Perdiz

Árbol de Navidad

Cuando se levanta, Perdiz ve ante él la cara de Julby, la hija de cinco años de Hollenback. Solía despertarse en ese mismo cuarto cuando pasaba las vacaciones de invierno con la familia. Oye a la mujer cantando en la cocina; siempre andaba canturreando canciones de amor sobre muñecos de nieve y paseos en trineo. Julby ha crecido y tiene las paletas melladas.

Vino aquí anoche después de dejar a Glassings. Fue andando hasta el piso de Hollenback, que tenía la aldaba de la puerta —con forma de cabeza de león, la mascota de la academia—, adornada con cinta rizada, la típica manualidad que la señora Hollenback les enseñaba a hacer a las chicas (en una asignatura de historia del hogar como forma de arte). Bajo la cinta había dos copos de nieve de papel, como los que pegan en las ventanas de las escuelas. Era como si Lyda estuviese allí con él todo el tiempo. Y por un momento se imaginó a la familia dormida, todos acurrucados en sus sábanas, y no quiso despertarlos.

Finalmente, no obstante, alzó la aldaba y llamó con fuerza.

Al cabo de unos minutos oyó un arrastrar de pies y la voz de Hollenback que preguntaba:

—¿Quién es? ¿Quién hay ahí? ¿Qué demonios pasa? —Y acto seguido el chasquido del cerrojo y Hollenback abriendo la puerta de par en par.

Y allí estaba, alarmado, con unos finos pelillos flotándole por la cabeza casi calva y atándose el cinturón del batín. Le dio la impresión de que tenía los hombros más caídos, o tal vez fuese porque no llevaba puesta la chaqueta. Seguramente había abierto la puerta esperando encontrarse con una travesura o con alguna emergencia que no fuese para tanto.

Pero entonces se paró en seco y se quedó mirando a Perdiz. Durante un segundo Hollenback creía saber lo que le depararía el mundo y, al siguiente, todo había cambiado. Perdiz vio la conmoción en sus ojos, y lo cierto es que le gustó verlo desubicado. En ese momento lo odió por saber la verdad, por tragársela día a día y comulgar con la mentira.

«¿Ahora te despiertas, Hollenback? —tuvo ganas de decirle—. Así es la vida, así funciona».

El hombre lo metió en la casa casi de un empujón.

—Perdiz Willux —no paraba de decir—. Pero, hombre, ¿cómo tú por aquí? —Y entonces hizo una llamada desde el teléfono de la casa. Cuando volvió, estaba pálido—. Quédate a dormir, no pasa nada. Ya vendrá alguien a recogerte por la mañana.

Y ahora Julby está delante de Perdiz.

—No puedes pasarte el día durmiendo.

—¿Qué tal, Julby? Cómo has crecido.

Lleva un jersey con un dibujo de un árbol de Navidad.

—Ya voy a la guardería, al grupo tres, con la señorita Verk. Mi madre me ha dicho que te diga que vamos a comer.

—¿A comer?

—Es el almuerzo del sábado —dice orgullosa. Perdiz recuerda que los Hollenback comen todos juntos los sábados a mediodía, reunidos en torno a una mesa con comida de verdad, nada de pastillas de soja sintetizada o bebidas en polvo. Es un lujo que se le permite al profesorado más veterano—. Estás invitado.

—¿Estás segura? —Sabe que no suele haber mucha comida de sobra.

—Ajá. Y viene otra persona a comer con nosotros.

—¿Quién? —Su padre no puede ser, ni tampoco Glassings.

—¡Una chica! —La primera que le viene a la cabeza es Lyda, pero pronto la sustituye por la opción más lógica: Iralene—. Tiene el pelo brillante, y ya ha llegado. Y huele a burbujitas.

—Todo apunta a que es Iralene.

Julby se encoge de hombros y se pone a rascar las bolas que decoran el árbol de Navidad de su jersey.

—Ha venido para llevarte a tu casa.

—Yo no tengo casa.

Julby lo mira y se ríe.

—Qué gracioso eres.

—Pues no era mi intención serlo.

