Pressia

Tazón

En el sedán negro que fuera de Ingership, cortesía de la Cúpula, han ido atravesando las esteranías y lidiando con terrones. Il Capitano va conduciendo echado sobre el volante, mientras a sus espaldas Helmud talla un trozo de madera. Hastings va en el asiento del copiloto y actúa como tal, con sus largas piernas atrapadas contra la guantera. Resulta que Willux mandó construir toda una flota de aviones para que sobreviviesen a las Detonaciones, y Hastings está llevándolos hasta uno que no está rodeado de niveles de seguridad muy altos. Lo que no les ha dicho es por qué no está tan protegido; tal vez no lo sepa.

Los terrones despliegan capuchas como cobras y elevan columnas arqueadas, garras y dientes desde la misma tierra. Il Capitano los va embistiendo uno tras otro; y si siente alguna lástima por matar terrones de esa manera es más que nada porque tiene debilidad por el coche. Cada vez que choca con uno, emite un gruñido, lo que lo hace un conductor emocional y bastante errático. Pressia y Bradwell, que van detrás, se cogen a lo que pueden, a los reposacabezas, las puertas, los asientos. En dos ocasiones sus codos se han rozado cuando el coche ha pegado una sacudida. Ella no puede dejar de preguntarse qué pasaría si le dejase terminar la frase de por qué se ha incorporado a ese viaje. ¿Y si se hubiese reunido con él al otro lado de la mesa? ¿La habría besado? Ha dejado pasar la oportunidad. En el momento ha sido un alivio pero ahora le gustaría volver allí; al mismo tiempo, sin embargo, quiere que pare lo que está corroyéndole el estómago. ¿Qué será?, ¿amor, miedo o ambas cosas?

Pressia ha colocado la caja negra entre sus botas. Ya ha tomado muestras de ADN de Il Capitano, de Helmud y de Hastings con unos pinchazos furtivos, pero no les ha comunicado los resultados: al parecer no era ninguno de los que buscaba.

Bradwell y Pressia llevan las pistolas apuntando hacia las ventanillas cerradas, listos para usarlas en cualquier momento. Los restallidos de los cuerpos de los terrones, así como la arena, el polvo y el hollín que van impactando y perlando el coche, son ensordecedores.

La carrocería está surcada de grandes cicatrices, hendiduras profundas, abolladuras y algún que otro agujero de bala. El parachoques delantero, que ya estaba bastante magullado después de embestir el porche de Ingership y de tanto abrirse camino entre terrones, está hecho una pena. Del de detrás no queda ni rastro, mientras que la parrilla frontal está corroída; con cada terrón que golpean, se levantan la chapa y la pintura.

—A lo mejor si no arremetieras contra cada terrón que ves, el coche tendría más posibilidades de mantenerse de una pieza —comenta Pressia.

—Si el coche nos deja tirados, cada terrón muerto será uno menos que nos mate —se defiende Il Capitano—. ¿Prefieres conducir tú?

—¡Ahí delante! —grita Hastings—. ¿Los ves?

—Sí —dice Il Capitano, que acto seguido se abalanza contra una pequeña horda de alimañas con caras enjutas, ojos oscuros y fauces abiertas. Las criaturas son más fuertes y extrañas cuanto más se alejan de la Cúpula.

El coche coge un bache y las ruedas encuentran un resto de autovía, con gravilla que resuena contra los bastidores; lo justo de carretera para cortar de raíz con los terrones, aunque, tras unos cuantos saltos por los bordes, van volviendo lentamente a la tierra.

—¿Hacia dónde vamos? —le pregunta Il Capitano a Hastings.

—Hacia el noroeste.

—¿Te importaría ser un poco más concreto? —apunta Bradwell.

Il Capitano sacude la cabeza.

—Tenemos un problemilla con nuestro copiloto.

—¿Qué pasa? —pregunta Pressia echándose hacia delante.

—Hastings y yo hemos pasado la noche trazando la ruta, pero hay una pega: está totalmente programado y equipado, con gran cantidad de mapas, una brújula interna, una percepción sensorial muy desarrollada, armamento automático, etcétera. Pero también lo han sometido a codificación conductiva. Y su lealtad, igual de codificada, solo le permite darnos información hasta cierto punto.

—Lealtad —repite Helmud.

—¿Estás diciendo que Hastings no nos puede decir la ubicación exacta de la aeronave? —pregunta Bradwell.

—No puedo daros todo lo que necesitáis —interviene el soldado—. Solo soy capaz de luchar contra mi codificación hasta cierto punto, pero os llevaré tan lejos como pueda.

—No te ofendas, Hastings —Bradwell se echa hacia delante y Pressia sabe que lo que se dispone a decir será ofensivo—, pero ¿cómo sabemos que no sigues siendo leal a la Cúpula y que no piensas entregarnos?

