Pressia

Cinta americana

Através de la valla Pressia divisa un viejo tiovivo, un tanto desvencijado pero todavía en pie. El tejado de lanzas desnudas sigue unido a las barras de los caballos, mientras que el desfile circular de animales está congelado y deteriorado, con los cuerpos medio derretidos y los hocicos retorcidos; a uno blanco se le ven los dientes, pero el cuello y la crin los tiene planos y doblados. Hay pezuñas curvas y colas cortadas. Pero lo peor de todo son los ojos: inertes y muy abiertos, algunos derretidos, bajando por las curvas de la cara. En otro tiempo aquel tiovivo estaba impecable y era un capricho inocente, lo que hace que sea aún más triste verlo así.

—No podéis pasar —les dice Fandra—. Lo han visto. —Señala a Il Capitano y Helmud, que tiene apoyada la barbilla en el hombro de su hermano.

Il Capitano está junto a Hastings, cuya hemorragia se ha detenido un poco, pero que aún tiene la cara contraída por el dolor.

—¿Yo? Pero ¿qué he hecho yo? —pregunta Il Capitano.

—¿Yo? —pregunta a su vez Helmud, claramente ofendido.

—Sí, tú, por estar al mando de la ORS —le dice Fandra, que de repente se deja llevar por la rabia—. Has matado a gente a la que queríamos. ¿Crees que podemos olvidarlo?

—Ah. —¿Qué puede decir en realidad? Era un líder cruel y despiadado.

Pressia intenta mediar:

—Ha cambiado —dice, aunque sabe que no va a servir de nada; se ha percatado de la forma en que está apretando la mandíbula su amiga—. Ahora salva vidas y ayuda a la gente.

—Eso no importa. La única razón por la que todavía no le han disparado —Fandra mira por encima de su hombro, hacia lo alto del cuello roto de la montaña rusa— es porque va con un profeta.

—¿Qué profeta? —se extraña Pressia.

—Bradwell —responde su amiga.

El chico se queda un tanto perplejo.

—Bueno, yo no soy ningún profeta…

Il Capitano los interrumpe:

—Mira, odiadme o amadme, haced lo que queráis, pero tenemos a un soldado que necesita ayuda. —Hastings.

—Acogerán al que está muriendo —dice Fandra—. Ellos recogen a los moribundos, así fue como acabé yo aquí.

Aquella observación llena a Pressia de esperanza: los supervivientes que viven allí no son solo los que escaparon de la ORS en la ciudad. Ya vivía allí gente cuando las Detonaciones. Y tal vez existan más grupos parecidos, y su padre forme parte de uno.

Justo en ese momento se produce una vibración eléctrica y se abre la verja, por la que aparecen varios supervivientes escuálidos con una camilla hecha con una sábana atada a dos barras de metal.

—Tengo que saber qué ha sido de mi hermano —les dice Fandra mirando a Pressia y Bradwell—. La última vez que vi a Gorse fue en una batalla encarnizada. ¿Consiguió volver?

—Sí, está bien —la tranquiliza Bradwell.

—Sabía que lo conseguiría, ¡lo sabía!

Para levantar a Hastings en la camilla tienen que auparlo entre todos los que han aparecido por la verja. La música metálica sigue resonando por el sistema de sonido para mantener a raya a los terrones. Los supervivientes están ojo avizor, aunque de vez en cuando miran de reojo a Bradwell, a quien se nota que admiran. Un profeta.

—Esperad —murmura Hastings—. Necesitáis saber adónde ir.

—Y tu codificación conductiva no va a dejarte decírnoslo —replica Bradwell—. ¿Qué vamos a hacer, si puede saberse?

Hastings sacude la cabeza.

—No.

—Bajadlo un minuto —les pide Il Capitano.

Los supervivientes lo apoyan con cuidado en el suelo.

—¿Que no qué?

—Tenías razón en no confiar en mí. No era la codificación conductiva lo que me impedía daros la información. Tengo fuerza suficiente para burlarla.

—Entonces, ¿por qué no nos la has dado? —pregunta Il Capitano.

—Si os lo hubiese dicho, no hubieseis tenido razones para que siguiera con vosotros; no quería ser prescindible.

—Pues dínoslo ahora —interviene Pressia.

—A Fignan. Se lo diré a Fignan, él entenderá la información.

Bradwell se descuelga la caja de la espalda y la enciende.

