tiempos felices despertó de repente de su sueño profundo en el fondo de la memoria y nos sacudió. El aire perfumado de aquellos días resucitó y vivió, como un soplo de un viento nuevo.

El recuerdo de otra familia.

Las noches en las que esperábamos a Eriko, entretenidos con videojuegos. Cuando íbamos los tres juntos a comer okonomiyaki mientras yo me frotaba los ojos soñolientos. Los cómics divertidos que me pasaba Yūichi cuando estaba atontada después del trabajo. La risa hasta las lágrimas de Eriko al leerlos. El olor a tortilla en la mañana de un domingo despejado. El tacto de la manta con la que alguien me cubría cuando me quedaba dormida en el suelo. Los bajos de la falda y las bonitas piernas de Eriko al pasar, que veía vagamente cuando me despertaba sobresaltada. Aquella noche en que Yūichi la trajo en coche a casa, borracha, y que la llevamos en brazos hasta la habitación… El matsuri[9] de verano, cuando Eriko me ciñó el cinturón del yukata. El color de las libélulas rojas que revoloteaban por el cielo del atardecer.

Los recuerdos verdaderamente entrañables viven y brillan. Con el paso del tiempo reviven con angustia.

Comimos juntos tantos días y tantas noches.

Una vez Yūichi dijo:

«¿Por qué me sabrá mejor la comida cuando estoy contigo?».

Yo me reí.

«¿No será que satisfago tu apetito y, de paso, el apetito sexual?», dije.

«No, no, qué va, qué va», dijo Yūichi riéndose a carcajadas.

«Seguramente será porque somos de la familia, por eso».

Y volvió aquella atmósfera alegre que había antes entre los dos, a pesar de la ausencia de Eriko. Yūichi comió el katsudon y yo tomé el té. La oscuridad ya no era muerte. Con eso bastaba.

—Bueno, me voy.

Me levanté.

—¿Te vas? —dijo Yūichi sorprendido—. ¿Adónde? ¿De dónde has venido? Dime.

—Sí —le dije, burlona, haciendo un mohín—, te digo. Esta noche es real. —Entonces no pude detenerme—: He venido corriendo desde Izu hasta aquí. Escucha, Yūichi. No quiero perderte. Nosotros, siempre, pese a haber estado muy solos, hemos vivido en un mundo cómodo e irreal. La muerte tiene un peso demasiado grande y a nosotros, que somos jóvenes y no teníamos que conocerla, nos ha aplastado. A partir de ahora, si estamos juntos, quizás acabes viendo lo sucio, lo molesto y lo doloroso, pero, Yūichi, si tú quieres, iremos los dos a algún lugar más alegre y maravilloso. Piénsalo con calma cuando estés mejor. No desaparezcas de esta forma.

Yūichi dejó los palillos y dijo, mirándome fijamente a los ojos:

—No volveré a comer un katsudon como éste en mi vida… Estaba buenísimo.

—Sí —sonreí.

—Me he comportado de una manera vergonzosa. La próxima vez que nos veamos, te demostraré que soy un hombre, que soy fuerte.

Yūichi también sonrió.

—¿Partirás un listín de teléfonos ante mis ojos?

—Eso, eso. O levantaré una bicicleta y la arrojaré lejos.

—O empujarás un camión y lo lanzarás contra la pared.

—Eso es una salvajada.

La cara sonriente de Yūichi brillaba, y supe que posiblemente lo había empujado «un poco», aunque no fueran más que unos centímetros.

—Bueno, me voy. El taxi acabará dejándome.

Y me dirigí a la puerta. Me llamó:

—Mikage.

—¿Qué?

Y al volverme:

—Buen viaje —dijo Yūichi.

Sonriendo, le dije adiós con la mano. Esta vez, abrí libremente con la llave, salí por la puerta principal y corrí hacia el taxi.

Cuando llegué al hotel, me arrebujé en el futon y, como hacía mucho frío, me dormí, agotada, con la calefacción encendida.

Al despertarme, sobresaltada por el «plis-plas» de las zapatillas en el pasillo y por las voces de los clientes del hotel, el tiempo había cambiado completamente.

Al otro lado del ventanal, toda la superficie del cielo estaba cubierta por nubes grises y pesadas, y había una fuerte ventisca.

