Lyda

Ciervo enano

Lyda ha aprendido mucho sobre el bosque. A esa hora de la tarde los animales se desplazan para beber agua y se toman un descanso después de todo el día escondiéndose. La luz que atraviesa la espesura de los árboles empieza a caer en perpendicular e ilumina las motas de polvo que viajan en el aire. En el bosque se oye un constante sonido titilante, así como el graznido retorcido de los pájaros en las copas y el agua que corre en busca de más agua con la que juntarse. Todo huele a tierra y polvo.

Madre Hestra va a la izquierda de Lyda, a unos cuantos metros de distancia. Aunque camina un tanto desacompasadamente porque lleva a Syden, apenas hace ruido. Lyda se sabe de memoria las palabras del revés que oscurecen la cara de la madre: «Los perros ladraban con fuerza. Casi había anochecido». Nunca le ha preguntado qué significan o por qué las tiene en la mejilla; sería de mala educación sacar el tema. Madre Hestra nunca le ha contado qué estaba haciendo durante las Detonaciones, ni en general casi nada sobre su vida en el Antes.

En el bosque el matorral es espeso, por eso cazan por allí. Se han hecho expertas en capturar los animales más pequeños: ciervos enanos, ratas, comadrejas que arrastran sus dos patas tras de sí, como un lagarto. A los depredadores más peligrosos los dejan para la noche; pero el riesgo siempre está ahí. Más de una vez las madres han pasado de ser cazadoras a cazadas por amasoides o alimañas.

Lyda es capaz de oler la madriguera diurna de un ciervo enano si no está muy lejos. Descansan por grupos y desprenden un penetrante olor almizclado, nada parecido al sutil aroma de los cachorrillos de perro, que en la Cúpula solían lavarse con champú. A Lyda le encanta el olor de las madrigueras, le hace sentir viva. La parte por la que coge el arco está pulida por su mano sudorosa; la flecha la ha fabricado a mano con la ayuda de Madre Hestra, mientras que el arco está hecho con fibra de vidrio, extraída de algo que desmantelaron, y cortada luego a tiras. La cuerda es delgada y reluciente. Siempre que la suelta, le produce una nota en el oído derecho, como si fuera un instrumento musical.

Lyda se cerciora de que la flecha encaje en la cuerda y esté lista para ser lanzada.

De pronto oye algo que se arrastra un poco por delante; se detiene y levanta una mano. Madre Hestra se queda inmóvil, mientras Lyda se agacha para buscar una buena línea de visión a través de los matorrales; la madre también apoya una rodilla y se queda en silencio, a la espera.

Lyda encuentra su blanco: un ciervo enano regordete que está apoyado en sus finas patas acortadas mientras olisquea con el hocico en el suelo. Si le da justo por detrás de los hombros, cortándole de tajo la médula espinal, el animalillo nunca sentirá el pinchazo de la flecha. Un tiro poco acertado supondría tener que buscar al animal herido entre el sotobosque y, probablemente, perder la flecha. Rara vez falla.

Tira hacia atrás de la cuerda y apunta abajo. Ha aprendido que el movimiento reflejo del ciervo es ir hacia atrás, para apoyarse en los cuartos traseros, más fuertes que sus patas delanteras acortadas. Apunta. Está preparada y su respiración es sosegada, pero conforme se imagina el vuelo de la flecha hasta el ciervo, siente que le vibra el pecho y la garganta, como si le hubiese dado un vuelco el estómago, por los nervios, y tuviese náuseas. Es lo mismo que le pasa a veces cuando piensa en Perdiz, la ola de calor que le entra al recordar besarlo y estar a solas con él. Mal de amores, así lo llamaban, y eso es justo lo que tiene. Con todo, suelta la flecha, pero al instante sabe que no estaba todo lo estable que debía estar y que va a desviarse.

Y no se equivoca: la flecha atraviesa las costillas inferiores del ciervo, que pega un chillido, como un cerdo, y se cae de lado, pero no tarda en levantarse y buscar cobertura.

Madre Hestra echa a correr, cuidándose de pegar la cabeza de su hijo contra el pecho, y adelanta a Lyda antes incluso de que esta se ponga en pie.

Lyda corre tras ella a través de la espesura. Quiere pedir perdón, pero no solo a Madre Hestra, también al animal, porque sabe que está sufriendo, aunque con suerte la herida dejará un rastro de sangre que la madre no tardará en localizar para poder librar de su sufrimiento al animal. No quiere que el olor a sangre atraiga a los híbridos más cruentos del matorral.

Sigue la estela de la madre, que avanza con rapidez y agilidad, a pesar del peso del niño; la mujer ha aprendido a compensar el desequilibrio. Lyda prepara otra flecha por si acaso asoman más animales. Madre Hestra guarda una pistola de un alijo que le quitaron a las Fuerzas Especiales los niños de sótano, pero solo la utilizará como último recurso, en caso de que la ataquen.

