Siete verdades sencillas
—Se supone que soy yo quien tiene que ir a tu puerta —le explica Perdiz a Iralene—. Si lo que quieres es que lo hagamos en plan tradicional, claro.
—Y besarme bajo la luz de un porche —dice esta.
Han vuelto al pasillo, ante la puerta cerrada del cuarto de Perdiz. Iralene tiene las llaves y lo mira expectante, pero el chico se mete las manos en los bolsillos, para que capte que no piensa dar ningún paso.
—Me pregunto en qué estilo estará puesta la habitación. ¿Tú lo sabes?
Iralene mete la llave en la cerradura y le dice:
—Bueno, si no te gusta, siempre puedo cambiarlo a lo que prefieras. —Abre la puerta pero, antes de que Perdiz entre, le dice—: Eso también va por mí: puedo cambiar y ser la persona que prefieras.
—Iralene…
—Gracias —le dice ella mirándose las manos—, por decir que sí a todo esto y fingir delante de tanta gente que quieres casarte conmigo. Gracias por todo, Perdiz. Sé que esta noche no significa nada para ti, pero para mí sí… —Alza la vista y le sonríe, aunque es un gesto frágil.
—¿Dónde vas a dormir tú, Iralene?
—Abajo, tonto.
—Iralene, abajo es un espejismo, no existe. ¿Adónde vas?
—Ya lo sabes, no me obligues a decírtelo. —Y entonces se ríe como si estuviese bromeando, como si todo fuese un juego.
—No es bueno para ti. No puede serlo.
—¿La conservación? Pero si no hay nada mejor para la longevidad…
—¿Sueñas dentro de esas cápsulas? Seguro que no. Te ralentizan el cerebro, así como el resto de células. Ahí no se puede soñar.
—¿Me estás invitando a pasar? Eso les gustaría, incluso aunque te aprovechases de mí.
—No pienso aprovecharme.
—Si no crees que deba estar en una cápsula, entonces invítame a quedarme contigo esta noche.
Perdiz no está seguro de qué responder.
—¡Que no pasa nada! Estoy acostumbrada a la suspensión. Yo soy de las que tiene suerte.
Se acuerda de la señora Hollenback en la cocina: «Qué suerte la nuestra». Si Iralene se considera afortunada, entonces ¿quién tiene mala suerte?
—Quédate.
La chica sonríe y baja la cabeza, cortada.
—Gracias.
Entran en el cuarto, que tiene un ambiente rústico, con una colcha de patchwork, cortinas con un estampado desvaído de flores y vistas a una pradera bañada por la luna.
—Puedo apagar las cámaras…, si hay una razón apropiada.
Perdiz mira primero las cámaras de las esquinas y luego a Iralene; es guapa, hay que reconocerlo. Pero solo puede pensar en Lyda, y cada vez que lo hace siente el mismo dolor. Sus dedos conservan el recuerdo de su piel. Debe tener fe en Arvin, en que tenga un plan que lo salve de la operación de mañana. No puede perder a Lyda.
Lo cierto, sin embargo, es que le viene bien que apague las cámaras; quiere poder pensar, por un rato, que su vida le pertenece. Tal vez si no está sometido a esa vigilancia, piense con mayor claridad.
—Vale. Vamos a apagarlas.
Iralene se acerca a Perdiz, tanto que este nota el calor que emana de su cuerpo.
—Si hay una razón apropiada… —Sus labios le rozan la oreja.
Asiente para que lo vean las cámaras.
Iralene rebusca en el bolso y saca la esfera. Toquetea en la pantalla y las cámaras se van apagando una por una. Perdiz suspira y se sienta en el borde de la cama. Arvin le ha dicho que se prepare mentalmente, pero ¿cómo? Se queda mirando a Iralene y le dice:
—Tengo que pedirte una cosa.
La chica va a sentarse a su lado y cruza las piernas en un extraño ocho.
—Lo que quieras.
Perdiz pone la mano sobre su regazo.
—¿Qué has querido decir con eso de que tú eras de las que tenían suerte? —Siente un resquemor que no logra quitarse de la cabeza.
—A nosotras Willux nos suspende por una buena razón. Ya sabes que a otros los pone en suspenso porque están afectados por diversas enfermedades, a la espera de que la ciencia evolucione y pueda curarlos.
—¿Afectados? ¿Como quién?
—La gente se cree que tenemos recursos para cuidar de todos los que están en los centros de rehabilitación, de aquellos que no pueden volver a la sociedad y de los bebés que no nacen bien del todo. Así que, ¿para qué malgastar recursos? ¿Para qué si puedes suspenderlos?
Perdiz piensa en Jarv. ¿Estará en el hospital o está suspendido en una cápsula fría en alguna parte?
—¿Quién te ha contado todo eso?
—No me lo ha dicho nadie. Hablan delante de mí como si fuera tonta y hay cosas que se me quedan.
—¿Estás diciéndome que…?
—No tenemos vecinos, solo compartimentos helados para que la gente no envejezca, o al menos para ralentizar su envejecimiento.
¿Sabrá Glassings todo eso? Dios Santo…
—Es por el bien común. Papá quiere ayudar a la gente.
