Perdiz

Hermoso barbarismo

La estancia se ha quedado en silencio salvo por los escarabajos del terrario. Perdiz es incapaz de hablar, aturdido como está por la enormidad de la traición. Todos esos años ha estado creyendo ese cuento de antes de dormir. Y luego, cuando salió de la Cúpula, creyó que habían sido su padre y otros altos cargos los que lo habían tramado todo. La realidad, sin embargo, es que siempre lo habían sabido todos aquellos lo suficientemente mayores antes de las Detonaciones como para ganarse con malas artes un sitio en la Cúpula: sus profesores y entrenadores, el peluquero, las mujeres que le limpiaban el piso todas las semanas, los técnicos del laboratorio, los monitores de la residencia.

—¿Todos? —balbucea Perdiz.

—Todos y cada uno.

El chico sacude la cabeza. El plan que tenía de contarle a la gente la verdad y dejarle escoger cómo prefería vivir no va a funcionar.

—Es imposible. ¿Cómo pueden vivir consigo mismos?

—Hay muchos que no pueden. Por algo hemos tenido que aceptar socialmente el suicidio, una circunstancia, por lo demás, que ha resultado ser muy útil, porque, por un lado, mantiene a raya la población y, por otro, cada suicidio deja un hueco para que alguien tenga un hijo, una criatura que no tiene por qué saber nunca la verdad, alguien más a quien hacerle tragar toda la historia.

Perdiz aprieta los ojos con fuerza.

—Lo sabían… todo este tiempo…

—No habrá revolución, Perdiz. Los que eran capaces de liderar una fueron asesinados antes de las Detonaciones o murieron en ellas. —El chico se acuerda de los padres de Bradwell—. Salvo un puñado.

—Cygnus.

—Tu madre fue nuestra líder, y no somos ni los más fuertes ni los más valientes, sino simplemente los que hemos sido capaces de llevar una doble existencia, sabiendo la verdad pero, aun así, siguiendo con nuestras vidas. Somos los que quedamos, y aunque no somos muchos, cada vez somos más fuertes y audaces. —Glassings apoya los codos en las rodillas—. Perdiz —le dice con una voz tan solemne que el chico sabe al instante que va a contarle algo horrible que cambiará su vida para siempre. Siente en el ambiente la enormidad de lo que todavía no se ha dicho y ve la sombra que nubla la cara de su profesor—, tengo que decirte…

—Espere.

Lo único que desea Perdiz son unos cuantos minutos más con Glassings, ellos dos solos en aquellos sillones, como padre e hijo; lo que quiere es quedarse así.

—Primero —dice—, cuénteme qué son estos escarabajos. Yo solo… —Le tiemblan las manos. Las aprieta entre sí y prosigue—: Los escarabajos… cada cosa a su tiempo.

—Vale. Hemos soltado miles, así como otros insectos. Bueno, en realidad son cíborgs. Nos facilitan información y se pueden controlar a distancia.

—¿Se pueden detectar?

—No, eso es lo bueno. Aunque, claro, los secuaces de Willux ya le han llevado unos cuantos y es consciente de que tiene a gente en su contra; es más, se congratula por ello. Pero no, no sabe de dónde vienen o qué quieren.

—¡Eso es una locura! —espeta Perdiz, que recuerda entonces que Glassings fue en otros tiempos su profesor y se disculpa—: Perdone, señor, pero seguro que mi padre logrará averiguar de dónde provienen. Nunca permitiría a sabiendas que unas fuerzas que fuesen en contra de él utilizasen vigilancia propia.

—Todavía no nos ha pillado. Somos bastante cuidadosos porque en nuestras circunstancias tenemos que serlo para sobrevivir.

—¿Y el hombre y la mujer que me ayudaron a entrar y salir del ascensor?

—Ahí tienes la prueba. Contamos con una red sólida y podemos ayudarte a llevar a cabo tu cometido.

Perdiz se recuesta en el respaldo: ahí está.

La mirada del profesor parece de pronto más plácida y cansada. Es mayor de lo que el chico recordaba.

—Tienes que asesinar a tu padre —le dice.

Perdiz sacude la cabeza.

—No.

—Escúchame —se apresura a replicar el profesor—: lo tenemos todo planeado al milímetro.

Disponemos de una pastilla que produce un efecto inmediato, con un veneno que no puede detectarse. Y tú podrías acercarte lo suficiente, eres su hijo.

—No pienso hacerlo. —Se siente desfallecer.

Glassings no dice nada y mantiene un gesto grave e imperturbable.

—No pienso matar a mi padre. Si me convirtiese en un asesino, sería igual que él. ¿Es que no lo comprende?

—¿Y si fuese en defensa propia? —Glassings lo mira enfadado—. ¿No me dirás que ahí fuera no has causado algún estrago que otro?

—Allí te ves obligado a hacer cosas que te gustaría no tener que hacer. Está lleno de alimañas, terrones, amasoides, y ahora de Fuerzas Especiales.

Glassings se levanta y se pone tras el respaldo del sillón, de donde se coge con fuerza antes de decirle:

—Esto no es una cuestión de represalias o castigos. Queremos pararle los pies a tu padre porque sigue siendo muy peligroso.

—¿Cree que no lo sé?

—¿No matarías a alguien si supieses que está a punto de asesinar a más gente?

Perdiz quiere poner fin a todo eso: a la brutalidad de su padre, a esa herencia de muerte. Es cierto, podría acercarse lo suficiente. Y querría que su padre tan solo por un instante antes de morir supiese que había sido él, su propio hijo. Se imagina ese resplandor de terror pasajero en los ojos de su padre. Pero no puede ceder.

—Tengo que intentar liderar desde dentro como es debido.

