Lyda

Gorjeos y gruñidos

Grupos de madres se están dedicando a causar altercados en los escombrales y los fundizales para atraer a las Fuerzas Especiales. Mientras, Lyda va caminando con una tropa que serpentea entre los árboles por un sendero lleno de curvas; es noche cerrada y la luz de los faroles colgados de palos va cabeceando de un lado a otro. Por grupos de cuatro, acarrean sobre los hombros pequeñas catapultas como si fuesen ataúdes de niño. Lyda va en medio. Mira las caras de las mujeres distorsionadas por las sombras y se pregunta si alguna de ellas habrá sido escogida para conseguir acceder a la Cúpula por los puntos de debilidad. ¿Cómo piensan matar a Perdiz?, ¿con un cuchillo, de un tiro o lanzando explosivos? Por mucho que no las crea capaces de traspasar la Cúpula, las madres le dan miedo: son más fuertes, hábiles y violentas de lo que cualquiera imaginaría.

Le gustaría intentar al menos avisar a Perdiz; pero al mismo tiempo su deseo de huir es innegable. Tal vez sea el niño que crece en su interior lo que la hace querer volver por donde ha venido, o puede que simplemente sea una cobarde. Cuando la escoltaron hasta el exterior de la Cúpula, estaba segura de que la violarían, la atacarían y se la comerían; nada más salir, cuando no había nadie alrededor, se puso a aporrear la puerta con la esperanza de que la dejaran volver.

Ahora le asusta más estar dentro de la Cúpula que fuera. Le encanta ese aire cargado de hollín, los bosques húmedos, la brisa cortante. Es un mundo vivo, y ella se siente igual.

Nadie le ha explicado por qué está acompañándolas a la lucha, ni tampoco ella se lo ha preguntado a Madre Hestra, que va algo por delante. A lo mejor la Buena Madre quiere que vea la violencia, como castigo por confiar en Perdiz y haberlo defendido en su presencia. Le preocupa que la sacrifiquen a modo de advertencia, que la utilicen igual que a Wilda. Pero no, representa a las madres, el abandono, y es la portadora de lo más valioso para ellas: el bebé. No tiene claro cómo ni por qué, pero sabe que es un cebo. Así salió de la Cúpula y tal vez sea así como acabe otra vez dentro.

Las órdenes de las madres son gorjeos y gruñidos. Acaban de dar una señal que hace que todas se detengan al unísono y bajen los faroles. Las madres rompen filas y se escabullen por los matorrales.

Madre Hestra la coge entonces de la mano y van avanzando sigilosamente hasta la linde del bosque, que se abre a los secarrales. Se agachan detrás de un arbusto espinoso con hojas cerúleas.

A través de los árboles vencidos, Lyda ve deslumbrar la Cúpula sobre la montaña, con un resplandor frío y estéril. ¿Le harán algo las granadas? Bajo la sombra de la Cúpula, más que armas, las granadas parecen mosquitos.

—Lo único que vais a conseguir así es hacer enfadar a la Cúpula. ¿Es que Nuestra Buena Madre no es conciente de la capacidad de defensa que tienen?

—¿Y qué quieres que hagamos?, ¿que esperemos toda la eternidad?, ¿que seamos buenas y no hagamos ruido? —replica Madre Hestra.

—Esto no está bien.

—Yo ya no entiendo de bien ni de mal. De lo único que sé es de hacer o no hacer. Y hay veces en que no queda más remedio que hacer.

Lyda siente el aleteo de Freedle en el bolsillo. Debía protegerlo, cuidárselo a Pressia, y tendría que haberlo dejado atrás, pero lo lleva con ella como un pequeño protector alado.

La que va en cabeza está escrutando los secarrales. Lyda da por hecho que se encaminarán hacia ellos para llegar lo más cerca posible de la Cúpula con sus catapultas.

En ese preciso instante Perdiz podría estar volviendo de la academia, recorriendo los pasillos hasta su cuarto. O tal vez se haya despertado en medio de la noche porque no puede dormir y esté pensando en ella. Aprieta las manos entre sí, cierra los ojos con fuerza y piensa en él, como si así pudiera avisarlo. Si están conectados, con una conexión realmente auténtica, tal vez él sea capaz de captar su advertencia.

Y entonces las madres empujan las catapultas colina arriba por los secarrales. Procurando hacer el menor ruido posible, se apresuran a cargar las granadas en las catapultas como… ¿qué? ¿Manzanas, puños amputados? Y luego quitan el seguro.

Cada vez que una da un paso va diciendo:

—Despejado.

Y entonces otro grupo de madres va soltando los enganches de los muelles y los brazos de las catapultas lanzan las granadas.

Al aterrizar, los proyectiles suenan como pisadas aporreando la tierra y levantan nubes de polvo cerca del risco sobre el que está la Cúpula; algunas llegan incluso a impactar contra la capa exterior.

Y luego empiezan a detonar, con explosiones poderosas y concisas. Syden se tapa los oídos y chilla.

—Sí, sí, sí —susurra orgullosa Madre Hestra.

En cuanto empiezan, no paran. Al principio en la Cúpula no parecen inmutarse. Están apuntando a las salidas del sistema de aire, pero están bien selladas.

