Pressia

Aeronave

Para evitar las montañas de escombros, se dirigen al sur, rumbo a Washington, por el valle de Rock Creek. Más de una vez escuchan gemidos o chillidos agudos con cierto deje humano. Los pájaros revolotean por encima de sus cabezas y se posan con todo su peso en ramas más bien precarias; algunos están recubiertos por una pátina oleosa, mientras que otros tienen cabeza de reptil; uno en concreto, que grazna como un cuervo, parece más bien un murciélago gigante, con una cabeza que se gira por completo, unas mandíbulas rápidas que chasquean en el aire y unas alas revestidas con parches de pelo hirsuto.

Al cabo de unos cinco kilómetros Pressia divisa una torre partida, con la mitad superior caída y derruida. Hay montañas de ladrillo y piedra y quedan algunos arcos intactos.

—¿Qué sería eso?

Fignan les indica las coordenadas:

—Treinta y ocho grados, cincuenta y cinco minutos, cincuenta segundos, norte; setenta y siete grados, cuatro minutos, quince segundos, oeste.

—Qué pesado con las coordenadas —se queja Il Capitano—. ¿Qué era esto?

—La catedral nacional de Washington. —Fignan despliega una imagen de una bonita estructura con arcos, arbotantes y agujas.

—Una iglesia —dice Pressia.

—Pero mucho más grande —matiza Bradwell. Pressia conoce su debilidad por las iglesias, pues en parte el chico le debe su supervivencia a la cripta de santa Wi—. Era enorme. Debía de venir gente de todas partes a verla. Vamos a hacerle una visita.

—¿Para qué? —pregunta Il Capitano mirándolo de hito en hito.

—Está en alto y necesitamos una mejor panorámica para ver qué ruta seguir.

Empiezan a subir por un montículo de escombros enorme.

—¿Tus padres creían en Dios? —Pressia recuerda que no iban a la iglesia, que se negaban a llevar el carné, pero… ¿y Dios?

—Creían en hechos, y en la verdad. En ese sentido se podría decir que eran creyentes.

—¿Y tú en qué crees? —le pregunta Pressia.

A ella le gustaría creer en Dios, y casi se ve capaz. A veces siente algo más allá de todo eso, y le gusta mirar al cielo, lo único que los de la Cúpula no tienen, algo por lo que los compadece.

—¿Y si Dios y la verdad fuesen la misma cosa? ¿Y si la verdad estuviese en el centro de todo? Si crees eso, estás creyendo en que la verdad se impondrá al final. Se revelará a sí misma…

—¿Igual que Dios?

—No lo sé.

—En el Antes la caja en la que guardábamos a Dios se estaba haciendo cada vez más pequeña. Y, en el lado contrario, estaba la ciencia, y fue con toda esa ciencia con lo que Willux jugó a ser Dios. Además, por otro lado, se inventó una iglesia a la medida de unos pocos, donde los ricos se sabían bendecidos tan solo por serlo. Una vez que una persona se considera mejor que otra, se abre la veda para que la gente salga indemne de todo tipo de crueldades.

—La caja en la que metimos a Dios salió volando por los aires en las Detonaciones, junto con todo lo demás —comenta Pressia—. O tal vez siguió haciéndose más pequeña hasta que tan solo quedó una mota de Dios, un átomo.

—A lo mejor Dios no necesita más para sobrevivir.

Il Capitano se ha adelantado y ahora los llama:

—¡Eh, venid! ¡Desde aquí se ve de lujo!

Pressia y Bradwell remontan los escombros, por donde se atisban trozos de vidrieras de muchos colores; a pesar de la ceniza que los recubre, siguen siendo muy vivos. Pressia coge uno con los bordes afilados y la superficie roma. En otros tiempos formó parte de algo bonito, no le cabe duda, algo que inspiraba a la gente.

Cuando llegan a lo más alto de los escombros de la catedral, Pressia mira hacia abajo, hacia el techo caído, y allí, perdido en el hoyo profundo en que se ha convertido la catedral, está lo que en otros tiempos fue el tejado de cobre verde. Entre las capas mugrientas de ceniza y polvo hay más cristales, amarillos, rojos, todos ellos quebrados, en un desbarajuste sin patrón alguno. Pressia, sin embargo, ha oído eso de que en teoría el arte es un reflejo del mundo, lo que significa que esos paneles rotos siguen siendo arte.

—De modo que esto es lo que queda de la ciudad… —comenta Bradwell mientras contempla la vista.

