Voto
Lyda está en un taburete de la fábrica, en una fila de madres que pelan la piel seca y rugosa de los tubérculos llenos de protuberancias; de algunos salen pequeñas tiras, casi como tentáculos, mientras que otros llevan tanto tiempo almacenados que han desarrollado algo parecido a unas garras moradas, como si tuviesen intención de convertirse en alimañas y salir del interior de la pulpa. El trabajo no le disgusta, sin embargo. Cuando les quita la piel, se quedan blancos, relucientes y resbaladizos, como peces que caen al cubo, que hay que rellenar de agua y poner a hervir. Lo único que se oye son el suave tintineo y el rasgueo de los cuchillos de mondar.
Cuando ve entrar a Madre Hestra por el marco vacío de la puerta, siente un nudo en el estómago. La madre se ha pasado la mañana esperando para pedir audiencia con la Buena Madre, para que les permitan a Lyda y a ella hablar a solas sobre un asunto privado y urgente. La líder del grupo no suele aceptar peticiones de reuniones particulares; cree en la solidaridad y en que cualquier noticia debe ser conocida por todo el grupo a la vez. «Una ola puede llevarse por delante a un individuo y arrastrarlo al mar, pero si permanecemos unidas, nos mantendremos a flote, arriba y abajo, como una simple onda».
A Lyda la perspectiva de ver a la Buena Madre la aterra, y preferiría no tener que hablar con ella.
Con todo, la expresión de Madre Hestra denota un triunfo tácito; incluso Syden parece contento.
—Lyda tiene que venir conmigo —le dice a Madre Egan—. La orden viene de arriba del todo.
—¿De arriba del todo, de verdad?
Madre Hestra asiente.
—Bien, vale. ¿Lyda? Ya lo has oído, tienes que irte.
Madre Egan es la encargada del pelado de los tubérculos, y lo cierto es que ella misma parece uno, con esa piel tan reseca, oscura y llena de erupciones. No lleva ningún niño fusionado porque perdió a sus hijos durante las Detonaciones. Lyda se levanta cogiendo el borde del delantal para que no se le caigan las peladuras. Va hasta la basura, las echa dentro y luego vuelve para pegar el taburete a la pared.
Todas las madres se quedan mirando a Lyda, los hijos incluidos. Se ha acostumbrado a esa forma que tienen de mirarla. Están orgullosas de tener una pura entre las suyas, pero al mismo tiempo la desprecian porque asumen que no ha conocido el sufrimiento. Algunas le susurran: «Qué guapa eres, ¿no?» o «Qué piel más fina tienes», cumplidos hechos en un tono más bien hostil. Una vez encontró una nota debajo de la almohada: «Vuelve a tu casa. No necesitamos a gente como tú aquí». Y el primer día que Madre Egan le dio un cuchillo de mondar le dijo: «Ten cuidado, no querrás dañar esa sedosa piel de pura».
En esos momentos Lyda echa de menos a Pressia. Aunque no la conoce muy bien, vivieron muchas cosas juntas en poco tiempo, y la chica nunca le dio la impresión de estar resentida con ella. Está convencida de que si pudiese contarle lo del embarazo, tendría una amiga de verdad, una confidente. ¿Dónde estará ahora?
También añora a Illia; aunque extrañas y oscuras, sus historias la transportaban a otro lugar, y se le antojaban lecciones, como esas que las madres les dan a sus hijas.
Cuando sale de la habitación cavernosa, siente las miradas clavándosele en la espalda. Se pregunta qué pensarán de ella cuando se enteren de que está embarazada. La odiarán aún más, ¿no? Por ser imprudente y tonta. Por entregarse a un chico tan alegremente. Pensarán que es una fulana; ha oído alguna que otra vez esa palabra. Dijeron eso de tres chicas de la academia que acabaron en el centro de rehabilitación. Estuvieron un buen tiempo y volvieron con caras sombrías y pelucas brillantes, hasta que les creció de nuevo el pelo. ¿A qué castigo la someterán aquí?
El día está cubierto, con un cielo de un gris más oscuro de lo normal y las nubes más negras por los bordes.
—¿Se lo has dicho? —le pregunta Lyda a Madre Hestra.
—Eso es cosa tuya. Lo único que sabe es que tenemos que contarle algo.
—¿Crees que me echará a patadas? No será capaz de hacerle eso a una madre joven, ¿verdad?
La otra no responde nada, hasta que por fin suspira y le dice:
—Es inescrutable. Pero al menos es bueno que vayamos a contárselo solo a ella primero.
Pasan por delante del cementerio y de pronto una parte de Lyda quiere volver a tener la caja. Sabe, sin embargo, que no debería quererlo, que Perdiz se ha ido para siempre.
Llegan a otro edificio, la sala de la cuba, donde vive ahora la Buena Madre. Hay dos mujeres haciendo guardia en la puerta armadas hasta los dientes; no llevan solo lanzas, dardos o cuchillos, son viejas armas de todo tipo que les han robado a los niños de sótano.
—La he traído conmigo. Órdenes de arriba del todo —les dice Madre Hestra.
Las guardianas se hacen a un lado para dejarlas pasar.
La propia cuba está en el centro de una estancia de techo alto y parece un caldero de metal gigante. El trono de la Buena Madre está justo detrás, pero hoy no está sentada en él, sino que se ha recostado en un camastro donde otra madre le manipula el cuello.
