Humanidad
Los chicos de la academia están ya despiertos, con las radios encendidas a un volumen moderado tras las puertas cerradas. Perdiz se sabe todas las canciones de la lista permitida. La que oye ahora va sobre la playa, lo que se le antoja bastante cruel teniendo en cuenta que no volverán a ver una en la vida.
—¿Adónde vamos? —le pregunta a Iralene, que mira entonces de reojo al guardia, buscando su aprobación.
Este asiente. Iralene se lo ha presentado, se llama Beckley.
—Tu padre está preparado para verte.
—¿En serio? —Siente un fuerte vuelco en el estómago—. Qué bien, por fin un poco de tiempo padre-hijo. ¿Dónde está?
Iralene vuelve a mirar a Beckley.
—En su despacho —responde este.
Está en el centro médico donde lo torturaron. Tiene muy pocas ganas de volver allí.
Al final del pasillo se abre una puerta y aparece un grupo de muchachos más jóvenes que él; solo conoce a dos por el nombre, a Wilcox Brenner y a Foley Banks. Estos se fijan primero en el guardia y luego en Perdiz e Iralene. No tardan en reconocerlo, siempre ha sido así. Sin embargo, ahora ve nuevos indicios en sus reacciones, aunque es incapaz de interpretar sus expresiones: ¿es miedo, entusiasmo o, simple y llanamente, alarma?
Parecen saber también quién es Iralene, que los saluda con la cabeza, en un gesto muy regio.
—¡Eh, Perdiz, hola! —grita uno de ellos, y cualquiera diría que es fan suyo o algo parecido.
Beckley se adelanta y se pone delante de Perdiz, como si el chico quisiese atacarlo.
Los demás lo mandan callar.
—Chis —le susurran.
Está claro que ha estado circulando alguna historia sobre él. Ojalá le hubiese preguntado a Glassings qué es lo que iban diciendo por ahí.
Cuando los chicos doblan la esquina, Perdiz pregunta:
—¿Qué han estado contando sobre mí?
—Tu historia se ha filtrado a la prensa —le aclara Beckley. En realidad solo hay un periódico, el Al tanto—. Aunque ligeramente maquillada.
—A esa propaganda no se le puede llamar periódico. No son más que comunicados de prensa de la Cúpula y crónicas de sociedad.
—Lo que te convierte en una crónica de sociedad —tercia Beckley.
El guardia abre una de las pesadas puertas que dan al patio; en el acto los ojos de Iralene revolotean por los árboles falsos y los arbustos cuadriculados como si estuviese ya hastiada de todo lo que la rodea; mira el mundo igual que un preso al que le han aplazado la pena por un corto periodo de tiempo.
—¿Y qué es lo que se cuenta sobre mí? —le pregunta en voz baja a Iralene.
Esta lo ignora, alza la barbilla y mira al frente.
—Beckley, ¿no vamos a ir en coche?
—Las órdenes son que os lleve en monorraíl.
—Pero seguro que están abarrotados a esta hora… —arguye nerviosa Iralene.
—Cierto —reconoce Beckley.
—No me gusta que la gente se me quede mirando —sigue protestando entre dientes.
—¿Por qué iban a mirarte, Iralene? Anda, cuéntame lo que dice la prensa, por favor.
—¿Es que no te acuerdas? —le pregunta tímidamente la chica.
—¿Cómo quieres que recuerde algo que nunca ha pasado? ¿Y si me lo cuenta Beckley?
Van caminando por el camino de piedra que pasa por delante de los edificios de la escuela y que conecta con el monorraíl de la planta inferior. Beckley abre de nuevo una puerta para que pasen.
—Iralene y tú os conocisteis en un baile y os enamorasteis. Y entonces te pusiste a hacer bravuconerías para conquistarla y tuvisteis un accidente de coche y te quedaste en coma. Ella ha estado a tu lado todo este tiempo, dedicada a ti. Se rumorea que estáis prometidos en secreto.
—Ajá. Entonces ¿nunca me escapé?
—No.
—¿Nunca puse mi vida en peligro, ni encontré a mi madre, ni vi cómo mataban a mi hermano, ni…?
—¡Chist! —sisea Iralene. El edificio de la escuela está vacío porque es sábado. Los pasillos retumban con sus pisadas y con los susurros de Iralene—. Tu padre me contó la verdad sobre la chica que te retó a escaparte para que le demostrases tu amor.
