Perdiz

Beso

Beckley está ya allí, bien temprano por la mañana, llamando a la puerta con lo que parece la culata de su pistola. Perdiz ya se ha vestido. Tiene el sobre con la pastilla guardado en un bolsillo del pantalón y la lista en el otro; aunque sabe que debería destruirla, se siente incapaz: necesita algún tipo de verdad a la que aferrarse.

Cuando abre la puerta, no le sorprende ver también a Iralene en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando nerviosa de un lado para otro.

—¿Listo? —le pregunta Beckley.

Perdiz asiente, aunque dista mucho de ser verdad. Después de pasarse la noche intentando poner un poco de lógica en la situación, ha decidido que su padre no puede querer matarlo. Tanto el meñique (que le ha crecido ya casi del todo, con un principio de uña por encima de la última falange) como su memoria borrada son pruebas evidentes. Su padre no hubiese hecho nada de eso si su intención era matarlo: ¿para qué molestarse? Ha decidido que Iralene ha tenido que equivocarse. Aun así, no deja atrás la pastilla. ¿Acaso todavía lo asaltan las dudas? Puede ser.

Utilizan las rutas privadas hasta el centro médico, menos transitadas, y llegan un poco antes de la hora. Una técnica los conduce hasta una sala privada y le dice a Beckley:

—Pueden esperar aquí. Vigile usted la puerta.

La habitación es pequeña, toda beis, con una cama cubierta por una sábana de papel rugoso, unas cuantas sillas y un ordenador empotrado en la pared.

—Me gustaría ver a mi padre antes de empezar.

—Eso no entra dentro de los planes.

—Estamos aquí y él está aquí, ¿cuál es el problema?

Aunque asiente, la técnica parece bastante intranquila.

—No puedo dar luz verde a algo así.

—Pues entonces quiero ver al doctor Weed.

—No creo que el doctor tenga prevista una consulta antes del procedimiento. Ya hablará luego con él.

Iralene se cuelga del brazo de Perdiz y le da a este, a escondidas, un pequeño pellizco por encima del codo antes de decirle a la técnica:

—¿Sabe usted con quién está hablando? ¿O debería de decir sabe quién va a ser él algún día? Y muy pronto, no sé si se hace cargo… Muy pronto.

La técnica esboza una sonrisa que es más bien una mueca torcida en una mejilla maquillada.

—Perdiz Willux —responde esta—, claro que lo sé.

—Pues sabrá entonces que ya se ha dispuesto el testamento y la voluntad de su padre, que ya está todo firmado. Su hijo pasará a detentar el poder de forma inmediata. ¿Entiende adónde quiero ir a parar? Pues ya sabe, Perdiz quiere ver a su padre. —Iralene se adelanta para leer el nombre de la técnica en la identificación—. ¿Rosalinda Crandle?

—Hablaré con el doctor Weed para pedir su autorización. Disculpen. —La mujer sale a toda prisa de la estancia, donde hay una cámara en una esquina.

Perdiz atrae a Iralene hacia sí, le roza la mejilla y esconde la cara como acariciándole el cuello con la nariz.

—No voy a hacerlo —le susurra al oído—. Él no piensa matarme, no tiene sentido.

Iralene sonríe, para la cámara más que nada. Lo besa en la mejilla y le susurra a su vez:

—Pero ¿todavía no lo has entendido?

Perdiz sacude la cabeza y la chica le da un abrazo fuerte, apoya la mano a su oreja y le dice:

—Quiere vivir para siempre y que su cerebro sobreviva. Su cuerpo no se lo permite; el tuyo, en cambio…

Perdiz siente una oleada de calor por el pecho. «Mi cuerpo —piensa—. Mi padre necesita mi cuerpo». Y de repente todo encaja: por eso piensa transferirle el poder, porque él será Perdiz. Lo que pretende es un transplante. Dios Santo, ¿es eso lo que Arvin y su equipo de investigadores lograron? ¿Por eso lo felicitaban en la fiesta de compromiso? Cuando implanten el cerebro de su padre en su cuerpo… este querrá tener el meñique intacto, es por eso Perdiz se apoya en Iralene, entre indispuesto y mareado.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Te dije que iba a matarte. No me gusta dar más información de la necesaria. A veces los secretos que una tiene son todo lo que vale.

