Perdiz

Nebraska

Los días de Iralene y Perdiz están planeados al minuto: un picnic en los sembrados de soja, una visita al planetario o clases particulares de baile con Mirth y DeWitt Standing, donde aprenden chachachá, rumba, fox-trot, etcétera; el profesor va contando en voz alta por encima de la estridente música, mientras Mirth va diciendo «¡Esas barbillas arriba! ¡Arriba!» y Beckley se queda a un lado apostado, con una sonrisa bobalicona en la cara.

Y la cháchara de cortesía es agotadora. A veces Perdiz se enfada sin razón aparente. Tal vez sea solo porque en teoría su padre quiere que gobierne y él está ahí ocupado con esas tonterías.

Lo peor de todo es que no tiene control alguno sobre nada. Si sugiere hacer otra cosa, como ver a los amigos o encontrarse con Glassings para disculparse porque Beckley le sacara un arma, Iralene le dice que todavía está demasiado débil. «No puedes entrar en contacto con nadie, solo con aquellos que hayan pasado rigurosos controles de enfermedades».

A veces se pregunta si sería mejor seguir inconsciente que verse arrastrado de una cita estúpida a otra. Y siempre sin el mínimo fogonazo de un recuerdo. Lo único que le viene a la cabeza una y otra vez es lo que le dijo Iralene en el acuario: «Pero es que no es verdad, Perdiz. No queda tiempo».

Mientras ella se está cambiando los zapatos después de la clase de baile, el chico le pregunta qué quiso decir.

—Yo no recuerdo haber dicho eso, Perdiz. Ya me conoces, ¡a veces no digo nada más que tonterías!

—No te conozco: ese es el problema.

Iralene lo mira, desconcertada, y suelta una risilla fugaz, pero cuando este sonido se apaga, la chica da la impresión de ser capaz de echarse a llorar en cualquier momento.

—Perdona, Iralene, no quería herir tus sentimientos.

—¿Herir mis sentimientos? ¿De qué hablas?

Desde el beso en el acuario, ha estado más nerviosa, tal vez porque espera que se vuelva a enamorar de ella. Él lo está intentando, Dios sabe que está intentándolo. Porque, bueno, ¿qué clase de capullo recibiría un golpe en la cabeza y le diría luego a una chica que ya no la quiere? No puede hacerle eso.

Así y todo, se siente manipulado e impotente. Más tarde, en el asiento trasero del carrito motorizado, se echa hacia delante y le dice a Beckley que quiere ver a su padre. Se lo ha pedido un montón de veces pero el guardia siempre se inventa alguna excusa. Esta vez añade:

—Déjame que lo adivine, Beckley. ¿No puedo ver a mi padre porque tiene varias reuniones seguidas o… porque está en un almuerzo que se ha alargado? O, ¡no me lo digas!, tiene que preparar una presentación, ¿no es eso?

Beckley no se molesta en contestar. Iralene le da una palmadita en la rodilla y le dice:

—Estoy segura de que ya mismo te manda llamar para una visita.

Como si Perdiz se sintiese herido por la falta de atención de su padre. No es nada de eso, lo único que le pasa es que todo le resulta sospechoso.

Y que está agotado. Sigue doliéndole la cabeza y, a veces, cuando alguien le hace preguntas, tiene la sensación de intentar leerle los labios porque no puede oírlo del todo; como si estuviera dentro de la pecera, con las belugas, mirando desde detrás de un grueso panel de cristal.

—¿Perdona? Lo siento, ¿qué decías?

El cansancio le llega hasta la médula. Recuerda esa misma sensación justo después de las Detonaciones, tras la muerte de su madre. Caminaba como por el agua, sintiéndose demasiado pesado para moverse. «Bendecidos, bendecidos», fue entonces cuando se extendió tanto esa palabra. «Hemos sido bendecidos por haber entrado». Si te habían bendecido, era difícil culparte por haber entrado tú y otros no. Estar bendecido era algo fuera de tu control, no era culpa de nadie: el estar o no bendecido había sido, hasta la fecha, una cualidad oculta, algo enterrado en el alma; pero después quedó muy claro quién lo estaba y quién no; de hecho, estaba tan claro que existía una lista con los nombres.