—¿Lyda? —¿Su padre la ha escogido como cabeza de turco?
—Sí, esa. —Iralene parece irritada con la sola mención de Lyda. Abre el bolso, saca un pañuelo, se lo pone y se tapa hasta la nariz con él.
—¿Esa es la historia secreta que te ha vendido mi padre?
La chica no responde.
—Pues eso no es lo que pasó, que lo sepas.
—Pero te arrepentiste, claro —prosigue Iralene—. Y allí fuera te hirieron, te hicieron mucho daño, ¡y casi te matan por culpa de ella! —Mira de reojo la férula del dedo—. Tu padre se ha apiadado de ti. ¡Hay gente que ha sacrificado su vida para salvarte!
Perdiz no sabría decir si la chica se cree o no lo que está diciendo.
—Venga ya, Iralene. No me digas que te crees esa patraña.
—Podrías estar un poco agradecido —le dice Beckley, como reprobándolo—. Mi primo está ahora en las Fuerzas Especiales por culpa de los efectos colaterales.
—¿Qué efectos?
—Pues la búsqueda secreta para salvarte, y luego para encontrar a esos miserables en unas condiciones tan extremas —dice Iralene—. Han tenido que reforzar las Fuerzas Especiales para ayudar a esos pobres desdichados.
Bajan el tramo de escaleras.
—Pero si los mandaron para que me atraparan… ¿Y se sabe también que mi padre soltó arañas robot para que volasen por los aires a esos pobres desdichados y no parasen hasta que yo volviese?
Iralene se detiene en un rellano.
—Déjalo ya, Perdiz. —Alarga la mano y le aprieta el brazo—. No digas esas cosas. —Se lo dice muy en serio, suplicándole.
—¿Se puede saber por qué estás tan molesta, Iralene? ¿Porque sabes que estoy diciendo la verdad o porque crees que debería seguir la corriente y mentir yo también? Pero, dime, ¿qué mentira he de escoger? Hay tantas donde elegir.
La chica se queda callada.
—No vuelvas a hablar de Lyda en tu vida —le advierte Perdiz.
Iralene se recompone rápidamente. Cuando las escaleras tiemblan con el ruido de un monorraíl que está llegando, los tres aligeran el paso y alcanzan el andén justo cuando aparece el tren.
Iralene se pega más el pañuelo a la nariz.
—Odio como huele aquí. ¿Tú no, Beckley?
—¿A qué huele? —pregunta Perdiz.
La chica lo mira y ladea la cabeza.
—¿No lo hueles?
Las puertas correderas se abren.
—No, ¿a qué te refieres?
Se suben al vagón, que está lleno de gente que charla entre sí. Sin embargo, en cuanto se vuelven y los miran, se hace el silencio. Una madre y sus dos hijos se levantan de sus asientos como un resorte y se los ofrecen.
—No, gracias —le dice Perdiz.
Pero la mujer insiste:
—¡Por favor! No pasa nada, es un honor.
Se teme que si vuelve a rechazarla, la mujer entre en pánico, de modo que los tres se sientan, Perdiz entre Iralene y el guardia. El tren se impulsa hacia delante y luego se desliza sobre los raíles.
—Es el olor a humanidad, Perdiz. Huele a mortalidad, a muerte.
Perdiz recuerda el olor acre a ceniza y muerte en el viento; a sangre, y ese aire con aroma a hierro después de que mataran a su madre y a su hermano. Eso sí que olía a muerte.
La gente sonríe y los saluda con gestos, pero no solo a él, también a Iralene, que todavía tiene la cara medio cubierta por el pañuelo, aunque se ve que está devolviéndoles la sonrisa.
—Somos pareja —le dice esta—. Y yo soy la que permaneció a tu lado durante el coma, el primer nombre en tus labios cuando te despertaste.
—Iralene…
La chica sacude la cabeza; aunque está al borde del llanto, consigue sonreírle.
—Tenías razón: hay muchas verdades. Y yo elijo una siempre que quiero. Es la única forma de que esto funcione. Si tú quieres, Perdiz… —Y a continuación entrelaza sus dedos con los de él, en la mano del meñique malo.
Perdiz siente todos los ojos sobre él. No puede retirar la mano, se vería como un rechazo y se dispararían los rumores. Le haría mucho mal a Iralene, podría hasta ponerla en peligro. Ese es el papel que le han dado a la chica en su vida, su misión; y puesto que se niega a matar a su padre, esa es la verdad que tiene que prevalecer…, por ahora. ¿Qué piensa decirle a su padre cuando lo vea?