Se queda mirando a Iralene y tartamudea:

—Pero entonces… esto… ¿significa que… que tú…?

—Eso siempre formó parte del plan —le responde, su cálido aliento contra el cuello—. Me pensaron para ti, pero si él consigue hacer el transplante perfecto, entonces…

—¿Para él?

—Ese es mi papel.

—¿Y tu madre?

—Ya habrá cumplido con su deber y no necesitará más recursos.

Perdiz se siente desfallecer y tiene ganas de pegarle a la cámara, meterle un puñetazo al ordenador y volcar la camilla de reconocimiento.

—Tenías razón —susurra Iralene a Perdiz, al tiempo que juguetea con el pelo de este—. Willux le tendió una trampa a mi padre y lo metió en la cárcel para poder quedarse con mi madre. Esto viene de largo. Hazlo. —Baja la voz—. Mátalo.

Reconoce la furia que alberga la chica en su interior, porque él mismo la siente y le está quemando por dentro. Por él, por Iralene, por los supervivientes y por todos los de la Cúpula que han perdido a algún ser querido. Por su madre y su hermano. Por tanta pérdida y tanta muerte.

Con todo, sigue habiendo cosas que no le cuadran del todo.

—Pero su cerebro… tiene que estar deteriorándose junto con el resto de órganos, si no más rápido aún. Al fin y al cabo se sometió a potenciación cerebral. ¿Cómo puede pensar que le vale con cambiar su cerebro devastado por la DRC a mi cuerpo?

Iralene le coge del meñique.

—Mientras una mínima parte de su cerebro siga intacta, siempre que se den las condiciones para que prospere…

¿Está diciéndole que Weed podría regenerar el cerebro de su padre a partir de una parte sana? Si ha conseguido la regeneración con un meñique, tal vez pueda hacer lo mismo con tejido cerebral.

—Vale —concede Perdiz, aunque sigue habiendo algo que no tiene sentido—. Entiendo que mi padre quisiese un cuerpo sin cicatrices al que mudarse, pero ¿para qué borrarme la memoria? No tiene sentido.

—¿De veras esperas entender a tu padre? —Iralene se le queda mirando con unos ojos como de acero. Le pone entonces la mano en el pecho y le susurra—: Lo único que sé es que tendrás cuarenta segundos hasta que se disuelva la cápsula y suelte el veneno. Si no quieres que las cámaras lo vean, deberías… —Pero no termina la frase. En lugar de eso se pone de puntillas y le da un beso superficial en los labios.

En ese momento llaman a la puerta y la técnica asoma la cabeza.

—El doctor Weed quiere que sepa que su padre también va a someterse a un pequeño procedimiento hoy, algo puramente cosmético, y estará anestesiado; pero, puesto que hace tiempo que no lo ve, ha aprobado una visita breve.

—Bien —dice Perdiz. Weed… ¿se trata de una pequeña concesión? ¿Será ese, después de todo, el papel de su ex compañero, facilitar esta pequeña ventana, esta oportunidad para que Perdiz mate a su padre?

—Beckley lo conducirá hasta allí. Pero antes de nada debe vestirse con ropa quirúrgica.

—Pero ¿qué pasa?, ¿es que mi padre es contagioso? —Se trata posiblemente de la peor acusación que puede hacérsele a alguien en la Cúpula.

—No, pero no queremos que usted lo haga enfermar.

—Dígale que quiero verlo sin todos esos aparatos por encima. A no ser que esté demasiado débil.

Eso parece alterar aún más a la técnica, que mira a Iralene, pero esta se limita a sonreírle. Se escabulle y desaparece para al cabo volver y asentir sin más.

