Pressia

Iluminados

El cielo está oscuro. De tanto en tanto Il Capitano les informa de por dónde van; lo hace a gritos por la puerta abierta de la cabina de mandos, con una voz segura y, lo más extraño de todo, feliz. Pressia nunca le había oído tan alegre. Les ha dicho la distancia total del viaje —2910 millas náuticas— y, en función de los vientos y de la velocidad que alcance el aparato, es probable que les lleve entre 35 y 56 horas.

Han pasado por encima de Baltimore, de la bahía de Chesapeake, de Filadelfia, Nueva York, Cape Ann, por el golfo de Maine, la isla del Príncipe Eduardo y el golfo de San Lorenzo. Le habría encantado que hubiese sido de día para haber visto el paisaje, pero en lugar de eso se imagina ciudades devastadas, autovías en ruinas y puertos, todo plagado de alimañas y terrones al acecho.

La sala de máquinas del avión es muy ruidosa, con las bombas en un continuo inspirar y echar aire.

—¿Qué había en esas ciudades en el Antes? —le pregunta a Bradwell, que va sentado a su lado.

—En Baltimore había un puerto muy grande, un acuario, barcos y un luminoso enorme de Domino Sugars que siempre estaba encendido. En Filadelfia había una estatua de un hombre encima de un edificio y una campana enorme que representaba la libertad. En Nueva York, bueno… —La voz decae—. Mis padres te dirían que tendrías que haber ido antes de que la Ola Roja de la Virtud ganase terreno. Había que estar allí para creerlo: estaba viva.

Pressia sabe que hay infinitas cosas que pueden ir mal. Tal vez no consigan cruzar el océano. Y puede que Il Capitano no sepa ni aterrizar. Hasta donde saben, quizás Irlanda no sea más que un cráter calcinado o esté plagada de alimañas o terrones más violentos aún. Y si tuviesen la suerte de llegar a Newgrange a tiempo para el solsticio, y que el sol iluminase un punto del suelo, puede que cavasen y encontrasen… una bolsa de aire vacía, polvo, nada de nada.

Pero a pesar de saber todo eso, le queda el momento, allí volando con Bradwell a su lado, rumbo a alguna parte, en un intento por escapar y movidos por la esperanza. La alegría está ahí bien asentada en su interior. Van cogidos de la mano.

Il Capitano grita entonces:

—Estamos sobrevolando las islas Horse, en Terranova. La última masa terrestre antes de adentrarnos en el Atlántico.

Pressia mira por la escotilla, que está cubierta de vaho, que baja por el cristal como cuando se te saltan las lágrimas por un viento muy fuerte, y se imagina la isla Horse llena de manadas de caballos bravos. Lo único que ve, no obstante, es la sombra de las nubes de hollín.

—Voy a soltar la primera boya dentro de treinta segundos —les informa Il Capitano—. Va a sonar bastante fuerte, así que agarraos bien.

Bradwell le aprieta la mano.

—Me estoy agarrando bien.

La boya forma tal estruendo que la nave tiembla. Se ve pasar como un fogonazo por la ventanilla y por un momento la cabina se ve bañada por un resplandor brillante. Y de pronto le viene un recuerdo muy vivo de las Detonaciones: de la luz atravesándolo todo y a todos. Ventanas, paredes, cuerpos y huesos resplandecientes.

Iluminados.

Iluminados por dentro.

Como una explosión solar.

Y luego la luz desaparece y la escotilla vuelve a su penumbra habitual. Suelta el aire y apoya la cabeza en el hombro de Bradwell.

—Por un momento fue como si… —dice.

—Lo sé.

Es de noche y está viviendo un pequeño milagro: va cogida de la mano de Bradwell mientras ambos surcan las nubes, pasando como balas por encima del océano oscuro, navegando el cielo.