Perdiz

Iralene

Cuando abre los ojos Perdiz siente un dolor intenso en el cráneo. Por encima tiene un ventilador de techo. No está en la clase de historia mundial de Glassings, ni tampoco en la habitación de la residencia.

Y entonces aparece la cara de una chica, un tanto borrosa al principio; luego, sin embargo, se enfoca de golpe.

—¡Ay, madre! ¡Estás despierto! —grita la chica—. ¡Se ha despertado! —Teclea algo en un ordenador de bolsillo—. ¡Se lo voy a decir a tu padre! Se sentirá tan aliviado… —Y entonces lo mira y le toca el brazo—. Todo el mundo, Perdiz, todos sentirán un gran alivio.

Intenta recordar cómo ha llegado hasta allí. ¿Es pasado el toque de queda? Nunca ha estado en un cuarto de la academia femenina, pero está bastante seguro de que no se parecen a esta habitación, tan espaciosa y con las cortinas al viento. Parpadea y, por alguna razón que no alcanza a comprender, tiene una única frase en la cabeza, de modo que la dice en voz alta con la esperanza de que a la chica le suene de algo:

—Un hermoso barbarismo.

—¿Qué dices?

—Una cosa de la clase de Glassings sobre civilizaciones antiguas. Hablando de… —Se acuerda de la americana de Glassings.

—¿Es que no te alegras de haber dejado atrás todo eso? Las charlas, las clases, los profesores… Es una de las ventajas de un caso como el tuyo. ¡Eres libre!

—¿Libre? —Se pregunta a qué se referirá. Le gustaría creerla pero no es capaz. Intenta incorporarse pero le viene de nuevo ese dolor agudo. Al llevarse la mano a la cabeza, siente dos tramos afeitados junto a la base del cráneo, donde nota más el dolor, que le llega hasta el cerebro—. ¿Dónde estoy?

—En casa, Perdiz. ¿Es que no te acuerdas de nada? —La chica alza la mano y mueve los dedos para enseñarle un anillo de compromiso con un diamante de un tamaño considerable—. Me dijeron que habría cosas que no recordarías, que quizás el golpe que te diste te provocaría amnesia. Pero yo les dije que de mí te acordarías.

De modo que es eso, un golpe en la cabeza, por eso le duele tanto. Amnesia. Se queda escrutando la cara de la chica para intentar ubicarla.

—Eh… sí, claro… Eres…

—Tu prometida. Tu padre nos puso este piso. Nos conocimos en el baile.

—¿El de otoño?

—¡Pues claro!

—¿Te pedí que vinieses conmigo? —No recuerda haberla visto en la vida, aunque sí que le vienen imágenes de chicas haciendo calistenia y cantando con el coro en un escenario.

—Fuiste con otra chica pero luego me conociste esa misma noche, y en el acto la otra desapareció de tu cabeza. —Le busca la mano al chico y se la lleva a la mejilla.

Es entonces cuando Perdiz ve que le falta medio meñique, que lo tiene seccionado por el nudillo.

—¡Dios! ¿Qué me ha pasado en la mano?

—Chist, Perdiz, no debes excitarte de esa manera.

—¿Qué me ha pasado? —Tiene la impresión de hablar demasiado alto, y como fuera de tono; las palabras retumban en su cabeza igual que si oyese un telediario.

—Has estado en coma y has pasado una temporada entrando y saliendo. Ya es invierno. ¡Estamos casi en Navidad!

—¿Qué me estás diciendo, que sufrí un accidente? ¡Cuéntamelo todo!

Se toca el muñón donde en otros tiempos tenía el meñique y se imagina un cuchillo cayendo sobre él y un extraño chasquido; el cuchillo le recuerda a su vez las cocinas antiguas. ¿No estaban poniendo una exposición sobre hogar en el Salón de los Fundadores?

—Fue un accidente espantoso. ¿Es que no te acuerdas de la pista de hielo?

Perdiz sacude la cabeza y en el acto la habitación da vueltas por detrás de la chica. El pánico se apodera de su pecho, al tiempo que siente un gran cansancio.

—¿La pista de hielo? —Casi es capaz de sentir un punto vacío en su mente, una especie de punto ciego; cuando intenta mirar en él, sin embargo, desaparece de la vista—. ¿Qué pista de hielo?

—Pusieron una en el gimnasio, como una capa de plástico congelada, para patinar. Hastings y tú os colasteis a deshoras, porque estaba prohibido entrar. Atasteis los patines, echasteis una carrera y acabasteis enredándoos. Tú te caíste y te golpeaste contra el hielo y Hastings te pasó sin querer por encima del meñique y te lo cortó de cuajo.