Glassings regresa a su asiento y entrelaza las manos con fuerza. No mira a Perdiz cuando le dice:

—Tiene grandes planes para ti.

—¿Qué planes?

—Se rumorea que quiere que sientes cabeza, que demuestres que eres estable.

—Se ha vuelto a casar. ¿Lo sabía?

—Es un tema que se ha llevado con mucha discreción.

—Iralene es mi hermanastra y quiere que siente cabeza con ella.

Glassings echa la cabeza hacia atrás.

—Pero eso es un poco incestuoso, ¿no?

—Técnicamente no, pero sí, es una locura…

—Le gusta tenerlo todo bien atado. —El profesor lo mira afablemente—. ¿Y qué hay de Lyda?… ¿Sigue viva… ahí fuera?

¿Cómo se ha enterado de lo de Lyda?

—¿Sabe que la sacaron de la Cúpula?

—Sí, claro, como cebo para ti. Tenemos gente en el centro de rehabilitación. Incluso el guardia que la escoltó hasta fuera es de los nuestros. ¿Está bien?

—Eso espero. —Piensa en ella cantando en el escenario, ese mismo que está por encima de sus cabezas, y en la música, que le salía desde lo más hondo.

—Bueno, a lo mejor podrías aprovecharte de Iralene.

—¿Cómo? No, no quiero utilizarla de esa manera.

—¿Y si también la beneficiase a ella? Tampoco creo que sea positivo que la ignores, ¿no te parece? —Sabe que Glassings tiene razón—. Lo que se cuenta es que tu padre tiene intención de enseñarte a llevar las cosas para luego pasarte las riendas. El siguiente en la línea de sucesión de la Cúpula es Foresteed.

—Foresteed. Es verdad, me había olvidado de él.

—Se ha convertido en la cara visible del régimen de la Cúpula desde que tu padre ha envejecido y se ha debilitado. Pero tu padre te preferiría a ti.

—¿A mí por qué?

—¿Quieres saber la verdad?

Perdiz asiente.

—Porque cree que puede manipularte.

—Pero ¿acaso no he demostrado que en realidad no puede?…

Glassings ladea la cabeza y enarca las cejas.

—Repasa los hechos. —Era una de sus frases recurrentes en clase de historia mundial.

Perdiz pensó que podía escapar de la Cúpula y después descubrió que había sido su padre quien lo había querido así, quien lo había planeado todo. Quiso que lo llevase hasta su madre, y así lo hizo. Y ahora ha vuelto porque su padre ha amenazado con matar a más gente hasta que no regrese.

—Mierda —musita Perdiz.

—Tienes que meditar largo y tendido sobre tu padre, Perdiz, y en qué es lo mejor para el bien común.

—¿El asesinato?

—Prométeme solo que lo pensarás.

Perdiz se agarra a los brazos del sillón.

—¿Qué hago ahora?

—Tienes que encontrar a tu padre y acercarte a él todo lo que puedas. No podrás hacer nada si no te ganas su confianza y consigues información.

—¿Va a entregarme? —pregunta Perdiz.

—Si soy yo el que te llevo ante tu padre, eso haría que recayese demasiada atención en nuestra relación.

—Pero también demostraría que es usted leal.

—Prefiero no tener ningún tipo de atención.

—¿Y entonces?

—Tal vez algún otro profesor. ¿Tenías lazos con alguno más?

—Con Hollenback. —El de ciencias—. Solía pasar las navidades en su casa.

—Hollenback es perfecto, siempre acata la disciplina. Llamará en cuanto te vea. Fue él quien entregó a Arvin Weed para que se aprovechasen de su genio científico.

—Vi a Arvin cuando me «purificaron».

—Arvin es una pieza fundamental, Perdiz. Willux tiene depositadas en él todas sus esperanzas; cree que puede dar con una cura y está exprimiéndolo a muerte.

—¿Arvin está de nuestro lado?

—Lo estaba, pero Willux tira mucho. Estoy convencido de que le habrá hecho grandes promesas. Y quién sabe si Arvin será lo suficientemente fuerte para no verse seducido. —Glassings mira a su ex alumno—. Por eso tienes que andarte con ojo.

—No pienso dejarme engatusar por mi padre ni tampoco pienso matarlo. Así que, ¿dónde nos deja eso?

—Si cambias de opinión…

—Pero si no podemos ni comunicarnos…

—Estamos por todas partes.

—Bueno, entonces, supongo que tengo que irme.

Perdiz se levanta y va hacia las escaleras. El profesor hace otro tanto.

—¿Sabes, Perdiz? Yo no tengo hijos, y es probable que nunca los tenga con estas regulaciones. Pero si los tuviera, me gustaría que fuesen como tú.

A Perdiz se le hace un nudo en la garganta y se queda sin habla. Se mira los zapatos y después alza la vista y la cruza con Glassings, que le sonríe con un gesto que va de la tristeza al orgullo.

Perdiz sonríe.

—«Un hermoso barbarismo», dijo una vez en una clase sobre civilizaciones antiguas. Sigue aplicándose a nosotros, ¿verdad?

Glassings asiente.

—¿Ve como atendía en sus clases? Algo se me ha quedado.

—Cuídate.

Aunque no tiene mucho sentido, Perdiz hace el saludo militar para despedirse y Glassings se lo devuelve. A continuación sube por la escalera, abre la trampilla y vuelve al escenario después de cerrar la puerta tras él. Se apresura a salir de allí siguiendo las señales de salida. Cuando por fin encuentra una puerta, la empuja y se hace a la idea de encontrarse con el aire frío.

Pero se ve simplemente en el exterior, porque allí nunca nadie sale del todo.