Il Capitano

Enredaderas

Il Capitano ha estado tambaleándose, cayendo y llamando a Bradwell en la oscuridad que rodea la aeronave durante lo que le parecen ya horas, pero no ha recibido repuesta. Su amigo está ahí fuera, en alguna parte, pero lo más que Il Capitano oye de vez en cuando es un roce de hojas y, ahora que ha amanecido, el canto de los pájaros.

Le palpita la cabeza y ha vomitado dos veces. Sin embargo, con la luz del sol que asoma tímidamente por el horizonte, por fin puede buscar el rastro en el suelo. Va a gatas, rebuscando en la tierra, con la esperanza de encontrar la pisada de alguna bota. Helmud le pesa en la espalda más que nunca en la vida, incluso más que cuando no era más que un niño lleno de quemaduras por las Detonaciones, cuando apenas podía cargar con su hermano más de unos minutos seguidos. Se le nubla la visión y luego ve doble.

Parpadea una y otra vez y entorna los ojos para enfocar. Sabe por qué está buscando a Bradwell y por qué no se ha rendido: no quiere tener que decirle a Pressia que ha muerto, no quiere romperle el corazón de esa manera. Los vio en el pasaje subterráneo y es consciente de cómo lo mira ella; lo más probable es que quiera a Bradwell y que nunca llegue a amarlo a él, pero Il Capitano la quiere y no soportaría verla afrontar otra muerte. Con solo imaginarse su cara al contarle la noticia, se le parte el corazón. Tiene que seguir buscando.

—Helmud, dime lo que ves —le pide a su hermano.

—Lo que ves.

—¡No hay tiempo para chorradas, Helmud! ¡Te necesito!

—Te necesito.

Se necesitan el uno al otro, siempre ha sido así y seguirá siéndolo. Tal vez debería alegrarse por ello: no todo el mundo consigue necesitar a alguien y sentirse necesitado permanentemente, para siempre. Tiene que dejar pasar lo de Pressia, olvidarse del amor que siente por ella; de entrada, ni siquiera debería haber albergado esperanzas.

Se acerca a los árboles gateando. Por el suelo pasan las sombras espásticas de los pájaros que surcan el cielo. Al oír los graznidos por encima de su cabeza, piensa: «¿Y si Bradwell está muerto?». Tendrá que decírselo a Pressia… y consolarla. Aunque es una crueldad pensar algo así, ahí está la imagen: ella con la cabeza apoyada en su hombro y él acariciándole el pelo.

—No —murmura en voz alta—. No.

—No —repite Helmud, como si le leyera la mente.

—Tienes razón, Helmud —le dice Il Capitano, pero ya se le ha disparado la adrenalina. Es como si su cuerpo ya estuviese deseando que Bradwell muriera y no hay nada que su conciencia pueda hacer para evitarlo. Sigue avanzando pero le van fallando los codos, se cae y tiene que levantarse de nuevo—. Mantente ojo avizor. No pares de buscar.

Y entonces Helmud aprieta los brazos alrededor de su hermano y le dice:

—Pares de buscar.

Il Capitano se queda quieto. Mira al suelo cubierto de barro y hiedra y ve una hoja cerosa manchada de sangre. La coge por el tallo y observa de cerca la fina capa de sangre casi seca.

—¿Dónde demonios se ha metido?

—Donde demonios se ha metido. —Helmud señala hacia el otro lado del campo, hacia una arboleda.

Y entonces Il Capitano ve el rastro de botas que atraviesa la tierra y aplasta a su paso las hojas de hiedra. Al seguirlo, divisa por fin la silueta del cuerpo del chico, toda su forma, envuelta en enredaderas. No tiene expresión en la cara… ¿duerme o está muerto?

Se pone en pie a duras penas y echa a correr como puede, pero el bosque no para de darle vueltas y tiene que mirar hacia el cielo para no perder el equilibrio. Los pájaros levantan el vuelo y surcan el cielo. Uno extiende las alas y hace un molinillo… ¿o es su visión? Il Capitano se cae sobre un hombro.

—¡Bradwell! —grita—. ¡Bradwell!

Respira hondo y se pone de rodillas. Con un pie en el suelo, se levanta y camina haciendo eses. Divisa el cuerpo de Bradwell: la visión salta y tiembla.

Cuando llega hasta él, ve que tiene la hiedra enroscada con fuerza por brazos y piernas y que le está presionando el pecho y la garganta. Y encima tiene pinchos. Dios Santo, ¿quién le ha hecho eso? ¿Y cómo? Las espinas se le han clavado en la piel y le han provocado una pérdida de sangre lenta y estable. Bradwell está muy pálido y tiene los ojos cerrados. El fusil está a varios metros, cubierto también de enredadera. Tal vez no tuviese cuchillo.

Il Capitano se hinca de rodillas en el suelo y lleva la mano a la cara del chico, que está helada. La idea le asalta la mente: ha sido él quien ha matado a Bradwell. Se lo imaginó muerto y ahora lo está. Es culpa suya.

—Yo no quería —le dice a Helmud.

—¡Quería! —repite este, con una voz tan brusca y airada que Il Capitano echa la cabeza hacia atrás.

—Vale, vale —reconoce, y recupera la compostura.

