Luz
Fignan va llevando la cuenta atrás de los kilómetros y de los metros que quedan, hasta que por fin Pressia la ve, a los pies de una larga ladera de hierba: Newgrange. El montículo no fue aniquilado ni borrado de la faz de la tierra, sigue allí.
—¿Cuánto queda?
—Cuatro minutos y treinta y siete segundos —le responde Fignan.
El cielo está empezando a adquirir una tonalidad rosada. Corre con todas sus fuerzas pero, a cada paso, le duelen los hematomas que le han dejado las espinas. La luz de Fignan va brincando por delante de ella entre la hiedra y las zanjas que se abren por doquier. El frío viento le levanta las mejillas, mientras que los pulmones le queman de lo helado que es el aire que respira, mucho más limpio y despejado en estos parajes.
Esprinta hasta un lado del montículo y apoya la manos sobre unas piedras enormes y recubiertas de musgo. Repasa con los dedos las extrañas espirales talladas en la roca, pasando la mano por la fría pared de cuarzo, hasta que da con la entrada. Casi oculta por una cortina de hiedra, está flanqueada por piedras pero no bloqueada. Coge un puñado de hiedra y tira con fuerza para despejar no solo el umbral sino también el ventanuco que hay por encima del travesaño de roca.
El sol asoma ya por el horizonte, y Pressia se apresura a recorrer el pasadizo estrecho y oscuro, de menos de veinte metros, hasta llegar a una cámara pequeña con forma de cruz y dos pequeños recovecos a izquierda y derecha. Le da la sensación de estar en un templo antiguo, y en el acto le viene a la cabeza la imagen de la estatua de Santa Wi, la de la cripta donde Bradwell empezó a rezar. Recuerda también al niño de la morgue, y al abuelo, quien, con la de funerales que organizó, nunca tuvo uno propio, y a su madre y Sedge, que nunca descansaron en paz. Sus cuerpos, o lo que quedaba de ellos, se unieron con el manto del bosque.
—El techo —le susurra a Fignan.
La caja ilumina hacia arriba y revela un arco en ménsula, con todas las piedras en su sitio para soportar sana y salva toda la estructura. Ojalá no estuviese sola; le gustaría que Bradwell, Il Capitano y Helmud viesen todo eso. Se imagina a las niñas fantasma saliendo de las paredes de la cabaña de piedra. Estarían orgullosas de ella.
«Estoy aquí», quiere decirles.
Le pide a Fignan que se apague.
—No puede haber ninguna luz.
Y se hace la penumbra.
Se sienta, con la espalda contra un muro, y oye la voz de Bradwell en la cabeza: «La caja en la que metimos a Dios siguió haciéndose más pequeña hasta que tan solo quedó una mota de Dios, un átomo».
Ahora mismo está segurísima de que sobrevivió al menos un átomo de Dios porque, de lo contrario, ¿cómo podría explicar todo lo que está ocurriéndole? Conforme el sol remonta el cielo y va arrojando luz por el ventanuco de encima de la puerta e iluminando poco a poco el pasadizo hasta reflejarse en un trozo del suelo, se va convenciendo de que se trata de un lugar sagrado.
Fignan está a su lado.
—No eres una caja —dice Pressia repitiendo el mensaje de Walrond—. Eres una llave.
En realidad no tiene ni idea de cómo convertirla en una llave. Siente que le invade el pánico: ha puesto tanta fe en una caja…, llena de información, sí, pero una caja al fin y al cabo.
Fignan, sin embargo, parece conocer su papel. Va con un zumbido hasta el centro de la cámara y despliega un largo brazo con una fina lente de cristal, casi tan ancha como el puño de muñeca de Pressia. La sostiene en alto sin moverla hasta que la luz del sol se cuela por la lente.
Pressia aguanta la respiración. Siente el frío de la piedra a través del abrigo y no aparta los ojos de Fignan mientras los rayos de sol se filtran por la lente e iluminan la estancia.
Al principio no ve nada más que el suelo resquebrajado y cubierto de varias capas de polvo. Pero entonces nota algo iridiscente, una especie de dibujo en el suelo.
En ese preciso instante se oye una voz y pisadas en la entrada. La luz parpadea como si alguien arrojara una sombra un par de segundos. Pressia aguanta la respiración y piensa para sí: «¡Vete, fuera de aquí!».
El suelo vuelve a iluminarse, y es entonces cuando ve tres espirales entrelazadas, de un palmo de ancho en total. Pressia va gateando hasta ellas y pasa la mano por encima. Aparta las capas de polvo cuando vuelve a oír la voz al otro lado del largo túnel, pero no distingue palabra alguna. Quiere esconderse en uno de los recovecos, pero no puede permitírselo.
—¿Qué hago, Fignan?
Es la única oportunidad que tiene. Empieza a escarbar a la desesperada en el suelo donde están las espirales iridiscentes. Otras sombras hacen titilar el sol pero nota algo bajo las uñas, unos pequeños surcos: las espirales, y el contorno de las tres unidas entre sí. Sigue escarbando hasta que distingue las formas en la piedra.
