Perdiz

Tarta

Perdiz está en Superior Segunda, y en concreto en los Wenderly, en el baño de un ático de lujo. Pero ¿de quién? ¿De la familia Crowley? Ni siquiera está seguro de quién da la fiesta, solo que lo hacen en honor a su compromiso con Iralene. En ese momento cae en la cuenta de que no le ha regalado ningún anillo. ¿No se supone que antes tiene que pedirle matrimonio? Piensa en Lyda; a ella le dio la caja de música, que significa más que un anillo. Era algo verdadero, mientras que aquí es todo una farsa pasajera.

Le llega el murmullo de la conversación, con alguna risa más alta que el resto, de tanto en tanto. La gente que está ahí sabe que se escapó, pero creen que lo hizo como una bravuconería, para impresionar a una chica que se juntaba con malas compañías. Pero no es posible que sepan que su padre quiere que deponga todos sus recuerdos sobre lo sucedido. Sí, claro, ¿y luego qué? ¿Pretenden que también desaparezca la historia de la chica con malas compañías? A esa gente se le da muy bien la negación, y de hecho la practican a diario, como una religión.

Arvin Weed, esa es su esperanza. Puede que Glassings tenga sus dudas sobre él, pero a Perdiz no le queda más remedio que confiar en que su ex compañero lo ayude a salir bien parado de todo eso (con suerte, podrá fingir la dichosa operación). Al fin y al cabo es un genio, ¿no? Ojalá esté allí entre el grupito y pueda hablar con él un minuto a solas.

Se desviste y coge un traje reluciente de una percha. Se pone los pantalones, se abrocha los gemelos de la camisa, se ata la corbata celeste y se enfunda una chaqueta azul marino. Le queda todo tan perfecto —incluso las suaves líneas de los zapatos de cuero— que se pregunta si habrán cogido las medidas de su viejo molde de momia. Resulta inquietante lo mucho que saben sobre él, y no solo el número de zapato: conocen hasta su ADN.

No tiene ninguna gana de sonreír o estrechar manos. ¿Estará allí la madre de Iralene, Mimi? Se pregunta si saldrá de su cápsula para ese tipo de acontecimientos.

Llaman a la puerta.

—¿Necesita algo? —Es Beckley.

—Estoy bien.

—La gente pregunta por usted. ¿Está ya?

—Dame un minuto.

Se quita la férula del meñique. ¿Quedará alguna señal de que se lo cortaron de un tajo? Si le borran la memoria, ¿le quedará siquiera una cicatriz mínima testigo de lo que le pasó? Han sido las investigaciones de su madre lo que lo han hecho posible. Ella podía haberse reconstruido sus propias extremidades con bionanotecnología, pero se negaba, porque su cuerpo era la verdad y no tenía intención alguna de ocultarla. Perdiz se pregunta qué demonios está haciendo allí.

Beckley vuelve a llamar.

—¿Señor?

Perdiz se coloca de nuevo la férula, abre la puerta y pasa por delante del guardia camino de las voces.

—Acabemos cuanto antes con todo esto.

Atraviesa el salón, todo blanco y mullido, abierto a una terraza.

Todos se vuelven, y hay incluso quien aplaude. Alguien repiquetea con un cuchillo contra una copa de vino. Reconoce muchas caras, rostros todos sonrientes que lo llaman por su nombre. Hay vecinos suyos de Betton West, donde se crio, los Belleweather, los George, los Winthrop, así como oficiales de alta graduación, Collins, Bertson, Holt y otros que solo reconoce por sus apariciones públicas, incluido el propio Foresteed, que se ha convertido en la cara visible del régimen de la Cúpula. Hay más gente que se pone a tintinear cuchillos contra copas. Incluso el servicio, formado por jóvenes con camisa blanca, chaleco azul marino y pajarita, se ha quedado congelado en el sitio y sonríe a Perdiz. Están sirviendo comida de verdad: hojaldres, dados de pollo en espetón… ¿Qué es lo que quieren de él?