—Respira hondo y contén la respiración —le dice esta—. ¿Preparada?
La Buena Madre cierra los ojos y asiente.
La otra le dobla la cabeza con un rápido chasquido y a la Buena Madre le cruje el cuello; esta emite un suspiro y dice:
—Gracias.
La madre se levanta. Tiene a una niña alojada en una cadera, con la cabeza sobre el pecho de su madre. Al ver a Lyda y a Madre Hestra, anuncia:
—Tiene visita.
La Buena Madre alza la vista y dice:
—Sí, estaba esperándolas. —Lyda espera que se incorpore pero no es así. Aunque hace frío, lleva los brazos al aire y deja a la vista la boca de bebé que tiene en el bíceps; cubierta de baba, hace un pequeño mohín con los labios—. Cuéntame.
—La noticia de Lyda es bastante…
—Tú no —responde la Buena Madre, que sigue con los ojos cerrados y no se ha movido un ápice. Ahora se atisba el trozo de metal de ventana que tiene incrustado en el pecho y cómo sube y baja al compás de la respiración—. Lyda, cuéntame qué es tan urgente.
La chica da un pequeño paso al frente y dice:
—No estoy segura de si…
—¿Son noticias de la Cúpula? ¿Ha intentado contactar contigo?
—¿Perdiz?
—¿Quién si no?
—No, no creo que pudiese.
—¿De modo que te ha abandonado a tu suerte?
Lyda hace una pausa antes de responder:
—Supongo que se podría decir que sí.
—Bueno, eso no es ninguna novedad. Un muerto es un muerto, y eso es lo que hacen: se van.
Lyda mira de reojo a Madre Hestra. «Díselo —le está diciendo con la mirada—. Venga».
—Pero antes… Antes de que se fuese…
Ahora la Buena Madre abre por fin los ojos.
Lyda respira hondo y prosigue:
—Antes de irse, cuando escapamos, y había Fuerzas Especiales por todas partes y…
La líder se apoya para sentarse y mira a Lyda con unos ojos que se van estrechando. Tiene la cara repleta de pequeñas fisuras y arrugas.
—Nos quedamos solos cuando huimos. Y nos encontramos con la casa de un vigilante. No tenía techo y…
—Dime qué pasó en esa casa.
—En la planta de arriba. No teníamos nada por encima de la cabeza. Y había un armazón de una vieja cama, cuatro postes de bronce…
—¿Qué te hizo en esa casa, Lyda?
La chica sacude la cabeza. Sabe que está a punto de echarse a llorar y entrelaza los dedos con fuerza.
—Él no me hizo nada, no fue así como pasó.
—¿Estás intentando decirme que te violó?
—¡No!
La Buena Madre se levanta.
—Estás diciendo que te raptó, te apartó de Madre Hestra, te arrastró contra tu voluntad a esa casa, donde nadie oiría tus gritos… —Se acerca más a la cara de Lyda—, ¿y luego te violó?
—¡No fue eso lo que pasó! ¡No me violó! No fue así.
La Buena Madre le pega una bofetada tan fuerte y rápida que al principio ni siquiera le duele, solo le arde; pero al poco la quemazón se le extiende como una abrasión por la mejilla. Alarga la mano y encuentra la de Madre Hestra, que se la ofrece para que se apoye.
—Ni se te ocurra volver a defender a un muerto. Aquí no, y menos delante de mí. —Se aleja de Lyda, va a la pared, levanta los puños y aporrea con ellos el muro hasta que gime del dolor. Cuando para, parece como congelada y cabizbaja.
—Está embarazada —interviene Madre Hestra.
—Ya lo sé —dice la Buena Madre.
Todo se queda en silencio un buen rato, hasta que Lyda no lo soporta más:
—¿Qué va a hacerme? —pregunta.
—No voy a hacerte nada. La pregunta es qué voy a hacer por ti. —La voz de la Buena Madre es un susurro rasgado que asusta más a Lyda que los puñetazos contra la pared.
—¿A qué se refiere?
—Voy a matarlo —dice como si tal cosa.
—¿Qué? —Todavía temblorosa e inestable por la bofetada, siente que las rodillas casi ceden bajo sus piernas—. No, por favor.
—Es la verdad. Lo mataré y para llegar a él tendré que matar a otros más por el camino. Es inevitable, pero ya es hora de que planeemos un ataque contra la Cúpula. Ha llegado la hora de pelear.
La Buena Madre se acerca de nuevo a Lyda, que no puede imaginar como algo tan fugaz, rápido e inocente puede desencadenar una guerra. Va a morir gente por culpa de esos instantes en la casa sin techo del vigilante.
—No —susurra entre llantos Lyda—. Por mí no.
La Buena Madre pone una mano amable sobre la barriga de Lyda y mira a Madre Hestra antes de decir:
—Un bebé al que podremos coger entre nuestros brazos… El primero desde las Detonaciones.
—El primero —repite Madre Hestra—. Lo adorarán.
La Buena Madre suspira y coloca un dedo en la boca de bebé que tiene en el brazo. Lo mete dentro y lo pasa por las encías inferiores.
—Dos dientes de leche. ¿Te lo había dicho? Después de tantos años, dos bultitos blancos.