—Bien. —Tiene la sensación de haber ganado una pequeña batalla de voluntades. Sienta bien descolocar a su padre.

Cuando van por el pasillo, Perdiz se fija en varios corrillos de gente que hablan entre susurros.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunta.

—No es nada —susurra Beckley.

—Quiero saberlo.

—Han traído a una prisionera del exterior, una miserable.

Hay médicos corriendo de aquí para allá y varios técnicos con trajes para prevenir contagios.

—¿Una miserable? —se extraña Iralene.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo va a entrar una miserable en la Cúpula? —pregunta Perdiz.

Beckley sacude la cabeza y fuerza una sonrisa.

—Me han ordenado no decir nada. Se trata de información clasificada.

—Pero, Beckley, tengo miedo —interviene Iralene, que se detiene y coge al guardia por el bíceps. De repente tiene los ojos bañados en lágrimas. Perdiz no sabe cómo lo consigue.

—No hay por qué, Iralene, tranquila —le dice Beckley—. Al parecer ha habido un ataque contra la Cúpula pero no ha sido nada. Han cogido a una chica miserable para interrogarla y para dar ejemplo a los demás.

—¿Es una chica? —se interesa Perdiz.

—Sí, bueno, aunque cualquiera lo diría, con ese pelo rapado que lleva.

—Quiero verla.

—Creía que quería ver a su padre —replica Beckley.

—Perdiz, deberíamos ceñirnos al plan —insiste Iralene.

No puede evitarlo, es algo superior a sus fuerzas. Una chica del exterior, y con el pelo rapado. Tiene que verla. Empieza a andar más rápido hacia el grupo de médicos y técnicos reunidos ante una puerta abierta. Beckley llega a su altura y tira de él hacia atrás con fuerza.

Perdiz se vuelve a toda velocidad, coge al guardia por el cuello y le aplica una presión constante.

—Estás aquí para protegerme —le dice en voz muy baja y brusca—, ¿o es que no lo recuerdas?

Beckley echa hacia atrás la cabeza en un mínimo gesto de asentimiento.

Perdiz lo suelta y pregunta en voz alta:

—¿Qué es lo que está pasando aquí?

Los médicos y los técnicos se miran entre sí y uno responde:

—Se trata de un caso clínico.

—¡Quiero ver a la paciente! —grita Perdiz acercándose al grupo.

—Lo siento, pero no es posible. Existe riesgo de contagio —replica otro médico.

—¿De contagio?

—Ha estado fuera, señor. Necesita… —El técnico se queda a mitad de frase y mira alrededor, sin saber muy bien cuánto debe divulgar.

—¿El qué?

Un médico se adelanta y le bloquea el paso a Perdiz.

—Una intervención médica.

«Moldes de momia. Hermoso barbarismo. Un cuchillo».

El chico empuja al médico, que da con la espalda contra la pared y cae al suelo. Otros técnicos intentan retenerlo por detrás, pero Perdiz se zafa primero de uno y luego coge a otro por la bata, le da una vuelta y lo lanza al suelo.

Corre hacia la habitación, donde una mampara de cristal lo separa de Lyda. La chica está sentada en el borde de una camilla de reconocimiento, con un mono blanco y zapatillas de papel.

El médico les grita a todos que se dispersen.

—¡Vamos! ¡Cada uno a lo suyo!

Cuando entra en el cuarto, Iralene lo sigue con pasos rápidos y refinados. Beckley se queda custodiando la puerta y asegurándose de que todo el mundo obedece y se dispersa.

El médico baja la voz en un intento por no gritar.

—¡No puede estar aquí! ¿Me entiende o no?

Perdiz lo ignora.

—Es un espejo de observación: ella no lo ve a usted —le explica el médico.

Aporrea el cristal y Lyda alza la vista.

«Su vestido, el tacto entre sus manos mientras bailaban bajo un techo de estrellas falsas».

—Tenemos que irnos, Perdiz —le urge Iralene.