Beckley se pone a su lado y le sugiere entre dientes:

—Podría saludar.

—¿Cómo? —pregunta aturdido Perdiz.

—Con la cabeza o algo.

El chico saluda con un gesto mínimo y después se mete las manos en los bolsillos, sin saber muy bien qué más hacer. Siente cierto alivio incluso cuando ve a Mimi entre los invitados. Esta, radiante de felicidad, está conduciendo a Iralene hasta él. Tiene la piel reluciente del maquillaje y lleva el pelo en una madeja suelta de rizos que le caen desde lo alto de la cabeza, como si fuera una tarta de varios pisos.

El vestido y el ramillete de flores azules de Iralene van a juego con la corbata de Perdiz. La chica lleva en la mano un botonier para él con las mismas flores teñidas de azul; flores reales, nada de plástico.

—Hola, Perdiz —lo saluda Mimi—. Qué alegría verte de nuevo. Es estupendo que al final todo haya salido tan estupendamente bien.

Iralene se pone de puntillas y le da un beso en la mejilla. Los invitados profieren un «oooh» colectivo y ponen fin al tintineo. Perdiz siente calor en las mejillas, pero no se debe al bochorno por la demostración pública de afecto, sino a la rabia que se está apoderando de él. ¿Hasta dónde va a llegar la farsa? ¿Por qué tienen todos que fingir de esa manera? Iralene le coloca el botonier en la solapa del traje. Cuando cree que ha acabado, se aparta, pero Iralene no había terminado y se clava el alfiler en el dedo, de donde sale una gotita de sangre.

—Perdona.

—¡No pasa nada!

—Haz el favor de acabar —le dice enfadada Mimi a su hija, al tiempo que le pasa una servilleta de cóctel.

La chica logra meter del todo el alfiler.

—Ya está.

Ambos se vuelven entonces y se ponen de cara al gentío.

—Por favor, ¡comed, bebed, socializad! ¡Luego habrá hasta baile!

Bailar solo conseguirá que se acuerde de Lyda; tendría que salir de allí.

—No ha sido idea mía —le susurra Iralene—. No te enfades conmigo, Perdiz.

—Claro que no. —La coge de la mano y le dice—: Seguimos teniendo nuestro secreto, ayudarnos el uno al otro, ¿no es así, Iralene?

—Sí.

Se fija en que la chica lleva un anillo de compromiso.

—¿De dónde ha salido eso?

—De ti. ¡Me lo diste antes del accidente!

—No puedes hacer estas cosas, Iralene.

—Pero si has accedido al plan de tu padre. Te borrarán los recuerdos y yo tendré que rellenar los huecos. Así es como tú me ayudas a mí.

—¿Es esto lo que tiene planeado? ¿Borrarme la memoria para hacer que me trague la historieta de las páginas de sociedad?

—Puedes elegir la verdad que…

—Déjalo.

—Ninguno de los dos podemos parar esto, es superior a nuestras fuerzas.

—Weed sí que puede —replica Perdiz—. Necesito un poco de aire.

—Pero si ya estamos fuera.

A pesar de estar en la terraza, el aire no es distinto al del interior del piso. Perdiz siente claustrofobia. Repasa las caras de los invitados y ve entonces a Arvin Weed, con corbata roja al cuello, cogiendo un hojaldre de la bandeja de una camarera.

Piensa en todos los trayectos en tren en los que Weed iba con la cabeza inclinada sobre la pantalla, leyendo, con esa forma suya tan lograda de hacerse invisible, típica de él. La última vez que lo vio, el día en que planeó su escapada —justo antes de que Vic Wellingsly se ofreciese a partirle la cara—, Arvin lo había mirado como si, por un segundo, fuese a salir en su defensa, pero no lo hizo. Llegado el momento, ¿tendrá Weed el valor suficiente para ponerse de parte de Perdiz? Ya ha visto cómo reacciona cuando lo ponen a prueba, cómo pegó la barbilla al pecho y volvió los ojos a la pantalla. Esta vez, sin embargo, Weed tiene que ayudarlo: es su única esperanza.

