Nota del autor

Empecé a escribir La ciudad de los prodigios poco Después de aparecido El caso Savolta, hacia 1975, o quizá antes, pero no la acabé hasta muchos años más tarde, después de numerosas interrupciones y no pocas excursiones por otros géneros. También fue la primera novela que escribí durante mi largo período de ausencia o, si se quiere, de desarraigo de Barcelona, lo que seguramente explica muchas cosas. El impulso inicial era el mismo que me había llevado a escribir El caso Savolta, esto es, dar vida a algunos episodios de la historia reciente de Barcelona, basándome en la memoria colectiva más que en datos históricos fidedignos. En otras palabras, novelar la historia. Esto no significa, al menos en mi opinión, que La ciudad de los prodigios sea una novela histórica, al menos tal y como suele interpretarse este género. Pero ésta es una cuestión académica que me obligaría a una digresión inoportuna.

Empecé a escribir, como digo, La ciudad de los prodigios un poco abrumado por el peso de El caso Savolta, que, por una serie de razones que explicaré en la introducción a esta novela, había recibido desde su aparición una atención mucho mayor de la que yo había podido imaginar y, en cualquier caso, de la que yo podía asimilar tranquilamente. De modo que abandoné el proyecto y me dediqué a otras cosas. Al cabo de mucho tiempo regresé a Barcelona para instalarme de nuevo ahí, aunque a medias; quiero decir que mi trabajo como intérprete me llevaba a pasar temporadas en otras ciudades. Entonces desenterré La ciudad de los prodigios y me puse a rescribirla con otra intención: la de recuperar la imagen de una ciudad que era la mía, pero de la que había estado ausente en unos años cruciales, durante los cuales muchas cosas habían cambiado y parecía que muchas más podían cambiar si de verdad queríamos que así fuese.

Escribí buena parte de La ciudad de los prodigios lejos de Barcelona, en hoteles y pensiones. A menudo describía paisajes que veía por la ventana (arboledas, palacetes, canales) y los situaba en una Barcelona imposible: pensaba que esto contribuiría a hacerla más real.

Tampoco esta última redacción fue sencilla ni rápida. A lo largo del proceso se produjeron dos cambios sustanciales respecto del proyecto original. En un primer esbozo, el relato se desarrollaba a lo largo de un período histórico mucho más extenso. Luego, en el curso de la redacción, mientras iba inventando sobre la marcha las peripecias de los personajes, se me ocurrió que el de Onofre Bouvila podía encontrar su primer trabajo en las obras de la Exposición Universal de 1888. Por entonces este acontecimiento había quedado relegado al olvido; muchos barceloneses sabían que había habido una Exposición Universal en 1929, porque algunos de sus elementos más notorios (la Fuente Mágica, el Pueblo Español, los reflectores del Palacio de Montjuic) mantenían y todavía mantienen una conspicua presencia, pero muy pocos sabían que hubiera habido una Exposición anterior, más decisiva aún para el desarrollo de la ciudad. La documentación era escasa. Con todo, el fenómeno me pareció tan interesante que cambié la disposición de la novela para encajarla, con alguna breve alusión al pasado, entre estos dos certámenes. Creo que fue un acierto.

Otro cambio aún más importante fue el del protagonista. En las primeras versiones seguí el modelo de El caso Savolta, es decir, construí un protagonista ajeno a la trama, aunque testigo directo de los sucesos que la conformaban. Esto me complicaba mucho las cosas y después de varios intentos comprendí que el protagonista absoluto, sin mediación de terceros, tenía que ser Onofre Bouvila, que este personaje enérgico, fantástico y canalla, con sus facetas oscuras y despiadadas, encarnaba mejor que nadie el espíritu de la Barcelona que yo quería representar. Creo que también fue un acierto.

Tantos aciertos, si de verdad lo son, no bastarían para justificar la fortuna que ha tenido La ciudad de los prodigios, tanto aquí como en el extranjero. Es evidente que la novela se ha aprovechado, y mucho, de la fama que adquirió Barcelona poco después de ser publicada. Quiero decir que sin el interés adicional de Barcelona y su reputada transformación urbanística, la novela no habría despertado tanto interés. Pero en esto no debe verse un rasgo de modestia por mi parte. Mientras escribía La ciudad de los prodigios Barcelona todavía no había iniciado su despegue, pero ya se dejaba sentir el cúmulo de circunstancias que iban a propiciar la eclosión del 92. Era algo que flotaba en el aire y que yo supe intuir y, en cierto modo, trasladar al terreno de la literatura.

Dicho esto, no creo que La ciudad de los prodigios sea ni pretenda ser «la novela de Barcelona». En contra de lo que a veces se ha dicho, cuando apareció La ciudad de los prodigios Barcelona contaba ya con un número considerable de novelas que acometían una empresa similar: la de dar una visión global de la evolución de esta ciudad excéntrica a través de las peripecias individuales de un conjunto de personajes no menos excéntricos. La febre d’or, Vida privada, o la trilogía de Mariona Rebull son algunos ejemplos, pero hay más. En esta tradición traté de inscribirme.

Muchos lectores me han preguntado si los sucesos que relato en La ciudad de los prodigios y los datos históricos que cito son verídicos o imaginarios. La respuesta, por supuesto, sólo puede ser una: que la distinción carece de importancia, puesto que todo, en definitiva, es sólo una novela.

Eduardo Mendoza

Barcelona, febrero de 1999