El monorraíl va deslizándose por los túneles y deteniéndose en andenes muy iluminados. La gente que se baja los saluda, mientras que los que suben se quedan igual de sorprendidos por la presencia de los chicos. Perdiz se entretiene mirando por la ventanilla y, cada vez que el tren entra en un túnel, no ve más que su expresión desconcertada que parpadea en el cristal. Por un momento se imagina allí a Lyda, al otro lado del cristal, y quiere decirle que no está traicionándola, que todo eso pasará y regresará a por ella.
El tren se detiene con una sacudida. Beckley es el primero en levantarse, como si necesitaran un escudo humano para llegar hasta la puerta. Perdiz, por su parte, suelta la mano de Iralene: no quiere tener que cogérsela todo el rato, allá donde vayan.
Salen a otro andén de luces estridentes y de ahí pasan a la fluorescencia del propio centro médico. Ese es el olor que le pone malo, no el de humanidad —no, nada más lejos—, sino el del cáustico antiséptico que utilizan para tapar la enfermedad y el fuerte olor sulfuroso que se desprende durante las potenciaciones. Recuerda a los chicos de la academia escoltados hasta sus habitaciones, donde se desvestían y se metían en los moldes de momias, así como la sensación casi asfixiante de la potenciación recorriéndole las células; después se sentía agotado, pero, al mismo tiempo, lleno de una energía nerviosa e irregular, como si todos los órganos, tejidos y músculos estuviesen exhaustos salvo su sistema nervioso, que acababa de recargarse como una batería.
Mientras caminan hacia los ascensores, las reacciones son las mismas que en el tren. Por suerte el ascensor va vacío. Beckley pulsa el botón de la cuarta planta.
—¿Por qué vamos a la cuarta? Ahí no está el despacho de mi padre.
—Lo han trasladado a un ala especial —le explica Iralene.
Lo han llevado a la parte del hospital reservada para los enfermos más graves. La última vez que lo vio fue desde la pantalla de la sala de comunicaciones de la granja. Parecía débil, con su parálisis y el pecho hundido, pero de ahí a que su padre, Willux, esté en la planta de aislamiento le resulta inverosímil.
—¿Tan enfermo está?
—Se encuentra bastante delicado…, pero es algo temporal, claro —le dice Iralene.
Beckley comunica por radio la inminente llegada.
En el ascensor solo se oye una melodía muy baja que sale de un altavoz que no se ve. Da la impresión de estar generada por ordenador para producir un efecto calmante, aunque es tan falsa que a Perdiz le provoca justo lo contrario: la música artificiosa lo irrita.
Cuando se abren las puertas, se encuentran con varios técnicos que les tienden batas blancas, zapatillas de papel, mascarillas, gorros de plástico y guantes.
Iralene y Beckley extienden los brazos para que les pongan las batas, levantan las manos para los guantes e inclinan la cabeza para los gorros; se nota que están acostumbrados al ritual.
—A mí ni se os ocurra tocarme. Pero ¿qué os pasa?
Los técnicos aguardan inmóviles mientras se viste por su cuenta. Cuando no alcanza a atarse los lazos por detrás de la bata, un técnico se adelanta y lo ayuda. Por alguna razón aquello le resulta de lo más bochornoso, como si no pudiese atarse sus propios zapatos. Se siente ridículo con aquel gorro de ducha de plástico y los guantes le aprietan las muñecas. Cuando empieza a andar, las zapatillas de papel resbalan. Se siente humillado, como un niño. Con lo manipulador que es su padre, Perdiz se pregunta si aquello será también parte de su plan.
Guiados por media docena de técnicos, atraviesan unas puertas automáticas y dejan atrás a dos guardias armados hasta los dientes. Entran en un ala donde las habitaciones están vacías y solo la zona de enfermeras rebosa actividad; es evidente que solo tienen un paciente: Ellery Willux.
Los técnicos se detienen antes de llegar a la puerta que hay al final del pasillo.
—Dentro hay un guardia —le dice uno—, pero ha pedido verte a solas.
Ahora todos se quedan a la expectativa: los técnicos, los médicos, las enfermeras, Iralene y Beckley, incluso los dos guardias armados al otro lado de las puertas de cristal.
Perdiz asiente.
—Por mí, bien.
