Ballenas
Han cerrado la piscina al público para que naden a solas. No debe meter la cabeza bajo el agua por la herida, pero puede ir vadeándola.
Iralene lleva un bañador amarillo con una faldita a juego. Hace el muerto, bucea y vuelve a la superficie. El maquillaje no sufre ningún desperfecto.
Apostado sobre el cemento, hay un guardia que se llama Beckley, vestido de arriba abajo y armado. Cuando este no puede escucharlo, Perdiz le pregunta a Iralene.
—¿Y el tal Beckley qué hace aquí?
—Está para vigilarte, por si tienes algún síntoma de algo. Por si algo va mal de repente.
—¿En serio? Pues no tiene pinta de asistente sanitario —dice mientras se impulsa con los brazos por el agua.
Iralene parece cambiar de idea.
—Bueno, si vas a gobernar algún día, tendrás que acostumbrarte a que te protejan.
—O sea, que el guardia no es por recomendación del médico, sino cosa de mi padre.
—Sí… ¿Ves lo mucho que te quiere? —Sí, y también que es su forma de tenerlo controlado todo el rato.
Perdiz se siente débil, pero es más una cuestión mental que física. Su cuerpo está más bien inquieto. Se pregunta si ha estado almacenando energía durante el coma, si la ha tenido yendo de un lado a otro de la jaula de su cuerpo, esperando a ser liberada. Le gustaría ir a echar unas canastas.
—¿No queda ningún chico de la academia con quien pueda echar un partidito de baloncesto?
—¡Los médicos nunca te dejarían jugar a algo tan peligroso!
—Es que me gustaría ver quién anda por aquí, tal vez incluso a algún profesor. —Le gustaría ver a Glassings y preguntarle por su último recuerdo, la charla sobre el hermoso barbarismo—. ¿Nadie me ha mandado ninguna tarjeta? Solíamos hacerlo cuando alguien tenía que permanecer en cuarentena.
—¡Pues claro que te han mandado! Lo que pasa es que las… han destruido. Los médicos no han querido arriesgarse, podían contener virus.
—¿Cómo? ¿Que las han destruido todas?
—Sí, pero había un montón. A la gente le caes muy bien.
—Porque tengo que caerles bien: soy el hijo de Willux.
Iralene nada a su alrededor y luego vuelve a sumergirse.
—A mí me caes muy bien, es más, me gustas. Y me gustarás pase lo que pase —le dice cuando vuelve a la superficie.
Aunque no pondría la mano en el fuego por ella, la chica se le antoja sincera. Se mete bajo el agua y nada por entre sus piernas. Cuando regresa arriba, le dice:
—Cualquiera diría que es invierno, ¿no te parece?
—A lo mejor no lo es. Quién sabe qué pasa ahí fuera.
Iralene se ríe.
—Mira que eres gracioso. Es una de las cosas que más me gustan de ti.
Perdiz, sin embargo, no estaba bromeando.
—¿Y yo?, ¿yo creo que tú eres graciosa? —le pregunta a Iralene, que se le acerca y roza su nariz mojada contra la suya.
Siente una punzada de dolor… ¿será amor? Le parece más bien nostalgia o mal de amores.
—Lo que crees es que soy guapa.
—Pero ¿creo o no creo que eres graciosa?
La chica aparta la vista.
—Crees que soy todo lo que siempre habías querido.
Perdiz asiente. Tiene que serlo; si no, ¿por qué le habría pedido en matrimonio?
Beckley está llevándolos en un carrito motorizado cerrado. Se han sentado en el asiento de atrás para que no los vean. Iralene va de punta en blanco, aunque Perdiz ignora cómo ha podido arreglarse tan rápido después del baño. ¿Habría una especie de boxes con asistentes en el vestuario de señoras?
—¿Adónde vamos ahora?
—Al zoo —le dice Iralene mirando por la ventanilla de plástico borroso—. ¿Te acuerdas de que lo que más me gusta son las mariposas y el acuario?
No se acuerda, por eso no responde. Se fija, en cambio, en que en el respaldo de Beckley hay un pequeño escarabajo; está a punto de espantarlo cuando algo en su interior le dice que Iralene no debería verlo.
