Perdiz

Roto

Nada es lo que creía que era y, por alguna razón que no sabe explicar, se siente mejor sabiendo que la vida en la que se ha despertado —la que en teoría era la suya— es una mentira, tan falsa como esa granja de Nebraska. Su padre no lo quiere, esa es la despiadada verdad. Lo ha sabido todo el tiempo y, aunque cree que debe rechazar la idea de que quiere matar a su propio hijo —y solo eso debería ser la prueba de que Iralene está teniendo una especie de crisis nerviosa (ahora está callada y no se mueve, con la espalda contra la pared)—, en el fondo de su ser, la cree.

Su padre dice que quiere que disfrute esos días antes de transferirle un gran poder, pero en realidad nunca ha querido nada parecido. Por no hablar de que Ellery Willux no ha planeado transferir poder a nadie en su vida.

Ellery Willux: solo pensar en ese nombre hace que se le revuelva la barriga.

—Mi padre conoció a tu madre antes de que el tuyo fuese a la cárcel —le dice a Iralene—. ¿Alguna vez te ha parecido raro, sospechoso?

—¿Estás sugiriendo que tu padre tuvo que ver en la encarcelación del mío? —La chica sacude la cabeza—. ¡No, no pienses eso! Tu padre estaba casado por entonces, Perdiz. Estoy segurísima de que mi madre nunca en la vida se habría liado con un hombre casado. Tu padre es tu padre, Perdiz. Pero mi madre es buena, en el fondo lo es, de verdad.

—Vale, vale.

Sabe que Iralene no es tonta, y que ya lo habrá pensado mil veces. Ella lo sabe, si no, ¿por qué iba a responder tan enfadada? En cualquier caso, no tiene tiempo de pensar en eso. Puede que Iralene tenga toda la razón; si le han borrado la memoria, entonces tiene que enterarse de algunas verdades, a un nivel visceral. Y eso le da la confianza que no ha tenido hasta entonces. La cosa empieza a cuadrar, y no le queda mucho tiempo.

¿Cómo escondería algo para encontrarlo luego, si supiese que ni siquiera sería consciente de que debía buscarlo? Habría que esconderlo en algún sitio donde supiese que iba a encontrarlo… por casualidad.

Repasa la habitación, el parqué, el cabecero, la cruz de la pared. Abre el armario de par en par con la esperanza de haber puesto allí una nota que caiga al suelo al abrirlo. Mira en el cajoncito de la mesilla de noche y lo cierra de golpe. Corre al cuarto de baño y abre el grifo del lavabo y el de la bañera. Después tira de la cuerda del váter antiguo, que baja pero no produce ningún ruido de agua por la tubería.

Está rota.

Cierra la tapa del váter, se monta encima y abre la caja que hay pegada a la pared: un papel doblado cae al suelo.

—He encontrado algo —le dice a Iralene.

Baja de un salto y lo coge. Ve entonces las palabras «De: Perdiz. Para: Perdiz», escritas con su propia letra, y se le antoja una broma. Despliega el papel y encuentra la lista:

  1. Escapaste de la Cúpula. Encontraste a tu medio hermana, Pressia, y a tu madre. Tu madre y Sedge están muertos. Los mató tu padre.
  2. Estás enamorado de Lyda Mertz. Está fuera de la Cúpula. Tienes que salvarla algún día.
  3. Le has prometido a Iralene fingir que estáis prometidos. Cuida de ella.
  4. En este edificio hay gente viva suspendida en cápsulas congeladas. Sálvalos. Jarv puede estar entre ellos.
  5. Confía en Glassings. Desconfía de Foresteed.
  6. No te acuerdas de todo esto porque tu padre te obligó a borrar los recuerdos de cuando escapaste. Fue él quien causó las Detonaciones. La gente de la Cúpula lo sabe. Hay que derrocarlo.
  7. Tomar el poder. Liderar desde dentro. Empezar desde cero.

Sale del baño y vuelve al dormitorio de la falsa granja de Nebraska. Agita el papel en el aire con mano temblorosa. Mira a Iralene, que no dice nada, se quita la férula y se mira el muñón.

