Prométemelo
Pressia se ha hecho al paso del caballo, a los cascos que aporrean el suelo y a su respiración resollante. Mientras Fignan va indicando el camino, ella tira de las riendas para dirigir al animal, que responde sin vacilar. Es como si el caballo lo hubiesen hecho para ella. Con la fórmula en el bolsillo y los dos viales que quedan contra la piel, se siente fuerte y poderosa.
Lo primero que ve es el avión, que en plena luz del día tiene bastante mal aspecto; volcado como está sobre un costado, los depósitos parecen frágiles y vulnerables. Comprende entonces que tal vez poco importe que tenga la fórmula y los viales, si no consiguen que el avión vuelva a volar. Estarían atrapados allí para siempre.
Atribulada, escruta el terreno que se extiende ante ella y que forma la falda de una colina, así como el perímetro lejano de árboles.
Es entonces cuando ve lo que parece un amasoide de tres cabezas recubierto de pelaje verde. Tira de las riendas hacia atrás y el caballo reduce la marcha. No es un amasoide; ahora distingue las tres caras pálidas de Bradwell, Il Capitano y Helmud. Espolea con fuerza al caballo y galopa hasta ellos.
Ya de cerca ve que tan solo la cara de Bradwell está demacrada y flácida. Il Capitano y Helmud la contemplan con la mirada perdida, como si en realidad no la estuviesen viendo a ella. La sangre de la gasa que cubre la cabeza del primero se ha resecado y ennegrecido. Tira hacia atrás de las riendas y el caballo se detiene. Se descuelga de una pierna, se desliza hasta el suelo y, tras dejar a Fignan abajo, corre hacia ellos.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre aquí?
—Almas —susurra Il Capitano.
—Almas —repite Helmud.
Pressia ve el cuchillo en el suelo, lo coge y empieza a serrar tallos, pero Il Capitano le grita:
—¡No, que es peor! Vuelven a crecer.
—¿Qué quieres decir?
Su amigo se limita a sacudir la cabeza y decir que no.
Se arrodilla y alarga las manos para coger la cara de Bradwell.
—¡Bradwell! —le grita, y luego acerca una mano a sus labios entreabiertos y siente un mínimo halo de aliento cálido—. ¡Está vivo!
—Estamos unidos —musita Il Capitano—. Moriremos juntos.
—No —le dice Pressia, que escruta las enredaderas que tejen una maraña infinita por los tres cuerpos—. Tiene que haber una raíz. Si consigo cortarla…
—Róbanos las almas —delira Il Capitano.
—Almas.
Rebusca como loca entre las enredaderas para encontrar un origen común. Pone las yemas de los dedos en un tallo fino con la esperanza de hallar una especie de pulso o de energía que pueda seguir. Por fin nota más tensión en uno de los tallos y empieza a seguirlo en su camino por el cuerpo de Bradwell, atravesándole el pecho, pasándole por la cintura y enroscándose por la pierna. Siente la vibración como si estuviese realmente vivo, como si en alguna parte —tal vez bajo la tierra— tuviese un corazón palpitante.
Cuando llega a la parte en que la enredadera tiene atrapado el tobillo y pasa por debajo del talón de la bota, coge de nuevo el cuchillo. Primero pega el tallo al suelo con el puño de muñeca y luego lo corta todo lo rápido que puede. La enredadera se parte con un chasquido, se encoge y se mete en la tierra con el sonido sibilante de una serpiente.
De pronto las espinas se rompen y en el acto se resecan y se resquebrajan. Desgarra un puñado de enredaderas del pecho de Bradwell y luego otro del hombro y todo el brazo de Il Capitano, que, en cuanto tiene libre la mano, empieza a tirar de las que le rodean a él y a su hermano. Bradwell, sin embargo, cae al suelo y Pressia ve entonces toda la sangre, los miles de cortes diminutos que tiene. Se arrodilla y lo pone de costado. Los pájaros de la espalda no se mueven. ¿No se supone que si ellos mueren, él también?
Le coge la cara entre ambas manos y grita:
—¡Bradwell, Bradwell!
