Pressia

Luciérnagas

Después de andar durante una hora, encuentran el paso subterráneo, que, aunque algo vencido, sigue en pie. Se sientan en el suelo y comen de las provisiones que ha traído Il Capitano, carne en salazón. Cuando terminan, este se ofrece a hacer la primera guardia y sube a las antiguas vías, donde se sienta.

—Deberíamos abrigarnos y ponernos de espaldas al viento —le propone Bradwell a Pressia.

Esta asiente y se tumban el uno al lado del otro, él aovillado junto a ella y con un brazo por su cintura. El corazón le aporrea el pecho pero es una sensación que contrarresta lo que tiene en el estómago, ese viejo resquemor al que llama miedo. Miedo ¿a qué? A perderlo.

—¿Qué crees que quería decir Hastings con lo de que el avión tenía cierto valor sentimental? —le pregunta Pressia.

—Según Walrond, Willux es un romántico. ¿No son sentimentales los románticos? —¿Será Bradwell en su fuero interno un romántico? ¿No es ese baúl que conserva lleno de recuerdos del pasado un síntoma de lo sentimental que es?

—¿Sabes qué tiene valor sentimental para mí?

—¿El qué?

—Las cosas que no recuerdo, sobre las que solo he oído hablar.

—¿Como qué?

—Como las luciérnagas. En el Antes. ¿Tú las recuerdas?

—Llegó un momento en que, de tantos productos químicos como echaban en los jardines, no quedó ninguna, pero si te alejabas un poco y te ibas a los campos sin sembrar, podías verlas encaramadas a la hierba y despidiendo una lucecilla amarillenta. Mi padre me llevó una vez al campo a verlas. Se encendían y se apagaban, como un parpadeo, y luego cazamos unas cuantas y las metimos en un tarro de cristal al que le hicimos agujeros en la tapa. —Pressia siente el aliento cálido de Bradwell en la oreja—. Pero creía que querías saber sobre las Detonaciones, no sobre el Antes.

—Ahora ya he recordado cosas. Alguna que otra.

—Justo después de las Detonaciones aparecieron otra clase de insectos.

—¿De qué clase?

—Eran más gordos que las luciérnagas, una especie de mariposas azul fluorescente que aparecían y desaparecían en el aire —explica Bradwell—. Eran bonitas. Cuando me fui de casa de mis tíos, había gente muriendo por todas partes, pero algunos de los pocos que todavía podían andar intentaban atrapar esos bichos fosforescentes, esas llamas en miniatura… Parecían eso: llamas disparadas por flechas. Estuve a punto de seguirlas, al recordar a mi padre y los eriales, pero una mujer me cogió del brazo y me dijo: «No las sigas, van detrás de la muerte». Intentó disuadir a gritos al resto, pero no la escucharon.

—¿Y qué le pasó a la gente que intentó atraparlas?

—Los que tocaron esas llamas (aunque solo fuese un segundo para llevárselas a algún hijo moribundo) no duraron mucho. Enfermaron en cuestión de horas y murieron al cabo de unos días intoxicados por la radiación… muertes rápidas y violentas.

Pressia se encoge de hombros y comenta:

—Tengo una sensación que no se me va.

—¿De qué se trata?

—Es en la barriga. Antes pensaba que era miedo, pero tal vez sea culpa.

—¿Y de qué ibas a sentirte tú culpable?

—De estar viva.

Intenta imaginarse las mariposas de luz, revoloteando y desapareciendo, y a la gente enferma y tambaleante intentando atrapar una parcela de belleza. Y entonces piensa en su madre en el bosque, igual de enferma y tambaleante, arrodillada junto a su hijo moribundo, el mayor, Sedge. Siente una vez más el peso del arma en la mano y el pitido en los oídos… Y de repente está llorando.

—Pressia. —Bradwell la abraza con fuerza—. ¿Qué te pasa? —Su voz es seria, parece asustado.

—No puedo decírtelo.

Oye el revoloteo de las alas de los pájaros de la espalda de Bradwell, que se rozan contra la tela de la camisa. No puede mirarlo, es incapaz de decir nada. La neblina de sangre la rodea como una nube.

El chico se incorpora un poco e inclina la cabeza para apoyarla contra la de ella.

—Cuéntame. Cuéntame lo que te pasa.

—La maté… Creía que era lo que debía hacer, pero ahora… no estoy segura, no lo sé.

—No, yo estaba allí, y fue un acto de piedad.

A Pressia le cuesta respirar.

—Yo también sentí lo mismo durante mucho tiempo, Pressia. Arrastré esa culpabilidad durante años.

—¿De qué te sentías culpable?

—Yo estaba durmiendo tan tranquilo en mi cama mientras mataban a mis padres. No me desperté ni con los disparos.

—Pero si eras muy pequeño —Pressia se vuelve y lo mira—. No fue culpa tuya.

—Igual que tampoco tú tienes la culpa de la muerte de tu madre. Fue clemencia. Yo estaba allí, lo vi con mis propios ojos.

—Yo sé por qué no le hicieron caso a la mujer que advertía de las mariposas azules.

—¿Por qué?

—Comprendo por qué hicieron lo que hicieron: necesitaban algo que atrapar y a lo que aferrarse. Necesitaban belleza. No sé explicarlo, pero debían de sentir la necesidad de creer que podía surgir algo bonito del horror. Entiendo el impulso de querer creer de nuevo en algo bello, y sostenerlo así entre las manos.

Aunque está oscuro, ve el resplandor de los ojos de Bradwell, que la miran fijamente, con intensidad; después le coge la cara, entre esas manos cálidas, fuertes y curtidas, y la besa. Pressia cierra los ojos y le devuelve el beso, al tiempo que siente los pechos de ambos uno contra el otro. Tiene los labios calientes. Lo sujeta por la camisa.

Cuando se apartan, los dos están jadeantes.

—¿Qué querías decirme ahí fuera cuando estaba rodeado de terrones?

—Algo sobre caer… sobre cómo me haces sentir como si… me estuviese cayendo y fuese a estrellarme.

Bradwell la besa con besos cortos, en la boca, en la mejilla, por el cuello.

—Cuando te conocí, pensé que estábamos hechos el uno para el otro, a pesar de que, en algunos sentidos, parecíamos muy distintos y no parábamos de pelearnos. Pero ahora…

—¿El qué?

—Ahora no creo que estemos hechos el uno para el otro, sino que nos estamos haciendo el uno al otro, para convertirnos en las personas que seremos. ¿Sabes a lo que me refiero?

Sí, al instante, y le parece lo más auténtico que ha oído en su vida.

—Sí —contesta Pressia; lo besa antes de añadir—: Sé a que te refieres.