Ese vacío, ese borrón en la mente, se le antoja una fina capa de hielo blanco.

—¿Dónde está Hastings? —Tiene que oír su versión—. ¿En nuestra residencia?

—En las Fuerzas Especiales.

—¿Qué? ¿Hastings? Él no vale para eso.

¿Acaso pensaban reclutarlo a él también pero con el accidente han decidido dejarlo pasar? Piensa en Sedge. Está a punto de preguntar si en realidad está muerto pero sabe de sobra la verdad: lleva muerto un par de años, se suicidó y ahí se acabó todo.

—Han tenido que enrolar a unos cuantos chicos a toda prisa, como a Vic Wellingsly, a los gemelos Elmsford, a Hastings y a otros cuantos. Los miserables se han rebelado —le susurra—. Necesitaban más efectivos.

—¿Ahí fuera? ¿En el exterior de la Cúpula? —Sin saber por qué, piensa en un viento cargado de polvo que casi puede sentir en la piel.

—Chist… No todo el mundo lo sabe, pero sí.

No puede pesarle más la cabeza.

—Las sesiones de codificación. Ahora se me habrán desajustado y me habré perdido un montón. Y las clases. ¿Dónde está mi padre?

—Está bien —le dice la chica—. Tiene un plan para ti, ¡un plan estupendo!

Siente una punzada en el pecho. ¿Será de miedo?

—¿Para mí? ¿Por qué? Pero si ni siquiera le caigo bien.

—Tu padre te quiere, Perdiz. ¡Nunca lo olvides!

—¿Y qué clase de plan es ese?

—Pues uno que no es solo para ti, sino ¡para los dos!

—Pero si ni siquiera sé cómo te llamas.

—Pues claro que sí. Iralene, ya lo sabes. Lo tendrás escondido en alguna parte, guardado para siempre. ¿Es que no te acuerdas?

«Iralene. Secretos. Promesas».

—Ahora sí —responde. «Iralene. Piano. Iralene. En el frío. En la oscuridad.»—. Claro que sí.

¿Está enamorado de ella? ¿Comparten secretos y promesas? ¿Han estado en el frío y la oscuridad? Se queda mirándola y luego ella se inclina y lo besa suavemente en los labios. Recuerda besarse en el frío, sin ropa. ¿Frío? ¿Dónde iba a sentir un frío así? ¿Será que enfriaron el gimnasio cuando pusieron la pista de hielo?

—Cuéntame más cosas sobre ti —le pide—. Dame detalles.

—Bueno, pues mi madre era viuda. Conoció a tu padre hace muchos años y se han casado hace poco. Pero no hay ningún vínculo de sangre entre nosotros, así que no pasa nada.

—¿Que mi padre se ha vuelto a casar? Él no es de esa clase de gente… —«De esa que se enamora», piensa Perdiz para sus adentros. Su padre no entiende de amores ni nada parecido—. ¿Y tu padre está muerto? Mi madre también, fue una mártir. Murió durante las Detonaciones intentando salvar a otra gente. —Aunque no le suena del todo bien, Iralene parece aceptarlo como un hecho válido.

—Sí, ya lo sé. Mi padre en realidad tuvo problemas por fraude fiscal y lo metieron en la cárcel antes de las Detonaciones. Por suerte por aquel entonces mi madre ya conocía a tu padre y él nos ayudó económicamente. Si no fuese por él, no habríamos conseguido sobrevivir, y mucho menos entrar en la Cúpula.

A Perdiz la historia le revuelve el estómago y le produce náuseas. ¿Por qué será? ¿Tan horrible es que su padre ayudara a una viuda y volviera a enamorarse?

Iralene coge el ordenador que tiene en el regazo y le dice:

—Tu padre te ha dejado un mensaje de voz.

Perdiz se incorpora y se pone tenso, una reacción típica en él siempre que hay algo relacionado con su padre.

Iralene pulsa un botón y se oye a su padre decir:

—Perdiz, ¡cuánto me alegro de que estés despierto y estés bien para recibir este mensaje!

De repente experimenta un odio tal hacia su padre que siente una súbita oleada de rabia y tiene la impresión de que va a explotarle el pecho.

—¡Espera! —le dice a Iralene—. Para ese trasto.

La habitación se queda en silencio y se lleva la mano a la boca, como para intentar estabilizar la respiración.

—¿Estás bien?

—Ponlo —masculla—. Acabemos cuanto antes.

—Ahora quiero que te lo tomes con calma —prosigue su padre—. Tómate la vida más relajadamente y disfruta todo lo que puedas.

