Nubes
En el puente de mando Il Capitano toquetea un botón tras otro, así como cada una de las válvulas y los reguladores.
—Mira todo esto —le dice a su hermano—. ¿Te lo imaginabas tan bonito? —Está sin aliento casi, conmovido por lo real que es todo.
—Tan bonito… —coincide Helmud, que está encajado de mala manera en el estrecho espacio entre la espalda y el respaldo.
Fignan emite un pitido.
—Está todo aquí —le dice a la caja—. Tú sabes cómo funciona este cacharro, ¿verdad, Fignan? Es en plan vieja escuela, ¿no es eso? Todo se remonta a los antiguos dirigibles. ¿Cómo se llamaba ese tan famoso que explotó en el aire?
—El Hildenburg —dice Fignan, que proyecta entonces una imagen del accidente junto con un corte de audio de un reportero que exclama: «Oh, la humanidad…».
—Gracias, Fignan —dice con retranca Il Capitano—. Justo lo que necesitaba.
Oye las voces de los otros dos chicos en la cabina. No le gusta que hablen en voz baja, como si se estuvieran compartiendo secretitos. Anoche los vio besarse sobre el suelo helado. Bajó de hacer la ronda por las vías del tren para informarles de que todo estaba despejado y tuvo que salir a toda prisa y recuperar el aliento en el frío aire. «¿Qué mierda…?» murmuró él. «¿Qué… qué…?», no paró de repetir Helmud hasta que su hermano lo mandó callar.
No es el momento de pensar en eso. Abre un compartimento y encuentra una lista de control y un manual, que le pasa a Fignan.
—¿Te lo puedes aprender? Rapidito, si es posible.
Fignan coge los dos objetos con sus pinzas y empieza a estudiar las páginas.
Il Capitano alarga la mano y agarra la palanca de control del timón y las alas. La curva encaja en su mano a la perfección. Repasa los indicadores de la consola, todos bien etiquetados: «bucky delantero», «bucky principal», «bucky trasero».
—Fignan, dime algo. ¿Cómo funciona esta ricura?
La caja le habla de los depósitos delanteros, que están construidos con unas estructuras moleculares fortísimas y ligerísimas, relativamente nuevas. Una voz en off da una explicación: «Cuanto más aire se saca, más se elevará el aparato, hasta alcanzar un vacío casi perfecto».
—De modo que se eleva al expulsar el aire… ¿Cuánto tiempo puede tardar en estar listo para el despegue?
Fignan recita del manual con voz de autómata:
—El proceso lleva aproximadamente media ahora, antes de alcanzar la flotabilidad óptima de vuelo.
—¿Para qué son todas estas palancas? —pregunta Il Capitano, ansioso ya por coger los mandos.
—Las palancas sirven para controlar las velocidades de propulsión para impulsar la aeronave. Hay dos conjuntos de palancas para los propulsores, uno a cada lado de la consola.
—¿Y lo de aquí abajo? —pregunta Il Capitano señalando una especie de pantalla bajo la brújula.
—El panel de navegación.
—¿Mapas?
—Mapas de antes de las Detonaciones.
—Pueden ser de cierta utilidad, aunque no para aterrizar. A saber en qué estado nos encontraremos el terreno… ¿Y qué hay del GPS y los satélites? Todo eso se fue al traste. ¿Cómo navega este cacharro?
—Este artefacto no depende de satélites de posicionamiento ni torres de control.
—Willux sabía que todo eso quedaría arrasado tras las Detonaciones, de modo que no habría tenido ningún sentido. Lo que me preocupa un poco es la navegación cuando sobrevolemos el mar —dice Il Capitano acomodándose en el asiento del capitán con Helmud aplastado contra su espalda—. Allí no encontraremos puntos de referencia. Ni siquiera funcionaría la navegación celeste de la que se valían, entre otros, los marinos, sobre todo sin nada que nos indique la hora concreta ni un mapa de estrellas. Aunque tampoco es que yo hubiese sabido utilizar nada de eso.
—Se desarrolló un nuevo sistema de navegación transoceánica con esa idea en mente. Está basado en el lanzamiento de boyas de seguimiento reflectoras de láser, combinado con la visión integrada de navegación por estima, o VINE, que se muestra en el panel de navegación —le explica Fignan.
—Qué bueno. —Il Capitano está impresionado—. Es como una mezcla de la tecnología del medievo con la de las bombas inteligentes.
—La consola de navegación cuenta con botones de lanzamiento para las boyas de seguimiento. El piloto ha de accionar la primera una vez que el artefacto alcance la altitud de vuelo de crucero y repetir más tarde la operación cada dos horas.
Fignan le explica que la fuente de energía para las bombas, la calefacción de cabina y los propulsores está basada en la fusión fría. Y que hay mascarillas que caerán por encima de la cabeza de los viajeros si se superan los tres mil metros de altura.