Primero van al mariposario, donde la temperatura y la humedad están reguladas. A las mariposas les rodea un follaje espeso, por el que revolotean y se pierden. Beckley mantiene una distancia respetuosa y parece incómodo entre tanto aleteo.
También esta parte la han cerrado solo para ellos, aunque se ve que hay otras abiertas al público, porque Perdiz oye a críos no muy lejos de allí. Esa excursión le recuerda las navidades que pasaba con los Hollenback, con Julby y Jarv, a calcetines y regalos, vacaciones solitarias en las que su padre estaba demasiado ocupado para hacerse cargo de Perdiz, ni tan siquiera por unos días. A veces iban de paseo al zoológico.
Iralene le coge de la mano con fuerza, como si la asustasen las mariposas.
—Me pregunto si mi padre querrá que pase las vacaciones con él. ¿Ahora de repente vamos a estar unidos, mientras me prepara para mi nuevo futuro? —Es incapaz de decir todo aquello sin un ligero tono de sarcasmo.
Una mariposa de un azul muy vivo se posa sobre el hombro de Perdiz e Iralene la señala.
—¡Mira! ¡Es tan delicada y perfecta…!
Es realmente hermosa; desde tan cerca, se distinguen los bordes negros y aterciopelados de las alas. Pero aparta la vista para posarla en Iralene, en sus ojos verdes relucientes, en sus rasgos perfectos y su pelo brillante.
—¿Ahora resulta que mi padre me quiere, así de buenas a primeras? —le pregunta, sin que las mariposas dejen de batir las alas a su alrededor.
Iralene le rodea la cintura con los brazos y le responde:
—A lo mejor le ha costado demostrarte su amor, después de lo que habéis sufrido los dos.
—Te refieres a mi madre muerta y al suicidio de Sedge, ¿no? —No sabe por qué lo ha dicho de esa forma tan cortante. Tal vez esté poniéndola a prueba.
—Es triste, pero no deberíamos hablar de ellos. El pasado pasado está.
Perdiz arde en deseos de defender a su madre y a su hermano, como si quisieran enterrarlos para siempre. De pronto se siente enfadado, se revuelve y se zafa del abrazo de Iralene.
—No digas eso.
—¿El qué?
—No hables así de ellos. ¡El pasado no está pasado! —Se aleja.
—Ahora que estamos prometidos, debemos poner nuestras esperanzas en el futuro, en un nuevo principio. Eso es lo que podemos ser para tu padre, y el uno para el otro.
—Hay algo que no va bien —dice frotándose la sien.
—¿A qué te refieres? —Se le acerca pero Perdiz da un paso atrás.
—No sé —responde, y cierra el puño con fuerza—. Mi cuerpo —dice, y se mira de arriba abajo.
—¿Qué le pasa?
No tiene la sensación de que su cuerpo haya estado encamado. Tiene los músculos más fuertes y magros. No se fía de Iralene, a pesar de que hay algo en ella que se le antoja sincero e inocente.
—Perdiz, háblame.
—Nada, no es nada.
Por encima de sus cabezas salta un aspersor que arroja una fina lluvia.
Perdiz piensa en sangre, en un velo vaporoso de sangre. La imagen le mancha la mente. Las mariposas empiezan a batir las alas como locas. Mira por encima del hombro a Iralene, pero tan solo ve trozos de su vestido y de su pelo, como si las alas la cortasen en pedacitos de sí misma.
Han despejado incluso los pasillos que comunican el mariposario con el acuario. Caminan por un túnel de cristal, con peces nadando a ambos lados y por encima de ellos. Las medusas se inflan y se deslizan, se inflan y se deslizan. Iralene pone la mano sobre el cristal.
—Ojalá tuviéramos una cámara. Me encantaría una foto.
—¿Es que no tienes millones de cuando eras pequeña? —La Cúpula está llena de sitios donde hacerse fotos de recuerdo en la infancia.
—¡Claro que tengo! —Iralene aparta de golpe la mano del cristal y coge la de Perdiz.
Caminan callados un rato hasta que se produce cierta conmoción un poco más adelante en el pasillo, unas pisadas rápidas.
Beckley levanta la mano y les indica a los chicos que se detengan, antes de adelantarse él y doblar por una esquina.
—¿Quién anda ahí? —pregunta.
Suena una voz nerviosa de hombre.