—He visto a un antiguo amigo mío. Voy a ver qué me cuenta.

—¿No quieres presentármelo?

—Déjame un momento con él, ¿vale?

Iralene asiente.

—Hay tarta. Voy a ver si van a sacarla ya y luego te veo.

—Vale.

Le cuesta más de lo esperado abrirse camino entre el gentío. Los amigos de su padre van parándolo, dándole bien la mano, bien una palmadita en la espalda. Hacen los clásicos chistes sobre el matrimonio y símiles con la cárcel, y Perdiz los detesta por ello. «Esto sí que es una cadena perpetua, más que nada de lo que jamás podáis imaginar», le gustaría decirles.

Al otro lado de la estancia parecen estar dando la enhorabuena a Arvin por algo. Perdiz oye fragmentos de alabanzas y ve los sentidos apretones de mano y las palmaditas que están dándole. ¿Qué habrá conseguido Weed ahora? Por un segundo cruza la mirada con su antiguo compañero, que mira a su alrededor nervioso, apura su vaso de ponche, se disculpa con sus admiradores y se va a la ponchera a por más.

—Necesitamos sangre joven —comenta Holt—. Nos alegra que tu padre te haya convencido para que trabajes con nosotros.

—Estoy deseándolo —dice Perdiz sin perder de vista a Arvin, que está siendo felicitado ahora por el señor Winthrop, un vecino de Perdiz y consejero fiel de su padre, así como gran tenista—. ¿Qué es lo último que ha hecho Arvin Weed? —pregunta al grupo.

Todos responden atropelladamente:

—¡Un esfuerzo colectivo, un auténtico logro!

—¡Un trabajo estupendo!

—¡Una auténtica hazaña científica!

Perdiz se siente desfallecer. ¿Será que ha logrado la cura? Los hombres que lo rodean no paran la cháchara hasta que los interrumpe:

—No tenéis ni idea, ¿verdad?

Se miran entre sí, hasta que por fin Holt dice:

—Nos han llegado noticias desde lo más alto de que se trata de algo verdaderamente digno de elogio.

—Pero ¿no sabéis qué elogiáis exactamente? —Perdiz está exasperado, pero también bastante asustado.

—La verdad es que no —reconoce Holt.

—¿No tenéis ni una pista?

—No. Pero es verdaderamente genial, Perdiz, te lo aseguro.

Y entonces el propio Foresteed se acerca; es un hombre de torso corpulento, algo bronceado y con el pelo muy tieso.

—¡Perdiz! ¡Qué alegría verte sano y salvo! ¡Nos tenías preocupados! —Le da una palmadita en el hombro, muy paternal, pero luego mira a Holt, sonríe y se inclina hacia delante para añadir—: Aunque, bueno, ¿quién no ha perdido alguna vez la cabeza por una cara bonita, eh? ¿No es verdad, Holt? Pasa hasta en las mejores familias. Yo también tuve oportunidad de hacer alguna que otra trastada.

—¿Perdone? —¿Está hablándole de Lyda? ¿Es eso lo que está diciéndole?, ¿que Lyda lo maleó y él hizo una trastada?

—Así es —corrobora Holt—. Todos somos hombres, a fin de cuentas.

—Los críos hacen cosas de críos —dice Foresteed, que a continuación coge al chico por la nuca y lo zarandea un poco, en broma.

Perdiz, sin embargo, siempre ha desconfiado de la gente tan amistosa, como buen hijo de su padre que es.

En ese momento ve que Arvin se aleja del señor Winthrop.

—Perdonen, tengo que hablar con alguien.

Pero Foresteed lo agarra por el brazo y lo atrae hacia sí para susurrarle al oído:

—¿Sabes qué? Me han dicho que en la operación se borra todo, desde el momento en que te ponen la anestesia hasta tan atrás como se quiera.

—Vaya, qué interesante.

—Lo que significa que ahora mismo puedo decirte lo que me venga en gana porque van a borrártelo de la cabeza.