Perdiz la ignora; está mirando fijamente a Lyda, esos pómulos marcados y esos ojos de un azul afilado. «Un cuerpo de niño fusionado al de su madre. Lyda agachándose para hablar con el niño y cogiéndole la barbilla. Lyda andando por un desierto de ceniza, corriendo hacia él y besándolo en medio de una corriente de aire». Está mirando hacia él ahora, aunque sus ojos apuntan más allá, casi a través de él. Siente la punzada de dolor, esa vaga sensación de pérdida y mal de amores, aunque puede ponerle nombre: Lyda. Y ahora sabe también qué provoca esa sensación de pérdida, la que le hace sentirse como si estuviera bajo el agua, pesado y con lastre: esa cara, la de ella.

—¿Por qué está aquí? ¿Qué tiene?

El médico suspira.

—Por lo visto, ha quedado encinta en el exterior. No sabemos qué clase de ser puede estar arraigando en ella. Lo más seguro es que sea fruto de un acto violento. Ya se sabe de lo que son capaces los miserables.

Perdiz siente como si se le hubiese escapado el aire de los pulmones.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Que está encinta, señor. La miserable que fue antes pura está embarazada.

Perdiz aprieta la mano contra el cristal e intenta tragar saliva, pero tiene la garganta seca. Sigue sin aire. Parece como si todo se hubiese detenido: Lyda está embarazada. Se le llenan los ojos de luz. «Un cielo ventoso, una habitación sin techo, un somier de bronce oxidado y sin colchón. Lyda y él bajo la montaña formada por los abrigos. Piel contra piel».

—Tengo que hablar con ella.

—Perdiz, no —le dice con calma Iralene. Beckley entra entonces en la habitación—. Díselo, Beckley. ¡No puede hablar con una miserable! ¡Ahora no!

—Antes de ver a su padre, no. De ninguna de las maneras. Va a someterse a una operación, igual que usted. No podemos arriesgarnos a que lo contamine.

—¡Sal de aquí! —le grita Perdiz, que luego mira a Iralene y le grita también—: ¡Iralene! ¡Sal tú también! ¡Tú sabes lo que esto significa para mí! ¡Sal!

Iralene se echa a llorar, se vuelve y, como mareada, intenta apoyarse en el hombro de Beckley, pero no acierta. El guardia trata de cogerla, al tiempo que sale de la habitación y da con las manos y las rodillas contra el suelo de baldosas. Beckley corre a su lado y el médico hace otro tanto. Iralene lo mira por un instante y a continuación pone los ojos en blanco y se queda inerte.

Lo ha fingido, está convencido. Iralene es una joya.

A Perdiz le da tiempo entonces de cerrar la puerta de golpe y echar el pestillo. Intenta respirar hondo pero tiene los pulmones como vacíos. Lyda está embarazada, y no de un ser cualquiera: es el hijo de ambos.

«Están otra vez en el vagón de metro. “Copos de nieve de papel —se oye decir a sí mismo—. ¿Eso es todo lo que necesitas para ser feliz?”; y Lyda le susurra: “Sí. Y a ti”. Lo besa. “Esto que tenemos.”».

Se saca la lista del bolsillo, el único papel que tiene. Dobla una esquina hacia abajo y lo rasga por la parte inferior para formar un cuadrado. Luego lo pliega en triángulos. Le quita una punta, hace agujeritos por los lados con los dientes y por último rasga el otro extremo, con un corte irregular.

Coge el sobre del otro bolsillo y mete la lista dentro, después de coger la cápsula y guardársela de nuevo. Cierra el sobre.

Abre la puerta y ve que Iralene está en el pasillo, bastante recuperada de su mareo. La han sentado en una silla plegable, y tiene a Beckley a su lado. El médico está cogiéndole la muñeca para tomarle el pulso. Cuando sale de la habitación, la chica se levanta, se libra de la mano del médico y corre hacia Perdiz.

Él aprovecha para darle el sobre e Iralene que tiene los reflejos suficientes para pegárselo al pecho con una mano y abrazarlo con la otra.