—No lo llames así.
—Pero tu padre es mi padrastro y también va a ser mi suegro algún día. ¿No es así?
—Vamos paso a paso, ¿vale? Explícame cómo ayuda mi padre a esa gente.
—Yo he crecido ahí abajo, en el hielo.
—Iralene, no digas eso.
—Pero si es la verdad, y además no me pone triste, porque tampoco es que conozca mucho más.
—Iralene, lo siento. —Es posible que esté disculpándose por su padre.
—No pasa nada. Lo que quería decirte es que he encontrado a otros distintos, cápsulas de otro tipo en una galería que hay abajo.
—¿Cómo de distintos?
—Son la colección de reliquias de papá.
«La colección de reliquias», esa expresión la ha oído antes. Ingership se lo dijo a Bradwell justo antes de morir; y también que a su padre no le habría importado nada añadir a su amigo a esa colección.
—Creo que son gente a la que no quiere matar pero tampoco quiere ver con vida. Y se dedica a guardarla, así sin más.
—Iralene, eso no significa que tengas suerte, esto no es forma de vivir.
La chica lleva las manos a la cara de Perdiz y le implora:
—Pues entonces sálvame. Sálvame.
Lo besa entonces, con unos labios delicados, pero él la aparta y la coge por las dos muñecas, con suavidad.
—Vamos a salir de todo esto, pero no de la manera que ellos quieren. No vamos a enamorarnos.
Iralene lo mira fijamente por un momento.
—Ni me voy a enamorar de ti ni voy a abandonarte —prosigue el chico—. Me encargaré de que los dos sobrevivamos. ¿Me estás oyendo?
Aunque asiente, tiene la mirada perdida en la distancia, como si viese a través de él.
Perdiz coge unos cuantos cojines más y los pone en medio de la cama, como si estuviera haciendo un tabique entre ambos.
—Duerme aquí en este lado.
Iralene se tiende más rígida que un palo y apoya la cabeza en la almohada.
—Anda, venga, eres libre de soñar por una noche.
La chica cierra los ojos y le dice:
—Es que creo que se me ha olvidado cómo se hace.
Perdiz va hasta el otro lado de la cama. Se imagina a Jarv en una cápsula de tamaño infantil, con la carita congelada. Tiene que recordarlo después de la operación, ha de saber que el niño lo necesita. Debe acordarse de todo.
«Prepararte mentalmente». ¿Qué habrá querido decirle con eso?
El guiño… Perdiz se da cuenta de lo mucho que está confiando en un estúpido guiño. Estaba convencido de que significaba que Weed lo salvaría, pero ¿y si resulta no ser más que un traidor asqueroso?, o ¿Y si tiene un tic en el ojo o algo parecido? «Dios», piensa Perdiz. Tiene que ir allí y arriesgarse, confiar en Weed. Pero también debería pensar un plan de emergencia. Si su padre se sale con la suya, ¿hay alguien en quien pueda confiar para que le cuente la verdad sobre su vida? Si Glassings le contase que se escapó de la Cúpula, que encontró a su madre y a su hermano y que vio cómo su padre los mataba a ambos, que su hermanastra está ahí fuera, así como una novia a la que le ha prometido volver, creería que su profesor está borracho. Y tampoco Iralene se tomaría muy bien que le contase que está enamorado de Lyda y que su compromiso con ella es una farsa.
Solo puede confiar en sí mismo: ha de encontrar la forma de que su yo actual le cuente la verdad a su yo futuro.
Entre tanto, Iralene se ha quedado dormida y respira profundamente, de modo que aprovecha para cogerle el bolso, que ha dejado en la mesita de noche, y rebuscar entre pañuelos, barras de labios y varios billetes doblados. Siente los bordes puntiagudos de un carné, el que suele sacarse a los dieciséis años. Lo saca y ve una foto de la chica, que parece idéntica, incluso por las ondas del pelo. Va a guardarlo de nuevo cuando se fija en la fecha de expedición: hace ocho años. No es posible, no podía tener dieciséis años. ¿Cuánto tiempo la han tenido suspendida? ¿La eligieron para él y después le ralentizaron la edad a la espera de que él cumpliese los mismos años? ¿La escogió su padre cuando él aún tenía doce años, o menos incluso? ¿Puso su padre en la lista a Mimi y a Iralene porque ya se veía con Mimi antes de las Detonaciones?
Mira a Iralene, medio esperando a que su cara haya envejecido de repente. Tiene veinticuatro años, pero lo extraño es que no solo tiene aspecto de ser joven, también lo parece. Porque ¿qué es lo que hace madurar a la gente? La experiencia. Y a ella le han privado de eso para beneficio exclusivo de él. En el acto, le invade la culpa. Pero él no le pidió a su padre que hiciera semejante atrocidad. ¿Cómo se atreve a hacerle eso a Iralene?
Devuelve el carné al bolso, palpa el fondo con los dedos y nota la forma de un lápiz. Lo saca junto con un tíquet cuadrado; antes de la fiesta Iralene compró caramelos de menta para el aliento.