—¿Entregarnos? —recalca Helmud.

—No podéis saberlo.

—Tu codificación es muy fuerte y es probable que la tengas taladrada en el córtex, en la raíz de tu cerebro, impresa en las células.

—Tranquilo, Bradwell —le dice Pressia.

—Capi, si decidiera de repente abrir fuego contra todos nosotros, ¿lo culparías? Lo han programado para que nos odie, para vernos como al enemigo, ¿o no es verdad?

—Nos va a llevar hasta allí, pero paso a paso. Está luchando con uñas y dientes. Hace falta mucha fuerza de voluntad para superar la codificación. Deberíamos agradecérselo y aprovechar lo que podamos.

—Lo que podamos.

—Yo creo que sería inteligente admitir que existe un riesgo —insiste Bradwell—. Y no estoy diciendo que no me fíe de él, es solo que…

—Que no te fías de él —termina la frase Pressia.

—De quien no me fío es de la Cúpula y creo que sería una estupidez infravalorarla.

—Pues a lo mejor es igual de estúpido sobrevalorarla —replica la chica—. Puede que por eso salgan siempre tan bien parados. Hastings podría ser un buen ejemplo de por qué no deberíamos sobrevalorarla. —El soldado la fulmina con la mirada, como si lo hubiese insultado—. Lo que quiero decir es que tal vez su parte humana sea más fuerte de lo que la Cúpula pensaba, que quizá sus emociones sean una fuerza real, que a lo mejor hay cosas que no pueden alterarse.

Bradwell no responde y parece querer decir algo pero es Hastings quien habla entonces:

—Vale, como quieras, no te fíes de mí, pero ¿cambiaría eso algo?

Tiene razón, ya se han internado unos diez kilómetros en las esteranías. Lo necesitan.

—Lo que sí puedo deciros —añade Hastings, entornando los ojos por la concentración— es que la aeronave funciona de forma parecida a los aviones antiguos.

Bradwell coge a Fignan y le pide que les informe al respecto. La caja les explica cómo funcionaban los aviones en el viejo mundo, cuando lo hacían siguiendo el principio de rellenar un globo o algo parecido con gas, normalmente de hidrógeno o helio, que eran más ligeros que el aire. Así era en realidad como flotaban los artefactos.

—Aeronaves —dice como en una ensoñación Helmud.

Il Capitano se rasca la cabeza.

—Pero Willux debía de saber que tras las Detonaciones nadie tendría acceso a esos gases. No puede funcionar así.

—Y no funciona así —replica Hastings—. Crearon un material finísimo y ligero lo suficientemente rígido y fuerte para soportar casi el cien por cien de vacío sin que lo aplaste la presión del aire.

Fignan busca en su base de datos y dice:

—Fullerenos endoéndricos.

—¿Qué es eso?

Fignan muestra un vídeo breve.

—Los fullerenos —explica una voz en off— son moléculas de carbono complejas y de distintas formas, que en ocasiones se denominan buckyesferas. Ambos términos deben su nombre a Buckminster Fuller, científico, inventor y futurista.

—¡El bueno de Bucky! —dice Pressia recordando la anotación en una de las libretas de Willux.

—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? —pregunta Il Capitano.

Hastings les cuenta que, por exigencia de Willux, aumentaron el tamaño de dichas moléculas y las combinaron con moléculas de otro tipo para construir una piel fina, fuerte y rígida con la que recubrir el sistema de vacío del artefacto.

—Para elevarse no tiene más que soltar aire, mientras que para aterrizar deja que entre un poco a modo de lastre.

—Guau —dice Bradwell visiblemente impresionado.

Pressia clava la vista en las esteranías.

—Lo inteligentes que eran, y mira lo que hicieron con tanta inteligencia…

Hastings empieza a compartir con Il Capitano su comprensión limitada en materia de instrumentos y navegación, mientras que Bradwell le pide a Fignan un plano de la zona. La caja le devuelve un mapa antiguo, con carreteras, iglesias, bloques de oficinas, etcétera, al tiempo que le proporciona información sobre geología, climatología de la región o la densidad de población, datos todos ellos anteriores a las Detonaciones.

Por la ventanilla, sin embargo, no se divisa más que un paisaje baldío. El mundo que describe Fignan hace tiempo que desapareció. A Pressia la cansa tanto dato pre-Detonaciones, parecen solo ilustrar todo lo que ha desaparecido.

Bradwell le pregunta a Fignan sobre Cygnus: la constelación, los distintos tipos de cisnes clasificados bajo ese término, los mitos… El tono de Fignan, tan bajo y apacible, resulta de lo más monótono.

