Il Capitano

Ojos

Il Capitano le grita a Hastings que suba al coche, pero este está en el suelo con las armas en posición de tiro. Dios, ¿qué es lo que hace temblar la tierra de esa manera? Terrones, seguro. Pero ¿de qué clase? ¿Y cuántos tienen que ser como para que sacudan de tal forma a Il Capitano, que siente las vibraciones por las costillas y por las de su hermano, como reverberándole en la espalda?

—¡Hastings! —vuelve a gritar.

—¡Déjalo! ¡Sube al coche! —le grita a su vez Bradwell.

—¡Con Hastings no se puede razonar, Capi! —le chilla Pressia.

Tiene razón: es probable que esté programado para que sea así de valiente, y que no tenga otra opción más que tirarse al suelo y luchar. A Il Capitano le encantaría poder superar sus propios instintos y emociones, sobre todo el miedo, que le araña el pecho por dentro como un animal atrapado.

El polvo, la tierra y la arena se arremolinan a su alrededor. Mira fijamente a Pressia, que tiene las mejillas coloradas por el azote del aire ceniciento. Quiere que Bradwell deje de ser tan protector con Pressia. ¿Por qué tiene que cogerle así de la mano? La chica tiene dos pies con los que mantenerse, no necesita ninguna ayuda.

—¡A cubierto! —grita Hastings.

—¡Vale! —chilla Il Capitano.

Pressia y Bradwell vuelven a meterse juntos en el asiento de atrás, al tiempo que Il Capitano y Helmud se ponen tras el volante. Todos cierran las puertas de golpe, bajan el pestillo y aseguran las ventanillas. El coche retiembla sobre la trampa del tazón. Helmud ha escondido la cabeza tras la espalda de su hermano.

—¿Por qué no se dejan ver? —se pregunta Pressia—. Sabemos que están debajo de tierra. ¿Por qué no salen?

—Están jugando con nosotros —opina Il Capitano—. Tenemos que limitarnos a esperar para ver a qué nos enfrentamos.

—¡No podemos quedarnos aquí! —grita Pressia por encima del viento atronador y del ruido del temblor de tierra.

—Hastings no va a poder mantenerlos a raya él solo —opina Il Capitano.

¿Sería capaz de salir y apoyar a Hastings? ¿Tiene las suficientes agallas? Comprueba la munición del rifle y piensa en su padre y en cuando lo licenciaron por problemas mentales. ¿Fue porque no era lo suficientemente duro?, ¿o lo tomaron por loco porque era demasiado osado? ¿Cuál es la herencia que le dejó? Ojalá lo supiera.

—Por mucho que el coche aguante, seguirán esperándonos fuera. Moriremos de deshidratación —dice Bradwell.

—No pienso permitir que eso pase.

—¿Que eso pase? —murmura Helmud nervioso tras el cuello de su hermano.

Bradwell se coge del asiento de Il Capitano y se impulsa hacia delante.

—Si salimos ahí, nos comerán vivos.

—Estamos perdidos hagamos lo que hagamos. Yo prefiero salir y pelear que esconderme aquí como un cobarde.

—¿Me estás llamando cobarde?

—Si tu idea es quedarte aquí a esperar la muerte, entonces sí, te estoy llamando cobarde.

—Cobarde, cobarde —dice Helmud como si estuviese confesándose.

—Mira, Capi, tú lo que eres es un…

—¿Un qué?, ¿qué soy? ¿Un desgraciado que no tenía unos papás profes o algo así?

—Eso no es…

—¡Mirad! —les grita Pressia señalándoles la ventana.

La tierra se ondea y se cubre de unos puntos del tamaño de una moneda, cada uno titilando a su ritmo, hasta que uno por uno van surgiendo ojos de la tierra. Cientos, tal vez miles. Parece como si hubiesen plantado algo y todas las semillas brotasen de repente, pero en lugar de flores, crecen ojos, todos parpadeando para librarse de la arena; ojos húmedos y batientes, con polvo y tierra por los bordes, que guiñan y relucen como unas extrañas almejas u ostras que se hubiesen abierto camino en hordas por la arena.

Bradwell suelta el asiento del conductor y dice:

—¡Mierda! ¿Qué es eso?

Il Capitano ya había visto alguna vez un ojo o dos por los secarrales; suelen ser tan solo un mínimo vestigio humano fusionado con la tierra y perdido para siempre. Pero Hastings, que sigue intentando no perder el equilibrio, se queda también aturdido cuando los ve, tanto es así que se tambalea hacia atrás y se cae contra el coche, con todas sus armas resonando contra el capó.