Me pareció que lo del día anterior había sido simplemente un sueño. Me levanté aturdida, y encendí la luz.

La nieve bailaba espolvoreando las montañas que se veían, nítidas. La habitación estaba templada, casi caliente, blanca y clara.

Volví a meterme en la cama y me quedé contemplando la amenaza vigorosa y helada de la nieve. Las mejillas me ardían.

Eriko ya no está.

En aquella escena, yo, entonces, ciertamente lo comprendí. Pasara lo que pasara entre Yūichi y yo, por muy largas y hermosas que fueran nuestras vidas, no volveríamos a ver a Eriko.

Las personas andaban con frío a lo largo del río, la nieve, blanca y ligera, empezaba a acumularse encima de los coches, los árboles se mecían esparciendo hojas secas. El color plateado del marco de la ventana brillaba frío.

Poco después sonó jovialmente, al otro lado de la puerta, la voz de la profesora, que venía a despertarme.

—Señorita Sakurai, ¿se ha levantado ya? Nieva, está nevando.

Yo le respondí:

—Sí.

Y me levanté. Me vestí. Tenía que ponerme en acción de nuevo en un día real. Repetir y repetir.

Aquel día recogimos datos sobre la cocina francesa en el Petit Hotel de Shimoda y concluimos el trabajo con una cena de lujo.

Todos se acostaron temprano. Yo, no sé por qué, soy una persona que suele acostarse muy tarde, y me sentí un poco frustrada. Así que, después de que todos se hubieran retirado a su habitación, fui a pasear sola por la playa que estaba delante del hotel.

Me había puesto el abrigo y dos pares de medias, pero hacía tanto frío que casi grité. Compré una lata de café y fui caminando con la lata en el bolsillo. Estaba caliente.

La playa, vista desde el dique era de una oscuridad nebulosamente blanca. Sobre el mar, negrísimo, brillaban de vez en cuando sus crestas de encaje.

El viento frío rugía, y, en una noche tan fría que casi me hacía sentir punzadas en la cabeza, bajé por la escalera oscura que conducía a la playa.

La arena helada crujía. Fui bordeando el mar mientras bebía el café de la lata.

Cuando miraba el mar inmenso envuelto en la oscuridad, y la enormidad de las rocas que hacían resonar el rugido de las olas, me inundó un sentimiento dulce, extrañamente nostálgico.

«Sin duda, aún encontraré muchas cosas divertidas y muchas cosas penosas en el futuro… incluso si no estuviese Yūichi», pensé en silencio.

A lo lejos brillaba la luz del faro. La luz miraba hacia aquí, se alejaba, y abría un camino brillante barriendo las olas.

«Sí, sí», me convencí y, moqueando, volví a la habitación del hotel.

Mientras calentaba agua en la tetera de la habitación, me duché con agua muy caliente, y, cuando sonó el teléfono, ya estaba sentada sobre la cama en pijama. Descolgué, y la telefonista me dijo:

—Hay una llamada para usted. Espere un momento, por favor.

Al otro lado de la ventana, el exterior; abajo, el jardín del hotel, el césped oscuro y después el portal blanco. Más allá, la playa fría y el oleaje negro. Su rugido llegaba hasta la habitación.

—¿Oiga?

La voz de Yūichi irrumpió en la habitación.

—Por fin te encuentro. Me ha costado mucho.

—¿Desde dónde llamas?

Sonreí. Mi corazón empezó a aliviarse poco a poco.

—Desde Tokyo —dijo.

Sentí que ésta era la respuesta a todo.

—Hoy es el último día. Mañana volvemos —dije.

—¿Has comido muchas cosas buenas?

—Sí. Sashimi, gambas, carne de jabalí… Hoy, comida francesa. He engordado un poco. Ah, y hablando de comida, he enviado un paquete con wasabizuke, tarta de anguilas y té a mi apartamento. Puedes ir a recogerlo.

—¿Por qué no has enviado gambas y sashimi? —dijo Yūichi.

—Eso no se puede enviar —dije riendo.

—Bueno, mañana voy a buscarte a la estación, así que tráelo tú misma. ¿A qué hora llegas? —dijo alegre.

La habitación era cálida y el vapor de agua iba llenando toda la estancia. Empecé a decirle el número del andén y la hora de llegada.