Sueño
Bradwell está dormido y Fignan descansa cerca de la estufa, de donde succiona energía; Pressia, en cambio, está trabajando en las arañas, que fueron dotadas con unos explosivos increíbles. Primero las desguaza y luego las reconstruye como pequeñas granadas de mano. Ha escrito las instrucciones en una piedra nueva y ha construido tres prototipos.
Por la mañana se pondrán en camino siguiendo los mapas de la cabeza de Hastings para encontrar la aeronave, pero antes ha querido dejar todas las instrucciones terminadas. El césped del antiguo internado está plagado de tiendas de campaña con gente que, con las indicaciones pertinentes, podrían desprender las arañas robot de los cuerpos de los supervivientes y producir grandes cantidades de municiones como la que ha diseñado. ¿Por qué no darles trabajo? Por lo demás, estaba costándole dormir y ha decidido trabajar ella también.
Bradwell pensaba que Il Capitano y Helmud debían quedarse, y estos a su vez que era Bradwell quien tenía que permanecer allí. Han discutido sobre el tema antes de que los hermanos se fuesen con Hastings a dormir.
—Te necesitan aquí al mando —ha esgrimido Bradwell.
—Tú también podrías hacerte cargo. No estás del todo recuperado para un viaje así.
—Yo no pienso quedarme aquí a esperar.
—Ni yo —ha replicado Il Capitano.
—Ni yo —ha corroborado Helmud.
—Además, si encontráis la aeronave, vais a necesitar quien la pilote —ha añadido Il Capitano.
—La pilote —ha repetido su hermano con cierto tono de sorpresa.
—A mi padre lo echaron de las fuerzas aéreas por problemas mentales y desapareció del mapa, pero yo me pasé la infancia aprendiendo todo lo que pude sobre volar y jugando con simuladores de vuelo. A pesar de que no conservo ni un solo recuerdo de mi padre, sé que teníamos dos cosas en común: volar y estar locos.
—Locos.
—¿Un piloto loco? Bueno, no es la mejor opción —ha mascullado Bradwell.
—No, pero en serio —ha tenido que intervenir Pressia—, ¿qué posibilidades hay de que la aeronave funcione igual que el simulador de vuelo con el que jugabas de pequeño?
Il Capitano, sin embargo, no ha querido entrar en razón.
—Pero es mejor tener por lo menos a alguien que sepa algo sobre volar. Sería una lástima encontrar un avión y no saber distinguir la cola del ala de estribor. A lo mejor Fignan podría ayudarme, como copiloto. —La caja negra ha centelleado orgullosa.
Cuando Il Capitano estaba despidiéndose y ayudando a Hastings a llegar a los dormitorios, Bradwell le ha gritado desde la puerta de la cabaña:
—Bueno, pues nada, partimos todos juntos. ¡Nos vemos mañana!
Il Capitano ha hecho un gesto con la mano, como claudicando, y ahí ha acabado la cosa.
Pressia se levanta ahora, se estira y vuelve a repasar las cosas que lleva en la bolsa. Pone los viales envueltos sobre la mesa y los va cogiendo uno por uno mirándolos al trasluz; el líquido se remueve con su brillante color ámbar. No puede evitar pensar en su madre, que fue una científica brillante. Pero ¿de qué le sirvió esa mente tan lógica? Lev Novikov la besó, y es probable que estuviesen saliendo cuando el joven murió. De algún modo, tal vez aprovechándose de su duelo, Willux, el asesino de Lev, se ganó el corazón de su madre, y acabaron casándose. ¿Comprendió ella, al igual que Walrond, que lo había matado Willux? Quizás eso a su vez fue lo que la llevó a Imanaka, el padre de Pressia. De una cosa, al menos, está segura: su madre no siempre hacía lo que era racional y lógico, sino que tomaba decisiones siguiendo el dictado de su corazón, no de su cabeza. Y al final esas decisiones acabaron matándola.
