Solsticio
Pressia duerme a intervalos, hasta que se despierta del todo. Más allá de las capas de la chaqueta y los dos jerséis de lana, siente de repente la curva de la espalda ajustada a otro cuerpo cálido y se da rápidamente la vuelta.
Bradwell, dormido como un tronco. Le sorprende encontrarse con aquel bulto, como quien se encuentra un hermoso osito en la cama, aunque no está tendida en ningún colchón, sino sobre el piso de piedra de un subterráneo. Le viene a la cabeza un cuento sobre unas camas y unos osos pero no recuerda bien cómo era. Los costados le bajan y le suben. Ambos están vestidos de arriba abajo y con las piernas entrelazadas entre sí. Se han besado y besado hasta que les han dolido los labios y han acabado durmiéndose.
Los pájaros de la espalda de Bradwell se remueven bajo la camisa. Pese a que es de noche, distingue bien su cara bajo la luz de la luna, oscurecida por la ceniza: tiene los rasgos tan llenos de paz que se le antoja joven. Aunque en realidad lo es, tiene que recordarse a sí misma; ambos lo son. Y Bradwell parece tan vulnerable así que casi puede imaginar cómo habría sido si no hubiese vivido todo lo que ha vivido: el asesinato de sus padres, la pérdida de Walrond, las Detonaciones… ¿Hubiese sido, en tal caso, de esos hombres de corazón tierno? Puede que parte de él lo siga siendo, y que por eso les haya llevado tanto tiempo encontrarse otra vez así. Él tiene tanto miedo de que le hagan daño como ella.
Como por instinto se lleva la mano a los dos viales envueltos en la barriga. Están a salvo.
Lo más probable es que no pueda quedarse dormida de nuevo, y además va siendo hora de relevar a Il Capitano y hacer guardia. Se escabulle sin hacer ruido, se cuelga el fusil a la espalda y coge su cuchillo.
Cuando sale del subterráneo oye una voz que canta en un tono bajo y ronco una canción sobre un hombre cuyo amor murió en las Detonaciones. Pressia la ha oído muchas veces.
Ceniza y agua, ceniza y agua, la piedra perfecta. Me quedaré donde estoy y esperaré por siempre hasta convertirme en piedra.
Ha de ser la voz de Il Capitano. Se pone de espaldas a la ladera de la colina, se queda en silencio y escucha. Canta con una voz triste, lúgubre y nostálgica. No sabía que su amigo tuviese eso dentro, y se pregunta si estará enamorado de alguien o perdió a alguien a quien quería. No hay otra explicación para esa melancolía tan profunda en su voz rasgada.
Como no quiere avergonzarlo si la pilla allí escuchándolo, regresa al subterráneo y vuelve a salir tosiendo con fuerza.
En el acto su amigo deja de cantar… en medio de una sílaba.
Lo llama por su nombre:
—¿Capi?
—¿Qué pasa? —pregunta este de mala gana.
Pressia sube la colina y se lo encuentra sentado entre las vías maltrechas y retorcidas, el arma en el regazo. Il Capitano está meciéndose ligeramente, con su hermano a la espalda, como si intentase dormir a un bebé…, pero ¿a Helmud o al fusil? No parece ser conciente del movimiento. Tiene a Fignan a un lado, apagado y en silencio.
—¿Por qué no vas abajo y te echas un rato? Yo haré mi turno.
—¿Dónde está Bradwell?
—Durmiendo.
—¿De verdad? —lo dice como si la estuviese acusando de algo. ¿Sabrá que han estado besándose?
—Sí, de verdad. Él hará el siguiente turno. Yo no podía dormir.
—Entiendo.
—Pero ¿qué te pasa?
—Nada. —Il Capitano se levanta—. ¿Te quieres quedar con Fignan o me lo bajo?
—Déjalo. Si la cosa está tranquila, me pondré a investigar.
—Hasta ahora ha estado todo tranquilo…, más o menos. —Empieza a bajar la colina—. Acabamos de empezar y ya estamos con un hombre menos. Tenemos que centrarnos… todos.
—Ya lo sé.
Il Capitano arquea las cejas como si no la creyese. A Pressia no le gusta la mirada suspicaz que ve en sus ojos. Helmud levanta entonces la cabeza, somnoliento, y, al verla, le sonríe.
—Vuelve a dormirte, Helmud —le dice esta.
Il Capitano mira hacia atrás y reprende a su hermano:
—Sí, eso, a dormir. —Acto seguido se vuelve y se va colina abajo.
Hace frío. Pressia se abraza a sí misma y tararea la canción unos minutos pensando en Bradwell. Va sobre esperar a alguien que no regresará nunca. Le vuelven a acechar sus miedos.