Pero este no se despierta ni se mueve.
—Capi.
Il Capitano sacude la cabeza.
—No me hagas decírtelo.
—Decírtelo.
—¡No va a morirse! ¡No pienso dejarle! —Lo agarra por la camisa, que está agujereada y cubierta de sangre—. ¡Bradwell! ¡Estoy aquí! ¡Soy Pressia! —La voz se le quiebra—. Ichi ni! —Le grita las palabras que recitó de pequeña mientras cruzaba el puente de cadáveres sobre el río, las palabras que dijeron juntos cuando pensaban que morirían congelados el uno en los brazos del otro—. San chi go!
Bradwell parpadea por un instante y entorna los ojos. Frunce los labios y susurra:
—¿Lo has conseguido?
—Sí, lo he conseguido. —A Pressia le tiemblan las manos. Hay demasiada sangre, tiene empapado el torso de la camisa. Encuentra un agujero y le desgarra del todo la prenda. Justo en el centro del pecho, las espinas le han practicado una incisión, como el corte de un grueso cuchillo de sierra. Se echa a llorar y dice—: No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada.
—Pressia, no voy a poder. Pero tú sí, tú los salvarás a todos.
—¡No! Capi, dile que va a ponerse bien.
Il Capitano sacude la cabeza y se levanta como puede apoyándose en un tronco de un árbol alargado.
—No puedo.
Va hasta otro árbol y, a trompicones, llega hasta el caballo, que está paciendo en el campo con toda su elegancia. Pressia comprende que quiere darle un poco de intimidad, que está diciéndole que ha llegado la hora de decir lo que tiene que decir: adiós, entre otras cosas.
Pero eso la pone más furiosa: no piensa despedirse porque no es el final. Lleva las manos de nuevo a la cara de Bradwell, llorando ya a lágrima viva, con un llanto furioso; tanto es así que apenas puede hablar.
—Vas a ponerte bien. No puedes morirte.
—Eso no depende de ti —le dice el chico.
Se echa hacia delante y, al doblar la barriga, nota entonces cómo se le clavan los viales de su madre en las costillas, y recuerda ahora la alimaña del parque de atracciones y cómo se le curó la mano y le creció fuerte y musculosa. Le quedan dos jeringuillas de suero, de ese que hace que el cuerpo autogenere células ¿Por qué no en las heridas de Bradwell?
—¡Puedo arreglarlo! —Se levanta el jersey, desenvuelve el trapo que sujeta los viales y se los enseña—. Mira.
Bradwell sacude la cabeza y musita:
—Quiero morir puro, Pressia, en mi parcela de pureza.
La chica menea la cabeza a su vez y replica:
—Puede ser peligroso pero es el momento de arriesgarse.
—Ya soy puro. Y tú también. Déjame morir así. —Bradwell lleva la mano a la mejilla de Pressia—. Prométemelo.
Esta asiente, diría que sí a cualquier cosa que le pidiese… Pero quiere que se quede con ella.
—Vale —le dice, como si estuviese negociando con él—, pero tú prométeme que te mantendrás despierto. No me dejes.
Sacude la cabeza.
—Me echarás de menos.
—¡Bradwell, escúchame! ¡No puedes dejarme!
Pero el chico ha cerrado los ojos y tiene la cara serena y en paz.
—No, no, no —susurra.
No pudo salvar ni a su madre ni a Sedge, porque no había nada que hacer. Pero esta vez es distinto. Mira la cara del chico, las dos hermosas cicatrices que recorren su mejilla. Le ha prometido que le dejaría morir puro… Se lo ha prometido.
Pero está desesperada, y este momento, uno en que todavía puede salvarlo, no se repetirá. Saca las jeringuillas, le quita el chaquetón y le hace un desgarrón en la parte de atrás de la camisa, que deja a la vista la espalda ensangrentada y los tres pájaros, con sus cuerpos inertes entrelazados con él para siempre. Dos parecen ya muertos, con las patitas tiesas y los ojos vidriosos; el tercero, en cambio, aletea y guiña los ojos.