Entre tanto, pasan de largo viejos letreros de cadenas de comida rápida encaramados a largos postes, todos ahora caídos, uno tras otro, árboles tras una tormenta; los hay hechos añicos y los hay quebrados como huevos. Lo que quiera que tuviesen por dentro —¿tubos de luz, cables eléctricos?— ha quedado destruido o ha sido desmantelado. El viento ha formado montones de tierra que parecen engullir los escombros de los hoteles, los restaurantes y los centros comerciales. Así y todo, Pressia acierta a ver mínimos indicios de vida humana, como una casa hecha con un tejado de una gasolinera o unas chabolas rudimentarias al abrigo del viento en el costado de un Hardee‟s.

Y mientras Pressia sigue sin apartar la vista del paisaje, Fignan va contando el mito griego de dos amigos íntimos, Cicno (o Cygnus) y Faetón, que siempre estaban compitiendo. Un día que se retaron en una carrera de carros por el cielo, los dos amigos se acercaron demasiado al sol y sus carros salieron ardiendo y ambos cayeron a la tierra inconscientes. Al despertar, Cicno se puso a buscar a Faetón hasta que encontró el cuerpo de su amigo atrapado entre las raíces de un árbol en el fondo de un río. Bradwell le toca el brazo a Pressia para llamar su atención.

—¿Has oído eso?

Pressia sabe lo que está pensando: Novikov y Willux, el ahogo accidental que podría no haber sido tal. Asiente.

Fignan prosigue:

—Cicno se sumergió en el agua para rescatar el cuerpo de Faetón y darle un entierro digno, sin el cual su espíritu no podría viajar hasta el más allá. Pero Cicno, incapaz de rescatarlo, se sentó en la orilla del río y se puso a llorar rogándole a Zeus que lo ayudase. Este le respondió que podía darle a Cicno la forma de un cisne, lo que le permitiría sumergirse lo suficiente para sacar el cuerpo de Faetón del río; pero si Cicno escogía esta opción, dejaría de ser inmortal y solo viviría lo que vive un cisne. Pese a todo, Cicno decidió convertirse en ave, se sumergió en las profundidades, rescató el cuerpo de Faetón y le dio un entierro digno para que el espíritu de su amigo pudiese viajar al Más Allá. A Zeus le conmovió tanto su acto de altruismo que creó una constelación con forma de cisne en el cielo nocturno.

—Willux era Cicno y Novikov, Faetón. —Pressia se vuelve hacia Bradwell y le dice—: ¿Tú crees que en realidad intentó salvarlo?

—El mito resulta de lo más profético, la verdad. Si Novikov tenía la fórmula, y si además estaba ya experimentando con éxito con la cura, en su propio cuerpo, y Willux lo mató, esa fue su forma de convertirse en mortal y sellar así su destino. Justo como dijo Walrond.

—«Mató a la única persona que podría haberlo salvado» —cita Pressia—. Aunque no comprendiese del todo las implicaciones del mito, es muy probable que lo conociera; al fin y al cabo escogió el cisne como símbolo para los Siete. Tuvo que investigar qué representaba, y no es ninguna locura pensar que se cruzó con esta historia.

—Creo que Walrond tenía razón en que la mente de Willux es obsesiva, y en la importancia de Cygnus, de la constelación y de la punta del ala que pasa por encima de Newgrange —comenta Bradwell—. Antes no las tenía todas conmigo, pero, no sé, estoy empezando a pensar que entiendo cómo funciona la mente de ese degenerado.

Pressia va contemplando los restos de grandes fábricas que se elevan hacia el oeste; con los techos de chapa sueltos, dan la impresión de ser más espaciosas, como si estuvieran destripadas.

—Me pregunto quién habrá sobrevivido aquí.

—No sé, pero tiene que ser gente dura.

—Despedíos de la carretera —les dice Il Capitano.

En cuanto el firme se quiebra en pedazos, los terrones aparecen con sus ondas por el horizonte. Pressia coge el arma y se la pega al pecho.

A lo lejos se divisa una gran estructura esquelética en forma de serpentina: un largo cuello que termina de buenas a primeras y un espinazo que se adentra en la tierra, seguido de un bucle que semeja esa caligrafía antigua que le enseñó el abuelo, la cursiva.

—¿Qué es eso?

—Es un parque de atracciones —dice Hastings—. Tenemos que pasarlo por el este.

Bradwell se adelanta en su asiento y comenta:

—Eh, yo conozco ese sitio, fui de pequeño. Era todo muy nuevo, pero en plan retro. A los del Retorno al Civismo les encantaba todo lo que oliese a viejo mundo. Se llamaba Crazy John-Johns. Había un payaso, uno muy grande con la cabeza sujeta por un muelle, un carrusel y montañas rusas como las antiguas. Y no de esos simuladores en salas, sino las atracciones de verdad, con el viento pegándote en la cara y llenándote los pulmones. Me llevó mi padre, y montamos en el Trueno Giratorio y en la Avalancha.