Perdiz mira la mandíbula cuadriculada de Foresteed y sus ojos de topo.

—Venga, adelante. Diga lo que tenga que decir.

—No eres nadie, Perdiz, eres un mindundi, eso es lo que eres y lo que serás siempre. Y si te crees que voy a permitir que tengas el mando solo porque tu papaíto lo dice, estás muy equivocado.

Perdiz se queda mirando a Foresteed, negándose a apartar la vista.

—Está bien saber que es usted un cobarde. ¿Por qué no me lo repite cuando pueda recordarlo, eh?

—Prefiero que te coja por sorpresa.

Perdiz retuerce el brazo y se libera de Foresteed, que le dice en voz alta:

—¡Enhorabuena por el compromiso!

Intenta llegar hasta Weed antes de que este salga por la puerta.

—¡Arvin! —grita.

Pero su antiguo compañero no se detiene.

Perdiz se abre camino a codazos por un corro de mujeres.

—Lo siento, disculpen. —E intercepta a Arvin justo antes de que se escabulla—. ¿Estás evitándome, por casualidad?

—¡Perdiz, hombre! Tenía ganas de saludarte pero te he visto tan ocupado que he tenido que renunciar.

—¿De veras? Fíjate que yo habría dicho que intentabas escaquearte.

—No, no. Qué cosas tienes.

Perdiz lo coge por el codo y lo lleva hacia una esquina del salón.

—Arvin, a mí no me vengas con tonterías.

—Oye, que duele. A todos no nos dieron las mismas potenciaciones. ¿Podrías aflojar un poco?

Perdiz lo suelta y le pregunta:

—¿Qué potenciación te dieron a ti? ¿Cerebral y…?

—Conductiva. Yo superviso mis propias potenciaciones, Perdiz. Me han dado unos recursos y un poder increíbles. Ni te lo imaginas.

—Desde luego que no. Yo aquí no soy más que un peón, Arvin. Y dime, ¿a qué vienen tanto alboroto y tantas felicitaciones? ¿Cuál ha sido la hazaña esta vez?

—No estoy en posición de contarlo.

Perdiz baja la voz.

—¿Estamos hablando de la cura?

Arvin mira al suelo y menea la cabeza muy lentamente. ¿No? ¿No se trata de la cura?

—¿Y qué es entonces?

—No puedo decírtelo. —Arvin se pone nervioso.

—No te alteres, Weed. Mira, yo confío en ti.

—Bueno, en eso haces bien, porque estoy al cargo de toda la siguiente fase —dice alardeando.

—¿Qué va a pasarme, Arvin?

Este se aprieta el nudo de la corbata.

—¿Cómo va el meñique?

—Bien. No cambies de tema.

—Es realmente extraordinario lo que podemos llegar a hacer hoy en día. Regenerar un dedo ¿Tú te imaginabas de pequeño que podría llegar a hacerse algo así?

—Si quieres que te diga la verdad, nunca pensé que podría necesitar regenerarme el meñique. —Una camarera pasa junto a ellos con una tabla de quesos—. No, gracias —le dice Perdiz y, en cuanto se aleja, le susurra a Arvin—: No evites la pregunta. Quiero saber qué va a pasar con mis recuerdos.

—La memoria es muy traicionera. No es infinita, es como una red. Tu mente es un océano. Y solo se puede dragar hasta cierto punto.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que hay cosas que se recuerdan conscientemente y otras que se asientan en el estrato más profundo del subsuelo marino de la memoria, en el subconsciente. Y lo que llega a esa profundidad no puede tocarse. Podemos intentar acabar con los caminos que llevan hasta allí, pero poco más. Luego, pasado un tiempo, cuando apenas se accede ya a esos caminos dañados, se cierran para siempre.

—Pero yo no tengo que preocuparme por nada de eso, ¿verdad, Arvin? Tú estás al mando y vas a encargarte de todo.

Weed vuelve a parpadear, con los mismos guiños nerviosos y casi imperceptibles que le hacía a Perdiz durante la repurificación. Está de su lado, casi seguro.