¿Por qué ha fallado? Tal vez haya comido algo en mal estado, o puede que simplemente tenga hambre. Vuelve a pensar en Perdiz, tan solo por un instante, antes de echarlo de nuevo de su cabeza. Tiene que estar alerta y presente en el bosque. Aprieta con más fuerza el arco, avanza unos pasos y ve a Madre Hestra junto al bulto peludo. El ciervo está jadeando y tiene la piel cubierta de la sangre que le chorrea por el hocico; el pobre echa la cabeza hacia atrás en un último intento por levantarse.

Madre Hestra saca la pistola y se rasca con saña las palabras de la cara selladas a fuego —«Los perros ladraban con fuerza. Casi había anochecido»—. No se molesta en taparle los ojos al crío: eso es parte de la vida. Lyda, en cambio, aparta la mirada y oye entonces un crujido amortiguado. Sabe que es la culata del arma contra el cráneo del ciervo. ¿Para qué malgastar una bala? El animal descansa ya en paz, piensa Lyda, pero, cuando rodea un árbol y ve a Madre Hestra y el ciervo, sabe que ha pasado algo. La madre le dice:

—Estaba embarazada. A veces pasa eso, que cuando mueren el cuerpo expulsa el feto para darle una oportunidad de vivir.

En el suelo hay desparramado un cuerpo mojado, resbaladizo y sin pelo, con los ojos hinchados y cerrados con fuerza. Lyda sabe que es una imagen que se le quedará grabada, que la verá por la noche antes de cerrar los ojos y la perseguirá.

Lyda se vuelve, incapaz de seguir mirando. Se agacha, apoya una mano en el suelo y vomita. La sorpresa es mayúscula, pues ya está bastante acostumbrada a la sangre; nunca antes le había pasado. Se asombra aún más cuando vuelve a vomitar.

Madre Hestra le pone una mano en el hombro y Lyda se pone en pie y se limpia el sudor de la frente; está sudando a pesar del frío que hace.

La madre la mira de una forma muy extraña. «Los perros ladraban con fuerza. Casi había anochecido», Lyda se dice para sus adentros. ¿Por qué esas palabras? ¿Por qué? No le gusta cómo está mirándola, con esa intensidad, con esa angustia. Por fin la madre le dice:

—Hace tiempo que no sangras, ¿verdad?

—¿Que no sangro?

—Tu periodo.

Lyda se pone colorada. En la Cúpula no se habla de esas cosas; hay un pequeño armarito con todo lo necesario en los baños de la academia femenina y no hace falta hablarlo. Pero lleva un tiempo sin venirle y había dado por sentado que se debía a tanto cambio físico, al trabajo duro y a las comidas tan extrañas y escasas.

—Sí, es verdad.

—¿Te acostaste con el chico?

—¿Perdón? —Lyda se echa hacia atrás y se sacude el polvo de las rodillas de los pantalones.

—Te custodiamos todo el tiempo y os mantuvimos separados. Intentamos salvarte y ¿nos encontramos con esto? ¿Te hizo daño?

Lyda sacude la cabeza.

—¿Te obligó a hacerlo?

—¿El qué?

—¿Ni siquiera sabes de qué te estoy hablando?

Lyda sí lo sabe. Una vocecita en su interior sabía la verdad y ella lo ha comprendido nada más ver el feto del ciervo, ¿no es cierto? ¿No ha sido en parte por eso por lo que se ha vuelto y ha vomitado? Ahora lo sabe pero es incapaz de hablar.

—Estás embarazada, eso es lo que pasa. Tenemos que decírselo a Nuestra Buena Madre.

—No puede ser.

Tiene que haber un malentendido. Perdiz le preguntó si estaba segura pero ella creyó que hablaba de otra cosa. El embarazo no es más que un malentendido. De pronto el bosque se le antoja peligroso, con la luz del atardecer mermando.

—Pues sí que puede. Yo sé lo que me digo.

—Pero si no estamos casados… —Solo estaban jugando a ser marido y mujer.

—¿No sabes cómo funciona? ¿Nunca te lo ha explicado nadie?

Lyda piensa en las clases de cuidados infantiles, en cómo poner ungüento en la piel levantada, cómo quitarle la costra al cuero cabelludo del bebé, cómo frotarle pasta en las encías. Del embarazo no le enseñaron nada, y las niñas se limitaban a cuchichear.

—No, no sé cómo funciona.

—Bueno, pues ya lo has aprendido a golpe de experiencia.

Piensa en la cama de bronce, en su cuerpo y el de Perdiz en el suelo bajo los abrigos. Embarazada… Le está creciendo un niño por dentro. ¿Cómo será de pequeño? Quiere ver a su madre, tiene que contárselo. Pero es posible que no vuelva a verla en la vida.

—¡Madre Hestra! —Lyda le tiende las manos—. ¿Qué va a ser de mí?

La madre la abraza y le dice:

—Nuestra Buena Madre dictaminará al respecto. Ella sabrá lo que es mejor.

—¿Dictaminar? —Se abraza a la madre con más fuerza.

—Ella es la juez de todos los asuntos.

Lyda se echa hacia atrás y busca con la mirada la cara de la otra.

—¿Qué va a hacer conmigo? ¿Me castigará? ¿Me desterrará?

—Ya se me ocurrirá la mejor forma de contárselo. No va a pasarte nada —le susurra. El bosque la arrulla también con sus suaves titileos—. Chist, ya está, chisst…