¿Cómo sentirse culpable así? ¿Culpable de qué?, ¿de que Dios te quiera?, ¿de su bendición?

En teoría Perdiz debía estar alegre, como todos; de lo contrario habría sido un desprecio hacia la bendición de Dios. Él lo intentaba pero el duelo —tácito e inexpresado— no hacía más que empeorar y pasó a ser algo físico; y a eso precisamente es a lo que le recuerda ese estado post-coma: al duelo físico.

Lo extraño es que no tiene nada por lo que llorar. Su vida es incluso mejor de lo que recuerda. Una noche le confiesa a Iralene, mientras contempla la escena de la playa, que comprende que tiene una vida mucho mejor pero que, aun así, no se siente cómodo.

—Es como estar metido en el cuerpo de otra persona.

—¿De otra persona? Pero eso es horrible. —Iralene se le queda mirando. Empieza a acostumbrarse al hecho de que la chica se tome al pie de la letra todo lo que dice.

—Vale, bueno, no de otra persona, pero es como cuando le coges sin querer la americana a otro chico de la academia y te queda pequeña por la espalda y corta por las mangas, como que nada cuadra.

—Pero eso es porque aún te estás poniendo al día. Estás todavía retrasado y tienes que trabajártelo para llegar al futuro, que está aquí ya.

—Ajá.

—No es que no cuadre. Ya verás cómo te encaja cuando te resulte familiar, eso es todo. Además, ¿de qué puedes quejarte?

Aquello le recuerda a los bendecidos y los no bendecidos, y a los miserables de fuera y la existencia descarnada que llevan. ¿Cómo será la vida allí? Se rasca la nuca y le viene un regusto a polvo y ceniza. Un regusto tan vivo que le parece como un recuerdo.

Ahora que han cerrado la academia por Navidad, Perdiz sugiere que vayan a dar un paseo por los terrenos de la escuela.

—Venga, anda… Por una vez podríamos hacer algo que me guste a mí, ¿no?

—¡Vale! Si te hace feliz, iremos.

Las puertas de la residencia están cerradas, pero Beckley los deja colarse por una ventana abierta de la planta baja.

Perdiz le enseña a Iralene su antigua habitación, que han dejado vacía. Le cuenta cosas de Hastings, su antiguo compañero de cuarto, que siempre decía que «no me lo tomaré por lo personal» pero siempre lo hacía. Lo echa de menos.

—Era el típico patoso delgaducho que lo único que quería en la vida era divertirse y darle a la lengua todo el rato.

Iralene va de un lado a otro de la habitación y luego se tiende en la litera de abajo.

—¿Esta era la tuya?

—No —le dice Perdiz señalando la de arriba.

Iralene sonríe y corre escaleras arriba y se tiende con los brazos cruzados bajo la cabeza sobre el colchón sin funda.

—¿Con qué soñabas cuando dormías aquí?

Soñaba con que chicas como Iralene entrasen en su cuarto y subiesen por esas escaleras, pero entonces, en ese preciso momento, oye el clic del sistema de ventilación. Siguen regulando la temperatura aunque no haya nadie. Perdiz va hasta la ventana y le responde:

—¿Que con qué soñaba? —Se imagina a las chicas en formación en el campo de abajo haciendo los ejercicios de la mañana. Hay una chica que vuelve la cabeza y que lo mira directamente. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Su madre trabaja en el centro de rehabilitación? ¿No canta en el coro?—. Mertz.

—¿Perdona? —pregunta nerviosa Iralene.

—Nada. Estaba intentando acordarme del nombre de alguien y me ha venido a la cabeza. ¿No te pasa a ti a veces?

Iralene asiente.

—Es que no me imagino a Hastings en las Fuerzas Especiales, la verdad. —Va hacia el espejo donde su compañero solía atusarse el cabello. Lo recuerda allí en ese mismo sitio vestido con un traje—. El baile, ¿no?

—¿Qué pasa con el baile?

—Hastings, que acabo de acordarme de que me estuvo dando la lata para que no llegase tarde. —Mira hacia Iralene—. ¿Y te conocí después del baile?

—Fui porque me invitó una amiga. No sé si eres consciente pero no todo el mundo va a la academia.