—No vuelvas a enfadarte conmigo —le dice.

—Iralene —le susurra al oído—, quiero que le des esto a la chica. ¿Me entiendes?

Iralene asiente.

—Confío en ti. ¿Tú confías en mí?

Vuelve a asentir. A veces se olvida de lo guapa que es —perfecta, en realidad—, y lo pilla desprevenido bajo todo ese maquillaje meticuloso: sus rasgos de muñeca, su barbilla respingona, sus dientes blancos y resplandecientes. Aunque está sonriéndole, la tristeza de sus ojos es palpable. Lo que va a pasar, sea lo que sea, los va a cambiar a los dos. Perdiz la besa en la mejilla y la chica se queda sorprendida y se lleva una mano a la cara para tocar donde la ha besado.

Perdiz se vuelve entonces y sigue recorriendo el pasillo, por donde la gente se va dispersando conforme avanza. Beckley no tarda en alcanzarlo y ambos siguen caminando en silencio. La dinámica de poder ha cambiado ligeramente y ahora el guardia parece tenerle un poco de miedo.

Este lo va guiando por los pasillos hasta que se detiene ante una puerta.

—¿Aquí es?

Beckley asiente. Perdiz no sabría decir si el guardia lo odia o lo respeta contra su voluntad.

El chico abre la puerta y el otro lo sigue hasta el interior de la habitación de su padre, donde hay un guardia junto a la cama.

—Quiero estar un momento a solas con él —le dice a Beckley—. Llévate a este contigo.

Beckley busca los ojos del chico, y por un segundo este se pregunta si el guardia pretende desafiarlo. Le aguanta la mirada y les dice a los dos:

—Os quiero a ambos custodiando la puerta. Quiero que protejáis este tiempo íntimo que voy a tener con mi padre.

—Desde luego —dice por fin el guardia, que le hace una seña al otro para que salga con él.

Perdiz se acerca a la tienda de plástico que rodea la cama de su padre y que parece respirar por su cuenta; está viva, con la maquinaria zumbante y el siseo de la caja de hierro alrededor de las costillas. Le resulta familiar: ha estado allí antes.

Tiene que plantarle cara a su padre. Pero no puede cometer un asesinato, no está en su naturaleza. Y no puede creer en la historia de Iralene, o al menos no del todo, porque sigue sin verle el sentido. ¿Por qué habría de molestarse su padre en borrarle la memoria si pensaba desechar sin más su cerebro?

Aparta un lado de la tienda y ve que este tiene los ojos cerrados. Se diría que la piel lo rechaza, toda en carne viva o ennegrecida como está. Tiene las dos manos curvadas hacia dentro y metidas bajo la barbilla, y tirita hasta en sueños, con un tembleque imparable.

Pese a todo, esta visión del cuerpo de su padre, tan retorcido y destrozado, hace que le asomen las lágrimas. Se trata de su padre, de su cuerpo, y de la muerte. Una gasa como con yeso recubre en ciertos puntos su piel, que supura y reluce como si la hubiesen escaldado por dentro.

«Sangre… una fina neblina explotando y llenando el aire. La sangre de su madre. La de su hermano. Recuerda unas cámaras…, pero no son como las de la habitación sino unas lentes diminutas en los ojos de su hermana. Él está gritando. Ha enloquecido. Por fin para y tiene ante sí la cara de su hermana, sus ojos. Y la muñeca, también ve la muñeca. Lyda está allí llamándolo por su nombre, pero el recuerdo no tiene sonido».

Perdiz se mete las manos en los bolsillos y toca la cápsula con las yemas del índice y el corazón. Hay cámaras en las cuatro esquinas de la estancia, así como dentro de la propia tienda. Aunque no estuviesen, tampoco lo haría. Él no es un asesino: esa es la diferencia entre su padre y él, y no puede dejar que esa diferencia se desvanezca. Sacude la cabeza: no piensa hacerlo.