—Eso te pasó fuera de la Cúpula —le cuenta—. Te lo arregló Weed para que volviera a crecerte.

Glassings. Puede confiar en él. ¿Para qué? ¿Para temas de historia mundial?

Tanta información lo supera, es incapaz de procesarla toda.

Iralene se levanta y da un paso hacia él.

Perdiz piensa en la idea de tener una medio hermana; y en su madre y Sedge…, muertos, vivos, muertos.

—Lyda —susurra, y recuerda haberla visto cantar en el coro. Esa fue la cara que vio en su cabeza mirándolo desde la fila de chicas. Vuelve a sentir ese dolor; estaba en lo cierto: no era amor, era mal de amores—. Lyda Mertz.

Mira a Iralene y esta asiente.

Tiene la sensación de que se le estuviese desgarrando el pecho, con un dolor que es al mismo tiempo una liberación. ¿Que su padre masacró a su madre y a su hermano? ¿Que masacró al mundo entero?

—Mira, mi padre no es perfecto pero, de ahí a que causara las Detonaciones hay un trecho. Es una locura, casi tanto como eso de que yo me escapé de la Cúpula.

—No es ninguna locura, y lo sabes.

A Perdiz le entra un enfado repentino.

—No esperarás que crea que…

—Tú puedes detenerlo. Glassings sabe cómo.

—Glassings… En teoría tengo que confiar en él.

—Y en teoría yo no debía.

—¿Qué quieres decir?

—Que he jugado en ambos bandos —le susurra.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—No tenía otra alternativa. ¿Qué te crees, que la supervivencia es algo por lo que solo tienen que preocuparse los miserables? No seas ingenuo.

—¿Cómo? Pero Iralene, yo creía que…

—Soy quien soy en cada momento, Perdiz. Esa es la única forma que tienes de conocerme.

No sabe qué responder a eso.

—Pero yo confío en ti, Iralene, de verdad. Eres buena, yo lo sé, se nota.

La chica cierra los ojos como si estuviese muy cansada y luego sonríe.

—Puede que seas la única persona a la que he conocido de verdad. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Sé a lo que te refieres. —A conocer a alguien y que te conozcan. Importa mucho más de lo que había creído—. Escúchame, Iralene, dime una cosa: ¿de qué conoces a Glassings?

—De ir a clases particulares. Yo nunca fui a la academia, pero debía formarme si quería ser digna de ti. Y resulta que me metieron en clase con todos aquellos en quienes no confiaban, y se suponía que yo debía ponerlos a prueba y pegar la oreja. Y eso hice.

—¿Los denunciaste?

—Lo que denuncié es que me aburría, que mi formación no servía para nada —prosigue—. Glassings me ha dado una cosa para ti.

Le da un sobrecito blanco. Cuando lo abre, solo hay una cápsula en su interior.

—¿Qué es esto?

—Veneno, letal e indetectable. Tienes que dárselo a tu padre. La cápsula se disolverá en cuarenta segundos y el veneno se filtrará al instante en su organismo. A los tres minutos habrá muerto.

—No puedo matar a mi padre: matar a un asesino te convierte en eso mismo.

—Justo eso dijiste la vez que te lo pidieron.

—Bueno, al menos estoy siendo coherente.

—A lo mejor cambias de idea. Si quieres te demuestro la vileza de tu padre… Está aquí mismo, en este edificio.

Los cuerpos suspendidos.

—Jarv…

—Sí, Jarv.

Iralene lo lleva a toda prisa a la planta baja, donde atraviesan una gran estancia vacía, de cemento con grietas en las paredes, tuberías a la vista y, lo más extraño, un piano vertical. Todo le resulta vagamente familiar; ha estado allí, y tal vez su mente no lo recuerde, pero su cuerpo sí. Un escalofrío le recorre la espina dorsal.

No quiere ver la vileza de su padre, pero debe hacerlo: no creerá nada de la lista hasta que no le demuestren al menos una cosa, hasta que no lo vea con sus propios ojos.