—Ya, ya —dice tranquilamente. No quiere herir sus sentimientos una vez más. La academia está reservada para los hijos de la élite—. ¿Y yo no tenía pareja? ¿Fui solo al baile?

Iralene parece triste; es más, cualquiera diría que va a ponerse a llorar de un momento a otro. Siempre es igual con ella: Perdiz nunca sabe qué la desestabilizará.

Beckley silba y, al asomarse a la ventana, Perdiz ve que está haciéndole señas para que bajen.

—Este Beckley… Es como una gallina con sus crías.

Iralene baja la mitad de la escalera y le dice:

—¡Cógeme!

Perdiz va hasta la chica, que le echa los brazos al cuello. La sostiene un momento en el aire y luego la pone en el suelo, pero no se suelta. Es de esos abrazos que le das a alguien para despedirte, a alguien a quien puede que no vuelvas a ver.

—¿Iralene? ¿Estás bien?

—Tenemos que quedarnos solos, sea como sea. Puedo deshacerme de él. Yo sé la manera. Tengo un plan.

Y eso hace.

Más tarde, esa misma noche, Iralene y Perdiz están en su dormitorio. Se pregunta qué pasará ahora. No se han besado desde el acuario. Aquello no arrojó luz sobre ningún recuerdo ni tampoco fue el beso más emocionante del mundo. Pero, en fin, al menos debería intentarlo, ¿no? Iralene es guapa y estuvo enamorado de ella en el pasado.

En cuanto piensa en la posibilidad, sin embargo, le invade una ola de extenuación. En realidad lo que le gustaría sería meterse en la cama, cerrar los ojos y dejar que el día entero se vaporice para siempre en el fondo de su mente. Está a punto de decir: «Quiero irme a casa». ¿A qué vendrá esa nostalgia?

Ahora, en cambio, es Iralene la que parece experimentar cierta urgencia. Es el único sitio donde pueden librarse de Beckley, aunque se le hace extraño; es muy consciente de que hay cámaras apuntándolos desde las esquinas pero, aun así, sigue siendo la primera vez que está a solas con una chica. Todas las tímidas interacciones que pudo tener en la academia estuvieron controladas por carabinas entrometidas que acechaban por las esquinas. Las cámaras no hacen mal ese mismo papel, pero no hay como la presencia física de un carrasposo profesor de álgebra para cortar el rollo.

Iralene abre el portátil con forma de bola e introduce una clave. Al tiempo que el aparato resplandece por las ranuras de sus dedos apretados, la habitación empieza a cambiar. Las cortinas sacudidas por la brisa marina automática se cubren de un estampado amarillo con flores azules y se quedan colgando lisas delante de las ventanas, que están cerradas a cal y canto. A la cama le sale un dosel y una colcha de patchwork plegada a los pies y aparecen tanto un viejo armario combado como una mesilla de noche algo destartalada.

—¿Qué ha pasado con la casa de la playa? —pregunta Perdiz.

—Te prometí traerte de vuelta a este sitio.

—¿Ah sí? ¿Y qué es esto?

—Es una granja antigua. De Nebraska, creo.

—¿Y por qué querría yo volver a Nebraska? —No tiene sentido—. ¿Seguro que te dije este sitio y no otro? ¿No sería en broma? ¿Cuándo te hice prometérmelo?

Iralene se cruza de brazos, como si tuviera frío, y describe un pequeño círculo por la habitación.

—Lo hiciste y punto. —Está alterada. Va hacia él, le pone una mano en la camisa y se la pasa por el cuello—. Creo que deberíamos quedarnos a solas. —Mira de reojo las esquinas donde están colgadas las cámaras.

Perdiz le aparta la mano del pecho y la deja suspendida en el aire por unos instantes.

—No estoy seguro.

—¿No confías en mí?

Es una pregunta con segundas. Hay algo en la voz de Iralene que le insinúa que piense muy detenidamente la respuesta. La mira a los ojos, claros y de un verde luminoso. Iralene no se parece a nadie que haya conocido jamás. Tampoco es que haya tenido mucha relación con chicas, ni siquiera con su madre. Aun así, no es como las demás. Es dulce y recatada pero, a la vez, parece hecha de acero. Es capaz de mucho más de lo que deja entrever, y aun así Perdiz está convencido de que tiene buen fondo.