Y entonces se abre una puerta, la misma por la que salió Lyda, a quien le parece que hace ya años de eso.

A gran velocidad surge una escuadra de soldados de las Fuerzas Especiales que se colocan en fila, todos altos, esbeltos y musculosos, antes de empezar a bajar la ladera.

—¿Por qué no disparan? —se pregunta Madre Hestra.

A Lyda le da un vuelco el corazón.

—Parece que prefieren acercarse para ver de quién se trata.

—Pues que se acerquen, que se acerquen.

—¿Y eso por qué?

—Algunas vamos a dejarnos capturar. Solo podremos hacer daño real desde dentro, tú ya lo sabes.

Lyda sacude la cabeza.

—¡Pero eso es una locura!

Las madres siguen cargando las catapultas y apuntan ahora a las Fuerzas Especiales. Las granadas impactan en el suelo, alrededor de los soldados, y explotan casi al instante. La mayoría se dispersa, pero algunos siguen en formación, como si estuviesen programados y no supiesen cómo reaccionar ante la nueva situación. Sus cuerpos estallan, pero no del todo; las granadas no son tan potentes y se limitan a partir en dos torsos o piernas, o a dejar brazos colgando.

Lyda no soporta verlo. Es culpa suya. Agarra a Madre Hestra y le ruega:

—¡Haz que paren! ¡No son más que chicos de la academia! ¡Son unos críos!

—Son muertos, Lyda, ¡muertos!

Lyda comprende que nadie va a parar aquello. Las madres siguen matando soldados; algunos, sin embargo, han roto la formación y se han parapetado en el bosque y empiezan a devolver los disparos. Oye un tiro de un fusil de francotirador. Una de las madres que está cargando las catapultas se queda paralizada y cae inerte al suelo.

Lyda tiene que parar aquello. Si sale corriendo hacia la Cúpula, tal vez dejen de disparar. Está embarazada. Aunque también podrían dispararle o capturarla las Fuerzas Especiales… Pero si alguien tiene que ser apresada es ella. Tiene que llegar hasta Perdiz y avisarlo. El crío, le preocupa el hijo que lleva en el vientre, pero no puede permitir que continúe esa masacre…, a sabiendas de que es culpa suya.

No es lógico, no lo tenía planeado. Solo sabe que debe hacer algo, como ha dicho Madre Hestra. Y así, se aleja de esta, se pone en pie y echa a correr.

—¡No, Lyda! —grita la madre—. ¡Vuelve aquí! ¡No disparéis! ¡No disparéis!

Recuerda cuando echó a correr colina abajo nada más salir de la Cúpula, y esa sensación de no haberlo hecho desde que era pequeña, y la libertad que experimentó. Y ahora vuelve a correr. Propulsa las piernas todo lo rápido que puede sin dejar de mirar la Cúpula.

A su alrededor detonan más granadas y se oyen tiros provenientes del bosque.

Sabe que, si tiene suerte de esquivar las balas, puede acabar en su antigua celda con la cama estrecha, las paredes blancas, el reloj poco fiable, las bandejas de comida, las pastillas y la imagen de la ventana programada para que imite los cambios de luz del día. Volverá a retumbarle la cabeza, tanto que los zumbidos le trepanarán el cráneo.

Su madre estará allí con las mejillas encendidas por la vergüenza.

Y Perdiz… él también estará, ¿no?

Por fin cesan las explosiones y los disparos, y todo se sume en un silencio sepulcral. Lo único que oye es el susurro del viento en los oídos. Tiene la garganta seca y los pulmones fríos. ¿Es malo correr cuando estás embarazada? En la academia femenina ni siquiera corrían.

No escucha mucho más aparte del sonido de los pies y el latido martilleante de su corazón, pero entonces ve algo por el rabillo del ojo, un movimiento rápido y borroso.

«No mires —se dice para sus adentros—. No mires».

Oye un restallido y el eco de algo que se clava, al tiempo que siente una punzada aguda en un lado del muslo. Cuando se mira la pierna, ve que tiene clavado un pincho fino de metal —mucho más pequeño que las patas de las arañas robot— que le traspasa los pantalones de lana. Consigue dar un par de pasos más pero entonces le ceden las rodillas. No se siente las piernas, se cae al suelo y rueda sobre su espalda. Ve las ramas cenicientas de los árboles desgarbados, el cielo negro y por último, una cara, con mandíbulas fuertes, ojos hundidos y las aletas de una nariz que palpitan como branquias.

Mira hacia el pincho de la pierna y ve que tiene el pantalón lleno de sangre en torno a la herida. Podrían haberla matado pero no lo han hecho. Se acuerda del ciervo enano preñado en el bosque, y de que tenía la piel empapada de sangre y jadeaba como si todavía estuviese intentando ponerse de pie mientras moría. Madre Hestra le dijo que a veces daban a luz cuando los atacaban. ¿Perderá al bebé?

—No —susurra.

De pronto se siente muy cansada y los ojos le ruedan hacia el cielo y al cabo se le cierran del todo. Siente que alguien la levanta en brazos y después echa a correr con ella. La están llevando de vuelta… a casa.