Crazy John-Johns
En cuanto Il Capitano, Bradwell y Hastings abren fuego, a Pressia le zumban los oídos y la visión se le emborrona con la arena y el polvo. Sostiene con fuerza el cuchillo y está lista para seguir peleando cuando recibe un golpe tan fuerte en la espalda que cae hacia delante con todo el peso del cuerpo, y el cuchillo sale disparado. Derrapa por el suelo apoyando la palma de la mano y se la desuella.
Al instante oye al terrón y su respiración fatigosa. Cuando se vuelve para encararlo, nota que se le ha desprendido el vendaje con el que sujetaba los viales, se le ha soltado por el arañazo que le ha dado el bicho por la espalda. Antes de poder pegárselos de nuevo al cuerpo, salen rodando en tres direcciones distintas.
—¡Bradwell! ¡Capi! ¡Hastings! —grita.
El terrón se abalanza sobre ella y Hastings dispara y le vuela la cabeza, que cae rodando al suelo.
A lo lejos la tierra empieza a convulsionarse y se levanta una nube de polvo. Una fina grieta parte en dos la tierra y se va abriendo cada vez más rápido en dirección a Bradwell, que no se da cuenta porque está mirando a todos lados con la cabeza en alto.
—¡Bradwell, muévete! —le grita Pressia.
Pero el sonido del temblor es tan fuerte que este no la oye. En cuanto se zafa del terrón muerto, quiere correr hacia él para salvarlo. Aunque los viales… No puede dejarlos ahí. Alarga la mano y va cogiendo el primero y el segundo.
El tercero, sin embargo, no logra alcanzarlo; no puede perderlo, es demasiado valioso. Se impulsa hacia delante pero en ese momento el suelo empieza a resquebrajarse junto al vial y el líquido ámbar retiembla.
Una mano cubierta de barro surge entonces y un terrón despeluchado aparece, encorvado y maltrecho. El vial tiembla junto al cuerpo grueso y embarrado cuando este se incorpora. La mano izquierda del terrón choca contra el vial, que se aplasta bajo la palma.
—¡No! —grita Pressia.
El líquido empapa la mano del terrón y al instante el barro y la arena reseca se resquebrajan y sus articulaciones se inflan y se ensanchan. La piel se vuelve rojiza y de aspecto más humano, una gran mano humana hinchada. Es impresionante: humana, inmensa y fuerte.
El terrón se queda mirándose la mano, se la frota contra el pecho, la mantiene en alto y se queda boquiabierto. Después se limita a mirar a Pressia, quien, con los otros dos viales en el puño, se escabulle a gatas y se apresura a ponerse de pie y salir corriendo.
—¡Agáchate! —le grita Il Capitano.
Pressia le hace caso y se hace un ovillo. Su amigo aprovecha entonces para abatir al terrón de un tiro.
Cuando Pressia levanta la cabeza, ve que la tierra en torno a Bradwell sigue resquebrajándose, que unas delgadas fisuras oscuras zigzaguean alrededor de sus botas. Ahora también él lo ve por fin: está rodeado de grietas cada vez mayores.
—¡Bradwell! —chilla, aunque no puede ayudarlo. Aprieta los viales. ¿Podría haberlo hecho si no hubiese vuelto a por ellos? Siente náuseas—. ¡Bradwell! —le grita de nuevo, a pesar de que no sirve de nada.
Hastings, con sus reflejos hiperrápidos, corre hacia él y levanta en el aire el cuerpo del chico, que aterriza sobre un hombro y mira aturdido a su salvador. Justo entonces, sin embargo, se abre un agujero junto a las botas del soldado y este se precipita dentro. Intenta salir pero no se trata de un agujero, sino de otra trampa, que salta de golpe y le atrapa una pierna. A Hastings le sobreviene el pánico y empieza a disparar al propio suelo, perforando la tierra. Tiene los ojos enloquecidos, y Pressia reconoce esa mirada que ya ha visto antes en las Fuerzas Especiales: mitad terror, mitad determinación. Hastings redobla los esfuerzos para salvar lo que queda de él. Retuerce la parte superior del cuerpo hacia delante y hacia atrás como si estuviese enganchado en un anzuelo, mientras utiliza la pierna que tiene en tierra firme para impulsarse y salir de la trampa.
Bradwell lo ve forcejear y da un paso tambaleante hacia atrás.
—¡No! —chilla Il Capitano, y su hermano lo imita al punto.
Pressia, en cambio, sabe que es lo único que puede hacer el soldado, de modo que se da la vuelta para no verlo.