Pressia se adelanta y coge del brazo a Il Capitano, que se asombra tanto que casi le pega un bandazo con la mano. No está acostumbrado a que la gente lo toque, es un oficial. Intenta no moverse ni un ápice.

—No son solo ojos, ¿verdad? —le pregunta Pressia.

—No, no lo creo —responde Il Capitano con voz carrasposa.

Cuando la chica lo aprieta con más fuerza, siente que se le encienden las mejillas.

—¿Qué podemos hacer? —le pregunta esta.

—Mantenernos unidos.

—Unidos —dice Helmud llamando la atención sobre el hecho de que ellos se mantienen unidos siempre.

Il Capitano le lanza a su hermano una rápida mirada de odio.

—¿Qué quieres decir con que no son solo ojos? —pregunta Bradwell.

La mano de Pressia sigue en el mismo sitio.

—El temblor —dice esta—. ¿Y si hay cuerpos debajo, bichos grandes de verdad?

—Pues deberíamos intentar huir antes de que se levanten, si es que es eso lo que piensan hacer —opina Bradwell.

La mano de Pressia le suelta el brazo.

—No tenemos otra opción, esto solo puede ir a peor.

Hastings descarga una ráfaga de una de sus automáticas. Apunta a los propios ojos, que desaparecen en el suelo en cuanto las balas atraviesan la tierra y levantan finas columnas de polvo que se arremolinan con el viento.

El suelo, sin embargo, empieza a temblar con más violencia que antes.

—No debería haber hecho eso —dice Pressia.

Como respondiendo a la amenaza, unas cabezas bulbosas y polvorientas, con pómulos, bocas abiertas y protuberancias redondeadas por orejas, emergen de la tierra. Levantan sus espaldas y sus brazos descarnados. Les pesa tanto el cuerpo por la tierra que dan la impresión de estar intentando salir del asfalto. De la arena van surgiendo torsos, grupas, piernas.

¿Humanos?

Tienen un aspecto de lo más demacrado, con las costillas marcadas y las espaldas huesudas, aunque los hay también más gruesos, con las cinturas envueltas en un sucio tejido enrollado que había sido piel. Siguen moviendo los ojos con furia, mientras el resto de la cara, en cambio, parece muerto, lacio y con la mandíbula caída. Se mueven como si tuviesen los brazos y las piernas hinchados y las articulaciones rígidas.

Hastings se vuelve y dispara pero, al contrario que los terrones cercanos a la Cúpula, estos ni se parten en dos ni se desgarran. No, las balas forman agujeros negros y surge sangre que al instante se coagula, se oscurece y se hace costra casi en el acto.

—¿Por qué no se mueren? —dice Pressia.

Il Capitano, como por instinto, gira la llave en el contacto, reaviva el motor y pisa el acelerador.

—¿Qué haces? —le chilla Bradwell.

—Sacarnos de aquí. —Il Capitano mete la marcha atrás pero la rueda está demasiado hundida. Las traseras se limitan a levantar tierra, polvo y rocas. Intenta empujar el volante, como urgiendo al coche a que salga del agujero—. ¡Venga, venga!

Helmud está arañándole la espalda a su hermano, como si pudiera cavar un hoyo en ella y esconderse dentro. Fuera, Hastings no deja de disparar.

—¡Capi, esto no funciona! —le grita Pressia.

Un puño enorme golpea el parabrisas y al cabo aparece una cara en el campo de visión, con unos párpados que se mueven furiosos y un pozo negro insondable por boca; mientras, otro terrón aporrea con las pezuñas las ventanillas laterales.

Hastings está intentando esquivarlos. Cada bala los paraliza por unos instantes, pero lo único que puede hacer es disparar como loco, y no solo a los que rodean el coche sino también a los que surgen a su alrededor.

El coche no tarda en verse cubierto de manos que golpean y arañan. Il Capitano oye los disparos de Hastings pero ya no lo ve. Lo que peor lleva son esos ojos, vivos y enloquecidos; preferiría unos ojos mortecinos, lacónicos y vidriosos como los de los zombies. Llevaba mucho tiempo sin pensar en esa palabra. Solía bajarse películas pirateadas que no estaban en la lista permitida, filmes de terror. Y después de las Detonaciones vio en persona esos ojos muertos, esas caras quemadas y esos cuerpos que andaban como si fuesen de plomo, a paso lento y constante. Una vez vio a uno que se agarró al tronco de un árbol y, al quitar la mano, se le desprendió toda la piel del brazo, como un largo guante negro.