Iralene lo coge de la mano y lo conduce por un pasillo con puertas a ambos lados; en cada una hay una placa con un nombre. Mientras las dejan atrás, va sintiendo cada vez más náuseas.

—¿Qué es este sitio?

—He pasado gran parte de mi vida aquí, suspendida, para mantenerme joven y envejecer casi imperceptiblemente.

—¿Que has pasado gran parte de tu vida aquí? Pero ¿qué edad tienes?

—No te lo digo.

—Las Detonaciones fueron hace nueve años. No puedes ser tan mayor.

—Esta tecnología se remonta a antes de las Detonaciones, Perdiz. Mi madre y yo no somos computables en años, como los demás. Empezamos bastante pronto.

—¿Cómo de pronto?

—Empecé a recibir sesiones con cuatro años.

Tiene la cara lisa, sin ninguna arruga. Los ojos son claros y brillantes.

—Dios Santo, Iralene, ¿cuántos años tienes? Dímelo, anda.

—Tengo tu edad, Perdiz. Solo que llevo teniéndola más tiempo que tú, eso es todo. Y seguiré así mientras sea posible.

—Iralene —murmura—, pero ¿qué te han hecho?

La chica sacude la cabeza: no quiere hablar de eso.

Perdiz sigue caminando lentamente, al tiempo que lee las placas: «Petryn Sur», «Etteridge Hess», «Moss Wilson».

—Pero la razón de que esta gente esté aquí metida no puede ser la mera conservación. Jarv no está aquí por eso —comenta Perdiz—. Yo conozco a sus padres; son buena gente, no querrían conservarlo.

—¿Qué tenía de malo? —pregunta bruscamente Iralene.

—Nada —dice el chico a la defensiva, pero entonces mira con severidad a Iralene porque, por supuesto, sí que tenía algo mal—. ¿A qué te refieres?

—A los más pequeños los suelen meter aquí cuando tienen algo que no está bien del todo. ¿Por qué gastar recursos con ellos? Pero, claro, al mismo tiempo necesitamos más gente cuando vayamos al Nuevo Edén. Una vez allí tendremos suficiente para todos, ya crecerán cuando salgamos. Al menos no le han practicado la eutanasia, podría haber sido peor.

—¿Que podría haber sido peor? ¿Cómo?, ¿porque no lo han matado por madurar un poco más lentamente de la cuenta?

—O sea que fue eso, que era lento.

—Me imagino. Sus padres estaban preocupados. Tuvieron algunos problemas el invierno pasado, pero no recuerdo bien qué pasó exactamente.

«Higby Newsome», «Vyrra Trent», «Wrenna Simms».

—Su pequeña colección de reliquias —comenta Iralene—. Hay gente que iba a ser ejecutada por algún delito, o por traición. Pero, en vez de eso, los conservó aquí, por una cuestión de sentimentalismo.

Al doblar otra esquina se encuentran con una fila de ventanas en lugar de más puertas. Es como una versión retorcida de la maternidad de un hospital, con camas en forma de huevo recubiertas por cristales; hay niños dentro, todos con un tubo en la boca que les proporciona oxígeno. Oye el zumbido de la electricidad.

Corre por la fila buscando a Jarv, hasta que finalmente lo encuentra, el cuarto por el final, con su nombre claramente marcado en la cápsula. En la de al lado hay otro, pero las dos últimas están vacías… a la espera. Jarv tiene las mejillas pálidas y, alrededor del tubo, los labios han adquirido un tono azulado, al igual que los párpados. Los brazos y las piernas, en cambio, están rosados y carnosos, aunque es probable que estén hinchados. Tiene escarcha por las rótulas y un pie cubierto por una capa plateada de hielo, como una especie de calcetín de encaje.

—¿Cómo lo desenchufamos? —Repasa de nuevo la fila de cápsulas—. ¡Dios! ¿Cómo los sacamos de aquí? —Encuentra una puerta de metal pero está cerrada; prueba a tirar de ella sin suerte—. Tenemos que sacarlos de aquí.