El terreno es desolador, pero está tranquilo, así que le dice a Fignan:
—Levanta. Vamos a trabajar.
La caja parpadea, saca las patas del cuerpo y se levanta sobre ellas.
—Quiero más información sobre Irlanda y Newgrange. Cuéntame.
Fignan le muestra una cantidad mareante de datos: la historia de las guerras, la topografía, el clima, la geología, e incluso algunas citas de mitología irlandesa, poesía y narraciones populares. A su alrededor el aire está iluminado como si estuviese calentándose con una fogata.
Por último se centra en Newgrange, que es más antigua que Stonehenge y las pirámides de Egipto y fue construida por una civilización muy avanzada para su tiempo. Dentro del túmulo hay un pasaje que mide unos dieciocho metros y conduce al centro del montículo. Una vez al año, durante el solsticio de invierno, el sol ilumina directamente ese pasaje hasta el corazón de la cúpula, a través de una abertura especial que hay justo por encima de la entrada. En la actualidad esto ocurre cuatro minutos después de que salga el sol, pero hace cinco mil años coincidía justo con la salida del astro rey.
Hay algo que la inquieta. Le pide a Fignan que le cuente sobre el solsticio de invierno, el día más corto y la noche más larga del año.
—¿En qué día cae este año?
—El veintiuno de diciembre —responde Fignan con su voz ligeramente metálica—. El sol sale a las 8.39.
—¿Por qué estaban tan obsesionados con el solsticio de invierno?
Fignan la lleva a otra página donde se informa sobre la polémica entre los investigadores que creyeron que se trataba de un túmulo funerario y los que lo veían más bien como un templo de un culto basado en la astronomía.
—Lo que nos lleva de vuelta a Cygnus —susurra Pressia—. La constelación. —De repente siente una sensación extraña, acompañada de un fuerte nudo en el pecho que le impide respirar: es como si su cuerpo hubiese descubierto algo que su mente todavía no hubiese comprendido—. Un culto basado en la astronomía. La salida del sol. Veintiuno de diciembre. Ocho y treinta y nueve de la mañana. ¿Cuánto tiempo brilla el sol en la cámara?
—Diecisiete minutos —le informa la caja.
—E ilumina el suelo, ¿no es eso? ¿El suelo de la cámara?
Fignan reluce para confirmar la información y en el acto Pressia lo coge y sale corriendo colina abajo.
—¡Bradwell, Capi, Helmud! ¡Despertaos! —grita cuando llega al subterráneo.
Bradwell se incorpora sobre un codo y pregunta:
—¿Qué pasa?
Il Capitano, que está acostado a su lado, dice:
—¿A qué viene tanto jaleo, demonios?
Helmud, temeroso, pregunta:
—¿Demonios?
—Walrond —dice Pressia—. ¿Os acordáis de lo que dijo?
—¿Qué? ¿Podrías darnos un poco de contexto? —Bradwell se restriega los ojos con las hermosas manos que han tocado antes su cuerpo, las manos que ama.
—Walrond dijo que «el tiempo era crucial». ¿Te acuerdas? Y tú te preguntaste qué habría querido decir con eso, ¿no?
Bradwell se incorpora del todo.
—Sí, bueno, me refería a que el tiempo solo era crucial cuando tenían la oportunidad de detener a Willux para que no volase por los aires el mundo…, no ahora.
—¿De qué va todo esto? —quiere saber Il Capitano.
—Pues de que he estado investigando sobre Newgrange y resulta que allí el tiempo es crucial solo una vez al año. En un día y a una hora concretos. —Les explica lo del túmulo, el pasaje y la luz que ilumina la cámara—. Durante tan solo diecisiete minutos.
—¿Crees que Walrond podría haber escondido allí la fórmula? —aventura Il Capitano.
—Es posible que, de saber que Willux iba a salvar la cúpula de Newgrange, Walrond la escondiese allí, y tal vez fue así como acotó la búsqueda. Podría ser su X marcando el sitio.
—Tenemos que ir ya, recoger las cosas y largarnos. Solo quedan tres días para el veintiuno de diciembre, y necesitamos ver esa luz en el suelo. Necesitamos esos diecisiete minutos.
—La caja es una llave —murmura Bradwell.
—Una llave —dice Helmud—, una llave.
El terreno es llano, polvoriento y cenizo y el viento no para de azotarlo, mientras el sol asoma ya por el horizonte. Fignan les ha trazado una ruta a partir de las coordenadas de Hastings. Los terrones aparecen por aquí y por allá y ellos se van turnando para dispararles; en la mayoría de casos basta con una bala de fusil. Aparte de eso, van todos en silencio.
