Perdiz

Lyda Mertz

Para cuando las cámaras vuelven a la vida, Iralene y Perdiz ya están sentados en la cama. Desde que ha visto el ojo de muñeca en la cabeza —esa aparición de un ojo como una cuenta de vidrio bordeada por unas pestañas de plástico, con el mecanismo del párpado cubierto de ceniza—, no ha parado de ver cosas con todo lujo de detalles, imágenes muy vivas.

Una oveja con los cuernos retorcidos y sarmentosos.

Cristal resquebrajado por encima de una especie de mapa.

Un hombre cargando en la espalda a otro hombre larguirucho.

Y a Lyda Mertz. Está seguro de que era su cara, aunque tenía el pelo rapado y churretes por las mejillas y llevaba una larga lanza en medio de un paraje desértico y azotado por el viento, como si realmente hubiese estado con ella en Nebraska, o en una versión con praderas calcinadas. ¿Será ese el aspecto de la chica fuera de la Cúpula?

Cada imagen comienza con una llama, con una especie de hilo de luz, un resplandor brillante que gira como un tornado hasta enfocar un pequeño detalle. Es como cuando estás en una habitación a oscuras durante una tormenta, y ese primer rayo que ilumina aquello en lo que tienes puestos los ojos, antes de que la luz desaparezca de nuevo.

—Cógelo tú —le dice Iralene dándole el ordenador de bolsillo, que está encendido.

Del portátil sale disparado un rayo de luz roja que parece el haz de un faro. Antes de que las cámaras se encendieran, le ha contado que está viendo cosas, sin contexto alguno, imágenes sueltas sin relación entre sí, una tras otra. Iralene le ha aconsejado que no diga nada más, no delante de las cámaras.

Pero ahora esta aquello; sabe lo que quiere decir la luz roja: un mensaje de su padre. Ya le dijo que no tardarían en ingresarlo de nuevo para recuperar sus impulsos sinápticos, pero esa no es la verdadera razón: lo que quiere su padre es matarlo.

—Dale al play —le dice Iralene intentando sonar alegre—. Vamos a oírlo.

Perdiz mira hacia las cámaras y se pregunta si la persona que está observándolos, sea quien sea, piensa que Iralene apagó las cámaras para que pudiesen estar a solas. El pelo de la chica parece revuelto de verdad.

Un pájaro con el pico de metal y la mandíbula con bisagras.

Un coche negro en una nube de polvo.

La cara de su padre, levantada y brillante, como cubierta por una fina membrana de piel falsa.

Los recuerdos le vienen por tandas, de manera impredecible, en fogonazos, hasta que paran tan bruscamente como empiezan. Recuerda las sesiones de codificación, donde solían venirle recuerdos extraños, pero esto parecen más bien ataques. Nada le resulta familiar, salvo por Lyda Mertz, claro, porque la recuerda de la academia femenina, pero no así, sucia y armada. Pero es la imagen que quiere que le vuelva: Lyda con la cabeza afeitada y una lanza. Le gustaría recrearse en ella. ¿Está enamorado? ¿Será ese el origen de su mal de amores, Lyda Mertz? En teoría debe regresar para salvarla, aunque la imagen que le viene no es la de una persona que necesite que la salven.

—Dale —le repite Iralene, que le indica rápidamente dónde tiene que pulsar.

En cuanto le da al botón rojo, la voz de su padre inunda toda la habitación:

—Necesitamos que estés en el centro médico de buena mañana, a las siete en punto. Según parece, todo va de maravilla, Perdiz. Me han asegurado que podrán hacerte muchas reparaciones en poco tiempo; no es más que una puesta a punto. Van a tener que anestesiarte, eso sí, pero será rápido e indoloro. Yo estaré allí cuando despiertes. Estoy deseando volver a reunirme contigo, hijo mío.

—¿Lo ves? Ya te lo había dicho. ¿No es estupendo? —interviene Iralene.

Perdiz asiente e intenta fingir cierto entusiasmo. Una simple sonrisa ayudaría, pero no le sale ni eso.

—Estoy cansado —se limita a decir. Ojalá no tuviera la pastilla ni supiese de su existencia.

—Es tarde. Te dejaré descansar.

—No quiero acostarme.

Tiene miedo de que los recuerdos se le revuelvan y se le mezclen con los sueños. Si pudiera encargarlos, pediría uno en que saliese Lyda Mertz, solo ella. Sabe, no obstante, que no es así como funciona el subconsciente.

—Deberías intentar dormir —le aconseja Iralene—. Mañana es un gran día y tienes que estar preparado. —La chica se levanta. Finge meter la mano en un bolsillo que no tiene y luego la levanta—. Te regalo un puñado de dulces sueños.

Perdiz alarga la mano y ella hace como que le deja esos dulces sueños, aunque en realidad lo que está diciéndole es: «Tienes la pastilla en el bolsillo, esa con la que puedes matar a tu padre y acabar con todo esto». Lo que está diciéndole es: «Úsala».