Y entonces cruza la mirada con el terrón muerto cuya mano ha absorbido el contenido del vial de su madre. Se le han ensanchado los músculos y ahora tiene una mano con un volumen y una potencia que suben por su antebrazo. Piensa en lo que su madre le contó a Perdiz, que la medicina bionanotecnológica de los viales «no separa los tejidos, sino que se adhiere para construirlos». La células humanas de la mano del terrón se han reconstruido a una velocidad vertiginosa. Es una clase de cura de la que no se sabe hasta dónde va a llegar y que no deshace las fusiones. ¿Qué harían los viales con las células humanas perdidas en el interior de su puño de muñeca? Le maravilla lo hermoso de la transformación, la humanidad repentina de la mano de aquel ser, con esa elasticidad firme de la piel sobre el hueso y ese tejido muscular. Y entonces oye el escalofriante chasquido detrás de ella. Hastings profiere un grito ronco y sonoro que parece no terminar nunca. Pressia se vuelve.
Se ha liberado arrancándose la pierna de rodilla para abajo. Tan solo le queda un colgajo de carne, tendones y músculo.
Hastings da dos saltitos y se cae; la sangre que le chorrea muslo abajo riega la tierra.
—¡Necesitamos un torniquete! —grita Bradwell.
Pressia se pega los viales al pecho con la cabeza de muñeca y, con la otra mano, se saca el cinturón. Corre hacia Hastings y Bradwell, que está arrodillado a su lado.
—Lo voy a poner todo lo pegado que se pueda a la herida. Hay una arteria, la femoral, que va hasta detrás de la rodilla. Tenemos que cortarla o se desangrará.
Bradwell la mira impresionado.
—Soy nieta de un cosecarnes. Tuve que sujetar a muchos pacientes durante las amputaciones.
Bradwell aguanta el muslo de Hastings mientras Pressia pasa el cinturón en torno a la carne de la pierna y luego lo aprieta con toda su fuerza. Il Capitano le echa una mano y, entre los dos, fuerzan un nuevo agujero en el cuero para sujetarlo en el sitio.
—Hastings —le dice Bradwell al tiempo que le coge por la tela del uniforme—. Quédate con nosotros, aguanta, ¿vale?
Il Capitano mira alrededor y dice:
—Vamos a morir aquí en medio.
—Morir aquí en medio.
Pressia también lo siente. El olor de la sangre está atrayendo a los terrones.
—Bradwell.
El chico la mira y le dice:
—No lo digas, ya lo sé. Tendría que haber tenido más fe en Hastings, y puede que en la gente en general.
—No es eso.
Quiere decirle algo, pero ¿qué? Pueden morir aquí mismo y la última vez que estuvieron en esa situación no pudo pensar ni hablar con claridad. ¿Quiere decirle que la hace sentir como si estuviese cayéndose?, ¿que quiere que él sienta lo mismo por ella?
—¿Qué pasa, Pressia?
Tiene la impresión de que le va a reventar el pecho. El viento y el polvo los envuelven en una nube. Lo coge de la manga. Y entonces, de repente, se oye una música por encima de sus cabezas, las notas metálicas de una melodía alegre que sale a todo volumen por un viejo sistema de sonido, retumbando por la realimentación. La canción está tan gastada que parece hacer gorgoritos.
—Es como el camión de los helados —dice Bradwell, pero Pressia no sabe a qué sonido se refiere. ¿Los helados iban en camiones que emitían música?
Hastings intenta levantar la cabeza.
—No te muevas —le dice Bradwell.
Los terrones conocen la canción: por las miradas de sus caras contraídas y su parpadeo frenético, se ve que la canción significa algo horrible para ellos. Levantan la cabeza hacia el cielo y se golpean las orejas con los brazos; acto seguido se arrodillan, inclinan las cabezas y algunos se ponen a gemir y gritar.
Al poco, algo surca el aire con un silbido. Una cabeza de terrón cae hacia atrás, grita y, cuando pega la barbilla al pecho, se lleva la mano al ojo, de donde le sale sangre que le cubre la piel polvorienta. Otro proyectil restalla junto a Bradwell, que empuja a Pressia contra el pecho de Hastings para cubrirla. Il Capitano y Helmud se tapan también las cabezas.
Los terrones empiezan a meterse de nuevo en la tierra, aunque con movimientos muy lentos, posiblemente por el pánico que están experimentando, presume Pressia. Llueven más proyectiles sobre los bichos. Uno impacta cerca de Pressia y rueda hasta ella: es una bolita dura. La coge y Bradwell la ve y le pregunta:
—¿Una pistola de bolas?
—¿De bolas?
Miran hacia el parque de atracciones en busca de los atacantes.
—¿De dónde vienen? —pregunta Bradwell.
En ese momento un dardo cruza el aire y le perfora la sien a un terrón, al que se le congelan los ojos. Emite un sonido gutural, como gárgaras, y se cae hacia delante, inerte.
Pressia mira el cuello largo y nudoso de la montaña rusa.
—Sean quienes sean, nos están protegiendo.
Mientras la música sigue sonando, los terrones se van encogiendo y volviendo a la tierra, hasta que por fin los últimos pares de ojos que quedan parpadean, una, dos veces, y desaparecen.