Mete la mano por debajo de la hiedra que rodea la garganta de Bradwell e intenta encontrarle el pulso.

Al principio no hay ni rastro pero, cuando aprieta un poco más, lo nota, lento y débil. ¡Está vivo!

—Venga, Bradwell.

Levanta el cuerpo pesado e inerte del chico, enfundado de arriba abajo en hiedra. Bradwell tose y abre los ojos.

—Capi, Helmud —musita—. Mis hermanos.

—Eso es. Ya están aquí tus hermanos. —Echa mano del cuchillo que lleva en el cinturón pero no lo encuentra. ¿Dónde está? ¿En el avión? ¿Se le habrá soltado al caerse? ¿Lo desarmó Helmud mientras estaba desmayado?—. Helmud, necesito un cuchillo. Necesito un puñetero cuchillo.

—Mi cuchillo, mi puñetero cuchillo. —Helmud saca el cuchillo de tallar y se lo da a su hermano.

—Sí —dice este, contento de haberle dado a Helmud el cuchillo, de haber confiado en él. Quiere mirarlo a los ojos pero no le resulta muy fácil—. Gracias, Helmud. —Aunque en realidad está diciéndole: «Gracias por todo», no solo por el cuchillo, sino también por quitarle la araña de la pierna, por cuidarle en el avión y por ser su hermano…, y estar ahí siempre para él.

—Gracias —repite Helmud, e Il Capitano está seguro de que el gracias de su hermano significa tanto como el suyo.

Coge el cuchillo y empieza a cortar enredaderas, primero las del cuello. Pero, en cuanto se parten en dos, parecen volver a crecer rápidamente y clavan una vez más las espinas en la piel de Bradwell, con punzadas nuevas, hasta que se hacen hueco otra vez. Bradwell está tan mareado que apenas da muestras de dolor. Tiene la mirada perdida y la respiración no es más que un resuello breve.

Desfallecido y agotado, Il Capitano continúa cortando pero tiene la impresión de estar causando más daño que mejora: cada nueva espina origina al clavarse una nueva punzada y un nuevo hilo de sangre. Impotente, deja caer el cuchillo al suelo. Intenta incorporar a Bradwell, hombro con hombro con él, y le pasa el brazo por las costillas, que están revestidas de enredaderas. Ve a los pájaros de la espalda forcejear con el entramado que los tiene atrapados.

—No te abandonaremos. Estamos en esto juntos.

Y es entonces cuando nota el primer trozo de enredadera subiéndole por la muñeca y apretándole luego como unas esposas bien ceñidas, con las espinas aguijoneándole la piel. No intenta desasirse, tan escasa es la resistencia que le queda.

—Nos quedamos contigo.

—Quedamos contigo —repite Helmud.

Bradwell parpadea un par de veces y luego cierra los ojos y hunde la barbilla en el pecho.

Y cuando las enredaderas remontan el brazo de Il Capitano y empiezan a rodearle las piernas, comprende que Bradwell y él quedarán así unidos para siempre, con espinas, enredaderas y sangre. Es una clase de hermandad que entiende: el estar unido. Mira a través de los árboles, hacia el otro lado del campo, donde la aeronave está recostada de lado con todo su peso. La cabeza le pesa una inmensidad, de modo que la apoya en el hombro de Bradwell, mientras Helmud la deja a su vez sobre el de su hermano. Las enredaderas no paran de enroscársele por las extremidades, cada vez más rápido, atrapadas como en alambre de espino. Se imagina a Pressia viéndolos así desde lejos: al estar juntos y medio incorporados, dará por hecho que están vivos, que están allí sentados en el campo, como tres hermanos, charlando, tal vez sobre ella. Pressia es la que los une a los tres.

Las espinas empiezan a clavársele como dientes, produciéndole un dolor agudo y lacerante. Las plantas están vivas y son carnívoras: se los están comiendo.

Al menos, si están muertos cuando Pressia llegue, sabrá que murieron juntos.

Helmud se retuerce y se contorsiona en la espalda como si acabase de comprender que se trata del final.

—¿Quedamos aquí? —pregunta—. ¿Quedamos?

—No podemos irnos.

—¡Irnos! —chilla Helmud.

—No, Helmud. —Il Capitano está convencido de que nunca lo conseguirían—. Moriremos aquí.

—No —replica Helmud.

—Es nuestro sino.

—¡No! —grita sin aliento Helmud.

Y en ese momento Il Capitano ve un punto en el horizonte, un ser que viene hacia ellos. Por un segundo piensa que se trata de la Muerte. ¿No galopaba hacia los muertos para robarles las almas? Su abuela le contaba historias sobre la Muerte, la misma que secaba las flores entre los libros.

—Viene la Muerte a robarnos las almas.

—¿Robarnos las almas? —Helmud está temblando.

Il Capitano cierra los ojos y susurra, como si fuese su última orden:

—Róbanos las almas. ¡Róbanoslas!

Justo cuando todo se vuelve negro, oye una voz, clara y dulce como la de un ángel: es su hermano, que canta igual que cuando cantaba para su madre, con esa voz tan hermosa que la hacía llorar. Tal vez, después de todo, Helmud sea un ángel, y lo haya sido todo ese tiempo.