—¡Soy yo! Estaba buscando los servicios y me he perdido. —Glassings aparece por la esquina, colorado, como si hubiera estado corriendo.
—Haga el favor de volver por donde ha venido —le ordena Beckley.
—¡Un momento! —exclama Perdiz, que echa a correr hacia Glassings, pero tiene que bajar el ritmo porque empieza a palpitarle la cabeza—. ¡Glassings! —Le tiende la mano.
El profesor se la estrecha con fuerza.
—¡Perdiz!
Iralene se interpone entre ambos.
—Ahora no pueden hablar. Perdiz no debe tener visitas. ¡Su sistema inmunitario está muy débil! ¿No es así, Beckley?
El guardia pone una mano firme sobre el pecho de Glassings.
—Tengo que pedirle que retroceda, caballero.
—No, no. Es solo Glassings —insiste Perdiz, pero Iralene tira de su brazo—. ¡Que me sueltes! —le dice a la chica—. ¡Déjalo en paz, Beckley! ¡Pero que es mi profesor de historia mundial!
Beckley lo ignora por completo y saca el arma, que sin embargo mantiene apuntada hacia abajo.
—Tengo que pedirle que se vaya, Glassings.
—Uau, tranquilo —dice el profesor.
—¿Qué te crees que estás haciendo, Beckley?
—No pasa nada, tranquilidad. Solo quería saludar a Perdiz. No lo había visto desde que volvió.
—¿Desde que volví?
—¡A callar! —grita Beckley, que levanta el arma.
—Beckley, vete a la mierda —chilla a su vez Perdiz—. ¡Que te apartes ya!
Glassings se queda callado y empieza a retroceder muy lentamente con las manos en alto.
—Sigue avanzando, Perdiz, y todo irá bien.
Glassings le hace señas con la cabeza de que le haga caso al guardia. «Esto es serio —parece decir la expresión de Glassings—. Hazle caso».
—Venga —interviene Iralene.
Perdiz deja que la chica tire de él hasta que doblan la esquina y luego se zafa de ella y le dice:
—Calla.
No se oye ningún tiro, ningún forcejeo o ruido alguno.
Al cabo de un par de minutos Beckley vuelve como si tal cosa y murmura:
—En marcha. —Y se van los tres hacia el otro lado del pasillo.
Perdiz se pone a la altura del guardia y le pregunta:
—¿A santo de qué ha venido eso?
—Solo sigo órdenes: ningún contacto con nadie salvo con Iralene. Punto y final.
—Glassings es solo un profesor mío de la academia ¡y tú vas y le sacas una pistola!
—No es nada personal, solo órdenes. —El guardia sigue andando, con los hombros tiesos y sin expresión alguna en la cara.
Perdiz no sabe qué decir. Se vuelve para mirar a Iralene, que le repite:
—Órdenes, es solo eso.
La chica intenta seguirle el ritmo pero Perdiz la deja atrás. Está tan enfadado que no puede ni hablar.
Cuando llegan al pequeño anfiteatro alrededor de la piscina, Perdiz se sienta en la última fila y se queda mirando al frente, a una pared de un cristal extremadamente resistente. Al otro lado hay ballenas belugas, tan hermosas como fuertes, impulsándose con sus gruesas colas por el agua.
Iralene se sienta a su lado; él sabe que lo está mirando pero se niega a devolverle la mirada.
—¿Quién se cree mi padre para ordenar que no hable con nadie nada más que contigo? —le pregunta Perdiz, al tiempo que mira a Beckley por el rabillo del ojo.
—Es por tu seguridad, por tu propio bien.
—Déjalo ya, Iralene. Hay algo que no va bien y lo sé.
—Pues claro que hay algo. Estás recuperando tu vida, Perdiz, y es normal que eso te suponga una gran conmoción.
—¿Qué ha querido decir Glassings con eso de que no me veía desde que volví?, ¿volver de dónde?
—¡Yo qué sé! —dice Iralene encogiéndose de hombros—. A lo mejor de vuelta del abismo… Yo me lo imagino así. Como que te fuiste y ahora has vuelto.
—A mí no me ha parecido eso. Ha sonado distinto.
—Si quieres le pregunto al médico si es normal que los pacientes estén suspicaces por el vacío en la memoria. Me apuesto algo a que es así.
—¿Tú crees?
—Seguro.