Bradwell mira de reojo a Pressia, que quiere creer que comparten un secreto, pero Il Capitano se muestra todo el rato de lo más suspicaz. ¿Los habrá visto besándose?
Este rompe por fin el silencio:
—Es como los tatuajes palpitantes del pecho de tu madre, Pressia. Esos supervivientes que había en el Crazy John-Johns son la prueba de que tienen que existir más clanes pequeños como ese, puede que por todo el mundo. ¿Soy el único que se pregunta quién hay más allá?
Pressia piensa en su padre.
—No, yo también.
—Es posible —coincide Bradwell mirando de nuevo a Pressia—, pero tampoco debemos ilusionarnos demasiado.
—Si es posible que sobreviviera gente, también es posible que, en algún sitio, hayan prosperado.
—En teoría es posible —opina Il Capitano, y su hermano asiente, pensativo.
—De todas formas ahora mismo no podemos aferrarnos a teorías —Bradwell se detiene en seco—. Mirad, es evidente que a todos nos persigue la misma idea, ¿no?
Il Capitano y Pressia se detienen a su vez.
—¿De qué hablas? —le pregunta Il Capitano.
—De que podemos ser todo lo optimistas que queramos, pero a todos nos asusta no conseguirlo. Todo apunta a que moriremos en este viaje.
—No podemos permitirnos pensar eso —replica Pressia.
—Pero tampoco no pensarlo —esgrime Bradwell.
Pressia se mira el puño de cabeza de muñeca, las pestañas con ceniza que aletean con el viento. Es igual de peligroso enamorarse de alguien que ser optimista. ¿A eso se refiere? Le ha confesado esa sensación de caída, de que estaba enamorándose, y él le ha dicho que estaban haciéndose el uno al otro. ¿Es que está retractándose ahora?
—¿Por qué no nos callamos un rato y seguimos avanzando? —dispone Il Capitano—. No pensemos en nada, vayamos paso por paso.
—En nada.
—Perfecto —dice Bradwell.
El terreno se vuelve cada vez más escarpado, con matorrales de pino y tallos de árboles yermos. Caminan por una carretera que ha sido reducida a gravilla. Algunos trozos de roca conservan la pintura amarilla de la antigua línea continua.
Llegan a un río en cuyo tramo superior hay una presa derruida; la parte de arriba sigue intacta pero cubierta de grietas y hendiduras. Una de ellas va hasta un agujero que parece perforado a golpes en medio de la presa y por el que cae un caño de agua. El río se ha hecho fuerte y corre con fuerza; Pressia no puede evitar pensar en ahogarse y en el gélido escalofrío que produce estar atrapada bajo el agua.
Il Capitano trepa hasta lo alto de la presa, apoya una rodilla e inspecciona la zona.
—Es transitable —les grita—. Hay rastro de animales por aquí y por allá, en ambos sentidos.
—Esta vez nos mantendremos en seco —le dice Bradwell a Pressia, y hay algo en el brillo de sus ojos oscuros que le hace querer hundirse en el agua y casi ahogarse con tal de volver a tenderse a su lado, de revivir esa sensación de estar cerca de él.
—Supongo que será lo mejor.
Ya desde lo alto de la presa ve pequeños cúmulos de escombros, edificios derrumbados, carreteras desgarradas, unas cuantas carrocerías calcinadas y un autobús volcado que está desintegrándose en el suelo.
Bradwell la sigue y Fignan va a la zaga.
—Todo muy pintoresco —comenta el chico.
—¿Cuánto queda? —pregunta Il Capitano.
—¿Queda?
Fignan lo calcula y anuncia:
—Veintinueve kilómetros y trescientos metros.
Bradwell se detiene.
—¿Veintinueve kilómetros? Eso nos llevaría cerca de la capital, de Washington. ¿Podrías contrastar esas coordenadas con un mapa del Antes, Fignan?
Il Capitano sigue caminando.
La caja muestra el mapa, una vista amplia del sitio donde están y del sitio adonde van.
—Haz zoom hacia el destino —le pide Bradwell al aparato.
Fignan va estrechando la vista.
—¿Eso es la capital? —pregunta Pressia.
La pantalla se queda congelada.
—No puede ser —dice Bradwell.
—¿Qué pasa?
—Una cúpula. ¡Bueno, bueno, ver para creer!
—¿Qué cúpula? —pregunta Il Capitano.
—Pues imagínate, si es la capital… ¿Es que nunca te llevaron de excursión, Capi?
—Sí, una vez fuimos a un pueblecito donde la gente se dedicaba a hacer velas.
—¿Hay una cúpula famosa en la capital? —pregunta Pressia.
Bradwell sacude la cabeza.
—Es imposible que siga en pie.
—¿El qué no puede seguir en pie? ¡Que nos lo digas! —le grita Pressia.