—Sí. Confío en ti.

Iralene empieza a toquetear de nuevo en el ordenador, pulsando un botón tras otro como loca. La habitación cambia y se arremolina, mientras las luces vacilan. Por fin vuelve la granja, aunque la iluminación es más tenue y las cámaras hacen un sonido como de derrota, seguido de un suspiro del ordenador.

—He sobrecargado el sistema. Tienes poco tiempo. ¿Te dice algo este sitio?

—No.

—Piénsalo bien.

—Vale —dice señalando el cuarto en toda su sencillez—. Ya pienso pero… nada. No me dice nada.

Iralene suspira.

—¡Tienes que encontrar lo que escondiste!

—¿Lo que yo escondí?

—Estoy convencida de que escondiste algo para poder encontrarlo más tarde. Si no, ¿por qué ibas a pedirme regresar a este sitio?

—Lo que dices no tiene ningún sentido.

La chica retira las mantas de golpe y luego se agacha y mira debajo de la cama.

—¿Crees que esto es fácil para mí? Llevo media vida esperando la posibilidad de que te enamores de mí. Pero no puedo hacerlo, así no. —Se levanta de nuevo, con lágrimas en los ojos, tira al suelo los almohadones y pasa la mano por el alféizar de la ventana.

Perdiz se acerca a ella y la coge por los hombros.

—Iralene, tranquilízate. Háblame.

La chica traga saliva y parpadea para quitarse las lágrimas de los ojos.

—La noche antes de que te borrasen la memoria… escondiste algo aquí para poder saber la verdad.

—¿De que me borrasen la memoria? —Perdiz siente un mareo—. Pero ¿no habías dicho que…?

—No, no hubo ningún accidente.

Piensa en el beso que se dieron y después mira a su alrededor.

—¿Alguna vez estuve…?

Iralene sacude la cabeza.

—No, nunca estuviste enamorado de mí.

Se rasca la nuca y siente el plástico duro de la férula. Extiende la mano por delante de la cara y le pregunta:

—¿Y el meñique?, ¿qué me pasó?

—Perdiz, si quisieses esconder algo en este cuarto, ¿dónde lo pondrías?

—Pues, a ver, lo primero es que no sabría que iba a buscarlo, ¿no? —Está confundido a la par que enfadado—. ¡Has estado mintiéndome todo este tiempo!

—Pero te estoy diciendo la verdad ahora. ¡Tienes que pensar! ¡No hay tiempo que perder!

El chico camina por la habitación sintiéndose desfallecer.

—No tiene sentido. No sé lo que es verdad y lo que no lo es… —Mira a Iralene—. ¿Qué has querido decir con eso de que llevas media vida esperando a que me enamore de ti?

Iralene se sujeta a uno de los postes de la cama y Perdiz ve las venillas azules en el envés de su muñeca. Está sollozando.

Perdiz va hacia ella y le dice:

—Cuéntame lo que está pasando.

—Estoy renunciando a todo. Tú tienes una oportunidad, Perdiz. Tienes una oportunidad para evitar que pase.

—¿El qué?

—Va a matarte.

—¿Quién?

—Tu padre.

—¿Por qué dices eso? Pero si justo ahora he empezado a gustarle.

Iralene lo coge por la camisa e insiste:

—Tú puedes detenerlo. Te estoy dando la oportunidad. ¡Haz el favor de aprovecharla!

—Iralene…

La chica se aparta de él y se va hacia la pared del fondo, donde se queda apoyada.

—Estoy renunciando a todo por ti, Perdiz.

—¿Por qué?

Lo mira y le sonríe a través de las lágrimas.

—Contigo me he sentido más feliz que nunca en mi vida, esa es la verdad. Siempre había querido saber cómo era la felicidad. Y contigo la he experimentado.

—Iralene. —Hay tantas cosas que quiere preguntarle.

Esta se deja caer hasta el suelo, con el vestido enrollado a su alrededor. Pega las rodillas al pecho y esconde los ojos.

—Encuéntralo —le dice con la voz ronca y ahogada—. No te queda mucho tiempo.