Il Capitano

Hermanos

Tiene algo en la boca que está mordisqueándole los labios, cada vez con más fuerza, de forma insistente. Lo aparta con la mano y un rocío de agua fría le salpica la cara, seguido de un sonido de metal contra metal.

Cuando abre los ojos, ve que está tendido de costado y aovillado.

La cabeza. Se la toca y palpa una gasa sobre lo que parece una brecha abierta en el cráneo. El dolor es agudo y profundo… ¿le habrán abierto la cabeza con un hacha?

Oye la respiración nerviosa de Helmud en su oído, leve y agitada. No está solo, nunca lo está.

Están en el avión.

El avión está en tierra.

Se encuentran en la parte en forma de cono del morro. A pesar de la visión un tanto borrosa, logra enfocar la hierba y la hiedra aplastadas al otro lado de la amplia ventanilla, como hojas prensadas entre las páginas de un libro. Se acuerda de los viejos libros de su abuela; a veces cogías uno y de entre las páginas salía volando una flor morada, aplastada y seca, que revoloteaba hasta el suelo como un regalo, una pequeña nota secreta de amor.

Ha besado a Pressia.

Ese pensamiento le hace impulsarse hacia delante. Levanta las manos, con las palmas callosas y recias hacia arriba, y se queda mirándolas. Se coge la cara entre las manos. Sus labios han tocado los de ella. ¿Por qué la ha besado? Dios… ¿cómo se le ocurre hacer una cosa así?

—Helmud —dice con la voz ronca y seca—, ¿dónde está?

—Dónde está —repite su hermano.

—¡Déjalo ya! No es el momento para tus chorradas, Helmud. —Intenta incorporarse.

—¡Déjalo ya! —grita Helmud, que le agarra los hombros con los brazos y lo empuja hacia atrás para que no se levante—. ¡Déjalo ya!

Il Capitano repasa la cabina con la mirada. Helmud ha estado intentando darle de comer; ve una taza de metal, paquetes de carne seca y el cuchillo de su hermano.

Siente un mareo, la mano le resbala por el cristal, las botas se le comban y se ve de nuevo en el suelo. No puede ni mantenerse en pie. Se pone colorado del bochorno. Bradwell estaba allí cuando la besó, seguro. Le pega una patada con el tacón de la bota a la pared de cristal. ¿Qué pensará ahora Pressia de él?

Se ha ido, normal, ¿cómo iba a quedarse allí? Van a contrarreloj. No le quedaba más remedio que irse. Pero ¿también se ha largado Bradwell?

—¿Me han dejado aquí para que me muera solo? Joder, Helmud, ¿qué se han creído?, ¿que tú ibas a cuidar de mí?

—Cuidar de mí.

Sabe que debería estar preguntándose si habrán llegado a Newgrange y habrán encontrado la fórmula, pero en lugar de eso está pensando en todo lo que pueden estar diciendo a sus espaldas, en lo que se estarán riendo a su costa. ¿Cómo iba a querer ella que la besase? Es un tío con su hermano en la espalda, un monstruo entre los monstruos.

Sabe por qué la besó. Estaba orgulloso de sí mismo por haber pilotado la nave, e incluso del aterrizaje de emergencia. Y cuando le vio la cara, se alegró tanto al saber que estaba viva… La quiere, y se lo dijo en voz alta. Seguro. Y no hay vuelta atrás.

—A lo mejor morimos aquí, Helmud, y tal vez sea para bien.

Helmud se gira hacia un lado; está rebuscando en un saco.

—Para bien.

—¿Sabes lo que te digo? Que me alegro de que papá nos abandonase antes de vernos así. ¿Entiendes lo que te digo? Que me alegro de que se largase para que no viese el monstruo en que nos convertimos. Somos un engendro. Míranos.

Siente la mano de Helmud por debajo de la barbilla, levantándolo para que se incorpore. Il Capitano se sienta pero no del todo recto, no tiene energía suficiente. Se cae hacia un lado y se apoya en Helmud, que tiene una cuchara en una mano y una latita de arroz en la otra y le lleva ahora la cuchara a la boca.

—Míranos.

A Il Capitano le entran ganas de llorar: después de tantos años ahora es Helmud quien cuida de él. Son dos, unidos en uno.

—Míranos —repite Helmud, que añade una palabra más—, Capi.

No está repitiendo la palabra, no es solo un eco: ha dicho algo. Il Capitano no recuerda cuándo le oyó llamarlo por su nombre por última vez… ¿fue antes de las Detonaciones? Mira hacia atrás y se queda contemplando la cara de su hermano. Es como si llevase años sin verlo de cerca. Ya no es un crío, tiene la cara algo torcida pero con rasgos marcados. Tiene los ojos, hundidos en las cuencas, llenos de lágrimas de ternura.

—Míranos. Míranos —dice Il Capitano.

—Míranos.

Y entonces, a lo lejos, oye unas pisadas sólidas… ¿será una alimaña? Ve un arma apoyada en la pared y alarga la mano para cogerla. El dolor de la cabeza le baja hasta la médula. No llega. Apoya la bota en el suelo y se impulsa.

Las pisadas retumban con fuerza en la aeronave, que se balancea ligeramente. Oye que algo se acerca a la puerta de la cabina.

Roza la culata con los dedos. Vuelve a impulsarse, retorciendo la cara del dolor, coge la culata, se pone el fusil por delante, lo amartilla y lo apunta a la puerta, hacia una figura alta entre sombras.

—¡Por Dios, Capi! ¡Baja eso!

Bradwell.