Pressia se vuelve y mira el paisaje allanado que tienen delante: la ciudad ha sido invadida por una marisma pantanosa y fría, y en la húmeda espesura se escabullen alimañas y pájaros. Unas enormes avenidas de escombros llevan hasta los espectrales restos de un obelisco seccionado de cuajo, una protuberancia seguida de una línea de piedra partida, de mármol tal vez, ahora ennegrecido.

—El monumento a Washington, el «Lápiz».

—¿Dónde está la Casa Blanca? —pregunta Pressia.

—Tendría que estar por allí —le dice Bradwell señalando hacia el norte del obelisco caído—. No queda nada.

—¿Y los museos? —quiere saber Il Capitano, mientras su hermano sigue escrutando el paisaje con gran entusiasmo—. Me prometiste que iríamos de excursión.

—Están allí: archivos, pinacoteca nacional, el de historia de América, el de historia natural, el museo de la Ola Roja de la Virtud… ¿Veis toda aquella piedra pulverizada siguiendo una línea recta hacia el este desde el Lápiz? —Bradwell señala unos cerros de roca—. La Declaración de Independencia podría existir todavía; en teoría la metieron en una cámara acorazada subterránea y podría haber sobrevivido a un ataque directo.

—Mirad allí —dice Il Capitano señalando el extremo más al este—. ¿No es eso lo que estamos buscando?

El Capitolio recorta el horizonte como una delicada pompa de jabón. Aunque está bastante destartalado, sigue en pie, en una pequeña loma que sobresale de la marisma. Se trata de una cúpula rota hecha de piedra clara ahora más bien gris. La mayor parte del tejado ha desaparecido o está resquebrajado. Le faltan trozos de pared y, desde lejos, semeja un encaje. Pressia piensa en la manera en que las polillas se comen la lana y en los agujeros finos y como de gasa que dejan.

Y a través de esos boquetes ve que la cúpula no está vacía, sino que hay algo por dentro, con destellos metálicos: la aeronave, con su voluminoso armazón, el casco. ¿Puede ser verdad que esté allí?

—Mira, Helmud —le susurra Il Capitano a su hermano—. Ahí está.

A Pressia le gustaría que el abuelo pudiese ver aquello. Le contó tantas veces lo del día después de las Detonaciones, cuando la aeronave surcó las nubes zumbando por el cielo y lanzó al aire todas esas octavillas, todas y cada una con el mensaje impreso… Pensaron que se trataba de algo que les daría esperanzas, la Cúpula, hermanos y hermanas que vigilaban con benevolencia y que se reunirían con ellos algún día, en paz.

Y ahora, por muy hermoso que sea el edificio del Capitolio y la promesa que contiene, el avión, todo se le antoja una traición, un error profundo y odioso. Ni siquiera está rodeado por una alambrada, como el Crazy John-Johns, está allí sin más, desprotegido, como prueba de la arrogancia de Willux, que nunca creyó que un miserable pudiese llegar hasta allí vivo, o que, de conseguirlo, tuviera valor para robarlo.

Aunque Il Capitano está cerca, se encuentra al otro lado de Bradwell, de modo que Pressia aprovecha para cogerle la mano a este. Cuando entrelazan los dedos, le parece que lo han hecho millones de veces, como si fuese una costumbre de lo más habitual.

—Ha estado todo este tiempo aquí —murmura Bradwell.

—Joder —dice Il Capitano.

—Willux no lo construyó con sus propias manos. Fue la gente la que lo construyó, la gente que él creía prescindible —dice Bradwell.

—Gente como nosotros.

—Es nuestro —sentencia Pressia, que le aprieta la mano a Bradwell y este le devuelve el gesto—. Nos pertenece.

—¡Y tanto! —exclama Il Capitano

—¡Y tanto! —repite su hermano.

—Pues nada, cojamos lo que es nuestro.

* * *

Avanzan a buen paso por el valle y, al cabo de media hora, tienen las botas caladas por culpa de las tierras pantanosas. Han tenido que vadear unas cuantas ciénagas, metiéndose en ellas hasta los muslos. El agua está helada y a Pressia le duelen los pies del frío.

—Este barrio se llamaba «Foggy Bottom» —les informa Bradwell—. Era más o menos por aquí. —Fiel a su nombre, «la Hondonada Brumosa», el aire es nebuloso—. Es mejor que subamos todo lo posible.

Eso supone trepar por los escombros que los rodean. Il Capitano, que va cargando con su hermano, parece ya agotado.

—¿Estás seguro?

—A mí me gustaría poder ver lo que hay en el agua —apunta Pressia.

Es el voto decisivo, de modo que suben, aunque los escombros tienen sus propios peligros, pues no se sabe si por la zona han sobrevivido terrones y alimañas. Toman rumbo este, hacia el Capitolio.