Un terrón se aparta de golpe de la ventana entre aullidos y molinetes. Tiene un ojo destrozado, solo le queda la cuenca. Se cae y clava las rodillas en el suelo. ¿Por qué a este sí lo ha abatido? ¿Por qué ahora? El resto de terrones corren hacia el que se retuerce —tal vez atraídos por el olor a sangre o por el agudo chillido humano— y, con sus piernas pesadas, lo rodean. Con la cuenca herida chorreando sangre sobre el ojo bueno, que no para de parpadear para quitársela, se queda mirando al resto de su especie y abre los brazos de par en par, como rindiéndose.

—¡Moveos! —les grita Hastings—. ¡Ahora!

Mientras los terrones se comen al caído, Bradwell e Il Capitano salen del coche pero Pressia se queda congelada ante la escena.

—¡Pressia! —la llama Bradwell, que vuelve a meterse en el coche con Fignan bajo el brazo—. ¡Vamos, venga! ¡Muévete!

Pero parece como si no lo oyera: está paralizada por el horror de ver cómo los terrones se comen a su semejante. Il Capitano se hace hueco en el asiento trasero y le dice:

—Pressia, escúchame. ¿Me oyes?

La chica asiente.

—Tú solo cierra los ojos. Ciérralos, vuelve la cara y mírame a mí.

Pressia parpadea y a continuación cierra los ojos.

—Ahora vuélvete.

Gira la cabeza y abre los ojos. Por un segundo Il Capitano se queda sin habla; la forma en que lo mira hace que se le corte la respiración: con esperanza, como si realmente lo necesitara.

—Venga, ahora vamos a salir y no vas a mirar atrás, ¿vale? —La chica lo coge del antebrazo y sale del coche.

El brazo canijo de Helmud aparece por encima del hombro de su hermano con algo en el puño; al abrirlo, todos ven que es… ¿un pájaro?

Pressia lo coge.

—Un cisne. Gracias, Helmud.

—Vaya, nos ha salido artista el hermanito, ¿eh, Helmud? —dice Il Capitano enfadado con él: el muy idiota ha tenido que robarle su momento. ¿Ha estado todo ese rato tallando un cisne?—. Él siempre haciendo regalos.

Echan todos a correr, con las armas a la espalda, colina abajo hacia el parque de atracciones.

—¿Estás bien? —le pregunta Bradwell a Il Capitano.

—¡Perfectamente!

—Gracias por lo que has hecho.

Il Capitano se niega a responder. Si lo hiciera, estaría admitiendo que en cierto modo Pressia es responsabilidad de Bradwell y, por lo que a él respecta, eso no es así. En ese momento el suelo tiembla con tal violencia que le hace perder el equilibrio y caer hacia delante con todo su peso y desollarse las palmas de las manos. Allí, justo delante de su cara, hay un ojo que parpadea con tanta fuerza que produce un chasquido. Se levanta, no obstante, y sigue corriendo.

El parque de atracciones se cierne ante ellos rodeado por una valla rematada con alambre de espino. A través de ella se ve parte del parque: un barco gigante volcado sobre un costado, una cabeza de payaso gigante —del propio Crazy John-Johns—, con el cráneo partido pero todavía unido a un cuello que es un muelle oxidado gigante, así como la noria, que debió de desprenderse del eje, rodar y quedar atrapada entre unos cables de alta tensión. La parte de abajo y los vagones multicolor están cubiertos por montañas de tierra. Aunque los colores han quedado desvaídos, sigue siendo una de las cosas más bonitas que ha visto Il Capitano en mucho tiempo. Piensa en la de veces que su madre les prometió que los llevaría. «El año que viene, cuando la cosa no esté tan achuchada». Poco antes de que la internaran en el sanatorio, le dijo que lo llevaría al parque de atracciones cuando volviese a casa pero él le respondió que le daba igual: «El Crazy John-Johns es una tontería. Ese payaso idiota me importa un bledo». Ahora, sin embargo, le habría gustado ir, al menos una vez. Sin aliento y aterrado, no puede evitar decirle a Helmud.

—¿Has visto eso?

—Has visto eso —afirma Helmud; tal vez a él también le traiga algún recuerdo.

—¿Por dónde? —grita Pressia.

—¡A la izquierda! ¡Seguidme! —les ordena Hastings, que con sus piernas largas y fuertes podría correr más rápido pero, en cambio, se mantiene a la altura de los demás, escrutando el suelo que pisan y el horizonte en todas direcciones.

—Son los ojos, ¿no? —grita Bradwell—. Es la parte más humana que tienen, y por tanto la más vulnerable. Si les damos en los ojos…

Il Capitano piensa en las alimañas de los escombrales y en que había que encontrar el trozo de vida que tenían a la vista, el tejido que respiraba bajo lo que parecía una coraza de piedra, y hundir el cuchillo allí para matarlos. «Los ojos —piensa—, claro». Se pone el arma por delante y dispara a todos los que lo miran desde la distancia.