Coge una jeringuilla con la mano tan temblorosa que apenas acierta a quitarle el tapón a la aguja. Aprieta lo justo para que el émbolo presione hacia fuera una gotita del líquido espeso y dorado.
Le ha prometido dejarle morir puro, pero no dejar que también los pájaros mueran. Están conectados para siempre. Se lo inyectará a ellos; es un resquicio legal, uno bastante descabellado.
Aprieta la aguja bajo las plumas de uno y poco a poco inyecta un tercio del suero. El pájaro despliega las alas, se retuerce y se contorsiona por unos segundos hasta que se tranquiliza. Le inyecta al segundo y al tercer pájaro hasta que no queda nada en la jeringuilla.
Le da la vuelta a Bradwell, se pone de cara a él y le pasa la mano por el pelo.
—Bradwell —le susurra.
El chico ni se mueve ni parpadea. Tiene los labios entreabiertos pero no parece que vaya a hablar.
Pressia solloza, con las costillas convulsionándose. El corazón le aporrea el pecho. Se tapa la boca con la mano y se dice a sí misma que va a volver. No puede perderlo, no ahora…, ahora que han llegado tan lejos.
Va a volver.
Va a volver.
Se tiende en el suelo lleno de sangre y encaja la curva de su cuerpo en la de él.
Va a volver.
Se coloca el brazo musculoso de Bradwell en la cintura y se queda mirando la neblina. Il Capitano y Helmud están junto al caballo, que tiene el hocico entre la hierba.
Y entonces oye una respiración y siente que el brazo de Bradwell se pone más tenso y que cierra la mano.
Pressia vuelve la cabeza y ve que tiene los ojos abiertos de par en par.
Bradwell gime y chilla de dolor. Incluso bajo la sangre reseca es posible verle la herida abierta del pecho desnudo —con la piel y el músculo a la vista— y cómo se le va uniendo. Cada desgarrón va también tensándose y cubriéndose de piel.
Bradwell dice su nombre una sola vez:
—Pressia.
También lo oye a lo lejos. Es Il Capitano. Escucha asimismo una bonita voz que resuena por los árboles y que canta su nombre. ¿Será Helmud?
Se pone de pie y ve entonces que Il Capitano se acerca.
—¡Ha vuelto! ¡He conseguido que vuelva! —le dice a este.
Il Capitano tiene la cara de un blanco espectral, congelada en una mueca de terror.
—Pero ¿qué es lo que has hecho?
Y entonces oye una sacudida de plumas, como si batiesen un abanico gigante. Se apoya en el árbol que tiene al lado: tiene miedo de volverse. Siente el tacto de la gruesa corteza bajo la mano. Mira a Il Capitano, que tiene la boca abierta como si fuese a hablar pero es evidente que se ha quedado sin palabras.
Tiene que volverse y ver lo que está viendo el otro. Se siente desfallecer, pero gira la cabeza y mira hacia atrás.
Allí está Bradwell, vivo pero en plena agonía. Se retuerce por el suelo, se encoge sobre sí mismo y echa hacia atrás la cabeza, consumido por el dolor. Se pone en pie como puede, con el pecho desgarrado volviendo a cerrarse, cubierto de sangre, pero sin dejar de coserse con una larga cicatriz oscura. Los brazos parecen más fuertes y, por un segundo, da la impresión de tener puesta una gruesa capa oscura… de plumas.
Pressia sabe, sin embargo, que no es ninguna capa, sino que, más bien, los pájaros se han adueñado de su cuerpo. ¿Qué creía que iba a pasar sino eso? No lo sabe, pero eso no…
De la espalda de Bradwell surgen en curva alas grandes y lustrosas, pero no solo un par: son seis las alas que empiezan a batirse como locas y, con ellas, a sacudir todo el cuerpo del chico. Mira a Pressia y le dice:
—Pero ¿qué me has hecho?
Tras unos instantes en que se le queda la voz atrapada en la garganta, por fin acierta a decir:
—He conseguido que vuelvas.