Pressia se niega a repetir esos errores, no importa lo que sintiera allí tendida en el bosque junto a Bradwell. Ahora mismo tiene que proteger el legado de su madre, pues sin esos tres viales no habría cura alguna para nadie.
Los trapos en los que Perdiz envolvió los viales que le dio no parecen lo suficientemente gruesos para un viaje que se prevé tan peligroso y puede que mortal como el que le espera, de modo que recorta un rectángulo de lana de una manta y lo pone como refuerzo antes de envolverlos de nuevo en el trapo.
—¿Qué haces despierta? —le pregunta Bradwell con voz somnolienta.
—¿Te he despertado?
—No, no. —El chico se incorpora y se rasca la cabeza.
—¿Qué crees que deberíamos hacer con los mapas de la Cúpula de Perdiz y Lyda?
—Pues no sé, tal vez deberíamos dejarlos aquí, para que estén a salvo.
—Quizá.
Bradwell mira por la ventana.
—¿Alguna vez piensas en Perdiz? —pregunta el chico.
—Sí, y espero que no se esté acomodando demasiado allí.
—Es un puro y, aunque puedo pasarlo por alto, sigue existiendo un abismo entre nosotros dos. No sé si alguna vez llegaremos a conocernos de verdad.
—¿Y qué pasa conmigo? —Pressia coge los viales y los mete con mucho cuidado en la mochila, entre sus ropas.
—En ti confío.
—Pero ¿crees que puedes leerme como un libro abierto?
Bradwell sonríe.
—No.
—¿De qué te ríes?
El chico ahueca la almohada y apoya la cabeza.
—Del sueño que acabo de tener. Salías tú.
—¿De qué iba?
—Era un sueño donde volaba. En el Antes solía repetirse cada dos por tres. —Se queda un momento pensativo antes de añadir—: Supongo que no he vuelto a soñar con volar desde que tengo pájaros en la espalda, con alas de verdad…
—¿Cómo volabas en sueños cuando eras pequeño?
—Aguantaba la respiración e iba levitando poco a poco, hasta que subía lo suficiente y entonces abría los brazos para que me llevase el viento y pudiese surcar el aire sin más.
—¿Y en el sueño de hoy?
—No tenía pájaros en la espalda, pero tampoco era pequeño. Era yo mismo ahora pero…
—¿En puro?
—Supongo que sí. A lo mejor por eso me he despertado pensando en Perdiz y la Cúpula…
—¿Cómo te sentías? —Pressia nunca ha soñado con poder volar.
—Pues… más joven, aunque tenía la misma edad. Pero no me sentía igual que ahora, era como si pudiese volar porque no tenía que soportar el peso de todas las cosas. Y sabía, con esa certeza que solo se tiene en los sueños, que mis padres estaban vivos. Y debajo había sembrados y ríos, y estaba todo lleno de vida. Como si las Detonaciones nunca hubiesen ocurrido.
—¿Y salía yo?
—Vi el río, el que cruzamos, estabas metida en el agua, y te vi como forcejeando.
—¿Ahogándome, quieres decir?
—Eso creía yo. Y conforme fui bajando para salvarte, me di cuenta de que era aquella misma noche, esa noche helada. —Pressia asiente y se pone colorada solo de pensarlo—. Y supe que para cogerte, tenía que recordar que mis padres estaban muertos y que el mundo era un pozo ceniciento. Y en cuanto lo hice, empecé a caer y aterricé en el río. Caí dentro y te vi desde debajo del agua. Y era yo otra vez, con los pájaros en la espalda, las cicatrices… Y…
—¿Me salvaste?
Bradwell sacude la cabeza.
—Si estoy contándote el sueño es porque es un ejemplo de que no es tan fácil leerte.
—Entiendo.
—Estabas con todas esas niñas, las de las caras de la pared, y respirabas bajo el agua. De hecho estabas cantando, todas cantabais. La canción hacía que se moviese el agua, y yo sentía la vibración de las notas por los pies.
Pressia piensa en la piel de él contra la suya.
—¿Y?