Se dispone a entrar en la habitación cuando Iralene le toca el codo. Se vuelve y la besa en la mejilla. Toda la habitación suspira como si fuese lo más entrañable que han visto en su vida. Iralene no parece notar que está enfadado; en lugar de eso le toca la nariz con mucha delicadeza, como si fuese un gesto secreto entre ambos. Perdiz mira a su alrededor, a todas las caras expectantes.
—Buena suerte —le susurra Iralene.
Pone la mano en la puerta pero, justo antes de abrirla, sufre una oleada de esperanza desmedida: se imagina que al abrir la puerta no estará en una habitación de hospital, sino en un saloncito; su padre estará sano, sentado junto a su madre y Sedge, de pie al lado de la ventana. Le dirán que lo han querido poner a prueba, una especie de ritual de paso que se celebra generación tras generación. «Volvemos a ser una familia», dirá su madre, y entonces Lyda asomará por una puerta lateral.
Sabe, sin embargo, que todo eso es una auténtica locura.
Empuja la puerta y entra.
Tal y como le ha dicho el técnico, hay un guardia en posición de firmes junto a la cama, que está cubierta por una especie de tienda de campaña transparente y rectangular que se hunde levemente hacia dentro y luego se infla, como si la propia tela respirase. Hay varias bombas de aire que suben y bajan, al tiempo que otras máquinas emiten suaves pitidos. La única que reconoce es la que muestra el ritmo cardiaco de su padre.
Por mucho que todos esos aparatos pretendan alejar la muerte, la siente allí mismo.
Se queda un minuto pensando en su padre, en el hombre que lo meció en sus brazos de pequeño, que lo arropaba algunas noches, que siempre ha estado en su vida. Por muy diabólico que sea, y pese a ser un genocida —el mayor de la historia—, hay partes de Perdiz que nunca olvidarán quién es. Tu padre puede ser la persona más odiosa y temible, sí, pero en lo más hondo siempre esperas que sea quien te salve. Perdiz se siente débil, y recuerda lo que le dijo Lyda: que sigue deseando que su padre lo quiera.
Y entonces oye su voz:
—Perdiz…
Y en el acto al chico se le encienden las mejillas y se le acelera el pulso. Ese hombre mató a su madre y a su hermano: eso tampoco lo olvidará nunca. Se acerca a la tienda y ve el óvalo rojo que es la cara de su padre, recubierta por una piel escamosa. Pero ahora tiene el cuello y una mano ennegrecidos, como si se le hubiese muerto todo el tejido epidérmico. La mano se le ha atrofiado y parece una garra, doblada hacia su pecho como si estuviese protegiéndole el corazón.
Su padre pulsa un botón a un lado de la cama y la tienda de plástico se repliega. Aunque no abre los ojos, saca la barbilla hacia fuera, como si se dispusiera a hablar. Tiene el pecho encerrado en una especie de artilugio metálico, que es lo que produce los sonidos de inspiración y espiración; debe de contener algo que bombea aire a los pulmones, porque hay tubos de oxígeno atornillados a ambos lados que le llegan hasta la nariz. Perdiz se imagina arrancando los tubos, una imagen fugaz pero que no puede evitar ver con todo detalle: su padre boqueando como un pez y estirando las mejillas hasta que se ponen tan tensas que revientan.
—Perdiz —susurra su padre cuando la caja que tiene en el pecho le insufla aire—. Sabía que volverías.
—Bueno, tampoco es que haya sido un acto voluntario, que digamos.
—Has vuelto… —Los pulmones se le contraen y se le expanden en la caja— porque no me odias. Dime que no me odias.
—¿Ahora vas a ponerte tierno conmigo, después de tantos años?
Su padre abre los ojos y parpadea bajo las luces fluorescentes; tiene una especie de nube sobre la retina. Le brillan la piel de la mano hecha garra y la del cuello, como envueltas en otra capa de piel que parece barnizada.
—Te he preparado una vida aquí. Un mundo en el que puedes viajar. Una chica. ¿Te has fijado?
—¿Que tú me has buscado a mí una chica? —Perdiz se agarra a los barrotes de la cama de su padre.
El guardia se adelanta.
—¿Señor? —le dice a Willux.
—No pasa nada. Es muy fogoso, pero son cosas de la edad.
—Por cierto, felicidades por tu boda —sigue Perdiz.
—No seas irreverente.
—Eres un enfermo.
—Me estoy muriendo.
—No me refería a eso.