—El Crazy John-Johns… Me acuerdo de los anuncios —dice Il Capitano—. Mi madre nunca pudo reunir dinero para llevarnos.

—Madre —dice Helmud, que ya ha guardado la navaja.

Pressia piensa en su abuelo, Odwald Belze, y en la de veces que le contó el viaje a Disneyworld al que fue en el Antes, una historia que se inventó para ella, para darle una vida, pues de la verdadera no sabía nada.

—Está habitado —les informa Hastings—. La montaña rusa es una torre vigía. ¿Los veis?

—¿A quiénes? —pregunta Pressia, pero justo entonces divisa unas pequeñas figuras en lo alto de la montaña, sobre unas vías en vertical que probablemente utilicen a modo de escalera.

—La última vez que estuve aquí —prosigue Hastings—, resultaron ser bastante peligrosos. Tienen un generador eléctrico, pólvora que quedó de los espectáculos de fuegos artificiales y…

De pronto el coche pega una sacudida a un lado y a otro y describe un círculo cerrado. Las ruedas traseras levantan una gran nube de polvo y el vehículo se detiene de golpe.

—Y trampas —termina Hastings.

—Me cago en… —grita Il Capitano, que se pasa el rifle por la cabeza y la de su hermano y busca la manija.

—Es mejor que salgas —le aconseja el soldado.

—Salgas —susurra Helmud.

—Tengo que ver los daños. —Il Capitano abre la puerta y se apea. Se agacha junto a la rueda delantera y después se levanta y pasa la mano por el bastidor—. ¡Mierda! ¿Cómo puede nadie hacerle algo así a esta preciosidad?

—¡Preciosidad! —grita Helmud.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Bradwell desde el coche.

Los terrones están lejos y el aire quieto.

—Alguien ha cavado algo en la tierra… ¡Un agujero rosa con dientes! ¡Una boca gigante monstruosa! Pressia se baja del asiento trasero.

—Eso tengo que verlo yo.

—Y yo —coincide Bradwell.

—Tened cuidado y daos prisa —les advierte Hastings.

La rueda pinchada está encima de lo que es, en realidad, un perfecto agujero redondo y rosa, posiblemente de fibra de vidrio; dentro tiene una serie de picos alargados y afilados, algunos de los cuales se han hundido en la rueda. Una lona ahora suelta se bate al viento como un velo enloquecido.

—Qué listos —dice Pressia—. Lo han tapado con una lona, han dejado que la arena y la ceniza lo recubran y se han sentado a esperar.

Hastings sale del coche y se acerca al grupo, al que le saca varios palmos, y escruta el horizonte.

Il Capitano le pega un puntapié al suelo y maldice en voz alta, mientras Bradwell golpea con los nudillos el plástico reforzado.

—Es un tazón —dice—. De un carrusel con tazones.

—¿Un carrusel con tazones? —se extraña Il Capitano—. ¿Me estás diciendo que un tazón del Crazy John-Johns se ha cargado mi coche?

Pressia recuerda las historias que le contaba el abuelo: la feria italiana, los peces de colores en bolsas de plástico que te daban de premio, los cannoli, los juegos y las atracciones. Mira hacia el terreno que los separa de la alambrada del parque, por donde los terrones empiezan a concentrarse.

—¿Creéis que habrá más trampas?

—Sí. Volved al coche —les dice Hastings, que luego fija la vista en el parque de atracciones y añade—: En esta ruta perdimos a tres soldados de las Fuerzas Especiales que iban bien armados y estaban preparados para entrar en combate.

—¿Tres? ¿Muertos? —se asombra Il Capitano.

—¿Qué plan tenemos? —pregunta Bradwell.

—El plan era que no me comiese el coche un tazón.

—¿Cuántos kilómetros nos quedan, Hastings? ¿Puedes decírnoslo? —quiere saber Pressia.

—Cincuenta y siete kilómetros.

—Hoy no podremos llegar —opina Il Capitano—. Tendremos que solucionar esto y encontrar un sitio para pasar la noche al otro lado.

—Si es que conseguimos llegar al otro lado… —apunta Bradwell.

—Si es que hay otro lado… —remata Pressia.

—Si… —dice Helmud.

—¿Lo habéis oído? —pregunta Hastings.

—¿El qué? —pregunta Il Capitano, que ha pasado del enfado al temor.

Pero no hay necesidad de respuesta. Todos lo sienten por las suelas de las botas: la tierra está temblando bajo sus pies.