Su padre abre entonces los ojos.

—¿Perdiz? —Su voz es un gorjeo encarnecido.

—Papá.

Su padre mueve los dedos de una de las manos ennegrecidas y curvadas para decirle que se acerque.

—Necesito una cosa antes de… —empieza.

—¿Antes de qué?

—Antes del fin. —¿Cuál? ¿El de su padre o el suyo propio? La diferencia entre el asesino y el asesinado, la diferencia entre el bien y el mal; parece tan traslúcido y endeble como un velo mojado.

—¿De qué se trata?

Su padre da la impresión de estar conmocionado, con la cara nublada por el dolor físico… ¿o es por la emoción? Aprieta los ojos con fuerza, saca hacia fuera la mandíbula y dice por fin:

—Necesito tu perdón.

¿Eso es lo que quiere?, ¿que lo perdone por todos sus actos horribles, por los millones de muertes, por todo eso?

—Dímelo… dime que me quieres.

Perdiz se aparta de los barrotes de la cama y pasea nervioso por la habitación, cuyos azulejos blancos parecen dar vueltas a su alrededor. Por eso quería limpiarle la memoria, para que solo supiese lo que sabe antes de morir. Quiere su perdón por unos delitos mínimos, los típicos que los hijos echan en cara a sus padres. Quiere una absolución falsa, que las palabras de perdón salgan de los labios de su hijo, un indulto que sortee y oculte sus pecados infinitos.

Y cuando consiga su perdón, se quedará con su cuerpo. Perdiz se abraza a sí mismo, con un hombro contra la pared. Su padre está eligiendo su propia verdad, una en la que su hijo lo quiere y lo perdona. Nota que le cae un goterón de sudor por la espalda. Tiene el pulso acelerado. Se lleva la mano al bolsillo y allí está la cápsula, a su alcance.

—Perdiz —lo llama su padre—. Acércate.

El chico se limpia el sudor de la frente. Toca la cápsula con los dedos, la coge y se la coloca entre el índice y el corazón y cierra la mano en un puño. Se acerca a la cama pero es incapaz de mirar la piel devastada y las manos encogidas de su padre.

—¿Eso es lo único que quieres? —le pregunta sin aliento a su padre—. ¿Solo mi perdón?, ¿que te diga que te quiero?

Su padre asiente con los ojos llenos de lágrimas.

Perdiz se lleva el puño a la boca, hace como que tose y se mete la cápsula bajo la lengua. Las cámaras siguen vigilando. Se coloca la pastilla en un carrillo.

Faltan cuarenta segundos para que se disuelva. No necesita tantos.

Se coge a los barrotes y se inclina sobre el cuerpo de su padre. Por un momento se lo imagina apoderándose de su cuerpo y de su vida, viviendo un futuro con Iralene. Su padre tocándola con las manos de Perdiz. Y su cerebro… ¿muerto?, ¿suspendido? Se imagina a Lyda, y no volver a verla nunca…

Su madre muerta.

Su padre muerto.

Todo el mundo muerto, rematado, moribundo y muerto.

Se inclina aún más y nota cómo le late la sangre en la cara y en el cuello.

—Tú nunca entenderías el amor —le susurra—. Pero te perdonaré… con un beso.

Su padre nunca en la vida les dio un beso ni a su hermano ni a él cuando eran pequeños, ni tampoco los abrazó jamás. Les enseñó a dar la mano, como los hombres. Pero en esto, en esta absolución, es Perdiz quien fija las condiciones y, al inclinarse y darle un beso en la boca, pasa la cápsula a los labios de su padre y la impulsa hacia la garganta.

—Que te perdone o me perdones, ¿qué importa ya?

La garganta de su padre se contrae y traga. Ensancha los ojos descarnados y enrojecidos al comprender lo que acaba de ocurrir, lo que ha hecho su hijo. Levanta como puede la garra que tiene por mano y coge a Perdiz de la camisa.

—Tú eres mi hijo. Eres mío.