—¿Piensas aceptar lo que… —La máquina gorgotea— …lo que se te ha ofrecido? Aquí eres un héroe.
—Yo no quiero ser ningún héroe.
—¿Y qué quieres?
—Ser un líder.
Su padre pulsa otro botón que hay en los barrotes, y la cabecera de la cama se levanta.
—He estado esperando… oírte decir esas palabras.
—¿De veras?
—¿Quién más iba a querer que me sucediese? ¿Quién sino mi hijo?
Willux extiende su mano buena y la pone en la mejilla de Perdiz. Tiene los ojos llorosos y brillantes. Nunca le ha visto llorar. Sedge era el favorito de su padre, el que estaba destinado a hacer grandes cosas.
—¿Es eso posible? —le pregunta Perdiz.
—Tú podrías ser el líder que los llevase de vuelta… al exterior. Yo ya no voy a poder.
—¿Fuera de la Cúpula?, ¿al Nuevo Edén?
—Yo no estaré para verlo.
—¿En serio crees que podría hacerlo? —A lo mejor no tiene por qué matar a su padre ni esperar a que muera; tal vez este se lo dé todo, así sin más.
Su padre aparta la mano de su mejilla.
—Pero tendrás que demostrarme tu voluntad de dejar atrás el pasado, de seguir adelante, con nosotros, aquí en la Cúpula. Y no solo a mí, sino a los que conforman mi círculo más cercano, los que conocen la verdad de tu huida.
A Perdiz no le gusta como suena aquello.
—¿Y cómo puedo demostrar mi lealtad?
—No queda mucho tiempo.
—¿Qué tienes pensado?
La caja metálica que recubre los pulmones de su padre resopla y suelta una buena bocanada de aire.
—Tu mente.
—¿Mi mente? —Perdiz se siente desfallecer—. ¿A qué te refieres?
—Quiero la parte que recuerda que nos abandonaste, y a la chica de los ojos azules, y a los miserables de ahí fuera; que todo lo que pasó fuera de la Cúpula se borre.
—¿Cómo? No.
—¿No te persigue la visión de la muerte?
Se aparta como un resorte del cuerpo decrépito de su padre, va hasta la pared del fondo y pone las manos sobre los azulejos fríos; la férula del meñique resuena contra la cerámica.
—Querrás decir del homicidio.
—También te lo borrarán. Todo lo malo, lo feo, lo oscuro.
Ve el cuerpo ensangrentado de Sedge, la cara de su madre despedazándose mientras el cráneo de su hermano estalla. Sangre… Un fino rocío de sangre como una nube que rompe a llover. Por un momento desea que todo eso desaparezca, el recuerdo entero, pero no puede ceder, y se niega a perder todo lo que tiene algún significado para él.
—No —responde.
—Es la única forma, la única manera de dejar que me sucedas. ¿No es lo que querías?
—Pídeme otra cosa, lo que sea. —Mira a su padre y se imagina estrangulándolo, hundiéndole los pulgares en la garganta.
—Es la única forma. Te casarás con la chica.
—¿Con Iralene?
—Te casarás con ella y demostrarás tu lealtad dejando que te quiten esos recuerdos, esa mínima fracción de tu pasado, y punto. —El padre cierra los ojos.
—¿Y si me niego?
El hombre sonríe y se le agrieta parte de la piel de la cara.
—No soy un hombre muy indulgente.
Perdiz sacude la cabeza.
—Pero si ni siquiera es posible. ¿Cómo vas a borrarme recuerdos concretos, ni aunque quisieras? Es un farol.
—Ese muchacho, Arvin Weed, es un genio —le dice en voz muy baja, como si estuviese quedándose dormido—. Puede hacer casi cualquier cosa. Casi…
Arvin Weed puede borrarle los recuerdos de su huida, de haber conocido a su hermana Pressia, a Bradwell y las madres, a Il Capitano y los terrones, el reencuentro con su madre y su hermano, y de estar con Lyda en la cama de bronce de la casa sin techo.
Pero no puede salvar a Ellery Willux de la degeneración célula a célula, no puede salvarlo de la muerte. O al menos, de momento. Pero mientras esos aparatos inspiren y espiren por él, ¿no sigue abierta la carrera? Si su padre muere, quiere a Perdiz al mando; pero lo que no ha dicho es que, si Arvin descubriese la cura, su padre ya no lo necesitaría como líder. De modo que si está dispuesto a cederle las riendas, Perdiz tiene que cogerlas, y rápido.