Las belugas se desplazan de dos en dos, una al lado de otra. Perdiz siente un cansancio profundo. Se frota los ojos y deja que se le emborronen mientras mira fijamente el agua.
—¿Por qué estamos haciendo todo esto, Iralene?
—Tenemos que reconstruir. Fue así como nos enamoramos, y no estoy dispuesta a sacrificar todo nuestro pasado. Me partiría el alma que no pudiésemos reconstruir nuestros recuerdos.
A Perdiz le sorprende que una chica como ella pueda estar enamorada de alguien como él. Parece tan normal, tan perfecta, y él nunca se ha sentido normal ni cercano a la perfección. Se le antoja cruel estar condenado a no recordar nada. Se pregunta a qué punto de intimidad llegaron. Es una pregunta justa, aunque no se sentiría muy cómodo haciéndola. ¿Y si ya se han comportado como una pareja casada y no se acuerda? Le gustaría saberlo y, al mismo tiempo, no del todo, porque por muy atractiva que sea, no se siente atraído por ella. La conoce pero no la conoce: es de lo más desconcertante. Son íntimos a la par que unos desconocidos.
—¿Qué se supone que debemos hacer?, ¿reconstruir los recuerdos o volver a crearlos? —le pregunta.
—¿Qué más da?
—¿Tú crees que los recuerdos pueden reconstruirse? No sé, ¿tú crees que llegaré a recordar la primera vez que vinimos aquí? ¿O tendremos que rehacerlo todo? Reconstruir los recuerdos…
—No lo sé —le dice la chica, que parece haberse puesto tensa—. Tu padre nos dijo que nos divirtiésemos, y era una orden.
—A lo mejor no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.
—No seas así —le dice Iralene. Es la primera vez que oye un asomo de enfado en su voz, lo cual le sorprende para bien. Le gustaría pensar que tiene algo de sangre en las venas. La chica mira ahora a Beckley como si no fuese solo un guardia sino también un informante, un soplón. Señala luego a las belugas y le dice—: ¿Sabías que tienen ombligo? Son muy parecidas a nosotros.
Las ballenas sacuden sus colas con tal fuerza que se las imagina como piernas humanas revestidas de piel, como las de las sirenas.
—Son muy parecidas a nosotros —repite Perdiz.
Iralene le sonríe.
—Nunca me he sentido más feliz. —Está diciéndole la verdad, lo nota en la forma que tiene de mirarlo. Por lo demás, también se fija en que está esperando a que le dé la razón. Tiene los ojos al borde de las lágrimas—. Todavía me quieres, ¿verdad?
A Perdiz le entra el pánico. Beckley cambia el peso de pie, los mira de reojo y luego aparta la vista. Está demasiado lejos para oírlos, pero, así y todo, le resulta odioso que esté allí; es como si tuviese público, y uno poco entusiasta al que de vez en cuando le da por sacar una pistola.
¿Cómo puede decirle que no está seguro? Es cierto que siente una punzada de amor cuando la mira a los ojos. Si no está enamorado, lo estuvo. Con todo, es incapaz de sincerarse y decirle que no la quiere, pero tampoco tiene sentido decirle que no está seguro. Ni siquiera recuerda haberla besado, ¿cómo va a recordar haberla querido?
Tiene las pestañas oscuras y los labios gruesos. Está allí esperando, de modo que se inclina y la besa. Al principio la chica se sorprende y se pone tensa, pero luego se deja llevar. Espera sentir cierta pasión, o al menos algo familiar. Pero el beso no le evoca nada en absoluto. Es como si fuese el primer beso, salvo porque carece del hormigueo del primer beso. Lo siente hueco, vacío.
Cuando se aparta, Iralene le dice:
—No pasa nada, Perdiz.
—¿Qué quieres que pase?
—Que lo entiendo. —¿Qué entiende?, ¿que no le puede decir que la quiere? Ojalá le volviese de golpe la memoria. Iralene se lo merece.
—Eres muy guapa. Guapísima.
Iralene le pone una mano en la mejilla.
—Podría… —¿El qué? ¿Intentar volver a enamorarse de ella?—. Tenemos tiempo, no hay prisa.
Pero ella sacude la cabeza y pega los labios a la oreja del chico para decirle:
—Pero es que no es verdad, Perdiz. No queda tiempo.