La niña pone cara seria.

—Jarv tampoco tiene ya casa.

La señora Hollenback siempre estaba excusando a Jarv. «Es que es muy pequeño, por eso escupe tanto. Tiene un sistema digestivo delicado. ¡Ya crecerá!». A los niños que no se desarrollaban bien se los llevaban para tratarlos. ¿Habrán puesto a Jarv en la lista negra?

—¿Y cómo está tu hermano?

Perdiz sigue con el traje y la camisa puestos, ahora hechos un guiñapo. La corbata está en el respaldo de una silla. Julby tamborilea en la ventana como si hubiese algo al otro lado.

—Jarv es tonto.

—No lo es. Es solo un niño tranquilo, eso es todo. ¿Come ya mejor?

—¿Y yo qué sé? Se ha ido para destontizarse.

Se lo han llevado. Piensa de nuevo en el señor Hollenback, en la sensación que le dio de que estaba mayor, encogido; y puede que sea por eso, porque perder a Jarv lo haya avejentado. Perdiz no quiere decirle a Julby que lo siente porque la pequeña pensará entonces que hay algo de lo que preocuparse; aunque desde luego que lo hay. En ocasiones los niños así no regresan nunca.

—Seguro que ya mismo vuelve.

—A lo mejor —dice Julby—. Se fue un buen día sin más, así que puede que vuelva de la misma forma, como una sorpresa. —Mira hacia la puerta y luego se rasca una vez más las bolas del jersey—. Deberías quedarte para las navidades. Nos gusta que estés aquí. —Julby sale corriendo del cuarto y recorre el pasillo al grito de—: ¡Ya se ha despertado! ¡Está despierto! ¡Está despierto!

Perdiz se apresura a escabullirse en el cuarto de baño. Mientras se lava las manos, se quita la férula del meñique y ve que tiene la piel más recia y firme. Le preocupa que aquel dedo que está volviendo a crecerle sea un síntoma de que él esté volviendo a su viejo ser. Su padre quiere que tenga el meñique perfecto, quiere borrar el pasado, limpiarlo. ¿Cuándo lo verá, por cierto? Se echa agua en la cara y se mira al espejo. «Sigo siendo yo —se dice—. Sigo siendo yo».

Al salir del baño oye unas risas provenientes de la cocina. Pasa por delante del salón, que tiene las paredes recubiertas de estanterías con libros antiguos y, en el centro, un árbol de Navidad de plástico con falso aroma a pino. En una de las estanterías cuelga de un gancho un único calcetín, con «Julby» escrito en letras con florituras. Este año no hay calcetín para Jarv. A los pocos meses después de que Sedge muriera nadie mencionaba su nombre en presencia de Perdiz: era como si nunca hubiese existido.

Cuando va a entrar en la cocina, choca con la señora Hollenback, que lleva un delantal blanco con un dibujo de un Niño Jesús en un pesebre cosido al pecho. También ella, como su marido, parece marchita, mayor, aunque sigue estando llena de una energía infatigable. Tiene las manos llenas de harina y le da un abrazo sin llegar a tocarlo.

—¡Perdiz, qué alegría verte! ¿Cómo no nos habías dicho que tenías una novia tan guapa?

Cuando la mujer se hace a un lado, Perdiz ve a Iralene custodiada por un guardia apostado tras su silla. Aunque no tiene armas fusionadas a los brazos como las Fuerzas Especiales, salta a la vista que se ha sometido a potenciación. Tal vez incluso esté en mitad del proceso de transformación, porque lleva uniforme militar y una pistola en una cartuchera. Perdiz se siente una vez más como un preso. No es culpa de Iralene, claro está, pero por alguna razón la toma con ella.

—Hola, Iralene.

—Buenas.

—¿Qué? ¿Te manda mi padre?

Iralene sonríe.

—Van a dar una fiesta.

—¿Y eso? ¿Qué clase de fiesta? —pregunta la señora Hollenback, medio distraída por la discusión que su marido y su hija están teniendo en la entrada.