—Que no necesitabas que te salvase. En realidad no estabas ahogándote, estabas bien. Y me miraste de un modo que no sabría describir…
—¿Cómo?
—Con cierta ferocidad. No sabía si estabas enfadada conmigo o…
—¿O qué?
—Nada. No sé interpretarte, ni siquiera en sueños, eso es lo que quería decirte.
Pressia mira el interior de la mochila como si no supiese ya de memoria lo que contenía.
—En el mercado hay una mujer que lee los sueños. ¿La has visto alguna vez?
—Yo no creo en esas cosas.
—Pues yo sí. Al menos a veces.
—¿Quieres leerme mi sueño? —El chico se sienta y apoya los pies en el suelo.
Pressia ya lo ha leído: Bradwell va a acompañarla en el viaje para vigilarla, protegerla; pero tal vez una parte, en lo más hondo de él, dude de que necesite ser protegida. Se cuelga la mochila y se va hacia la puerta.
—Sigues manteniendo la promesa que le hiciste a mi abuelo. Incluso en sueños eres honrado y mantienes tu palabra. Y estás dispuesto a sacrificar mucho a cambio…, incluso la idea de que tus padres estén vivos.
—Me da que tú me lees mejor que yo a ti.
En cuanto lo dice, Pressia se da cuenta de que le gustaría que se lo rebatiese. No quiere que siga soportando esa vieja deuda, no quiere sentirse como una carga para él. Se hace el silencio y no sabe bien qué decir. Se queda mirando las caras de las chicas, en particular la que se parece a su amiga Fandra.
Pressia se vuelve y lo mira a los ojos cuando le pregunta:
—¿Por qué quieres venir a este viaje? Ningún superviviente ha conseguido llegar tan lejos y volver con vida.
—¿Y tú?
—Por Wilda. Si encontramos la fórmula habrá posibilidades de salvarla. —Eso es cierto, pero solo está siendo sincera en parte. Pressia siente que la verdad la aguijonea, que la araña por dentro, queriendo salir—. Y también quiero ver si hay más gente al otro lado. Tal vez sí que consiguieron llegar hasta allí pero no han querido volver. —Se acerca a la mesa, de donde coge el cuchillo de cocina que ha usado para cortar la lana, y pasa el dedo por la hoja, todavía afilada—. Mi padre. El tatuaje de su pulso seguía latiendo en el pecho de mi madre. Sigue vivo, ahí fuera, en alguna parte.
—Pero Pressia… —Bradwell se levanta y se acerca a la mesa que los separa.
La chica pone el cuchillo en la tabla de cortar.
—Ya lo sé, ya lo sé. Las posibilidades de encontrarlo son prácticamente nulas, pero querías saber por qué, y ahora ya lo sabes…
Le sorprende haberlo dicho en voz alta. Lleva guardándolo en el fondo de la cabeza… ¿cuánto tiempo? No quería admitirlo ni ante sí misma, porque le parece demasiado egoísta e infantil. Deja el cuchillo.
Bradwell apoya los nudillos en la mesa y se inclina hacia ella; tiene los ojos aún cansados pero parece como si los apretase para superar la fatiga y poder verla mejor, como si intentara leerla allí mismo.
—Te equivocas con lo del sueño.
—¿Sí? ¿Y eso?
—Yo no voy porque quiera protegerte, o por una antigua promesa.
—¿Y entonces por qué vas?
—Voy a hacer ese viaje porque… —Se le acerca aún más—. Pressia, porque…
—Para. Es de suicidas preocuparse por alguien aquí fuera.
—Pues entonces puede que yo lo sea.
Le late con tanta fuerza el corazón que se tiene que llevar la mano al pecho, como para intentar sosegarlo. Se queda mirando a Bradwell pero no tiene claro qué decirle.
Y entonces el chico relaja la expresión, levanta un dedo y susurra:
—Ahí está, justo ahí.
—¿El qué?
—La mirada de mi sueño. La que no sé cómo interpretar.