—Treinta y ocho grados, cincuenta y tres minutos, veintitrés segundos, norte; setenta y siete grados, cero minutos, treinta y dos segundos, oeste —recita Hastings.

Fignan ronronea mientras va aceptando los datos y parpadea con una luz verde cuando lo asimila todo.

—Espera, dinos por qué es distinta esa aeronave. ¿Por qué no está bien protegida como el resto?

—Lo único que sé es lo que he oído, que tenía cierto valor sentimental para Willux. No sé cómo ni por qué. Y no está custodiada porque no cree que ningún miserable pueda llegar allí con vida.

—Ah —se limita a decir Pressia.

—Perdón. Creía que querías saber la verdad.

Vuelven a alzar la camilla y se llevan a Hastings hacia el interior del parque de atracciones.

—¿Podréis cuidarlo bien? —le pregunta Il Capitano a Fandra.

—Tenemos algunos suministros médicos y un paramédico que estaba con sus hijos pasando aquí el día de las Detonaciones. Sabe lo que se hace. —La verja se cierra tras la camilla de Hastings con el mismo zumbido eléctrico.

Pressia intenta recordar las explicaciones del abuelo sobre amputaciones: el ángulo en que debe cortar la sierra, la mejor forma de evitar que las astillas del hueso caigan en la herida, cómo vendarla y los líquidos para evitar que se pegue a las vendas, la elasticidad de los calcetines de lana, la presión, etcétera.

—Dile que no dejen de presionar las arterias, que cada gota de sangre que se desperdicia es crucial. Si se suman todas, puede perder al paciente.

El abuelo perdió a uno en cierta ocasión, una niña con una pierna aplastada a la que, al convulsionar sobre la mesa, se le aflojó el torniquete. Intentó colocárselo de nuevo pero, entre los estragos en la pierna y que no paraba de salir sangre, fue imposible atárselo.

—Se lo diré —dice Fandra, que a continuación baja la voz y le susurra a Pressia—: Me alegro de que estéis los dos juntos, que hayas encontrado a alguien a quien amar que te ame a su vez.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Pues de ti y Bradwell —susurra Fandra, sorprendida de que Pressia no sepa de qué le habla.

Pressia sacude la cabeza y le dice:

—No, no estamos juntos.

Fandra sonríe.

—He visto cómo te mira.

—Va a anochecer —le dice Bradwell a Fandra—. ¿Hay algún lugar seguro donde podamos pasar la noche?

La chica señala a lo lejos.

—Hay un paso subterráneo de piedra, la antigua vía de un tren elevado. No os pasará nada si os turnáis para hacer guardia.

—Gracias por habernos ayudado. De no ser por vosotros, estaríamos muertos y rematados.

—Te lo debemos, y lo sabes, Bradwell. Muchos de los que estamos aquí les debemos la vida a tus clases de Historia Eclipsada, al subterráneo, a ti. ¡Gracias!

—De nada —dice Bradwell visiblemente emocionado.

—Supongo que habéis emprendido viaje con un propósito importante, ¿no es así? —les pregunta Fandra.

—O descabellado, como prefieras —apunta Il Capitano.

—Pues nada, continuad, ¡y seguid siempre adelante!

La chica se aparta entonces de la valla y Pressia la echa de menos al instante. Pero no solo a ella, también su infancia, y la casita hecha con sábanas, la tienda de campaña a la que llamaban «casa».

—Volveremos a vernos —le dice Pressia.

Fandra asiente y sale corriendo hacia el interior del parque de atracciones, por donde desaparece.

Parte del cielo está atravesado por un trozo de torre del que cuelgan bastidores calcinados de sillas.

Pressia intenta imaginarse por un momento cómo tuvo que ser quedar atrapado ahí arriba durante las Detonaciones: todo cegado por la luz, la fuerza del calor y, de sobrevivir a todo eso, verte suspendido en el aire, pendiendo por encima de la tierra y viendo la histeria colectiva y la destrucción por doquier. Mira a Bradwell. Fandra ha creído que están juntos, que se tienen el uno al otro: alguien a quien amar que te ame a su vez. Y de repente siente como si hubiese subido a una de esas atracciones y tuviese el estómago revuelto por las emociones. Bradwell, con la camisa desgarrada y salpicada de sangre, por la que se le ve la piel. Sus mejillas rojizas, sus pestañas oscuras. Bradwell.

Empiezan a andar, pero no puede evitar mirar hacia atrás, hacia la montaña rusa, negra y huesuda contra el cielo del anochecer.