—Te he dicho que no, Julby. Es muy importante, necesito que te portes mejor que nunca. —Y si no, ¿qué? ¿Te llevarán como a Jarv? ¿Te harán desaparecer?

—Es una pequeña recepción, nada más —dice Iralene—. Elegante pero informal.

—Suena genial. ¿Y qué se celebra?

—Bueno —dice Iralene lanzándole una mirada nerviosa a Perdiz, antes de volver de nuevo su atención a la mujer—. ¡Es una fiesta de compromiso!

La señora Hollenback da una palmada de alegría y forma una pequeña nube con la harina de las manos.

—¡Ay, Perdiz, cómo me alegro por los dos! —Sale dando saltitos por la puerta y grita por el pasillo—: ¡Ilvander, Julby! ¡Venid a oír esto!

Perdiz se sienta al lado de Iralene y le dice por lo bajo:

—¿De qué estás hablando?

—Tu padre ha decidido acelerar las cosas. Quiere ver hasta dónde eres capaz de llegar para verlo. —Mira de reojo al guardia y luego de nuevo a Perdiz.

—De modo que estamos prometidos, ¿así sin más?

La señora Hollenback sigue a lo suyo:

—¡Se han prometido! ¡Nuestro Perdiz e Iralene! ¡Venid, rápido!

Iralene le coge de la manga de la camisa y le susurra:

—Si no lo haces, ya no me necesitarán. Los he traicionado. Si no consigo que regreses…

Le pone furioso que su padre haya orquestado aquel plan retorcido, pero Iralene parece angustiada.

—Hablaré con él y lo solucionaremos —le promete a la chica.

Los señores Hollenback ya están allí, y antes de poder aclarar la situación, Perdiz se ve envuelto por una oleada de entusiasmo, felicitaciones, apretones de mano, abrazos y palmaditas en la espalda.

—Bueno, bueno, Julby, ¿qué te parece? ¡Vamos a tener boda! —exclama la mujer.

«Boda», la sola palabra le da náuseas. Piensa en Lyda y en cuando estuvieron en la casa del vigilante, a cielo abierto. Estaba preparado para pasar el resto de su vida con ella, para siempre ¿Y ahora qué?

Julby es la única que está callada. Tiene las mejillas coloradas, como si hubiera llorado.

—Qué bien —dice.

—Pero ¡felicítalos, mujer! —le dice su madre.

—¡Enhorabuena! —grita enfadada Julby—. ¡Qué suerte tenemos! ¡Qué suerte! ¡Qué suerte! —Se vuelve y tira de varios dibujos que hay pegados en la pared con flores, caballos y arcoíris.

—¡Ahora no, Julby! —le reprende su padre—. ¡Delante de los invitados no!

—¡Qué suerte! —chilla la niña, que da media vuelta y sale corriendo.

La madre se lleva la mano a la boca mientras se le saltan las lágrimas. Va hasta Perdiz e Iralene y los coge con fuerza de las manos.

—No le digáis a nadie que se porta así, se llevarían una impresión equivocada. Está bien, es una buena chica. ¡Es normal! Nada que ver con Jarv. Julby va a crecer perfectamente. No se lo digáis, ¿vale? Por favor.

—Helenia, déjalo ya —le dice su marido—. No saques las cosas de quicio.

—No se lo diremos a nadie, no se preocupe —la tranquiliza Perdiz—. Se lo prometo.

Iralene sonríe y dice:

—Yo lo que he oído es que ha dicho «qué suerte tenemos», y tiene toda la razón. Somos afortunados. Tenemos muchas cosas por las que dar las gracias.

El señor Hollenback pone una mano sobre el hombro de su mujer y le dice:

—¿Lo ves, querida?

—No estamos hablando de Jarv —dice esta.

—Eso es —susurra el señor Hollenback—. Estamos siguiendo con nuestras vidas, sin mirar hacia atrás. Es la decisión que hemos tomado.

La señora Hollenback asiente y vuelve junto al fregadero.

—Sí, sí, claro. Qué suerte tenemos, qué suerte, qué suerte la nuestra…