—Aunque pudieses entrar, sería demasiado peligroso sacarlos de la suspensión. Eso solo puede hacerlo un médico.

—¿Y dónde hay uno? Puedo convencerlo. ¡Lo convenceré para que lo solucione!

—No tiene por qué haber médicos aquí todo el día. Solo aparecen cuando se los necesita. Los suspendidos tienen las constantes vitales monitorizadas. Y si a alguno le falla el organismo, pues, bueno, tampoco es ninguna tragedia, ¿no? La tragedia ya le ha sucedido.

Perdiz apoya la frente contra la ventana.

—Entonces, ¿sus padres no lo saben? —Se echa a llorar. Debería haberlo hecho antes, tal vez al leer la nota, pero es ahora cuando se le viene el mundo encima.

—No lo saben exactamente pero seguro que algo se huelen.

—No pueden saberlo.

—A veces a los más jóvenes se los libera por un tiempo y los llevan al centro médico. Los padres van a visitarlos. Ocurre con muy poca frecuencia; solo las familias con contactos consiguen el permiso.

—Hay que poner fin a todo eso. —Se aparta del cristal—. No pueden seguir así.

—También tiene planes para ti, Perdiz. Y peores que todo esto.

Perdiz la mira.

—No tiene sentido. Me has dicho que quiere matarme, así que, ¿para qué iba a prepararme para gobernar, para ser su sucesor, si piensa librarse de mí?

—No lo sé. —Iralene se da la vuelta.

—Me estás mintiendo…, te estás callando algo, ¿no es cierto?

—Tú puedes acabar con todo esto, y ya sabes cómo.

—Él es el asesino. ¿Qué quieres?, ¿que sea igual que él?

—Lo que quiero es que vivas. Guárdate la cápsula. Cuarenta segundos para disolverse y luego tres minutos en actuar. Solo tú puedes acercarte a él lo suficiente.

La tiene en el sobre que lleva en el bolsillo.

—La guardaré, pero no pienso usarla.

—Quiero enseñarte a alguien más. —Va hasta el fondo del pasillo y se vuelve—. Cuando puedo, me paseo por aquí. No me gusta que estén tan solos, aunque la verdad es que cuando estás ahí metido no piensas ni nada parecido. Los investigadores no nos creen capaces de ser conscientes de nada en ese estado, pero yo pienso que sabemos cuándo tenemos a alguien cerca, cuándo nos visitan.

Doblan por otro pasillo con más nombres en placas: «Fennery Wilkes», «Barrett Flynn», «Helinga Petry».

—Cuando traen a gente nueva, me entero, y si las circunstancias son extrañas, me fijo.

—¿De quién se trata? —Sabe que su madre y su hermano están muertos, es un hecho que él mismo se ha dejado claro.

—Fue cuando estabas fuera de la Cúpula. Lo trajeron desde el centro médico. Lo recuerdo porque era distinto del resto. Por un lado porque es mayor que la mayoría de gente de la Cúpula. Como bien sabes, aquí no se desperdician recursos con los ancianos, porque, a fin de cuentas, tampoco es muy probable que lleguen a ver el Nuevo Edén. Pero lo otro que me llamó la atención —reduce el paso y va mirando detenidamente los nombres— fue que no le pusieron oxígeno. Le sellaron los labios y le pusieron un tubo directamente en la garganta. —Se detiene ante una puerta y señala la placa—. Odwald Belze. ¿Te suena el apellido? ¿Belze?

Siente que ese apellido arroja un mínimo destello de luz en su cerebro, una chispa de reconocimiento. Belze. Belze. Quiere recordar algo. Pasa la mano por la placa y la férula del meñique repica contra el metal, clic. Y por un instante piensa en un ojo pequeño y de cristal. Está abierto y hace clic. Se cierra y hace clic y vuelve a abrirse.

Es un ojo de muñeca.

Iralene va hasta el fondo del pasillo y pone la mano en una gran puerta metálica que está cerrada, con barrotes y un sistema de alarma en la pared.

—Y este de aquí está súper protegido, y no le han puesto ni el nombre. A saber quién hay al otro lado de la puerta…