Empieza a lloviznar y Pressia encorva los hombros para guarecerse. Bradwell, que tiene el pelo cubierto de gotitas, se lo sacude con fuerza. No tardan en verse rodeados de abetos enjutos. El agua, fría y oscura, les vuelve a cubrir las botas.

Pressia es la primera en oír el gruñido. Se detiene al instante y se agacha.

—¿Qué pasa? —susurra Il Capitano.

Un rugido parte el aire en dos, mucho más sonoro y profundo que cualquier otro que haya oído Pressia en su vida.

—No sé lo que es, pero es grande.

—Acabo de acordarme de algo típico de las excursiones, Capi —comenta Bradwell.

—¿De qué?

—Del Zoológico Nacional.

A Pressia le pasa algo por encima de la bota y ve entonces una gran cabeza roma, nudosa, parecida a la de un lagarto, con incrustaciones de cristal mate, plexiglás tal vez. Se queda paralizada. La alimaña puede tener casi un metro de largo y colea al deslizarse por el agua. Sabe lo que enjaulaban en otros tiempos en los zoológicos: animales exóticos, tan bellos como fieros.

—Esto no pinta nada bien —dice.

La alimaña vuelve a rugir y luego emite varios gañidos agudos y penetrantes. Otras más pequeñas y escurridizas se alejan como locas al escuchar el ruido, con sus orejas gigantes y sus caras de roedoras; las hay también con pieles escamosas, como de serpiente pero con cuerpo de nutria. Los pájaros remontan el vuelo y el aire se llena de vida, de alas pequeñas y raudas y de ojos fugaces; uno tiene un tamaño enorme, es rosa, con alas majestuosas y pico retorcido. Ciervos o algo parecido aparecen brincando y se pierden como un rayo. Tienen pezuñas y son ágiles, negros unos, a rayas otros, algunos con cornamentas, lisas, puntiagudas, retorcidas o en espiral; y pelajes también distintos, vello, lana, piel escamosa, quemada y marcada, salpicada de trozos de cristal y roca. Veloces y ligeros, surcan los escombros ágilmente y se pierden.

—Se está acercando. Será mejor que huyamos nosotros también —sugiere Il Capitano.

Ponen pies en polvorosa y corren por la ciénaga salpicando agua por doquier, con las armas pegadas al pecho.

Por delante Pressia ve una sombra acechante que se les acerca y se detiene al punto. Il Capitano se pone el fusil por delante y apunta.

—Espera —le dice Pressia, que no puede evitar pensar que si estuvieron enjaulados en otros tiempos ahora tienen derecho a reclamar la tierra—. Somos nosotros los intrusos. —Se agacha por los matorrales.

La bruma es tan espesa que al principio la alimaña no es más que una forma turbia, pero, poco a poco, por entre los árboles, la silueta se va definiendo: es una gorila enorme. Cojea un poco, con la pata izquierda como la tiene, atravesada por un barrote metálico. Lleva todo el torso cubierto de caucho, un material que se le ha incrustado bien dentro, y porta en los brazos un bebé gorila, pero este parece inerte y medio descompuesto. No está fusionado, no: el bebé nació y ahora está muerto y despide un fuerte hedor. Pressia da por hecho que murió de deshidratación. ¿Cómo iba a amamantar a la cría con el pecho fusionado con goma?

La gorila pega un grito de furia.

Y Helmud grita en respuesta.

—Calla —le dice su hermano.

—Se va a poner violenta, quiere proteger a la cría —comenta Pressia.

—O lo que queda de ella —apunta Il Capitano.

—No se dará por vencida.

Escuchan un nuevo rugido, este más gatuno y distante.

—¿Había leones en ese zoo? —pregunta Il Capitano—. Bueno, casi mejor no saberlo

Bradwell suspira y responde:

—Por desgracia estaba muy bien surtido, tenían de todo…

—Por aquí —dice Pressia—. Hay un claro, se ve a través de los árboles.

Van moviéndose muy lentamente al principio, caminando hacia atrás y apartándose de la gorila, que los mira con cara de pena, como si buscase ayuda. Apoya a la cría contra el pecho y se agacha sobre una roca. Se la pone bajo el pecho y la acaricia con el hocico; es entonces cuando Pressia ve la mano de la gorila, sin vello, pálida y delicada: un vestigio de humanidad.

Pressia aparta la vista. ¿Lo que quedaba de humano desapareció del todo?