A Perdiz le sigue latiendo con fuerza el corazón. Su padre no le ha dicho en la vida que disfrute, ni una sola vez. Y la voz le resulta extraña, suena cansada, tal vez mayor de lo que recuerda, y no solo unos meses mayor, sino años, décadas quizá. Se pregunta si su padre estará enfermo. ¿Será por eso por lo que no ha venido a verlo en persona?

—Dentro de unos días recibirás el alta médica. Más adelante podrán llevar a cabo otros procedimientos para salvar y renovar parte de los… —en ese punto vacila, pero luego parece decidirse por seguir con la jerga médica— impulsos sinápticos de tu cerebro. Cuando terminen con todo eso, hijo mío, iré a verte y exigiré grandes cosas de ti como líder. Voy a hacerlo oficial. —Hace una pausa igual que las de sus discursos públicos, un pausa dramática. Está a punto de anunciarle algo, y a Perdiz se le hace un nudo en el estómago, como el que espera a que le den un puñetazo—. Serás mi sucesor. Yo no puedo gobernar siempre y ya va siendo hora de empezar a delegar algo de poder. ¿Y a quién mejor que a ti?

Perdiz se queda aturdido. Aparte de la quemazón rabiosa de odio, ahora también se siente desorientado, como si la habitación estuviera fuera del espacio-tiempo. ¿Que su padre quiere que sea su sucesor, que gobierne él? Nada tiene sentido: ni su padre, ni esa habitación con cortinas que ondean al viento, ni la chica que lo mira con esos ojos como platos.

—Imagino que Iralene está a tu lado en estos momentos. Presta atención: quiero que los dos os dediquéis a pasarlo bien durante unos días. Es una orden. El futuro está llegando, y a una velocidad vertiginosa.

Esas son las últimas palabras del mensaje. Iralene lo mira de reojo, con el ordenador aún en la mano y le dice con suavidad:

—¿Perdiz?

Este pega un puñetazo contra el colchón con toda su fuerza y se sorprende de su propia energía. Iralene se queda aturdida y por un segundo se pone tensa.

—¡No tiene ningún sentido! —exclama, y el dolor vuelve a irradiarle por el cráneo—. Mi padre se avergüenza de mí. Eso sí que lo sé, y siempre lo he sabido.

—Él te quiere —susurra Iralene.

—Tú no sabes nada de mi padre ni de mí.

—Claro que sí —replica, y se acerca al borde de la cama—. A lo mejor nunca ha querido admitir que te necesitaba, tal vez quisiese ahorrarte el peso de lo que sería tu futuro. Pero ahora te necesita. Ha estado…

—Enfermo, ¿verdad? ¿Está muriéndose?

—No, no, muriéndose no —se apresura a decir Iralene—. No ha estado del todo bien, pero pronto se recuperará. Aunque es mortal, como todo el mundo. Y en realidad, ¿quién más le queda?

Perdiz deja la mirada perdida por la habitación. No está seguro de cómo rebatir a Iralene; él nunca ha entendido a su padre. Tal vez ella tenga razón: como Sedge ya no está, a su padre solo le queda él.

—Es importante que descanses, para que podamos empezar a divertirnos. Ha dicho que era una orden, ¿no?

—Supongo.

Iralene se levanta y va hacia la puerta. Perdiz mira el ventilador que tiene por encima. «Aspas de ventilador». Por un momento se las imagina como cuchillas afiladas capaces de cortarlo en pedacitos. ¿De dónde habrá sacado esa imagen?

Mira a Iralene, que está justo en el haz de luz que entra por la ventana y que parece un sol vespertino de verdad. A lo lejos escucha el ir y venir de las olas.

—¿Se oye el mar?

—Bueno, imagínatelo más bien como una luz para dormir que tu padre ha hecho especialmente para ti.

Su padre jamás haría nada especialmente para él, eso sería más propio de su madre. Piensa en ella en la playa, abrigada con una toalla y con el pelo revuelto por el viento. Es un viejo recuerdo que le alivia constatar que sigue en su cabeza; se acuerda de ella como siempre lo ha hecho: como una santa que se sacrificó. Pero en cuanto le viene ese pensamiento a la mente, regresa a las últimas palabras que recuerda haber oído antes de despertarse, y que nada tienen que ver con echar una carrera con Hastings en una pista de hielo prefabricada de un gimnasio congelado. No, se trata de la voz de Glassings dando clase en un aula mal ventilada, de una lección sobre civilizaciones antiguas y rituales para los muertos: «Un hermoso barbarismo».