La alambrada que valla el parque está rodeada a su vez por estacas que deben de estar bien clavadas en el suelo, pues los terrones pueden avanzar bajo tierra. Pressia ve entonces la parte de arriba de la cabeza de plástico del payaso, la grieta que recorre su calva como si estuviese a punto de partirse en dos y descubrir otra cosa por dentro. Tiene un semicírculo rojo chillón por boca, una nariz que es una pelota roja y unos ojos muy saltones. Se siente observada.
No lejos de la cabeza de Crazy John-Johns, hay un poste bastante alto que sigue de pie, a pesar de estar mellado y curvado por el centro. En la parte de arriba hay conectados dos megáfonos que se abren como lilas metálicas: de ahí es de donde sale la música.
—¿Quién vivirá ahí dentro?
Bradwell está de pie mirando a través de la alambrada.
Il Capitano y Helmud se levantan y se acercan, mientras que Pressia, en cambio, se queda al lado de Hastings.
—¿Se han ido los terrones? —le pregunta este.
—Por ahora sí.
Pressia se siente medio mareada, el lento y agotado repiqueteo de notas flotando todavía en el aire. El viento sigue azotando con su frío.
—Alguien de ahí dentro nos ha salvado. Necesitamos que nos ayuden, tenemos que poner a salvo a Hastings.
—Podéis dejarme aquí. No seré más que una carga.
—Ni se te ocurra —replica Bradwell—. Me has salvado y nunca lo olvidaré.
—Va a oscurecer dentro de poco —comenta Pressia—. Y ahora que el coche ha muerto…
—No digas que ha muerto —interviene Il Capitano—, está solo… descansando.
—Descansando —recalca Helmud.
—Vale, bueno, pues con el coche descansando somos blancos fáciles.
—Pressia tiene razón —coincide Bradwell—. Debemos averiguar quién hay en el parque. Necesitamos ayuda.
Pressia ve un dardo ensangrentado en el suelo, uno que un terrón se ha sacado del ojo y ha tirado. Va hasta él y lo mueve con la bota. Un extremo está sujeto con cinta americana.
—Mirad.
Il Capitano se acerca.
—¿Cinta americana? Dios… qué recuerdos…
La chica se dirige hasta la valla del parque de atracciones y divisa al otro lado una especie de cobertizos cuadrados; imagina que en otros tiempo fueron casetas de feria, donde la gente ganaba peces de colores en bolsas, igual que el abuelo de joven en sus ferias italianas. ¿No le había contado que lanzaba dardos contra globos sujetos a un corcho?
Una sombra pasa corriendo de un cobertizo a otro y Pressia la sigue por la valla con la esperanza de volver a verla. Y bien que la ve.
Se trata de una chica con una larga melena dorada toda revuelta. Tiene la mano izquierda impedida, con un muñón justo por debajo del codo.
Es Fandra.
Después de todo ese tiempo su mejor amiga sigue con vida Es como si le hubiesen devuelto una parte de su ser: y allí están la barbería en ruinas, Freedle en su jaula balanceante, el abuelo con la pierna cortada y el ventilador renqueante en la garganta. Fandra y ella jugaban a las casitas, con mantas extendidas entre la mesa y la silla. Pressia comprende ahora que esa casa, la que construyó con su imaginación infantil y la ayuda de Fandra, era la más segura y auténtica de todas.
—¡Fandra! —grita.
La chica corre hacia la alambrada y se sujeta a ella con la mano buena. Lleva una falda larga, zapatillas de deportes y un viejo cortavientos verde, medio derretido por la parte del cuello. Pressia pega la mano a la de ella y ambas entrelazan los dedos a través del metal.
—¡Eres tú! —Se siente casi mareada de la felicidad.
—¡Pressia! Pero ¿qué haces tú aquí?
—¿Fandra? —Es la voz de Bradwell—. ¿Eres tú de verdad?
La chica rubia lo mira y esboza una gran sonrisa.
—Hola, Bradwell.
Magullado y polvoriento, el chico se queda sin saber qué decir.
—Creía que… y que había sido culpa mía… —Se adelanta unos pasos, pero sin mucha convicción, como si estuviese ante un espejismo.
—Pues yo no soy la única que consiguió llegar hasta aquí, Bradwell. El subterráneo… ¡funcionó! Lo que pasa es que no pudimos avisaros.
A Bradwell le ruedan dos lagrimones por las mejillas llenas de ceniza.
—Eres parte de la Neohistoria —le dice.
—¿La Neohistoria?
Por detrás de las casetas, donde hay un tren en miniatura cauterizado a un tramo de vía circular y el disco volcado de lo que en otros tiempos fuera un carrusel de tazones, van asomando más cabezas.
—¿Fennelly? —dice Bradwell acercándose medio aturdido hacia la valla—. ¿Stanton, eres tú?
—¡Sí, señor!
—No me lo puedo creer. ¡Verden! ¡Lo conseguiste! Estaba convencido de que habías muerto, de que todo era culpa mía.
—Si estamos aquí —dice Fandra—, y estamos vivos, es gracias a ti.