Il Capitano y Bradwell ya han echado a correr. Aunque se siente mareada y horripilada hasta la médula, se levanta y corre hacia el este. Al otro lado de la arboleda, hay primero un tramo de ciénaga y luego más árboles. Pressia va ahora en cabeza y, mientras avanza, de buenas a primeras el suelo desaparece bajo sus pies y se ve impulsada hacia delante; vuelve a pisar a medio metro, sin embargo, y vacila pero no llega a caerse.

Bradwell e Il Capitano tropiezan en el mismo punto. El primero mira hacia el este —donde se cierne el Lápiz y el edificio del Capitolio— y hacia el oeste —donde el monumento a Lincoln parece como talado.

—El estanque reflectante —dice Bradwell tanteando el agua con la bota—. Podría ser esto.

—¿El estanque reflectante?

—La gente solía congregarse aquí durante las manifestaciones, en los tiempos en que todavía se permitían ese tipo de cosas —les explica Bradwell—. Hacían mítines y daban discursos, siempre con la esperanza de un cambio. Justo aquí.

Siguen avanzando por el agua, que durante un tramo cubre más. Cuando a Pressia le llega por la cintura, empieza a notar cosas que se mueven por el agua oscura. ¿Peces?, ¿culebras?, ¿ratas almizcleras?, ¿híbridos de esas tres cosas? Se alegra de que esté todo turbio: no quiere saber lo que hay. Cierra los ojos y prosigue la marcha. El agua baja de nivel conforme se acercan al otro extremo del estanque. El obelisco no queda ya muy lejos y el Capitolio está justo detrás.

Atraviesan a la carrera una pequeña loma, cada vez más rápido ahora que tienen el objetivo a la vista. Remontan una última colina y ahí está, justo enfrente, un edificio imponente. Pressia apoya la mano en la fachada de piedra.

—Hay que ser fanfarrón para dejar aquí el avión —comenta Bradwell—. Como si el muy idiota de Willux hubiese estado tan seguro de que nadie podría llegar hasta aquí.

—Sin las Fuerzas Especiales, tal vez nunca lo habríamos conseguido —replica Pressia.

—Pues a eso lo llamo yo ironía —apunta Il Capitano—, porque lo hemos logrado gracias a la creación del propio Willux.

—Propio Willux —recalca Helmud.

Rodean el edificio hasta que por fin encuentran la entrada, donde hay una gran mole de hierro, lo que en otros tiempos fuera una estatua.

—¿Qué era eso? —pregunta Il Capitano.

—Una estatua de la Ola Roja de la Virtud —les ilustra Fignan—. Dedicada al movimiento dos meses antes de las Detonaciones.

Avanzan por distintos pasillos hasta que encuentran una escalera que no ha quedado bloqueada y suben a la planta de arriba, que da a un gran espacio abierto. La cúpula es alta y no está techada. El viento sopla por los boquetes y crea columnas de aire frío.

Y allí, justo donde Hastings dijo que estaría, se levanta un gran casco elíptico apoyado sobre vigas de metal y sujeto por cables gruesos. Por debajo hay una cabina exterior con dos propulsores en la popa que apuntan a un timón que está conectado con la parte de atrás del aparato; las puertas tienen tiradores de plata. La popa es de un material macizo, con escotillas; la parte de delante, el morro, tiene una cabina con ventanas amplias que describen la misma curva que la nariz cónica de la aeronave.

Aunque está cubierta de mugre, sigue siendo de una belleza impresionante.

La aeronave.

La van rodeando sin dar crédito a lo que ven sus ojos.

Il Capitano es el primero en tocarla. Separa los dedos por el cuerpo de la cabina como si fuese el lomo de un caballo y va hablando para sí en voz alta:

—Propulsor de estribor, propulsor de babor. —Mira por detrás del timón y ve una tabla colocada en perpendicular—. Estabilizador de popa.

El abuelo de Pressia hablaba del avión como si existiese la posibilidad de que no fuese real, de que tan solo fuera un mito o una leyenda, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos: aceptar su mera existencia suponía un acto de fe.

—¿Seguro que sabes tripular este chisme? —le pregunta Bradwell a Il Capitano.

—Nunca he estado más seguro de nada en mi vida —responde este, con una fuerza en la voz que hace que retumbe por todo el espacio vacío y suene demasiado forzada. Está intentando convencerse a sí mismo de que lo que dice es cierto. ¿Acaso no es eso lo que están haciendo todos, en un sentido u otro, mentirse a sí mismos sobre la factibilidad de un viaje así?

A continuación se oye un gruñido que viene desde fuera del Capitolio, aunque les llega alto y claro. Un gruñido seguido de tres chillidos agudos y entrecortados.