Il Capitano coge unos prismáticos de un brazo articulado de corte antiguo que hay en la pared. Mira por ellos y ve que tienen visión nocturna. La aeronave parece compleja, una proeza de la ciencia, pero aplicada a una máquina sencilla.
Se rasca la barbilla y se dice más para sí mismo que a Fignan y Helmud:
—El caso es que los días son muy cortos en esta época; estamos en invierno y las posibilidades de aterrizar con luz son casi nulas. Nos quedan solo dos días para encontrar la cúpula de Newgrange y, además, justo en el solsticio, y todo eso con apenas luz solar. Tenemos que irnos ya. —Está hecho un manojo de nervios. Se acomoda en el asiento de cuero del piloto, con el bulto de Helmud encorvándolo hacia delante. Hay un botón plateado para activar la fuente de energía—. Vale, voy a pulsar el botón de la fuente de energía, ¿de acuerdo? ¿Estamos?
—¿De acuerdo? ¿Estamos? —dice Helmud; a Il Capitano le preocupa haber sonado tan inseguro.
—Tú dime si hago algo mal, Fignan. ¿Vale?
La caja asiente con una luz verde.
Il Capitano pone el dedo sobre el botón plateado y lo pulsa. Lleva la mano a los tres interruptores que bombearán aire en los depósitos y mira a Fignan, que le da luz verde. Pulsa los tres.
Bradwell asoma la cabeza por la puerta de la cabina y pregunta:
—¿Cuánto queda para el despegue?
—Como una media hora. Tiene que vaciarse de aire lo suficiente para que el avión ascienda. —Por una vez se siente más inteligente que Bradwell—. ¿Por qué?
—He oído más ruidos.
—¿De alimañas?
—No estoy seguro. Era un sonido leve, como un arañazo, pero desde abajo.
—Sigue atento —le pide Il Capitano.
Cuando Bradwell se va, Pressia pasa por su lado, tan cerca de él que sus cuerpos se tocan.
—¿Lo tienes todo controlado? —le pregunta a Il Capitano.
—Todo viento en popa. —Su propia bravuconería lo aterra. Quiere decirle que se siente superado por las circunstancias, pero es demasiado tarde, ya ha mentido.
—¿De veras? —dice Pressia mirando la consola—. ¿Viento en popa?
—Sí. ¿Qué pasa?, ¿que no me crees capaz?
—No era mi intención dudar de ti. Es solo que parece… complicado.
Il Capitano se queda callado un minuto. Mira hacia el techo de cristal de la cabina de mando y al cielo gris y ventoso que se entreve por el tejado inexistente del Capitolio. Piensa en todo aquello que le sugería el cielo cuando su padre se fue para no volver.
—De pequeño me quedaba mirando por las ventanas o tendido en el campo, y siempre tropezaba porque iba con la vista en el cielo, en vez de al frente. «¡Estás siempre en las nubes!», me decía mi madre, aunque ella sabía que estaba buscando aviones. Mi padre sabía pilotar, y tarde o temprano pasaría con su avión por allí, y yo no quería perdérmelo. Cada avión era una posibilidad abierta. Los buscaba en cualquier parte, en los libros, las revistas, los juguetes… —Mira a Pressia—. A lo mejor a Willux le ocurría lo mismo de pequeño con las cúpulas. Cuando te pasas la vida buscando una sola cosa, o la encuentras o te encuentra. La obsesión puede llegar a ser recíproca.
Pressia lo mira con cierto aire de asombro, aunque su expresión es de respeto auténtico, admiración incluso. A Il Capitano le recorre una descarga eléctrica. Está acostumbrado al respeto infundido por el miedo, pero esto es distinto. Se alegra de que Helmud se haya quedado callado y le haya dejado hablar a él. Por un segundo imagina que están solos los dos, Pressia y él.
Y en ese momento se produce un golpe fuerte contra el casco.
Pressia vuelve la cabeza al punto y Bradwell les grita desde la cabina:
—He visto tres alimañas. Puede que haya más. Son grandes. No sé cuántas serán.
El suelo retiembla y la aeronave se balancea ligeramente a un lado y otro.
—Ostras, ¿están moviendo este cacharro? —exclama Bradwell.
Y eso es justo lo que parece, que unas alimañas estén levantándolo desde abajo.
Pero luego Il Capitano dice:
—No, a lo mejor no. ¡Se está levantando! ¿No es eso? ¿No estamos un poco levantados?
—¡Levantados! —grita Helmud.
Todavía, sin embargo, no han dejado atrás el suelo y las alimañas siguen aporreando el casco.
—Será mejor que te sientes —le dice a Pressia—. Y ponte el cinturón.