—Estás aquí.

—Sí, yo estoy aquí y Pressia, no. Se fue sola.

—¿Y has dejado que se vaya?

Bradwell lo mira con la barbilla pegada al pecho.

—¿Me estás criticando? No creo que sea lo mejor que puedes hacer en estos momentos.

—Eso ha sonado a amenaza.

—Amenaza —susurra Helmud.

—Tómatelo como una advertencia que te da un amigo.

A Il Capitano no le gustan ni las amenazas ni las advertencias, pero le gusta ver que Bradwell está molesto. Tal vez el beso haya tenido más efecto del que pensaba.

—¿Hace cuánto que se fue? —le pregunta, mientras se incorpora todo lo que puede.

—Un día y medio. No queda mucho para que amanezca. Puede que haya llegado y puede que no. No podía irme con ella y dejaros aquí a los dos, ¿no te parece?

—No fuiste con ella… ¿por mí?

—¿Por mí?

Bradwell asiente.

—Pressia me dijo que me quedase con vosotros y que iría ella.

—Deberías haber ido tú —le reprende Il Capitano—. ¡Lo último que quiero es que Pressia esté ahí fuera ella sola! ¡Podría pasarle cualquier cosa! No conocemos este terreno, ni sus alimañas ni sus terrones.

—¿Qué querías?, ¿que te dejase aquí muriéndote?

—¿No habrías hecho tú el mismo sacrificio? ¡Por ella! —Y en ese momento Il Capitano comprende que ha dicho lo indecible: que ambos están enamorados de la misma chica, que ambos morirían por ella.

Bradwell cruza los brazos sobre el pecho y los pájaros se remueven, furiosos, en su espalda.

—Supongo que es algo que tenemos en común.

Il Capitano no tiene claro qué decir. Siente los brazos débiles y apoya el arma en el suelo.

—También sabemos los dos que ella no nos dejaría sacrificar al otro por su culpa.

—Cierto.

—Pero además —prosigue Bradwell—, no podía dejar que murieses aquí… porque eres como un hermano. Los dos lo sois.

—Los dos.

Il Capitano se queda desconcertado y se siente culpable al instante. Besó a Pressia con Bradwell justo detrás. Y le dijo que la quería. Los hermanos no se hacen eso.

—Lo siento.

—¿El qué?

—Por lo de Pressia. Yo no quería…

—Calla —dice Bradwell, que se acerca y se pone delante de Il Capitano.

Este se abraza a sí mismo, como cubriéndose, pues cabe la posibilidad de que le pegue un puntapié en las costillas.

—Tienes que comer algo. —Se agacha y coge el cuenco—. Y tenemos que pensar en cómo reparar las averías. Debemos encontrar la forma de volver a casa.

—Casa —dice Helmud.

—Casa —repite Il Capitano, como si ahora fuese él el eco de su hermano.

—Voy fuera —le dice Bradwell—. Creo que he encontrado la grieta del depósito. Voy a mirarlo mejor.

—¿Es seguro ahí fuera?

—Seguro no lo sé, pero por ahora ha estado tranquilo.

—La tranquilidad no me gusta. Me pone de los nervios.

—De los nervios.

Bradwell se levanta y le dice:

—Quiero que te lo hayas comido todo cuando vuelva. —Le hace una seña a Helmud—. ¿Lo has oído? Asegúrate de que tu hermano lo apura hasta el fondo.

Il Capitano nota que Helmud sacude la cabeza: sí.

Cuando Bradwell se dispone a irse, Il Capitano le dice:

—Yo también me habría quedado contigo para salvarte.

Bradwell se detiene y le dice:

—Gracias.

—Gracias —dice también Helmud.

Bradwell sale de la cabina e Il Capitano oye el roce de sus botas y nota el ligero balanceo del avión bajo el peso del chico. Escucha las pisadas por encima y luego ya nada, una vez que el otro está en tierra firme.

Helmud le pone la cuchara en los labios.

—Espera —le dice, pero en cuanto abre la boca, Helmud le mete la comida. Il Capitano mastica, obediente.

La mano de su hermano aparece de nuevo con la cuchara, dispuesto a metérsela de nuevo en la boca. Ahora Il Capitano es el débil y Helmud, el fuerte. Y por un minuto echa el peso sobre él y deja que lo sostenga, que lo alimente y lo cuide. ¿Cuándo fue la última vez que alguien cuidó de él? Antes de que su madre se fuese al sanatorio. Cuando le daban jaquecas, le ponía un trapo húmedo sobre los ojos y le dejaba comer ositos de goma. Cierra los ojos por un momento y se deja hacer.

Y es entonces cuando oye el grito, la voz de Bradwell.

—¡Capi! —Es un chillido fuerte y corto, como si le hubiesen tapado la boca. Il Capitano se echa hacia delante y un dolor agudo y lacerante le recorre el cráneo.

—¡Bradwell! —grita a su vez—. ¡Bradwell!

Nada.

Silencio.

—¡Bradwell! —Solo oye su respiración y la de su hermano, ambas entrecortadas y agitadas—. ¡Bradwell! —le dice a Helmud—. No se le oye. ¿Se lo habrán llevado?

—Llevado.

Il Capitano intenta levantarse.

—No podemos permitir que se lo lleven.

—Que se lo lleven. Que se lo lleven.

—¡No! —grita Il Capitano mientras se pone a gatas y empieza a avanzar hacia la puerta.

Pero los codos se hunden bajo su peso y se cae sobre el pecho.

—Que se lo lleven.

—¡No! —susurra Il Capitano—. No.