—El Capitolio.
—¿El capitolio de qué? —insiste Pressia.
Bradwell se mete las manos en los bolsillos y se queda con la mirada perdida en el horizonte.
—El Capitolio de Estados Unidos de América, o, en otras palabras, el edificio del Capitolio, que era una cúpula, una muy hermosa.
—Dios Santo. ¿El Capitolio de Estados Unidos? ¿¿Esa cúpula?? ¿Allí es donde está el avión? —Il Capitano no da crédito.
Bradwell asiente.
—O lo que quede de él, supongo, que no puede ser mucho.
—¿Me estás diciendo que Willux aparcó su avioncito en medio del Capitolio? ¡Eso sí que es ser sentimental!
—Willux —repite maravillado Helmud.
El viento sopla con fuerza a su alrededor.
—Bueno, parece que al final vas a tener tu excursión después de todo, Capi.
Pressia empieza a caminar por lo alto de la presa; el viento es tan fuerte que teme que la empuje cuando arrecie, de modo que se agacha y sigue moviéndose en cuclillas. El aire le enreda el pelo y se le cuela por los pantalones y la chaqueta. Intenta imaginarse una aeronave dentro de una cúpula gigante. ¿Qué aspecto tendrá?
Comete el error de mirar hacia un lado, por donde el agua cae en picado desde el agujero y forma una nube de espuma más abajo; al instante desea no haberlo hecho. Cuando vuelve la vista arriba, ve algo que pasa, una pequeña alimaña de pelo erizado y con el espinazo hacia arriba, arqueado casi como el de un gato; aunque en realidad parece más un gran roedor con dientes afilados que sobresalen por fuera del hocico. El bicho profiere un chillido muy agudo. Las garras son muy gruesas, probablemente retráctiles.
—Tenemos compañía.
—Yo me encargo —dice Il Capitano.
La alimaña desprende un ligero resplandor rubí de sus ojos.
—Va a salir saltando así que mejor que apuntes bien.
Il Capitano alza el fusil muy lentamente y Helmud se tapa los oídos. Sin embargo, cuando la alimaña lo oye amartillar el arma, se abalanza sobre Pressia, que se agacha y rueda. Il Capitano abre fuego pero la alimaña está en movimiento y no le da. La chica tiene ahora frente por frente el morro estrecho y los colmillos del animal. Se impulsa como puede y rueda demasiado cerca del borde. Las piernas se le escurren y salen justo por encima del agujero por donde cae al agua. Se coge del borde con su única mano y el codo del otro brazo, la mejilla desollada ya por el cemento. La alimaña le echa el aliento en la cara.
Esta vez Il Capitano decide embestir sin más la alimaña y cogerla por la piel del cuello, aunque no por ello para de morder y arañar. Bradwell coge de los brazos a Pressia y esta se agarra con fuerza a la manga del abrigo del chico, clavando los nudillos en los músculos del otro. Bradwell tira de ella con fuerza y la atrae hacia sí. No le suelta el abrigo hasta que no recupera el equilibrio y el aliento, empapándose de la sensación de estar cerca de él.
Helmud golpea la alimaña en su intento por quitársela de encima a su hermano, quien por fin consigue zafarse. Aunque está sangrando, el bicho se va maullando y cojeando.
Il Capitano se queda con las manos en las rodillas, intentando recobrar el aliento. Mira a Pressia y parece fijarse en la forma en que sigue cogida a las mangas del chaquetón de Bradwell. Si pensase que hay un lazo más profundo entre ambos, tal vez no se lo tomase a bien, es un tipo bastante impredecible. Suelta entonces a Bradwell y se sacude el polvo de los pantalones.
—¿Qué coño era eso? —pregunta Bradwell.
—Una especie de comadreja —dice Il Capitano.
—¿Casi me mata una comadreja?
—Pero no te ha matado —replica Bradwell—. Te hemos salvado. Se podría decir que ha sido hasta romántico.
—Yo no llamaría a eso romántico —tercia Il Capitano.
—Como si tú fueses a llamar a algo romántico —le contesta sorprendido Bradwell.
—¿Qué pasa? ¿Es que yo no puedo ser romántico? Pues mira, resulta que yo creo en esas cosas. Pero no solo por salvar a una chica: eso no es más que caballerosidad.
Pressia recuerda la voz de Il Capitano, lúgubre y desgarrada. Tal vez la posibilidad de que ellos dos estén juntos le recuerde a él ese amor que perdió, el amor por el que cantaba. Por mucho que cueste imaginarlo enamorado, está claro que puede estarlo: es humano, no importa la imagen de duro que quiera proyectar.
—Todo el mundo puede ponerse romántico, siempre que se quiera… —comenta Pressia.