Se escucha un golpe aún más fuerte seguido de gruñidos y chillidos agudos.
—¡Aprisa, Capi! —le grita Pressia, que vuelve corriendo a su asiento.
Il Capitano cierra la puerta y se apresura a coger a Fignan y ponerlo en el asiento del copiloto; le pasa el cinturón de seguridad, lo ata y se lo sujeta bien. Él se sienta en el asiento del capitán pero no puede ponerse el cinturón con Helmud en la espalda.
La nave sigue elevándose lentamente, perdiendo el agarre de la gravedad, subiendo, aunque todavía no está del todo en el aire.
Pone las manos en el panel de navegación, donde una pantalla ha cobrado vida. En el centro hay un mapa un tanto rudimentario en el que brilla un puntito verde, que es el propio avión.
—¿Qué hago? —le pregunta a Fignan.
—Enciende los motores de estribor y babor.
Busca los botones por la consola. El aporreo del casco parece atender a un ritmo, mientras que los chillidos han pasado a ser aullidos que recuerdan más bien conjuros. Encuentra los letreros que busca y le da a las palancas.
—¡Vamos, Fignan! ¿Qué más?
Parece que el artefacto no está ya en contacto con la tierra.
—¡Estamos arriba! ¿No?
Y entonces la aeronave pega una sacudida y se detiene por los cables que tiran de los lados. A Il Capitano se le ha olvidado soltar las amarras, y entra en pánico.
—¿Qué pasa? —pregunta Bradwell—. ¿Qué está ocurriendo?
Los aullidos se acrecientan y suenan más hambrientos.
—Soltar las amarras de proa y popa —dice Fignan.
—Ya, claro, pero ¿cómo? —La nave vuelve a balancearse. ¿Es posible que las alimañas estén tirando de las amarras?
—¿Por qué nos hemos parado? —grita Pressia—. ¿Capi?
—¡No pasa nada! —le responde, y espera que así sea, aunque no está seguro—. ¡Fignan!
La caja muestra una página de instrucciones con un dibujo de un botón rojo bajo el panel.
Il Capitano pasa la mano por la parte de debajo de la pantalla, da con el botón y lo pulsa. Los cables se desenganchan al instante y se repliegan con un sonido parecido a una cremallera. El avión sale despedido hacia arriba a tal velocidad que tiene que cogerse de la consola para no acabar en el suelo. Entre tanto, le da sin querer a un interruptor y salta una alarma de lo más estridente.
—¡Dios Santo!
—¡Dios!
Vuelve a pulsar el interruptor y la alarma se apaga, pero, después de todo, ha podido venir bien: las alimañas están lloriqueando, como asustadas por la sirena.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunta Bradwell.
—¡Ayuda! —grita Helmud.
—Estamos bien —le responde Il Capitano. La aeronave está subiendo muy rápido, demasiado, y se acerca peligrosamente al borde de la cúpula rota—. ¡Fignan! —grita Il Capitano.
—Los propulsores controlan la dirección del avión —le dice Fignan con una calma que resulta perturbadora.
Il Capitano coge las palancas de los propulsores y las mueve hacia la izquierda, hacia el lado contrario del interior de la Cúpula. Pero lo hace demasiado rápido y la nave se viene abajo. Suelta un poco: los mandos son más sensibles de lo que pensaba.
Compensa hacia el otro sentido, esta vez con más delicadeza. El avión cabecea a izquierda y derecha, balanceándose cerca de los bordes de ambos lados. Como por instinto, respira hondo, como si eso hiciese que el aparato se encogiera.
Sin que la nave deje de elevarse, va manipulando los controles ligeramente a izquierda y derecha hasta que la palanca está casi en el centro, y entonces la nave se estabiliza y sube, y sube…
Hasta que por fin están fuera. Oye que Bradwell y Pressia le jalean y le aplauden. Recuerda cómo lo ha mirado Pressia después del comentario que ha hecho sobre la obsesión, y la descarga que ha sentido por el cuerpo. A ella le ha parecido inteligente, y lo ha respetado por ello. Vuelve a sentir esa misma descarga, como una mecha encendida por el pecho. Las nubes bajas y oscuras los rodean. Il Capitano está en el aire. Ya no es ningún pequeñajo abandonado por su padre que se parte el cuello para mirar todo avión que surque el cielo en la lejanía.
No, ahora es el quien surca los cielos. No es la primera vez en su vida que se siente como un hombre; siempre ha tenido que ser más adulto de la cuenta. Pero es como si hubiese dejado de ser ese chiquillo solitario que teme mostrar cualquier debilidad, que teme llorar por muy desesperado, triste y perdido que se sienta, el que está convencido de que su padre se fue porque no podía seguir mirando a la cara a un hijo tan inútil como él.
Por primera vez en su vida dista mucho de sentirse un inútil.