—Te ha vuelto a crecer el meñique, Perdiz. Es asombroso. Deberías alegrarte del favor que te ha hecho la ciencia.

—Sí, supongo que sí.

—Alégrate de eso —le dice Weed como si fuese una orden.

—Que sí, que me alegro. Estoy encantado de tener de nuevo el meñique. ¿Te vale?

—Y todo porque, como todavía existía una parte fundamental de tu meñique, pues se pudo regenerar. —¿Está diciéndole Arvin que también podrá recuperar la memoria porque en lo más hondo seguirá existiendo una parte fundamental?—. Está oscureciendo.

Perdiz mira a los invitados congregados en la terraza.

—Se ha hecho tarde.

—Ya solo va a oscurecer cada vez más.

Esas últimas palabras de su amigo hacen que le recorra un escalofrío: se trata de una advertencia. Está claro que, por mucho que Perdiz crea saber, Arvin Weed sabe más.

Su antiguo compañero se queda mirando un jarrón con flores y toca el centro de una flor.

—No es la cura —susurra—, es peor, Perdiz. —¿Qué puede haber peor que la cura? Arvin le enseña el dedo manchado de polen—. Qué detalle…, flores de verdad. Me pregunto de dónde las habrán sacado.

Perdiz quiere hacerle más preguntas —tantas que no sabe ni por dónde empezar—, pero llega Iralene y se le cuelga del brazo.

—Me pillaste.

La chica se acerca a su oído y le susurra, como si estuviese contándole un secreto muy íntimo:

—Ya han sacado la tarta.

—Bueno es saberlo —responde Perdiz, que a continuación hace las presentaciones.

—Ya conozco a Arvin. Me alegro de verte.

Este le estrecha la mano torpemente, con demasiada fuerza, y luego se mira los zapatos. Siempre se ha puesto nervioso delante de las chicas. Es reconfortante que haya cosas que no cambian.

—¿De qué os conocéis?

—De clase. He estado asistiendo a lecciones particulares en la academia, para repasar un poco. Sería una vergüenza no poder mantener conversaciones inteligentes contigo, Perdiz. ¿No te parece?

—Nos hemos cruzado por los pasillos en un par de ocasiones cuando he ido a visitar a algún amigo —apunta Weed.

—¿Y quién te ha dado clases? —le pregunta Perdiz a la chica—. ¿Qué profesores?

—Pues unos y otros. Era tan aburrido que apenas lo soportaba.

—¿Glassings? ¿Welch? ¿Quién?

Iralene se encoge de hombros y dice:

—¿Y qué más da uno que otro, en realidad?

—Tengo que irme —tercia Arvin.

—¿No quieres un poco de tarta? ¡Es de limón!

—Gracias, pero estoy lleno y tengo que irme ya.

—Ah —dice Iralene haciendo un mohín—. Qué pena que tengas que irte.

Arvin le sonríe pero no parece tener nada más que decir. Se vuelve para irse pero retrocede entonces y dice:

—Te veo mañana, Perdiz.

—¿Mañana?

—Tu padre es una gran persona pero no destaca por su paciencia, la verdad. Han fijado el procedimiento para mañana.

—Pero… no. Es demasiado pronto.

—¿Y qué quieres que le hagamos? Lo único que puedes hacer es prepararte mentalmente.

«Mentalmente», piensa Perdiz. ¿Cómo se prepara uno para que le quiten un trozo de mente?

Arvin hace una pausa, como si quisiera añadir algo, pero mira a Iralene y su presencia lo retiene. En lugar de decir lo que quiere, Perdiz comprende que va a intentar decirlo de otra manera.

—¿Qué pasa? —pregunta Iralene.

—Nada. Que me alegro mucho de que Perdiz haya vuelto, eso es todo. —Mira entonces al chico y le dice—: Me alegro de que hayas vuelto… de que estés aquí.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Iralene, que le da un codazo a Perdiz.

—¿Que haya vuelto? ¿Aquí? ¡Qué gracia!, pero si nunca me he ido.