—¿Qué es esto, Fignan? ¿Qué son estas formas?
La caja no responde; parece concentrada en absorber la luz.
En cuanto termina de escarbar y de descubrir las tres espirales, oye que las pisadas se acercan. Le dice a Fignan que vuelva a apagarse, y, en cuanto este guarda la lente, la habitación se queda a oscuras. Coge la caja, se escabulle en uno de los recovecos laterales y la sujeta bien alto por encima de la cabeza, apretándola todo lo que puede con el puño de muñeca.
—¿Quién anda ahí? —Es una voz de hombre—. ¿Quién eres?
La figura, baja y fornida, está a apenas un palmo de ella. Respira entrecortadamente y lleva una camisa blanca que, al reflejar la luz de la mañana, brilla de tal manera que no cree haber visto nunca nada igual. Por una milésima de segundo tiene la esperanza de que sea su padre, Hideki Imanaka, y se queda paralizada, a pesar de que sabe que las posibilidades son mínimas.
Coge aire, arquea la espalda, levanta la caja todo lo que puede y se la estampa en todo el cráneo al hombre, que se tambalea hacia delante y se agarra con una mano a la pared de piedra; acto seguido se lleva la mano a la cabeza y toca la sangre que brota ya por una brecha, empapándole el pelo canoso. No está fusionado con nada, aunque tampoco es puro. A un lado de la cara tiene profundas cicatrices de quemaduras pero la piel parece de un extraño tono dorado.
—¿Quién? —acierta a decir, pero entonces se desliza pared abajo, con los faldones de la camisa bailándole, y aterriza de espaldas encima de las tres espirales grabadas en el suelo.
Pressia aguza el oído por si hay más voces o pisadas pero no oye nada. Deja a Fignan en el suelo con la mano temblorosa; hasta el corazón parece temblarle.
Intenta luego apartar al hombre de encima de las espirales pero pesa más de lo que creía. Se sienta y lo empuja con las botas y la fuerza que le queda en las piernas. El hombre se mueve un poco. Vuelve a tirar y lo desplaza otro poco. Tiene la manga de la camisa llena de barro. Sigue empujando hasta que por fin quedan a la vista las tres espirales.
—Fignan —dice casi sin aire—. Eres una llave.
La caja emite en el acto un pitido y va hasta la triple espiral. Una vez allí despliega una fina placa que tiene en el torso y hace aparecer una única espiral de metal en un brazo robótico. Pressia se agacha y barre el suelo con la mano. Fignan pone su espiral en la central del suelo y, tras varios clics, la encaja dentro. Con una rápida sacudida la caja empuja hacia abajo la espiral, que hace que las tres del suelo giren unos centímetros y coincidan como en un engranaje. Pressia aprieta el borde de una espiral, que se levanta sin llegar a despegarse por un lado, gracias a unas bisagras que la unen a una caja enterrada bajo el suelo. Las tres espirales hacen las veces de tapa de la caja.
Fignan ilumina la caja, que es de metal frío y húmedo. Pressia ve dentro un cuadrado desvaído y, cuando mete la mano, saca un sobre con una palabra garabateada por fuera: «Cygnus».
Coge la carta, la aprieta contra el pecho un segundo y luego la rasga para abrirla. Dentro hay una sola hoja de papel rayado en azul, sacada de un cuaderno. En una caligrafía confusa, hay números y letras separados por paréntesis y símbolos de más y menos: una fórmula.
¡LA fórmula!
El hombre del suelo deja escapar un gemido y Pressia se apresura a doblar la hoja, meterla en el sobre y guardárselo todo en el bolsillo.
Fignan va hacia el hombre.
—¡No! —le susurra.
Pero Fignan la ignora, se acerca al individuo y le arranca unos pelos ensangrentados de la cabeza para comprobar su ADN, al igual que hizo con Bradwell, Pressia y Perdiz.
Va hasta el cuerpo inerte del hombre y lo observa: tiene las mejillas coloradas y las pestañas oscuras; la camisa que lleva está hecha a mano y, en lugar de botones, se ata por delante con unos cordones, aunque, al empujarlo, le ha dejado el cuello abierto, tanto que se ve cómo le sube y baja el pecho.
Y después de que Fignan emita un pitido largo, Pressia se arrodilla junto al hombre y ve una fila de seis cuadraditos junto al corazón, donde aún laten dos.
—Uno de los Siete —murmura.
Y Fignan precisa:
—Bartrand Kelly.
Alarga la mano para tocarle la camisa. Bartrand Kelly…, un hombre que conoció a su madre y a su padre…, uno de los Siete.
Uno de los latidos es de Ghosh. ¿Quién sabe dónde estará?
El otro pertenece a Hideki Imanaka, su padre.
Se queda mirando ambos latidos: su padre sigue vivo, y ese pulso es el único vínculo que tiene con él.