Tiene que escribir en letra muy pequeña. Son tantas cosas las que se le agolpan en la cabeza que decide enumerar sus pensamientos.
1. Escapaste de la Cúpula. Encontraste a tu medio hermana, Pressia, y a tu madre. Tu madre y Sedge están muertos. Los mató tu padre.
2. Estás enamorado de Lyda Mertz. Está fuera de la Cúpula. Tienes que salvarla algún día.
3. Le has prometido a Iralene fingir que estáis prometidos. Cuida de ella.
4. En este edificio hay gente viva suspendida en cápsulas congeladas. Sálvalos. Jarv puede estar entre ellos.
5. Confía en Glassings. Desconfía de Foresteed.
6. No te acuerdas de todo esto porque tu padre te obligó a borrar los recuerdos de cuando escapaste. Fue él quien causó las Detonaciones. La gente de la Cúpula lo sabe. Hay que derrocarlo.
7. Tomar el poder. Liderar desde dentro. Empezar desde cero.
Son siete verdades sencillas, y a partir de ellas puede averiguar el resto. Pero ahora tiene que esconder la lista. ¿Dónde?
Pasea primero por el dormitorio y luego entra en el baño. Como se supone que están en una granja, se trata de un baño antiguo, sin ducha, solo una bañera con patas. El lavabo es una palangana con dos grifos, uno de agua caliente y otro de fría. Y el váter es de los antiguos, con un taza ajada y una caja colgada arriba en la pared. En lugar de un botón para la cisterna tiene una cuerda para tirar.
Hay un pequeño problema, no obstante: si la esconde, ¿cómo sabrá dónde buscarla?
Mira de nuevo la caja encaramada en la pared y la cuerda que cuelga de ella.
Baja la tapa y se sube encima para mirar en el interior de la cisterna, que está medio llena de agua. El mecanismo consiste en una cadena enganchada a una boya de goma que levanta una compuerta que a su vez hace que baje todo el agua por una tubería, hasta el váter.
Si desengancha la cadena, no se podrá tirar de la cisterna y entonces tendrá que intentar arreglarla y así se encontrará allí una vez más, encima de la tapa del váter. Si mete la nota entre la caja y la pared, pero remetida bajo la tapa, se caerá al suelo cuando vuelva a intentar abrirla.
Se apresura a plegar la nota en forma de fuelle y escribe por fuera: «Para: Perdiz. De: Perdiz. Léeme».
La esconde en el sitio, pero comprende que tendrá que diseñar un plan para volver a ese cuarto. ¿Qué clase de plan? No tiene ni idea.
Y entonces oye un chillido y corre al dormitorio. Iralene está revolviéndose en la cama.
—¡Iralene, despierta! —La sacude por los hombros y la chica se le agarra al pecho—. ¡Iralene! —grita de nuevo.
La chica abre los ojos, boquea, mira la habitación, como un animal enjaulado, y por último clava la vista en Perdiz.
—¿Qué nos ha pasado?
—Nada —le dice en voz calma—. No ha sido más que un mal sueño, una pesadilla.
Le lanza los brazos al cuello y lo abraza con fuerza.
—Éramos tan pequeños… Nos habíamos hecho muy pequeños y se habían olvidado de nosotros. Intenté llamarlos a gritos y traté de conseguir ayuda pero no tenía donde ir. Y éramos tan diminutos, Perdiz, como muñequitos en cajitas de plástico.
—No ha sido de verdad. Solo estabas soñando. Chist —le dice acariciándole el pelo—. Chist, no pasa nada. Venga, intenta seguir durmiendo.
—¿De verdad que no pasa nada? ¿Estás seguro?
—Es solo un sueño, todo está bien. No va a pasarte nada. —Intenta creer en lo que está diciéndole—. Te lo prometo.
—Abrázame, por favor.
Se recuesta en la cama y ella pone la cabeza sobre su pecho y le pasa la mano por detrás de la camisa.
—Quiero que recuerdes esto: que eres bueno conmigo. Mañana después de la operación, te contaré lo bien que te has portado conmigo.
—Esta es mi versión favorita del cuarto, Iralene. Mañana, cuando me lo recuerdes, asegúrate de que es esta misma habitación, no un hotel de vacaciones ni una metrópolis. En este cuarto uno se siente como en casa. Prométeme que me lo pondrás, quiero vivir en este. No importa lo que diga mañana, asegúrate de que cuando vuelva me encuentre este mismo. ¿De acuerdo?
—Este mismo. Yo me encargo, te lo prometo.
Se alisa las arrugas de la camisa. Con la cabeza sobre su pecho, es posible que escuche el latido de su corazón. Están despiertos y vivos en un edificio repleto de cuerpos suspendidos, de muertos vivientes.
—¿Puedo volver a encender las cámaras, Perdiz? Me siento más segura así, vigilada. Y además quiero que nos vean juntos. ¿Puedo?
—A mí no me hace gracia, pero por ahora vale.
La chica coge la esfera de la mesilla de noche y pulsa varios botones. Las lentes de las cámaras de las esquinas se repliegan con su chasquido habitual. Y una vez más tienen miles de ojos vigilándolos.