—¡No! ¡Vas a atraerlos! —le grita Pressia.

Cuando Il Capitano se vuelve para ver, comprueba que la chica tiene razón. Unos cuantos terrones han apartado la vista de su presa y miran ahora hacia ellos.

Pressia saca el cuchillo y, sin parar de correr, lo clava en medio de un ojo, que explota en una lluvia de sangre y riega la tierra. El suelo suspira y luego se queda inerte. Esa muerte más silenciosa no atrae la atención del resto de terrones.

—Dame —le dice Bradwell tendiendo la mano—. Dame el cuchillo, yo lo haré.

—No, lo haré yo —replica Il Capitano.

Pero Pressia ya les ha pasado por delante corriendo y sigue agujereando un ojo tras otro, despejando el camino con cuchilladas certeras.

—Helmud, dame tu navaja de tallar.

Helmud sacude la cabeza: no, no, no.

—¡Que me la des ya!

No, no, no.

Il Capitano lleva la mano hacia atrás y le da a su hermano un coscorrón en la cabeza, a un lado y al otro.

—¡Que me lo des!

No.

—A lo mejor lo quiere hacer él —le sugiere Bradwell.

—¿Tú estás chalado?

—¡Chalado!

Pressia mira hacia atrás, con el cuchillo ensangrentado en la mano.

—¡Capi! —le dice. ¿Qué le quiere decir?, ¿que pare de pelearse con Helmud? ¿Quiere que le deje matar algún terrón?

En cualquier caso ya está claro que es una batalla perdida. Surgen terrones del suelo a ambos lados, y los que se han comido al herido están ahora pisándoles los talones. Son demasiados los que los están cercando. Así que… ¿por qué no complacer a Helmud? Total, de todas formas ni sabe ni tiene la musculatura ni la sincronización necesarias. En realidad le gustaría ver cómo fracasa. Después de haberle hecho un cisne a Pressia, eso le recordará su debilidad, su dependencia y que debería de saber cuál es su sitio.

—¿Preparado, Helmud?

—¡Preparado Helmud! —grita este.

Y así, cuando ve un terrón cercano, Il Capitano se agacha y se echa hacia la derecha. Helmud levanta entonces bien alto su navaja de tallar y la clava en la tierra, como a medio palmo del objetivo.

—¡Ni en sueños, amigo! ¡Anda, dame el puñetero cuchillo!

Helmud sacude la cabeza con fuerza y su hermano le deja intentarlo de nuevo.

Esta vez tiene mejor puntería y el ojo estalla lleno de sangre y desaparece.

—Este de aquí —le señala a Helmud, que vuelve a clavarlo en medio de un ojo.

Il Capitano prosigue y va dejando que su hermano siga acertando. Por mucho que lo odie por haberse salido con la suya, de pronto se siente orgulloso de él. Él los mantiene en pie, mientras su hermano va hundiendo la navaja. Forman un gran equipo, con ritmo y agilidad. A lo mejor Pressia ve lo buen hermano que es. Bradwell va pegado a ella e Il Capitano se acerca también ahora a ambos.

Hastings sigue a la zaga, atravesando un terreno moteado por ojos que vibra con la muerte de cada terrón, en rápidas convulsiones.

Pressia alza la vista y comprende ahora que son demasiados.

—No hay nada que hacer —dice—. Son muchos para nosotros.

Se detienen y se mueven en círculos lentos mientras los terrones avanzan.

La alambrada que rodea el parque de atracciones está a solo cincuenta metros a la derecha. Pero ¿será un refugio seguro? Hay gente vigilando desde lo alto de la montaña rusa. Es posible que estén conchabados con los terrones o que los utilicen para atraer presas; al fin y al cabo han sido ellos quienes han puesto la trampa del tazón, y tal vez todo forme parte de un plan.

—Capi, no hay nada que hacer.

A este le da un vuelco al corazón: es tan intensa la mirada de la chica, como si estuviera intentando memorizar su cara. Nunca nadie lo ha mirado así.

—Apuntad a los ojos y disparad.

—Pero así lo único que hacemos es atraer a más —replica Pressia, y entonces niega con la cabeza—. Bueno, aunque supongo que poco importa que nos maten cien terrones o mil.

—Hasta cierto punto es todo una cuestión de números —dice Bradwell.

—Haced lo que queráis. Yo voy a disparar —dice Il Capitano.

—Disparar —dice Helmud.