Bartrand Kelly gime de nuevo y en ese justo instante se oyen más voces por el pasadizo y lo que parece el roznido de un animal.
Pressia coge a Fignan y se pone en pie. Al fin y al cabo, no sabe de qué lado está Kelly, que abre entonces los ojos y se queda mirando primero el techo en ménsula y luego a Pressia. Esta vuelve a alzar a Fignan, pero sin mucho convencimiento.
—Espera un segundo. Tranquila. —Se incorpora sobre un codo y se lleva la mano a la cabeza.
—¿Eres Bartrand Kelly?
—¿Quién lo pregunta? —El hombre parpadea y se restriega los ojos.
—¿Dónde está Hideki Imanaka?
—¿Imanaka? —se extraña, como si no hubiese oído ese nombre en años—. ¿De qué lo conoces tú?
Las voces se acercan cada vez más y oye las pisadas que avanzan por el pasadizo.
—¿Dónde está? —le grita.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque es mi padre. —«Mi padre». Las palabras le resultan raras en su propia boca—. Es mi padre —repite, y siente un vuelco al corazón pero se niega a llorar.
Bartrand Kelly la mira fijamente y susurra:
—Emi Brigid Imanaka. —El nombre que le pusieron al nacer, el nombre que desapareció con las Detonaciones, la chica que nunca llegó a ser—. ¿Eres tú de verdad?
El hombre alarga la mano, como para tocarla, pero Pressia retrocede. Que esté vivo puede significar que hiciera un pacto especial con Willux. Tiene la fórmula en el bolsillo y los viales envueltos contra las costillas. Si Kelly estuviese aliado con él y la atrapase, el genocida tendría acceso a todo lo que necesita.
Coge a Fignan y se dispone a irse por el pasillo cuando le cortan el paso un hombre y una mujer, ambos jóvenes y fuertes. El primero la agarra por el puño de muñeca y siente el tacto de su piel callosa y curtida. Cuando le levanta la cabeza de muñeca, deja escapar un jadeo de la impresión.
La mujer también se queda mirándola.
—¿Quién eres? —le dice, aunque por el tono parece que más bien esté preguntándole: «¿Qué eres?».
Ninguno de los dos tiene tampoco fusiones, al menos hasta donde puede ver; lo que sí distingue con la luz es que también tienen cicatrices y quemaduras, pero con ese mismo tono dorado en la piel.
—¡Suéltame! —grita Pressia.
—¿Kelly? —lo llama la mujer—. ¿Estás bien?
Pressia intenta zafarse y liberar su brazo. Tiene frío y está empapada; le duelen los músculos y todos los hematomas que recubren su cuerpo.
—¡Dejadla! —responde Bartrand Kelly—. ¡Dejad que se vaya!
El hombre se queda mirando su cara por un momento y luego la suelta. Pressia pasa entre ellos a empujones y echa a correr como puede por el pasadizo, dándose golpes en ambas paredes de piedra, rumbo a la luz.
Escucha entonces un golpe y el extraño roznido. Se apoya con la mano en la piedra y sale al aire libre, al sol, a un nuevo día.
Y allí, justo delante, hay un caballo.
El caballo parece un espejismo, un milagro: su mera existencia, sus anchas costillas, la melena oscura, esas piernas largas y elegantes que acaban en tobillos finos y delicados. Tiene una oscura cicatriz a lo largo del cuerpo, que por lo demás está recubierto de un pelaje aterciopelado. Contonea y gira las orejas y deja escapar una nube de vaho por la boca al respirar.
Tiene una montura pero no está atado a nada. Pressia corre hacia él y le pone la mano sobre las costillas, que despiden calor al tiempo que suben y bajan. Oye las voces de dentro del túmulo. ¿Están acercándose?
No ha montado un caballo en la vida. El abuelo le contó una historia sobre haber paseado en poni en uno de sus cumpleaños, pero eso fue otra de las mentiras de la vida que no vivió. Piensa en los cuerpos retorcidos de los caballos del tiovivo volcado.
Ese caballo es un milagro exclusivo para ella.
Se coge de un saliente frontal de la montura con la mano buena, se pone a Fignan bajo el otro brazo y se impulsa hacia arriba. Le sorprende lo alto que es el animal, su majestuosidad. Coge las riendas y lo espolea con las botas.
—Vamos.
El caballo da un par de pasos.
Vuelve a espolearlo, esta vez con más brío. Se inclina hacia delante y le susurra:
—Vamos, por favor, ¡vamos!
Oye las voces con más claridad.
Le da otro pequeño espoleo y grita:
—¡Vamos!
Y justo cuando el hombre y la mujer, que llevan entre ambos a Bartrand Kelly, salen del túmulo, el caballo empieza a galopar. Pressia aprieta las costillas del animal entre las piernas e intenta no perder el equilibrio con Fignan pegado al pecho. Se agacha aún más y se pega a la crin. Con el viento removiéndole el pelo y los ojos surcados de lágrimas, grita:
—¡Vamos, vamos, sigue así!