Túmulos
En plena noche Lyda mete la mano debajo de la almohada helada y da con el borde metálico de la caja de música que guarda allí, contra la pared de yeso. La coge y se la lleva al pecho; por lo general la abriría unos segundos y dejaría que sonasen unas notas, como si la propia música pudiera ahogarse en la caja y morir. Esta vez, en cambio, no lo hace. Se incorpora y mete los pies descalzos en las botas frías, que deja sin atar. Tampoco se cambia, sino que se limita a ponerse el abrigo por encima del camisón que le han dejado las madres. Freedle emite un chirrido mecánico. ¿Quiere acompañarla? Se lo pone en el hombro, pegado al cuello, por donde en otros tiempos le tapaba el pelo. Pasa todo lo rápido que puede por delante de las madres y los hijos dormidos. Como es invierno, están todos algo congestionados, un tanto resollantes e inquietos.
Ahora viven en un antiguo almacén, en el sótano de lo que en otros tiempos fuera una fábrica de algún tipo de caramelo, algo como de goma que se hacía con partes de animales. Casi una década después sigue despidiendo un olor dulzón con un oscuro retrogusto a muerte. A Lyda le da náuseas. Madre Hestra se ha pasado el día contándole cosas sobre el embarazo: que todo le dará ganas de vomitar y se sentirá mareada durante un tiempo, pero que se le pasará cuando vaya engordando, cuando se le pongan más blandos los pechos (ya los tiene) y tenga que comer más. Lyda le ha preguntado sobre el parto pero la madre le ha dicho que ya hablarían de eso más adelante. «Por ahora no te hace falta saber más».
Pero no puede evitar tener la mente puesta en el futuro. Cuando nacen bebés de supervivientes, siempre salen también con alteraciones; sus padres han quedado tan profundamente marcados por las Detonaciones que han visto alterado su código genético. Y los cambios pueden ser también ambientales; la radiación se ha incrustado para siempre en la tierra, el aire y el agua, revolotea en la ceniza y se respira por los pulmones. O al menos eso le enseñaron en la Cúpula ¿Nacerá también su hijo alterado? Ha tenido sueños en los que trae al mundo un ser lleno de pelo y retorcido, con colmillos y costillas salpicados de esquirlas de cristal.
Perdiz no tiene preocupaciones al respecto porque no sabe nada. Lyda se siente más sola que nunca en su vida. Hace más de un mes que no lo ve y a veces, cuando intenta imaginarse su cara, la imagen acaba partiéndose en mil pedazos.
Con la caja en el puño, Lyda sale del almacén y entra en la fábrica propiamente dicha. Hay una única luz bastante tenue, pero le sirve para guiarse por las filas de cintas eléctricas, maquinaria y tuberías a la vista. Las madres han destripado todo el lugar, como tienen por costumbre, arramblando con herramientas, cadenas, mangos de goma, palancas, todo lo de valor. El espacio se ha quedado con un aspecto de lo más desvalido. Sabe que Madre Hestra quiere contarle pronto a la Buena Madre lo del embarazo, y tiene miedo de la sentencia que esta pueda pronunciar al respecto; esa mujer la aterra.
Se aprieta la caja contra el pecho y camina todo lo rápido que puede. En el otro extremo de la gran sala de la fábrica no hay puerta, solo un rectángulo donde antes solía haberla. Sale al frío aire de la noche y Freedle chirría, tal vez contento de estar al aire libre.
Por muy sola que se sienta, no quiere que Perdiz se entere del embarazo: lo distraería de su misión, que ahora se ha convertido en algo más personal. Piensa en la niña que vio, Wilda…, que no era pura pero la habían hecho pura. Si el crío de Lyda nace marcado, ¿querrá que lo purifiquen? Le gustaría pensar que no, que estaría orgullosa de su hijo en cualquier caso; aunque a veces, es normal, no puede evitar desear que sea puro. Si los demás consiguiesen hallar el modo de revertir la degeneración rauda de células, podrían hacer que el niño fuese perfecto.
Tampoco quiere que Perdiz sepa lo del embarazo porque en realidad desea que regrese a por ella por amor, y no por obligación, aunque se odia por pensar así. No va a regresar, y no debe dejar de repetírselo. Hay partes de ella que sienten como si él no mereciera saberlo. Es suyo, solo de ella, Perdiz no está. Tiene que aprender a valerse por sí misma.
Camina sobre un suelo de cemento compacto recubierto por tierra helada. Dobla la esquina de la fábrica y se encuentra con un pequeño cementerio de lo más rudimentario, rodeado por lanzas de metal bien clavadas en la tierra y envueltas en alambre de espino; las han metido todo lo profundo que han podido para que no se cuelen los terrones.
Abre la verja y la cierra tras ella. En lugar de tumbas, hay túmulos, rocas pálidas apiladas ordenadamente sobre cada sepultura. Dos son bastante recientes: la de una madre y la de una madre con su hijo. Estos últimos solían dormir en el camastro número nueve. Lyda se detiene ante el túmulo, cuyas piedras son tan blancas que relucen en la oscuridad, y pone una mano encima; por un momento tiene la sensación de que todo el mundo es reemplazable, de que esa madre y su hijo se han ido pero Lyda y su hijo han venido. Algún día también ellos desaparecerán, enterrados bajo una montaña de piedras o abandonados a la intemperie, como Sedge y la madre de Perdiz en medio del bosque. Cadáveres. ¿Eso es todo lo que somos? ¿Arde también la llama de un alma en su interior y en el de su bebé? ¿Tiene ahora dos almas?
La cajita de metal.
Va a la esquina del cementerio y coge una pala con un grueso mango de madera. Se arrodilla, deja la cajita en el suelo y alza la pala con ambas manos para clavarla en la tierra helada con toda la fuerza que puede reunir. Cuando el suelo se resquebraja un poco, vuelve a arremeter una y otra vez, con la respiración entrecortada ya, hasta que logra hundir la pala lo suficiente como para levantar un trozo de tierra y luego otro.
Por fin consigue cavar un pequeño hoyo. Cuando coge la cajita, Freedle abre las alas entusiasmado ante la perspectiva de oír la canción, que le encanta. Le da cuerda, aunque le cuesta lo suyo con los dedos tan entumecidos como los tiene. Se acuerda del calor que hacía cuando estaba con Perdiz bajo los abrigos, en medio de la cama con dosel. Ahora mismo lo necesita… Le ruedan lágrimas por las mejillas. Abre la caja una vez más y deja que surjan las notas. Freedle mariposea en el aire por encima de su cabeza mientras la música flota en el frío, hasta que poco a poco se va ralentizando, cada vez más, hasta detenerse.
Empieza a enterrar la caja en el hoyo cuando, de pronto, se detiene y decide darle cuerda de nuevo, pero sin abrir la tapa. Le gusta la idea de que si alguien la encuentra algún día, las notas salgan de ella y suenen para esa persona. Eso es lo que se espera de una caja de música; tal vez esté muy estropeada para entonces, pero le gustaría que existiese al menos la posibilidad.
Freedle aterriza a su lado. ¿Está intentando en realidad enterrar a Perdiz? No, eso no es posible. Seguirá con ella, pase lo que pase. Siempre se aferrará a alguna parte de él. Enterrar la caja significa que ha dejado de esperar que regrese a por ella. Porque no puede vivir así, tiene que hacerse a la idea de que se valdrá por sí misma y por su hijo, de que lo conseguirá ella sola.
La mete en lo más hondo del hoyo, la cubre con una nube de tierra tras otra y presiona la tierra con la pala.